martes, 19 de agosto de 2008

EL NACIMIENTO DEL JAPON -:- BREBE

EL NACIMIENTO DEL JAPON


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En el principio, tras la formación del cielo y de la Tierra, tres dioses se crearon a sí mismos y se escondieron
en el cielo. Entre este y la Tierra apareció algo con aspecto de un brote de junco, y de él nacieron dos dioses,
que también se escondieron. Otros siete dioses nacieron de la misma manera, y los últimos se llamaron
Izanagi e Izanami.

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IZANAGI E IZANAMI

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Fueron encargados por los demás dioses de formar las islas japonesas. Estos hundieron una jabalina adornada
con piedras preciosas en el mar inferior, la agitaron y al sacarla, las gotas que de ella resbalaban formaron la
isla de Onokoro. Descendiendo de los cielos, Izanagi e Izanami resolvieron construir allí su hogar, así que
clavaron la jabalina en el suelo para formar el Pilar Celestial.
Descubrieron que sus cuerpos estaban formados de manera diferente, por lo que Izanagi preguntó a su esposa
Izanami si sería de su agrado concebir más tierra para que de ella nacieran más islas. Como ella accedió,
ambos inventaron un matrimonio ritual; cada uno tenía que rodear el Pilar Celestial andando en direcciones
opuestas. Cuando se encontraron, Izanami exclamó: "¡Que encantador! ¡He encontrado un hombre
atractivo!", y a continuación hicieron el amor.
En lugar de parir una isla, Izanami dio a luz a un malforme niño-sanguijuela al que lanzaron al mar sobre un
bote hecho de juncos. Después se dirigieron a los dioses para pedir consejo, y estos les explicaron que el error
estaba en el ritual del matrimonio, ya que ella no debía de haber hablado primero la encontrarse alrededor del
Pilar, pues no es propio de la mujer iniciar la conversación. Así pues, ambos repitieron el ritual, pero esta vez
Izanagi habló primero, y todo salió según sus deseos.
Con el tiempo, Izanagi concibió todas las islas que forman el Japón, creando, además, dioses para embellecer
las islas, y después hicieron dioses del viento, de los árboles, de los ríos y de las montañas, con lo que su obra
quedó completa. El último dios nacido de Izanami fue el dios del fuego, cuyo alumbramiento produjo tan
graves quemaduras en los genitales de la diosa que murió. Y todavía, mientras moría, nacieron más dioses a
partir de su vómito, su orina y sus excrementos. Izanagi estaba tan furioso que le cortó la cabeza al dios del
fuego, pero las gotas de sangre que cayeron a la Tierra dieron vida a nuevas deidades.

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EL MAS ALLA

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Tras la muerte de Izanami, Izanagi quiso seguirla en su viaje a Yomi, la región de los muertos, pero ya era
demasiado tarde. Cuando llegó allí, Izanami ya había comido en Yomi, lo que hacía imposible su vuelta al
mundo de los vivos. La diosa pidió a su esposo que esperase pacientemente mientras ella discutía con los
demás dioses si era o no posible su retorno al mundo, pero Izanagi no fue capaz; Impa ciente, rompió una
punta de la peineta que llevaba, la prendió fuego, para que le sirviese de antorcha y después entró en la sala.
Lo que vió allí fue espantoso: los gusanos se retorcían ruidosamente en el cuerpo putrefacto de Izanami.
Izanagi quedó aterrado al contemplar la visión del cuerpo de Izanami, por lo que dio media vuelta y salió
huyendo de allí. Encolerizada por la desobediencia de su marido, Izanami envió tras él a las brujas de Yomi y
a los fantasmas del lugar, pero Izanagi pudo despistarlos haciendo uso de sus trucos mágicos. Cuando por fin
llegó a la frontera que separa el mundo de los muertos del de los vivos, Izanagi lanzó a sus perseguidores tres
melocotones que allí encontró, retirándose las brujas y fantasmas a toda prisa.
Finalmente, fue la propia Izanami quien salió en persecución de Izanagi. Este colocó una gigantesca roca en
el paso que unía Yomi con el mundo de los vivos, de modo que Izanami y él se vieron uno a cada lado del
enorme obstáculo. Izanami dijo entonces: "Oh, mi amado marido, si así actuas haré que mueran cada dia mil
de los vasallos de tu reino", a lo que Izanagi contestó "Oh, mi amada esposa, si tales cosas haces yo daré
nacimiento cada día a mil quinientos". Finalmente llegaron a un acuerdo, mediante el cual la cifra de
nacimientos y fallecimientos se mantienen en la misma proporción. Ella le dijo que debía aceptar su muerte y
él prometió no volver a visitarla. Entonces ambos declararon el fín de su matrimonio. Esta separación
significó el comienzo de la muerte para todos los seres.

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LA CREACION DE LOS DIOSES MAYORES

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Izanagi se sometió entonces a un proceso de purificación para librarse de la suciedad que pudiera haber
contaminado su cuerpo durante el descenso al mundo inferior. Llegó a la llanura junto a la desembocadura del
río y se libró de sus ropas y de todo cuanto llevaba. Y allí donde dejaba caer una prenda o un objeto, del suelo
salía una deidad. Y nuevos dioses se iban creando a medidad que Izanagi entraba en el agua para limpiar su
cuerpo. Finalmente, cuando lavó su cara fueron creados los dioses más importantes del panteón japonés; Al
secar su ojo izquierdo apareció Amaterasu, la diosa Sol; de su ojo izquierdo nació la diosa Luna, Tsuki-yomi;
El dios de la tormenta, Susano, fue engendrado de su nariz.
Izanagi decidió entonces dividir el mundo entre sus hijos. Encargó a Amaterasu el gobierno del cielo, a
Tsuki-yomi el de la noche ya Susano el cuidado de los mares. Pero este último dijo que prefería ir al mundo
inferior con su madre, así que Izanagi lo desterró y después se retiró del mundo para vivir en el alto cielo.

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EL ENGAÑO DE SUSANO

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Antes de ser desterrado a Yomi, Susano quiso despedirse de Amaterasu, pero en realidad quería traicionarla
ya que estaba celoso de la belleza y preeminencia de su hermana. Amaterasu, recelosa de la actitud de su
hermano, se armó con un arco y flechas antes de acudir a la cita, pero Susano se mostró realmente encantador
y acabó cautivando a la diosa con la sugerencia de engendrar hijos juntos como prueba de buena fe.
Amaterasu accedió, pero antes exigió que le entregase su espada, que inmediatamente quebró con su boca en
tres pedazos, mientras de su aliento salían tres diosas. Susano pidió a Amaterasu cinco collares, los cuales
masticó para engendrar otros tantos dioses.
Al momento se entabló una discusión entre ambos por la custodia de los hijos, pues Amaterasu los reclamaba
como suyos al haber sido formados de sus propias joyas. Su hermano, sin embargo, creyó haber engañado a
la diosa y lo celebró rompiendo las paredes que contenían los campos de arroz, bloqueando los canales de
irrigación y defecando en el templo donde había de celebrarse el festival de la cosecha. Su desconcertante
comportamiento es el germen de la enemistad que nació entre los dos dioses. Susano, a pesar de haber sido
desterrado, se quedó merodeando por la Tierra y el cielo.

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LA DESAPARICION DEL SOL

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Un día, mientras Amaterasu se encontraba tejiendo ropas para los dioses, Susano arrojó un caballo desollado
que atravesó el tejado de la sala en la que la diosa y sus ayudantes trabajaban. Una de ellas se asustó de tal
modo que se pinchó con la aguja y murió. Y tan atemorizada quedó la propia diosa que después de aquello se
escondió en una cueva y bloqueó la entrada con una enorme piedra. Sin la diosa Sol, el mundo quedó sumido
en la oscuridad y el caos.
Una asamblea de ochocientas deidades se reunió para hallar la manera de sacar a Amaterasu de la cueva.
Decidieron que la única manera de lograrlo sería excitando su curiosidad, así que decoraron un árbol con
ofrendas y joyas, encendieron fuego y danzaron al ritmo de los tambores, y alabaron la belleza de otra diosa,
para provocar sus celos. Colocaron un espejo mágico a la entrada de la cueva, llevaron gallos al lugar para
que cantaran y persuadieron a la diosa de la aurora, Amo No Uzume, para que bailara. En un momento de
abandono, la diosa empezó a quitarse las ropas, para solaz del resto de los dioses, que la llamaron "terrible
hembra del cielo".
Como esperaban, Amaterasu se asomó a la entrada de la cueva para averiguar qué estaba sucediendo. Los
dioses respondieron que estaban celebrando una fiesta porque habían encontrado a su sucesora y que esta era
incluso mejor que la propia Amaterasu. Sin pensarlo, la diosa salió de la cueva y vió su reflejo en el espejo
mágico. En ese momento, el dios Tajikawa la agarró, obligándola a salir de su escondite y bloqueando la
entrada para impedir que volviera a desapareer. La vida volvió a la naturaleza y desde aquel momento el
mundo ha conocido el ciclo normal del día y la noche. El espejo fue confiado al mítico primer Emperador de
Japón, descendiente directo de la diosa, como prueba de su divino poder.
Los ochocientos dioses castigaron a Susano cortando su barba y bigote, arrancándole las uñas de las manos y
los pies, y arrojándole del cielo. Fue entonces cuando el dios comenzó su vida errante y vagabunda por la
Tierra.

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CONCLUSION

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Los mitos de la creación de Japón hacen referencia directa a un buen número de deidades y tienen su origen
en antiguas religiones folclóricas de la región. Por muy importantes que sean, los dioses del Sol, la Luna y las
estrellas no están solos en los cielos. A ellos se une un enorme número de espíritus menores de ancestrales
raíces, los kami, los budas y bodhisattvas, todos ellos conviviendo pacíficamente.

martes, 12 de agosto de 2008

THE RING -- TERROR JAPONES -- KOJI SUZUKY

THE RING -- TERROR JAPONES -- KOJI SUZUKY
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THE RING
Koji Suzuki
Título original: The Ring
The Ring Koji Suzuki
PRIMERA PARTE
OTOÑO
5 de septiembre de 1990, 22.49 h.
Yokohama.
Una hilera de edificios de apartamentos, cada uno de quince pisos
de altura, recorría el extremo norte de la urbanización, junto a los
jardines Sankeien. Aunque llevaban poco tiempo construidos, casi todos
los apartamentos ya estaban ocupados. En cada edificio se agolpaban
casi cien viviendas, pero la mayoría de los habitantes ni siquiera les
habían visto la cara a sus vecinos. La única prueba de que allí vivía
gente llegaba por la noche, cuando se iluminaban las ventanas.
Al sur, la superficie aceitosa del océano reflejaba las luces
parpadeantes de una fábrica. Un laberinto de tuberías y conductos se
abría paso por los muros de la fábrica como capilares sanguíneos por el
tejido muscular. Sobre la fachada de la fábrica brillaban innumerables
luces parecidas a insectos brillando en la oscuridad. Incluso aquella
escena grotesca tenía cierta belleza. La fábrica proyectaba una sombra
muda sobre el negro mar de fondo.
Unos doscientos metros más cerca, en la urbanización, una casa de
dos pisos nueva se alzaba sola entre parcelas vacías separadas por la
misma distancia. Su puerta principal daba directamente a la calle, que
iba de norte a sur, y al lado tenía un garaje para un solo coche. La casa
era corriente, como las que se ven en cualquier urbanización nueva,
pero no había ninguna otra detrás de ella ni a los lados. Quizá debido a
su mala ubicación, se habían vendido pocas parcelas y había carteles de
SE VENDE alrededor de la casa y por toda la calle. Comparada con los
apartamentos, construidos por las mismas fechas y sobre los que se
habían abalanzado los compradores, la urbanización parecía muy
solitaria.
De una ventana abierta en el segundo piso de la casa salía un haz
de luz fluorescente que llegaba hasta el oscuro pavimento de la calle. La
luz, la única de la casa, venía del cuarto de Tomoko Oishi. Tomoko
estaba tirada en una silla leyendo un libro para el colegio, vestida con
unos shorts y una camiseta blanca. Su cuerpo estaba en una postura
imposible, con las piernas extendidas en dirección a un ventilador
eléctrico puesto en el suelo. Abanicándose con el borde de la camiseta
para que la brisa le refrescara directamente la piel, Tomoko hablaba en
murmullos sobre el calor sin dirigirse a nadie en especial. Era estudiante
de último curso en un colegio privado de secundaria y había dejado que
se le amontonara el trabajo durante las vacaciones de verano. Había
perdido demasiado tiempo, y le echaba la culpa al calor. Sin embargo,
el verano, en realidad, no había sido tan caluroso. No había habido
muchos días soleados y había pasado muchos menos días en la playa
que otros veranos. Y, lo que era peor, tan pronto como acabaron las
vacaciones hubo cinco días seguidos de tiempo maravilloso. Aquello
irritó a Tomoko: odiaba aquel cielo soleado.
¿Cómo podía estudiar con aquel estúpido calor?
Estiró la mano con la que había estado jugando con su pelo para
subir el volumen de la radio. Vio una polilla posarse sobre la mosquitera
junto a ella y luego volar a otro sitio, empujada por la brisa del
ventilador. La mosquitera tembló levemente un momento después de
que la oscuridad se tragara al insecto.
Tenía un examen al día siguiente, pero no avanzaba. Tomoko Oishi
no iba a estar preparada ni siquiera si se pasaba la noche en blanco,
estudiando. Miró el reloj. Casi las once. Se le ocurrió ver el resumen de
la jornada de béisbol en la tele.
Quizá saldrían fugazmente sus padres en los asientos más caros.
Pero a Tomoko, que quería entrar en la universidad como fuera, le
preocupaba mucho el examen. Lo único que tenía que hacer era entrar
en la universidad. No le importaba en cuál, mientras fuera una
universidad. Aun así, ¡qué verano tan poco satisfactorio había pasado!
El mal tiempo había impedido que hiciera nada realmente divertido y la
humedad insoportable no la había dejado trabajar.
«Tío, era mi último verano en el colegio. Quería despedirme a lo
grande y he perdido la oportunidad. Se acabó».
Su mente se desvió a un objetivo más propicio que el clima para
descargar su malestar.
«¿Y qué les pasa a mamá y papá? Dejan a su hija sola, estudiando
así, cubierta de sudor, y se van alegremente a un partido de béisbol.
¿Por qué no se paran a pensar en mis sentimientos por una vez?»
Un compañero de trabajo le había dado a su padre
inesperadamente un par de entradas para un partido de béisbol, así que
sus padres habían ido al Tokio Dome. Casi era la hora a la que deberían
estar de vuelta, a menos que hubieran ido a algún sitio después del
partido. De momento, Tomoko estaba sola en la casa nueva.
No era normal tanta humedad, ya que hacía días que no llovía.
Además del sudor de su cuerpo, el ambiente estaba húmedo. Tomoko
se dio un manotazo en la cadera sin pensar. Pero cuando retiró la
mano, no había rastro del mosquito. Sintió un picor justo encima de la
rodilla, pero quizá no era más que su imaginación. Escuchó un zumbido.
Agitó las manos sobre su cabeza. Una mosca. La mosca voló
rápidamente hacia arriba para escapar de la corriente del ventilador y
desapareció de la vista. ¿Cómo había entrado una mosca en la
habitación? La puerta estaba cerrada. Tomoko revisó las mosquiteras,
pero no encontró ningún agujero lo bastante grande como para que
pasara una mosca. De repente se dio cuenta de que tenía sed. Y tenía
que orinar.
Notó que le faltaba el aire, no exactamente como si se ahogara,
pero sí como si tuviera un peso sobre el pecho. Tomoko llevaba algún
tiempo quejándose para sus adentros de lo injusta que era la vida, pero
ahora, al adentrarse en el silencio, parecía que fuera otra persona. Al
bajar las escaleras el corazón le empezó a latir con fuerza y sin motivo.
Las luces de un coche que pasaba arañaron la pared al pie de las
escaleras y se escabulleron. Cuando el motor del coche se alejó hasta
dejar de oírse, la oscuridad de la casa pareció hacerse más intensa.
Tomoko bajó las escaleras intentando hacer mucho ruido y encendió la
luz del vestíbulo de la planta baja.
Se quedó sentada en el retrete, enfrascada en sus pensamientos,
bastante rato después de terminar de orinar. El violento palpitar de su
corazón aún no había parado. Nunca le había pasado nada parecido.
¿Qué le estaba sucediendo? Respiró hondo varias veces para calmarse,
se puso de pie y se subió los shorts y las bragas al mismo tiempo.
«Mamá y papá, por favor llegad a casa pronto —se dijo a sí misma,
hablando de repente como una niña pequeña—. Aj, qué asco. ¿Con
quién estoy hablando?»
No era como si se dirigiera a sus padres y les pidiera que volvieran
a casa. Se lo estaba pidiendo a otra persona…
«Eh, deja de asustarme. Por favor…»
Antes de darse cuenta, incluso lo estaba pidiendo con educación.
Se lavó las manos en la pila de la cocina. Sin secárselas, cogió unos
cubitos de hielo del congelador, los puso en un vaso y lo llenó de Coca-
Cola. Vació el vaso de un trago y lo dejó en la encimera. Los cubitos
giraron en el vaso un instante y luego se detuvieron. Tomoko tuvo un
escalofrío. Sintió frío. Su garganta seguía seca. Cogió la botella grande
de Coca-Cola de la nevera y volvió a llenar el vaso. Le temblaban las
manos. Tenía la sensación de que había algo detrás de ella. Algo, desde
luego no una persona. Un hedor amargo a carne podrida se percibía en
el aire alrededor de ella, rodeándola. No podía ser nada corpóreo.
—¡Basta! ¡Por favor! —suplicó, ya en voz alta.
El tubo fluorescente de quince vatios parpadeaba sobre la pila de la
cocina como una respiración entrecortada. Era nuevo, por fuerza, pero
en ese momento su luz parecía poco fiable. De pronto Tomoko deseó
haber pulsado el interruptor que encendía todas las luces de la cocina.
Pero no podía ir hasta aquel interruptor. Ni siquiera podía darse la
vuelta. Sabía lo que tenía detrás: una habitación tradicional japonesa de
ocho tatamis, con el altar budista dedicado a la memoria de su abuelo
en una hornacina. Por el pequeño hueco que dejaban las cortinas
debería poder ver la hierba de las parcelas vacías y una estrecha franja
de luz procedente de los apartamentos. No debería haber nada más.
Cuando terminó el segundo vaso de Coca-Cola, Tomoko ya no se
podía mover en absoluto. La sensación era demasiado intensa, la
presencia no podía estar solamente en su imaginación. Estaba segura
de que algo se le estaba acercando en ese mismo instante para tocarle
el cuello.
«¿Y si fuera…?» No quería pensar en el resto. Si lo hiciera, si
siguiera por aquel camino, se acordaría de aquello, y no creía poder
soportar el terror. Había ocurrido una semana antes, hacía tanto que ya
lo había olvidado. Era todo culpa de Shuichi; no debería haber dicho
aquello… Después, ninguno de los dos pudo parar. Pero luego volvieron
a la ciudad y aquellas escenas, aquellas imágenes tan nítidas, dejaron
de parecer creíbles. Todo el asunto había sido una especie de broma.
Tomoko intentó pensar en algo más alegre. Cualquier cosa menos
aquello. Pero ¿y si fuera…? Si aquello hubiera sido real… Al fin y al cabo,
el teléfono había sonado, ¿verdad?
«Oh, mamá y papá, ¿qué estáis haciendo?»
—¡Venid a casa! —gritó Tomoko.
Pero ni siquiera después de que hablara la sombra inquietante
mostró ningún síntoma de desaparecer. Seguía detrás de ella, quieta,
observando y esperando. Esperando a que llegara el momento.
A los diecisiete años Tomoko no sabía lo que era el auténtico
terror. Pero sí sabía que hay miedos que crecen solos en la imaginación.
«Eso debe de ser. Sí, de eso se trata. Cuando me dé la vuelta no habrá
nada detrás de mí. Nada en absoluto».
A Tomoko le dominó el deseo de darse la vuelta. Quería confirmar
que allí no había nada y salir de aquella situación. Pero ¿realmente no
estaba pasando nada más? Un frío maligno pareció salirle de los
hombros, extenderse a su espalda y deslizarse hacia abajo por su
columna, cada vez más abajo. Tenía la camiseta empapada de sudor
frío. Sus reacciones físicas eran demasiado fuertes para que fuera
solamente su imaginación.
«¿No dijo alguien que el cuerpo es más sincero que la mente?»
Sin embargo, otra voz habló también: «Date la vuelta, ahí no
puede haber nada. Si no te terminas la Coca-Cola y te pones a estudiar
otra vez, a ver cómo haces el examen mañana».
Un cubito crujió dentro del vaso. Como espoleada por el ruido, sin
pararse a pensar, Tomoko se giró.
5 de septiembre, 22.54 h.
Tokio, cruce frente a la estación de Shinagawa.
El semáforo se puso en ámbar justo cuando él iba a pasar. Podía
haber acelerado, pero Kimura prefirió parar el taxi cerca de la acera.
Esperaba conseguir una carrera que fuera hacia el cruce de Roppongi.
Muchos clientes que cogía por allí se dirigían a Akasaka o Roppongi, y
no era raro que alguien se subiera al taxi mientras esperaba en un
semáforo como ese.
Una moto se metió entre el taxi y la acera y se paró justo en el
borde del paso de cebra. El motorista era un hombre joven con
vaqueros. A Kimura le irritaban las motos, el modo en que giraban y
avanzaban a toda velocidad por atascos como aquel. Sobre todo odiaba
estar esperando en un semáforo y que una moto parara junto a su
puerta y la bloqueara. Además llevaba todo el día peleándose con
clientes y estaba de pésimo humor. Kimura le echó una mirada de
desprecio al motorista. El visor del casco le ocultaba la cara. Una pierna
se apoyaba en el borde de la acera, tenía las rodillas estiradas por
completo y movía el cuerpo hacia delante y hacia atrás de manera
totalmente descuidada.
Pasó por la acera una joven de piernas bonitas. El motorista giró la
cabeza para verla pasar, pero su mirada no la siguió todo el camino. Su
cabeza se había desplazado unos noventa grados cuando pareció fijar
su mirada en el escaparate de detrás de la chica. Ella siguió su camino y
salió de su campo de visión. El motorista se quedó mirando algo
fijamente. El peatón verde empezó a parpadear y se apagó. Los
peatones sorprendidos en medio del paso de cebra se apresuraron a
cruzar y pasaron justo por delante del taxi. Ninguno levantó la mano ni
se dirigió al taxi. Kimura puso el pie en el acelerador y esperó a que el
semáforo se pusiera verde.
En aquel momento un fuerte espasmo pareció sacudir al motorista,
que alzó los dos brazos y se desplomó sobre el taxi de Kimura. Cayó
sobre la puerta del taxi con estrépito y desapareció de la vista.
«Gilipollas».
«El chaval ha debido de perder el equilibrio y se ha caído», pensó
Kimura mientras encendía los intermitentes y salía del coche. Si la
puerta estaba dañada, iba a obligarle a que pagara la reparación. El
semáforo se puso en verde y los coches detrás del de Kimura
empezaron a adelantarlo y salir al cruce. El motorista yacía boca arriba
sobre la calle, agitando las piernas y luchando con las dos manos por
librarse del casco. Antes de comprobar que el chico estuviera bien,
Kimura miró su herramienta de trabajo. Como esperaba, había un largo
arañazo sesgado sobre la puerta.
—¡Mierda!
Kimura chasqueó la lengua enfadado mientras se acercaba al
joven.
Pese a que seguía teniendo la hebilla abrochada bajo la barbilla, el
tipo intentaba desesperadamente quitarse el casco. Parecía dispuesto a
arrancarse la cabeza en el intento.
«¿Tanto le duele?»
Ahora Kimura se dio cuenta de que al motorista le pasaba algo
realmente malo. Finalmente, se agachó junto a él y le preguntó::
—¿Estás bien?
Debido al visor tintado, no podía ver la expresión del hombre. El
motorista agarró la mano de Kimura y pareció rogarle algo.
Prácticamente se colgó de Kimura. No decía nada. No intentaba levantar
el visor. Kimura decidió hacer algo.
—Espera, llamaré a una ambulancia.
Mientras corría hacia una cabina, Kimura se preguntó cómo una
simple caída al suelo estando de pie había podido causar aquello. Se
debía de haber dado un buen golpe en la cabeza.
«Pero no seas tonto. El imbécil lleva casco, ¿verdad? No parece que
se haya roto un brazo ni una pierna. Espero que esto no se convierta en
un quebradero de cabeza… No me vendría nada bien que se hubiera
hecho daño al chocar contra mi taxi».
Kimura tuvo un mal presentimiento sobre aquello.
«Si realmente se ha hecho daño, ¿recae sobre mi seguro? Eso
implica un parte de accidente, la policía…»
Al colgar el teléfono y regresar al lugar de los hechos, se encontró
al hombre yaciendo inmóvil, agarrándose la garganta con las manos.
Varios peatones se habían parado y le miraban con expresión
preocupada. Kimura se abrió camino a empujones, asegurándose de
que todo el mundo se enterara de que había sido él quien había llamado
a la ambulancia.
—¡Eh! ¡Eh! Aguanta un poco, la ambulancia está en camino.
Kimura desabrochó la hebilla del casco, que salió fácilmente. No
podía entender por qué a aquel tipo se le había resistido. Tenía la cara
increíblemente crispada. La única palabra para describir su expresión
era «asombro». Los ojos estaban abiertos como platos y la lengua, de
un rojo brillante, estaba atrapada al fondo de la garganta,
bloqueándola, mientras la saliva le caía por la comisura de la boca. La
ambulancia iba a llegar demasiado tarde. Al tocar con las manos la
garganta del chico para quitarle el casco no había sentido ningún pulso.
Kimura se estremeció. La escena empezaba a ser irreal.
Una rueda de la moto todavía giraba lentamente y también caía
aceite del motor, formando un charco en la calle que se escurría hacia la
alcantarilla. No había brisa. El cielo nocturno era luminoso, y justo por
encima de ellos el semáforo se había vuelto a poner rojo. La cabeza del
hombre, apoyada en el casco, estaba doblada casi en ángulo recto. Una
postura antinatural, se mirara como se mirara.
«¿Lo he puesto yo así? ¿Le he puesto la cabeza sobre el casco de
esa manera? ¿Como si fuera una almohada? ¿Para qué?»
No recordaba los últimos segundos. Aquellos ojos tan abiertos le
miraban. Sintió un escalofrío siniestro. Un aire templado parecía pasarle
sobre los hombros. Era una noche tropical, pero Kimura temblaba
incontroladamente.
La temprana luz de la mañana de otoño se reflejaba en la
superficie verde del foso interior del Palacio Imperial. El agobiante calor
de septiembre empezaba por fin a disiparse. Kazuyuki Asakawa estaba
a medio camino del andén del metro, pero de pronto cambió de opinión:
quería contemplar más de cerca el agua que había estado mirando
desde el noveno piso. Parecía que el aire viciado de la redacción se
había filtrado hasta los sótanos igual que los posos caen hasta el fondo
de la botella: quería respirar aire fresco. Subió las escaleras hasta salir
a la calle. Con el verde de los terrenos del palacio delante, los humos
procedentes de la confluencia de la autopista número 5 y la ronda de
circunvalación no parecían tan tóxicos. El cielo cada vez más claro
brillaba en medio del frío de la mañana.
Asakawa estaba físicamente cansado por haber pasado la noche en
blanco, pero no se sentía particularmente soñoliento. El hecho de haber
terminado el artículo le estimulaba y mantenía sus neuronas activas.
Hacía dos semanas que no se tomaba un día libre y pensaba pasarse el
día de hoy y el de mañana en casa, descansando. Sencillamente, se lo
pensaba tomar con toda la calma del mundo. Siguiendo órdenes del
director.
Vio un taxi libre que venía desde Kudanshita y levantó
automáticamente la mano. Hacía dos días que se le había caducado el
abono de la línea de metro entre Takebashi y Shinbaba y aún no había
comprado uno nuevo. Costaba cuatrocientos yenes llegar en metro a su
apartamento de Kita Shinagawa, mientras que en taxi eran casi dos mil.
Odiaba tirar más de mil quinientos yenes, pero cuando pensó en los tres
transbordos que tendría que hacer en el metro, y en que acababa de
cobrar, decidió que por una vez podía derrochar.
La decisión de Asakawa de coger un taxi aquel día y en aquel
momento no fue más que un capricho, el resultado de una serie de
impulsos inocuos. No había salido del metro para coger un taxi. Le había
seducido el aire fresco justo cuando pasaba un taxi con la luz roja de
libre encendida, y en aquel momento la idea de comprar un billete de
metro y hacer tres transbordos le parecía más trabajosa de lo que
podría soportar. De haber cogido el metro a casa, sin embargo, es casi
seguro que no se habría establecido ninguna conexión entre ciertos dos
incidentes. Por supuesto, las historias siempre empiezan con esta clase
de coincidencias.
El taxi paró dubitativo frente al antiguo edificio auxiliar del palacio.
El conductor era un hombre pequeño, de unos cuarenta años, y parecía
que él también había pasado la noche en blanco, de tan enrojecidos que
tenía los ojos. Había una foto de carnet en el cuadro de mandos con el
nombre del taxista, Mikio Kimura, al lado.
—Kita Shinagawa, por favor.
Al oír el destino, Kimura estuvo tentado de hacer un pequeño baile.
Kita Shinagawa estabajusto pasado el garaje de su compañía en Higashi
Gotanda, y como era el final de su turno, pensaba ir en aquella
dirección de todos modos. Momentos como aquel, en que acertaba un
pronóstico y las cosas iban como él quería, le recordaban que le gustaba
conducir su taxi. De repente le entraron ganas de hablar.
—¿Está cubriendo una historia?
Asakawa estaba mirando por la ventana y dejando que su niente
divagara, con los ojos rojos de cansancio, cuando el conductor le hizo
aquella pregunta.
—¿Eh? —contestó, repentinamente alerta, preguntándose cómo
sabía el taxista su profesión.
—Es usted periodista, ¿verdad?, de un periódico.
—Sí. Del suplemento semanal, de hecho. Pero ¿cómo lo ha sabido?
Kimura llevaba casi veinte años conduciendo un taxi y podía
adivinar la profesión de un cliente prácticamente por el lugar donde lo
recogía, la ropa que llevaba y su forma de hablar. Si la persona tenía un
trabajo atractivo y estaba orgulloso del mismo, siempre estaba
dispuesto a hablar de ello.
—Debe de ser duro tener que ir a trabajar tan pronto por la
mañana.
—No, justo al contrario, me voy a casa a dormir.
—Pues mire, estamos igual.
Por lo general Asakawa no estaba muy orgulloso de su trabajo.
Pero aquella mañana sentía la misma satisfacción que la primera vez
que vio impreso un artículo suyo. Finalmente había logrado terminar
una serie de reportajes en los que había estado trabajando y que habían
tenido un impacto considerable.
—¿Es interesante su trabajo?
—Sí, imagino que sí —dijo Asakawa, no muy convencido.
Algunas veces era interesante y otras no, pero en aquel momento
no se sentía con ánimos de explicarlo en detalle. Todavía no había
olvidado su terrible fracaso de hacía dos años. Aún recordaba
claramente el título del artículo en el que había estado trabajando: «Los
nuevos dioses de la modernidad».
Todavía se acordaba de la triste estampa que había ofrecido
cuando fue temblando a ver al director para decirle que no podía seguir
como reportero.
El taxi quedó en silencio un rato. Tomaron la curva justo a la
izquierda de la Torre de Tokio a bastante velocidad.
—Perdone —dijo Kimura—. ¿Cojo la carretera del canal o voy por la
uno de Keihin?
Era mejor tomar una ruta u otra dependiendo de a qué parte de
Kita Shinagawa estuvieran yendo.
—Coja la autopista. Déjeme antes de llegar a Shinbaba.
Un taxista se puede relajar una vez sabe exactamente a dónde va
el pasajero. Kimura giró a la derecha en Fudanotsuji.
Ahora estaban llegando a aquel lugar, el que Kimura no se había
podido sacar de la cabeza en el último mes. A diferencia de Asakawa, a
quien le obsesionaba su fracaso, Kimura podía recordar el accidente con
bastante objetividad. Al fin y al cabo, no había sido culpa suya, así que
no había tenido que hacer ningún examen de conciencia. Había sido por
completo culpa del tipo, y nada que hubiera podido hacer Kimura lo
habría podido evitar. Había superado totalmente el terror que sintió al
principio. Un mes… ¿era un mes mucho tiempo? Asakawa aún vivía
marcado por el terror que había sentido hacía dos años.
Aun así, Kimura era incapaz de explicar por qué cada vez que
pasaba por aquel lugar sentía la necesidad de contarle a la gente lo
ocurrido. Si Kimura miraba el retrovisor y veía que el cliente estaba
durmiendo, lo dejaba, pero si no, le contaba a todo pasajero, sin
excepción, lo sucedido. Cada vez que pasaba por allí le dominaban las
ganas de hablar del tema.
—Hace un mes que me pasó justo aquí una cosa extrañísima…
Como si hubiera estado esperando que Kimura comenzara su
relato, el semáforo pasó de ámbar a rojo.
—Ya sabe, en este mundo pasan muchas cosas raras.
Kimura intentó captar el interés de su pasajero lanzando aquella
clase de insinuaciones sobre el tipo de historia que quería contar.
Asakawa casi se había quedado dormido, pero de pronto levantó la
cabeza y miró a su alrededor, inquieto. La voz de Kimura lo había
despertado bruscamente y ahora intentaba averiguar dónde estaban.
—¿Han aumentado los casos de muerte súbita últimamente? Entre
los jóvenes, quiero decir.
—¿Qué?
La frase resonaba en los oídos de Asakawa. Muerte súbita… Kimura
continuó.
—Bueno, es solo que… creo que fue hace un mes,
aproximadamente. Yo estaba justo ahí, en mi taxi, esperando el
semáforo, y de repente una moto va y se cae sobre el coche. No era
que estuviera en movimiento y derrapara. Estaba parada, de pie, y de
repente, ¡zas! ¿Y qué cree que pasó después? Ah, el conductor era un
estudiante de colegio privado, diecinueve años. Se murió, el imbécil. Me
dio un susto de muerte. Así que llegó una ambulancia, y la policía, y
además se dio contra mi taxi, ¿sabe? Todo un espectáculo, ya le digo.
Asakawa escuchaba en silencio, pero como periodista con diez años de
experiencia había desarrollado un instinto para aquella clase de cosas.
Con una rapidez de reflejos intuitiva, tomó nota del nombre del taxista y
de la compañía.
—El modo en que murió también fue bastante extraño. Intentó
desesperadamente sacarse el casco. Quiero decir que se lo intentó
arrancar. Estaba tirado en el suelo y retorciéndose. Fui a llamar a una
ambulancia y cuando volví ya estaba tieso.
—¿Dónde dice que ocurrió eso? —Asakawa se había despertado del
todo.
—Justo ahí, ¿lo ve?
Kimura señaló el paso de cebra frente a la estación. La estación
Shinagawa estaba en la zona de Takanawa, en el distrito de Minato.
Asakawa grabó a fuego aquel dato en su memoria. Los accidentes
sucedidos en aquella zona entraban en la jurisdicción de la comisaría de
Takanawa. Identificó mentalmente los contactos que le podían abrir las
puertas de aquella comisaría. Aquellos momentos eran los que hacían
agradable trabajar para un periódico importante: tenía contactos en
todas partes y a veces su capacidad de reunir información era mayor
que la de la propia policía.
—¿Así que lo llamaron muerte súbita?
No estaba seguro de que fuera un término médico. Ahora
preguntaba con urgencia, sin saber por qué aquel accidente le llamaba
tanto la atención.
—Es absurdo, ¿verdad? Mi taxi estaba totalmente parado. El tipo
cogió y se cayó sobre el coche. Lo hizo todo él. Pero yo tuve que
rellenar un parte de accidente y estuve a punto de que apareciera en mi
historial con la aseguradora. Ya le digo, fue un desastre total, y pasó de
repente.
—¿Se acuerda exactamente del día y la hora en que ocurrió todo
eso?
—Je, je, ¿huele una historia? Déjeme ver, septiembre, debió de ser
el cuatro o el cinco. Y la hora rondaba las once de la noche, creo.
Tan pronto como dijo aquello, Kimura tuvo un fogonazo. La
pesadez del aire, el aceite negro como la noche cerrada que derramaba
la moto caída. El aceite parecía un ser vivo mientras reptaba hacia la
alcantarilla. Las luces de los coches se reflejaban en su superficie, que
iba formando gotas viscosas y se escurría sin hacer ruido en la
alcantarilla. En aquel momento sintió que le fallaba el aparato sensorial.
Y luego el rostro atónito del hombre muerto, la cabeza apoyada sobre el
casco. ¿Qué había sido tan sorprendente?
El semáforo se puso verde. Kimura aceleró. Del asiento trasero
venía el sonido de un bolígrafo escribiendo. Asakawa estaba tomando
notas. A Kimura le entraron náuseas. ¿Por qué lo recordaba tan
vivamente? Tragó la amarga bilis que se le había acumulado y trató de
luchar contra la náusea.
—¿Y cuál ha dicho que fue la causa de la muerte? —preguntó
Asakawa.
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The Ring Koji Suzuki
—Un ataque al corazón.
—¿Un ataque al corazón? ¿Fue ese realmente el dictamen del
forense? Creía que ya no usaban ese término.
—Tendré que confirmar eso, y también la fecha y la hora —
murmuró Asakawa mientras seguía tomando notas—. Es decir, ¿no
había ninguna herida externa en ningún sitio?
—Eso es, ninguna en absoluto. Fue solamente el shock. Pero…
bueno, creo que debería haber sido yo el que tuvo un shock,¿no?
—¿Qué?
—Bueno, quiero decir… El muerto tenía una cara de susto terrible.
Asakawa sintió que su mente cerraba una conexión. Al mismo
tiempo, una voz interior rechazaba que hubiera ninguna relación entre
los dos incidentes. Una simple coincidencia, eso era todo.
Apareció delante de él la estación de Shinbaba, de la línea de
ferrocarril ligero Keihin-Kyuko.
—En el siguiente semáforo tuerza a la izquierda y déjeme allí, por
favor.
El taxi paró y se abrió la puerta. Asakawa le tendió dos billetes de
mil yenes y una de sus tarjetas de visita.
—Me llamo Asakawa. Trabajo para la compañía de El Heraldo. Si no
le importa, me gustaría hablar de esto en detalle más adelante.
—Por mí vale —dijo Kimura, con voz agradecida. Por algún motivo,
sentía que aquella era su misión.
—Le llamaré mañana o pasado.
—¿Quiere mi número?
—No se preocupe, ya he anotado el nombre de su compañía. Veo
que no está lejos.
Asakawa salió del taxi y estaba a punto de cerrar la puerta cuando
dudó un instante. Sintió un miedo innombrable ante la posibilidad de
que se confirmara lo que acababa de oír. «Quizá no debería meterme en
nada raro. Podría volver a ocurrir lo de la otra vez». Pero una vez
despierto su interés, no podía dejarlo sin más. Lo sabía demasiado bien.
Le preguntó a Kimura por última vez:
—El chico… se retorcía de dolor e intentaba quitarse el casco, ¿no?
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The Ring Koji Suzuki
Oguri, su jefe, frunció el ceño mientras escuchaba las noticias de
Asakawa. De repente recordó cómo había sido Asakawa dos años antes.
Absorto ante su ordenador noche y día, como si estuviera poseído,
había estado trabajando en una biografía del gurú Shoko Kageyama,
usando toda su investigación y aún más. En aquella época a Asakawa le
había pasado algo raro. Tan obsesionado estaba que Oguri incluso
intentó que fuera a ver a un psiquiatra.
Parte del problema era que había ocurrido justo en aquel momento.
Dos años antes toda la industria editorial había sido presa de un boom
del ocultismo sin precedentes. Las oficinas de los periódicos se habían
visto inundadas de fotos de «fantasmas». No hubo editor que no
padeciera un diluvio de relatos y fotos de experiencias sobrenaturales,
todas y cada una de ellas falsas. Oguri se había preguntado dónde iría a
parar todo. Hasta entonces creía conocer bastante bien cómo
funcionaba el mundo, pero era sencillamente incapaz de encontrar una
explicación convincente para aquella clase de cosas. Era totalmente
absurdo, la cantidad de «colaboradores» que habían salido de debajo de
las piedras. No era ninguna exageración decir que la oficina quedaba
colapsada a diario por la cantidad de correo. Y todos los paquetes
hablaban de algún modo sobre lo oculto. Y el objetivo de aquel diluvio
no era solamente la compañía de El Heraldo: toda editorial digna de ese
nombre había sido víctima del mismo fenómeno incomprensible.
Mientras suspiraban por el tiempo que perdían, hicieron un repaso
somero de las historias. La mayor parte de envíos eran, como era de
esperar, anónimos, pero se pudo establecer que no había nadie que
mandara múltiples manuscritos bajo distintos nombres. Un cálculo
aproximado implicaba que cerca de diez millones de individuos había
enviado cartas a una editora u otra. ¡Diez millones de personas! La cifra
era asombrosa. Las historias en sí no eran tan preocupantes como el
hecho de que hubiera tantas. De hecho, uno de cada diez habitantes del
país había mandado algo. Sin embargo, ninguna persona del sector, ni
sus amigos ni familiares, se contaba entre ellos. ¿Qué estaba pasando?
¿De dónde venían las montañas de correo? En las redacciones de todo
el país la gente se devanaba los sesos. Y entonces, antes de que alguien
encontrara la respuesta, la tempestad empezó a remitir. El extraño
fenómeno duró unos seis meses y luego, como si hubiera sido un sueño,
las redacciones volvieron a la normalidad y dejaron de recibir envíos de
aquel tipo.
Oguri había tenido que decidir cómo reaccionaba ante aquello el
suplemento semanal de uno de los principales periódicos. La conclusión
a la que llegó fue que debía ignorarlo escrupulosamente. Oguri tenía
fuertes sospechas de que la chispa que había comenzado todo provenía
de un tipo de revistas a las que habitualmente se refería como
«amarillas». Al publicar las narraciones y las fotos que mandaban los
lectores, habían avivado el interés del público por aquel tipo de
fenómenos y habían creado una situación espantosa. Oguri sabía, por
supuesto, que aquello no lo podía explicar todo. Pero tenía que tratar el
tema con alguna lógica.
Finalmente el personal de la redacción, de Oguri hacia abajo, se
dedicaron a arrojar directamente todo aquel correo, sin abrir, al
incinerador. Y se enfrentaron al mundo igual que antes, como si nada
anormal hubiera ocurrido. Mantuvieron una política estricta de no
publicar nada sobre ocultismo y de ignorar todas las fuentes anónimas.
Fuera aquello la solución o no, el aluvión de envíos sin precedentes
empezó a decaer. Y en aquel preciso momento, Asakawa empezó
estúpida e inconscientemente a echar gasolina sobre las moribundas
llamas.
Oguri miró a Asakawa con expresión adusta. ¿Iba a cometer el
mismo error dos veces?
—A ver, escúcheme —cuando Oguri no sabía qué decir siempre
empezaba así: «A ver, escúcheme».
—Sé lo que está usted pensando.
—A ver, no digo que no sea interesante. No sabemos qué podemos
encontrar. Pero, mire, si lo que encontramos se parece mínimamente a
lo de la otra vez, no me va a gustar demasiado.
«La otra vez». Oguri seguía convencido de que el boom del
ocultismo de hacía dos años había sido prefabricado. Odiaba el
ocultismo por todo lo que le había hecho pasar, y su prejuicio seguía
vivo y coleando dos años después.
—No estoy diciendo que haya nada místico en esta historia. Lo
único que digo es que no puede haber sido una coincidencia.
—Una coincidencia. Mmm… —Oguri se llevó una mano a la oreja
para oír mejor e intentó volver a recomponer la historia.
La sobrina política de Asakawa, Tomoko Oishi, había muerto en su
casa en Honmoku alrededor de las once de la noche del 5 de
septiembre. La causa de la muerte había sido «fallo cardíaco
repentino». Era una estudiante de.último curso de secundaria, solo
tenía diecisiete años. El mismo día, a la misma hora, un estudiante de
colegio privado de diecinueve años que iba en moto había muerto,
también de un infarto, mientras esperaba en un semáforo delante de la
estación de Shinagawa.
—A mí me parece sobre todo una coincidencia. Escuchó usted lo del
accidente de boca del taxista y se acordó de su sobrina. No es más que
eso, ¿no?
—Al contrario —dijo Asakawa, e hizo una pausa efectista. Luego
siguió—. El chico de la moto, cuando murió, estaba luchando por
quitarse el casco.
—¿Y bien?
—Tomoko también. Cuando encontraron su cuerpo, parecía
haberse estado tirando de la cabeza. Tenía los dedos firmemente
enredados en el pelo.
Asakawa había visto varias veces a Tomoko. Como toda
adolescente, prestaba mucha atención a su pelo, se lo lavaba a diario y
esas cosas. ¿Por qué se iba a arrancar el pelo una chica así? Desconocía
la naturaleza de lo que fuera que la había hecho actuar de aquel modo,
pero cada vez que Asakawa la imaginaba tirándose desesperadamente
del pelo, pensaba en algún tipo de cosa invisible digna del horror
indescriptible que la chica debió de haber sentido.
—No sé… Vamos a ver. ¿Está seguro de que no aborda el tema con
ideas preconcebidas? Si uno coge dos incidentes cualesquiera y se fija lo
suficiente, siempre encontrará cosas en común. Dices que los dos
murieron de un ataque al corazón. Debían de estar sufriendo mucho.
Ella se tira del pelo, él lucha por quitarse el casco… De hecho, a mí me
parece bastante normal.
Si bien debía reconocer que era posible lo que Oguri decía,
Asakawa negó con la cabeza. No se iba a dejar vencer tan fácilmente.
—Pero en ese caso les habría dolido el pecho. ¿Por qué iban a
agarrarse la cabeza?
—Vamos a ver. ¿Ha tenido usted algún ataque al corazón? —Pues…
no.
—¿Y le ha preguntado a algún médico sobre eso?
—¿Sobre qué?
—Sobre si una persona que sufre un ataque al corazón se agarra la
cabeza o no.
Asakawa se calló. Se lo había preguntado, en efecto, a un médico.
El médico había contestado: «No puedo descartarlo».
Era una respuesta endeble. «Al fin y al cabo, a veces ocurre lo
contrario. A veces, cuando una persona tiene una hemorragia cerebral o
sangra su membrana cerebral, sienten un malestar estomacal al tiempo
que un dolor de cabeza».
—Así que depende del individuo. Ante un problema difícil de
matemáticas algunas personas se rascan la cabeza, otras fuman. Otras
incluso se rascan la barriga —Oguri se revolvió en su silla mientras
decía esto—. El caso es que no podemos decir nada a estas alturas,
¿no? No tenemos sitio para este tema. Ya sabe, por lo que pasó hace
dos años. No queremos ni tocar ese tipo de asuntos, al menos no a la
ligera. Si nos sintiéramos cómodos especulando en nuestras páginas sí
que podríamos hacerlo, por supuesto.
Quizá. Quizá era como decía su jefe, nada más que una extraña
coincidencia. Pero aun así… al final el médico había sacudido la cabeza.
Él había insistido: ¿las víctimas de ataques al corazón se arrancan
realmente el pelo? Y el médico había torcido el gesto y dejado escapar
un «Mmm… Su cara lo decía todo: ninguno de los pacientes que él había
visto lo había hecho.
—Claro, le entiendo, señor.
De momento no había nada que hacer más que retirarse
humildemente. Si no descubría una relación más objetiva entre los dos
incidentes iba a ser muy difícil persuadir a su jefe. Asakawa se prometió
a sí mismo que si no podía obtener ninguna otra información, se callaría
y lo dejaría estar.
Asakawa colgó el teléfono y se quedó un momento así, inmóvil, sin
apartar la mano del auricular. El sonido de su propia voz
innecesariamente excitada, esperando la reacción de su interlocutor,
todavía le zumbaba en los oídos. Tenía la sensación de que no iba a ser
capaz de hacer aquello. La persona al otro lado de la línea había
contestado a la llamada que le acababa de'pasar su secretaria en tono
adecuadamente pomposo, pero mientras escuchaba la propuesta de
Asakawa se le había ido suavizando el tono. Probablemente al principio
había creído que Asakawa lo estaba llamando por alguna cuestión
relacionada con la publicidad. Luego había llevado a cabo algunos
cálculos rápidos y había percibido el beneficio potencial de que le
dedicaran un artículo como aquel.
La serie «Top entrevistas» había empezado a publicarse en
septiembre. La idea era elegir a presidentes que hubieran creado ellos
solos sus empresas y concentrarse en los obstáculos que habían
encontrado y cómo los habían superado. Teniendo en cuenta que había
conseguido una cita para hacer la entrevista, Asakawa tendría que
haber colgado el teléfono un poco más satisfecho. Pero algo lo
agobiaba. Lo único que le contaría aquel ignorante eran las viejas
batallitas empresariales de siempre, que si era un genio, que si había
aprovechado la oportunidad que tenía delante y había escalado hasta lo
más alto… Si Asakawa no le daba las gracias y se ponía de pie para
marcharse, las hazañas bélicas no se acabarían nunca. Estaba harto de
aquello. Detestaba a quien fuera que hubiera tenido la idea de iniciar
aquel proyecto. Sabía perfectamente que la revista tenía que vender
espacios de publicidad para sobrevivir y que aquella clase de artículos
llevaban a cabo el trabajo preliminar. Pero a Asakawa no le importaba
mucho que la empresa ganara dinero o lo perdiera. Lo único que le
importaba era que el trabajo fuera interesante. No importaba lo fácil
que fuera un trabajo físicamente: si no requería imaginación, lo acababa
agotando a uno.
Asakawa se.dirigió a los archivos de la cuarta planta. Necesitaba
hacer algunas lecturas para documentarse de cara a la entrevista del
día siguiente, pero había algo que le preocupaba por encima de aquello.
Le fascinaba la idea de una relación causal y objetiva entre aquellos dos
incidentes. Y entonces se acordó. Ni siquiera sabía cómo empezar, pero
en el momento furtivo en que su mente se liberó de la voz de aquel
ignorante se le ocurrió una pregunta:
¿Acaso aquellas dos muertes inexplicables eran las únicas que se
habían producido a las once de la noche del 5 de septiembre?
De no ser así —es decir, si hubiera habido otros incidentes
similares—, las probabilidades de que se tratara de una simple
coincidencia serían prácticamente nulas. Asakawa decidió echar un
vistazo a los periódicos de principios de septiembre. Parte de su trabajo
consistía en leer meticulosamente los periódicos, pero como
habitualmente no leía más que los titulares de la sección de noticias
locales, era bastante probable que se hubiera perdido algo. Tenía la
sensación de que era eso lo que había pasado. Le parecía recordar que
hacía un mes había visto un titular extraño en la esquina de una página
de la sección de noticias locales. Era un artículo pequeño, en la esquina
inferior izquierda… Lo único que recordaba era dónde había aparecido.
Recordaba haber leído el titular y haber pensado: «¡Eh!». Pero entonces
lo había llamado alguien de la sección y el trabajo lo había distraído
tanto que nunca había llegado a leer el artículo.
Con el optimismo de un niño a la busca de un tesoro, Asakawa
inició su investigación con la edición matinal del 6 de septiembre.
Estaba seguro de que encontraría una pista. Leer periódicos de hacía un
mes en la penumbra de los archivos le estaba produciendo una
exaltación psicológica que nunca habría obtenido entrevistando a un
ignorante. Asakawa estaba mucho más cortado para aquellas cosas que
para ir de un lado para otro haciendo la ronda y tratando con toda clase
de gente.
La edición vespertina del 7 de septiembre: ahí estaba el artículo,
exactamente donde él lo recordaba. Apretujado en una esquina junto a
la noticia de un naufragio que se había cobrado treinta y cuatro vidas, el
artículo ocupaba menos espacio todavía de lo que él recordaba. No era
de extrañar que no se hubiera fijado en él. Asakawa se quitó las gafas
de montura plateada, acercó la cara al periódico y estudió
minuciosamente el artículo.
JOVEN PAREJA MUERE POR CAUSAS NO NATURALES EN UN COCHE
DE ALQUILER

A las 6.15 h de la madrugada del 7 de septiembre, se encontró a
una pareja joven muerta en los asientos delanteros de un coche en un
aparcamiento de Asnina, Yokosuka, junto a una carretera prefectural.
Los cuerpos los descubrió un camionero que pasaba por casualidad y
que informó del caso a la comisaría de Yokosuka.
Gracias a la matrícula del coche los identificaron como un
estudiante de colegio secundario privado de Shibuya, Tokio (de
diecinueve años) y una alumna de un instituto femenino privado de
Isogo, Yokohama (diecisiete años). El coche lo había alquilado hacía dos
noches el estudiante del colegio privado a una agenda, de Shibuya.
En el momento del descubrimiento, el coche estaba cerrado por
dentro y tenía la llave en el contacto. La hora estimada de la muerte
estaba entre la noche del 5 y la madrugada del 6. Como las ventanillas
estaban cerradas, se creyó que la pareja se había quedado dormida y se
había asfixiado, pero no se descartaba la posibilidad de que hubieran
tomado una sobredosis de drogas para cometer un suicidio por amor. La
causa exacta de la muerte estaba por determinar. De momento no
había sospechas de homicidio.
Eso era todo lo que decía el artículo, pero Asakawa tuvo la
sensación de haber encontrado algo importante. En primer lugar, la
chica muerta tenía diecisiete años y asistía a un instituto privado para
chicas de Yokohama, igual que su sobrina Tomoko. El chico que había
alquilado el coche tenía diecinueve años y estudiaba en un colegio
privado de secundaria, igual que el chaval que murió delante de la
estación de Shinagawa. La hora estimada de la muerte era casi idéntica.
Y la causa de la muerte también era desconocida.
Entre aquellas cuatro muertes tenía que haber alguna relación. No
necesitaría mucho tiempo para establecer algunos elementos comunes.
Después de todo, Asakawa estaba dentro de una de las organizaciones
de captación de información más importantes: no le faltaban fuentes.
Hizo una copia del artículo y regresó a la redacción. Sentía que había
dado con un filón y su paso se aceleró espontáneamente. Apenas podía
esperar el ascensor.
El club de prensa del ayuntamiento de Yokosuka. Yoshino estaba
sentado a su mesa, garabateando algo en una hoja de papel
manuscrito. A menos que la autopista no estuviera abarrotada, se podía
llegar desde allí a la oficina principal de Tokio en una hora. Asakawa
apareció detrás de Yoshino y lo llamó por su nombre:
—Eh, Yoshino.
Hacía un año y medio que no veía a Yoshino.
—¿Eh? Ah, Asakawa. ¿Qué te trae a Yokosuka? Ven, siéntate.
Yoshino acercó una silla a su mesa y le hizo una señal a Asakawa
para que se sentara. Yoshino no se había afeitado y eso le daba un
aspecto desastrado, pero podía ser sorprendentemente considerado
hacia los demás.
—¿Todo bien por aquí?
—Supongo que sí.
Yoshino y Asakawa se conocían de cuando Asakawa todavía estaba
en el departamento de noticias locales, en el que Yoshino había entrado
tres años antes. Ahora Yoshino tenía treinta y cinco años.
—He llamado a la oficina de Yokosuka. Así es como me he enterado
de que estabas aquí.
—¿Por qué? ¿Me necesitas para algo?
Asakawa le dio la copia que había hecho del artículo. Yoshino se lo
quedó mirando durante un rato extraordinariamente largo. Ya que el
artículo lo había escrito él, tendría que ser capaz de'recordar lo que
decía de un solo vistazo. En cambio, se quedó allí sentado con todos los
nervios concentrados en el texto y con la mano paralizada en el gesto
de llevarse un cacahuete a la boca. Parecía que estuviera masticando la
noticia: recordando lo que había escrito y digiriéndolo.
—¿Qué pasa con esto? —Yoshino había puesto cara seria.
—Nada especial. Solamente quiero averiguar más detalles.
Yoshino se puso de pie.
—Muy bien. Vamos a la otra sala y hablemos mientras tomamos
una taza de té o algo así.
—¿Tienes tiempo para esto ahora? ¿Seguro que no te interrumpo?
—No hay problema. Es más interesante que lo que estaba
haciendo.
Justo al lado del ayuntamiento había un pequeño café donde se
podía conseguir café a doscientos yenes la taza. Yoshino se sentó, se
volvió de inmediato hacia el mostrador y levantó la voz:
—Dos cafés —Luego se volvió hacia Asakawa, se inclinó sobre la
mesa y se le acercó—. Vale, mira. Hace doce años que me pateo las
calles para la sección local. He visto un montón de cosas. Pero nunca
me he encontrado con nada tan absolutamente raro como esto.
Yoshino hizo una pausa para beber un sorbo de agua y luego
continuó.
—Pero bueno, Asakawa, aquí tiene que haber un intercambio justo
de información. ¿Por qué alguien de la oficina central va detrás de esto?
' Asakawa no estaba listo para mostrar sus cartas. Quería
guardarse la primicia. Si un experto como Yoshino se lo olía, en un abrir
y cerrar de ojos se pondría tras la pista y se quedaría con el premio.
Asakawa inventó una mentira sobre la marcha.
—Por nada en especial. Mi sobrina era amiga de la chica muerta y
no para de pedirme información… Ya sabes, sobre el incidente. Así que
como pasaba por aquí…
Era una mentira poco convincente. Le pareció captar un destello de
sospecha en la mirada de Yoshino y se encogió un poco, incómodo.
—¿De veras?
—Sí, bueno, es una estudiante de instituto, ¿no? Ya es bastante
malo que su amiga haya muerto, pero además están las circunstancias.
No para de darme la paliza. Te lo suplico. Cuéntame los detalles.
—¿Qué es lo que quieres saber?
—¿Han decidido ya cuál es la causa de la muerte?
Yoshino negó con la cabeza.
—Básicamente están diciendo que se les pararon los corazones de
repente. Y no tienen ni idea de por qué.
—¿Y la posibilidad de un asesinato? Estrangulamiento, por ejemplo.
—Imposible. No tenían marcas en el cuello.
—¿Drogas?
—No hay restos en la autopsia.
—En otras palabras, el caso no está resuelto.
—Joder, no. No hay nada que resolver. No es un asesinato, la
verdad es que ni siquiera es un incidente. Murieron de alguna
enfermedad, o de alguna clase de accidente, y eso es todo. Punto. Ni
siquiera hay investigación.
Era una forma burda de responder. Yoshino se reclinó en su
asiento.
—Así pues, ¿por qué no han publicado los nombres de los muertos?
—Porque son menores. Además, se sospecha que fue un suicidio
por amor.
En aquel punto Yoshino sonrió de repente, como si acabara de
recordar algo, y se inclinó de nuevo hacia delante.
—¿Sabes que el chico tenía los vaqueros y los calzoncillos bajados?
Y la chica también. Tenía las bragas bajadas hasta las rodillas.
—¿Estás diciendo que fue un coitus interruptus!
—No he dicho que lo estuvieran haciendo. Se estaban preparando
para hacerlo. Se estaban preparando para divertirse un rato y ¡bam!
Eso es lo que pasó —Yoshino dio una palmada para apoyar sus
palabras.
—¿Cuándo pasó eso?
Yoshino estaba contando su historia de forma efectista.
—Muy bien, Asakawa, sé sincero conmigo. Tú tienes algo. Me
refiero a algo conectado con este caso. ¿Me equivoco?
Asakawa no contestó.
—Sé guardar un secreto. No te robaré la historia. Es que me
interesa el caso.
Asakawa siguió sin soltar prenda.::
—¿Me vas a dejar con la intriga?
«¿Se lo digo? Es que no puedo. Todavía no puedo decirle nada.
Pero las mentiras no funcionan».
—Lo siento, Yoshino. ¿No puedes esperar un poco? Todavía no te lo
puedo decir. Pero te lo cuento dentro de un par o tres de días. Te lo
prometo.
Una nube de decepción cubrió la cara de Yoshino:
—Si tú lo dices, colega…
Asakawa lo miró con expresión suplicante, apremiándolo a que
continuara con su historia.
—Bueno, tenemos que dar por sentado que pasó algo. ¿Un chico y
una chica se asfixian cuando están a punto de hacerlo? Supongo que es
posible que hubieran tomado veneno antes y que les hiciera efecto en
ese preciso momento, pero no había rastros. Claro que hay venenos
que no dejan rastro, pero no es concebible que una pareja de
estudiantes tengan acceso a un material así.
Yoshino pensó en el lugar donde se había encontrado el coche.
Había ido allí en persona y todavía tenía un recuerdo nítido. El coche
'estaba aparcado en un solar invadido de maleza en un pequeño
barranco situado junto a la carretera prefectural sin pavimentar que iba
de Asnina al monte Okusu. Los coches que pasaban por la carretera
apenas podían ver el reflejo de sus retrovisores al pasar. No era difícil
de imaginar por qué aquel estudiante de colegio privado, que era el que
conducía, había elegido aquel lugar para aparcar. Después de que
cayera la noche apenas pasaban coches por allí, y con el parapeto que
ofrecía la espesa arboleda, resultaba un escondrijo perfecto para una
pareja joven sin dinero.
—Luego está el hecho de que el chico tenía la cara caída sobre el
volante y la ventanilla. La chica tenía la cabeza metida entre el asiento
del pasajero y la portezuela. Así es como murieron. Vi cómo los sacaban
del coche, con mis propios ojos. Los dos cuerpos se desplomaron fuera
del coche en cuanto alguien abrió las portezuelas. Es como si en el
momento de sus muertes hubiera habido alguna fuerza que los
empujara desde el interior y que no se detuvo cuando murieron sino
que siguió empujando durante unas treinta horas hasta que los
detectives abrieron el coche y entonces salió de estampida. ¿Me estás
siguiendo? Era un coche de dos puertas, uno de esos en los que no
puedes cerrar las portezuelas si la llave está dentro. Y la llave estaba en
el contacto, pero las portezuelas… Bueno, ya ves por dónde voy. El
coche estaba cerrado herméticamente. Es difícil imaginar qué fuerza del
exterior podría haberlos afectado. ¿Y qué clase de expresión supones
que tenían en las caras muertas? Estaban los dos cagados de miedo.
Con las caras crispadas en una mueca de terror.
Yoshino hizo una pausa para recobrar el aliento. Se oyó un ruido
nítido de tragar saliva. No estaba claro de cuál de los dos procedía.
—Piensa en ello. Supon, solamente por suponer, que hubiera salido
del bosque alguna bestia temible. Se habrían asustado y se habrían
abrazado. Y aunque él no lo hubiera hecho, está claro que la chica se
habría agarrado a él. Al fin y al cabo, eran amantes. En cambio, tenían
las espaldas apoyadas en las portezuelas, como si estuvieran intentando
alejarse el uno del otro tanto como pudieran.
Yoshino levantó las manos en gesto de impotencia.
—No entiendo una mierda.
Si no hubiera sido por el naufragio en la costa de Yokosuka, el
artículo habría tenido más espacio. En ese caso, muchos lectores
habrían disfrutando intentando resolver el rompecabezas y jugando a
detectives. Pero… pero. Entre los detectives y el resto de gente que
estaba en la escena del incidente se habría extendido un consenso, una
atmósfera. Todos venían a pensar más o menos lo mismo, y todos
estuvieron a punto de soltarlo, pero ninguno lo hizo. Fue esa clase de
consenso. Aunque era completamente imposible que dos jóvenes
murieran de ataques al corazón exactamente en el mismo momento,
aunque nadie se lo creía, todo el mundo se contó a sí mismo la mentira
médica de que así era como había pasado. No es que la gente se
estuviera callando nada por miedo a que se rieran de su falta de lógica
científica. Es que sentían que al admitirlo estarían atrayendo hacia sí un
horror inimaginable. Era más conveniente dar crédito a la explicación
científica, por muy poco convincente que fuera.
Asakawa y Yoshino tuvieron sendos escalofríos simultáneos. No era
de extrañar que los dos estuvieran pensando lo mismo. El silencio
solamente confirmaba la premonición que se estaba gestando en el
interior de cada uno de ellos. «No se ha terminado: acaba de empezar».
No importaba cuántos datos científicos recopilaran: a un nivel muy
básico, la gente cree en la existencia de algo que las leyes de la ciencia
no pueden explicar.
—Cuando los encontraron… ¿Dónde tenían las manos? —preguntó
Asakawa de repente.
—En la cabeza. O mejor dicho, más bien parecía que se estuvieran
tapando la cara con las manos.
—¿Por casualidad no se estarían tirando del pelo, así? —Asakawa
se tiró del pelo para demostrarlo.
—¿Eh?
—En otras palabras, ¿se estaban intentando arrancar la cabeza, o
tirándose del pelo, o algo parecido?
—No, creo que no.
—Ya veo. ¿Puedes darme sus nombres y direcciones, Yoshino?
—Claro. Pero no te olvides de tu promesa.
Asakawa sonrió y asintió y Yoshino se puso de pie. Al hacerlo la
mesa se balanceó y el café se les cayó en los platillos. Yoshino ni
siquiera había tocado el suyo.
Asakawa siguió investigando los antecedentes de las cuatro
víctimas cada vez que tenía un minuto, pero tenía tanto trabajo que no
podía avanzar tanto como quería. Casi sin que se diera cuenta pasó una
semana, cambió el mes y tanto la humedad lluviosa de agosto como el
calor estival de septiembre se convirtieron en recuerdos lejanos
desplazados por las señales del otoño cada vez más avanzado. Todo
estuvo tranquilo durante una temporada. Se había propuesto leer cada
centímetro de la sección de noticias locales, pero no encontró nada
remotamente parecido. ¿O acaso algo horrible estaba avanzando, lento
pero seguro, por donde Asakawa no podía verlo? Cuanto más pasaba el
tiempo, más inclinado se sentía a pensar que las cuatro muertes no
eran más que coincidencias y que carecían de cualquier conexión.
Tampoco había vuelto a ver a Yoshino. Probablemente él también se
había olvidado del asunto. De no ser así, ya se habría puesto en
contacto con Asakawa.
Siempre que su pasión por el caso mostraba signos de debilitarse,
Asakawa se sacaba cuatro tarjetas del bolsillo y se recordaba a sí
mismo que no podía haber sido una coincidencia. En las tarjetas había
apuntado los nombres de los muertos, sus direcciones y otra
información pertinente, y en el espacio que le quedaba planeaba
registrar sus actividades durante los meses de agosto y septiembre, su
educación y todo lo que revelara la investigación.
TARJETA 1: TOMOKO OISHI
Fecha de nacimiento: 21-10-1972
Escuela Femenina Keisei, último curso, 17 años Dirección:
Motomachi 1-7, Honmoku, distrito de Naka,
Yokohama Aprox. 23.00 h, 5 de sept. Muere en la cocina, planta
baja de su casa, mientras sus padres están fuera. Causa de la muerte:
paro cardíaco repentino.
TARJETA 2:
SHUICHI IWATA
Fecha de nacimiento: 26-5-1971
Academia Secundaria Eishin, primer curso, 19 años Dirección: Nishi
Nakanobu 1-5-23, distrito de Shinagawa, Tokio 22.54 h, 5 de sept. Se
desploma y muere en un cruce delante de la estación de Shinagawa.
Causa de la muerte: infarto de corazón.
TARJETA 3:
HARUKO TSUJI
Fecha de nacimiento: 12-1-1973 Escuela Femenina Keisei, último
curso, 17 años Dirección: Mori 5-19, distrito de Isogo, Yokohama Noche
del 5 de sept. (o madrugada del día siguiente). Muere en un coche junto
a la prefectura, en la falda del monte Okusu. Causa de la muerte: paro
cardíaco repentino.
TARJETA 4: TAKEHIKO NOMI
Fecha de nacimiento: 4-12-1970 Academia Secundaria Eishin,
segundo curso, 19 años Dirección: Uehara 1-10-4, distrito de Shibuya,
Tokio Noche del 5 de sept. (o madrugada del día siguiente). Muere con
Haruko Tsuji en un coche en la falda del monte Okusu. Causa de la
muerte: paro cardíaco repentino.
Tonioko Oishi y Haruko Tsuji iban al mismo instituto y eran amigas.
Shuichi Iwata y Takehiko Nomi estudiaban en el mismo colegio de
secundaria y eran amigos. Todo aquello ya estaba claro antes del
trabajo de campo, que vino a confirmarlo. Y por el simple hecho de que
Tsuji y Nomi hubieran ido en coche juntos al monte Okusu la noche del
5 de septiembre, resultaba obvio que, aunque no fueran realmente
amantes, por lo menos tonteaban. Cuando interrogó a las amigas de
ella, Asakawa oyó el rumor de que Tsuji salía con un chico de un colegio
privado de Tokio. Sin embargo, seguía sin saber cómo ni cuándo se
habían conocido. Por supuesto, sospechaba que Oishi e Iwata también
salían juntos, pero no encontró nada que respaldara la conjetura. De
cualquier manera, ¿qué vínculo unía a aquellos cuatro jóvenes? Era
igualmente posible que Oishi e Iwata nunca se hubieran visto. Y en ese
caso, ¿qué vínculo podía haber entre ellos? Parecían demasiado
íntimamente relacionados para que aquel ser desconocido los hubiera
elegido totalmente al azar. Tal vez había algún secreto que solamente
conocían los cuatro y por eso los habían matado… Asakawa se sugirió a
sí mismo otra explicación más científica: tal vez los cuatro habían
estado al mismo tiempo en el mismo sitio y a los cuatro los había
infectado un virus que atacaba el corazón.
«Venga, vamos». Asakawa negó con la cabeza mientras caminaba.
«¿Un virus que causa paro cardíaco repentino? ¿Y qué más?»
Subió las escaleras murmurando para sí mismo: «Un virus, un
virus». Ciertamente, tenía que empezar con intentos de explicaciones
científicas. Bueno, supongamos que hubiera un virus que causara
ataques de corazón. Por lo menos era un poco más realista que
imaginar que detrás de todo aquello había algo sobrenatural. Parecía
menos probable que se rieran de él. Aunque aquel virus todavía no se
hubiera descubierto en la tierra. Tal vez acabara de caer al planeta
dentro de un meteorito. O tal vez lo hubieran desarrollado como arma
biológica y de alguna forma se había escapado. No se podía descartar
aquella posibilidad. Estaba claro. De momento intentaría pensar que se
trataba de un virus. Aunque aquello no satisficiera todas sus dudas.
¿Por qué habían muerto todos con expresiones de asombro en la cara?
¿Por qué habían muerto Tsuji y Nomi a los lados de aquel coche tan
pequeño, como si hubieran estado intentando separarse el uno del otro?
¿Por qué no habían revelado nada las autopsias? La posibilidad de un
germen escapado podía responder por lo menos a la tercera pregunta.
Se habría dictado una orden de silencio.
Si continuaba con aquella hipótesis, podía deducir que el hecho de
que todavía no hubieran aparecido más víctimas significaba que el virus
no se transmitía por el aire. O bien se contagiaba por la sangre, como el
sida, o era muy poco contagioso. Pero era más importante la cuestión
de cómo lo habían cogido aquellos cuatro. Tendría que retroceder en el
tiempo y examinar nuevamente sus actividades durante los meses de
agosto y septiembre en busca de lugares y momentos en que hubieran
estado juntos. Ya que los participantes no podrían hablar nunca más, la
cosa no sería fácil. Si su encuentro había sido un secreto entre los
cuatro, algo de lo que no tenían idea ni sus padres ni sus amigos,
¿cómo lo iba a descubrir? Pero estaba seguro de que aquellos cuatro
jóvenes tenían algún vínculo, algún lugar o alguna fecha.
Sentado frente a su ordenador, Asakawa expulsó de su mente el
virus desconocido. Necesitaba pasar a limpio las notas que acababa de
tomar y resumir el contenido del cásete que había grabado. Tenía que
terminar el artículo hoy. Mañana domingo, él y su esposa, Shizu, iban a
visitar a la hermana de ella, Yoshimi Oishi. Quería ver con sus propios
ojos el lugar donde había muerto Tomoko y sentir en sus propias carnes
la atmósfera que quedaba allí. Su mujer había aceptado ir a Honmoku
para consolar a su afligida hermana mayor. No podía imaginar la
verdadera motivación de su marido.
Asakawa empezó a teclear en su ordenador antes de pensar un
enfoque como era debido para el artículo.
Hacía un mes que Shizu no veía a sus padres. Desde la muerte de
su nieta Tomoko, estos iban siempre que podían a Tokio desde su casa
en Ashikaga, no solamente para consolar a su hija sino también para
ser consolados. Shizu no se había dado cuenta hasta hoy. Se le partió el
corazón al ver las caras pálidas y angustiadas de sus ancianos padres.
Antes tenían tres nietos: Tomoko, la hija de su hija mayor; Kenichi, el
hijo de su segunda hija, Kazuko; y Yoko, la hija de Shizu. Un nieto por
cada una de sus tres hijas: no era muy habitual. Tomoko había sido su
primera nieta y cada vez que la veían se les arrugaba la cara de alegría.
Les gustaba mimarla. Ahora estaban tan deprimidos que era imposible
decir quién estaba más compungido, los padres o los abuelos.
«Supongo que los nietos significan mucho». Shizu acababa de
cumplir los treinta. Lo único que podía hacer para entender cómo debía
de sentirse su hermana era ponerse en su lugar e imaginar cómo se
sentiría si perdiera a su hija. Pero la verdad era que no había forma de
comparar a su hija Yoko, que solamente tenía un año y medio, con
Tomoko, que había muerto a los diecisiete. No podía entender que el
amor por su hija crecería con cada año que pasaba.
En algún momento pasadas las tres de la tarde, sus padres
empezaron a prepararse para regresar a Ashikaga.
Shizu apenas podía contener la sorpresa. ¿Cómo era posible que su
marido, que siempre protestaba y decía que estaba muy ocupado,
hubiera sugerido aquella visita a casa de su hermana? El mismo marido
que se había saltado el funeral de la pobre chica afirmando que tenía
que entregar un artículo. Y ahora era casi hora de cenar y no
manifestaba ninguna intención de marcharse. Solamente había visto
unas pocas veces a Tomoko y probablemente no había tenido ninguna
conversación larga con ella. Seguramente no era el recuerdo de la
muerte lo que le impedía marcharse.
Shizu le dio un golpecito a Asakawa en la rodilla y le susurró al
oído:
—Cariño, probablemente ya es hora…
—Mira a Yoko. Tiene sueño. Tal vez habría que ver si podemos
conseguir que duerma un rato aquí.
Habían traído a su hija con ellos. Normalmente aquella era su hora
de irse á dormir. Estaba claro, Yoko había empezado a parpadear como
cuando tenía sueño. Pero si la dejaban dormir allí, tendrían que pasar
por lo menos dos horas más en la casa. ¿De qué más podían hablar con
su afligida hermana y con el marido de esta durante otras dos horas?
—Puede dormir en el tren, ¿no te parece? —dijo Shizu, bajando la
voz.
—La última vez que lo intentamos se puso nerviosa y tuvimos un
viaje a casa terrible. No, gracias.
Siempre que Yoko tenía sueño en medio de una multitud, se ponía
increíblemente nerviosa. Agitaba los bracitos y las piernitas, berreaba
con toda la fuerza de sus pulmones y en general les hacía la vida
imposible a sus padres. Reñirla solamente empeoraba las cosas: no
había más forma de calmarla que intentar ponerla a dormir. En aquellas
ocasiones Asakawa era intensamente consciente de las miradas de la
gente y también se ponía de mal humor, como si fuera la principal
víctima de los berridos de su hija. Las miradas acusadoras del resto de
pasajeros siempre le daban la sensación de estarse asfixiando.
Shizu prefería no ver a su marido en aquel estado, con las mejillas
temblando de nerviosismo.
—Muy bien, si tú lo dices…
—Genial. A ver si la podemos poner a dormir arriba. Yoko estaba
tumbada en el regazo de su madre, con los ojos medio cerrados.
—Voy a acostarla —dijo Asakawa, acariciando la mejilla de su hija
con el dorso de la mano. Las palabras sonaban raras en él, que casi
nunca ayudaba con el bebé. Tal vez había cambiado de actitud, ahora
que acababa de presenciar la pena de unos padres que habían perdido a
una hija.
—¿Qué te ha entrado hoy? Das un poco de miedo.
—No te preocupes. Parece que se va a dormir enseguida. Déjamela
a mí.
Shizu le dio la niña.
—Gracias. Solamente es que me gustaría que fueras así todo el
tiempo.
Mientras la trasladaban del regazo de su madre al de su padre,
Yoko empezó a arrugar la cara, pero antes de tener tiempo para seguir,
se quedó dormida. Asakawa subió las escaleras, acunando a su hija. El
segundo piso consistía en dos habitaciones estilo japonés y la habitación
de estilo occidental donde había vivido Tomoko. Dejó a Yoko en el futón
de la habitación de estilo japonés que daba al sur. Ni siquiera tuvo que
quedarse con ella mientras se dormía. Ya estaba amodorrada y su
respiración era regular.
Asakawa salió sigilosamente de la habitación, escuchó lo que
pasaba en el piso de abajo y por fin entró en el dormitorio de Tomoko.
Se sintió un poco culpable por invadir la intimidad de una chica muerta.
¿No era aquella la clase de cosa que aborrecía? Pero era por una buena
causa: derrotar al mal. No había opción. Pero mientras lo pensaba,
odiaba la forma en que siempre estaba dispuesto a hacerse con
cualquier razón, por muy engañosa que fuera, para justificar sus
acciones. Pero no es que fuera a escribir un artículo sobre el caso,
protestó. Solamente estaba intentando averiguar dónde y cuándo
habían estado juntos los cuatro. Lo sentía.
Abrió los cajones de la mesa de la chica. Solamente había el surtido
habitual de artículos de escritorio, bastante bien ordenados. Tres fotos,
una caja de quincalla, cartas, un cuaderno y un kit de costura. ¿Habrían
registrado aquello sus padres después de que muriera? No lo parecía.
Lo más probable era que la chica hubiera sido ordenada por naturaleza.
Confiaba en encontrar un diario: eso le ahorraría mucho tiempo. «Hoy
me he juntado con Haruko Tsuji, Takehiko Nomi y Shuichi Iwata y
hemos…» Ojalá pudiera encontrar una entrada de diario así. Sacó un
cuaderno de su estantería y lo hojeó. Encontró un diario muy de chica al
fondo de un cajón, pero solamente había unas pocas anotaciones
desganadas, todas ellas de hacía mucho tiempo.
En la estantería situada junto al escritorio no había libros,
solamente una caja de cosméticos roja floreada. Abrió el cajón. Un
puñado de accesorios baratos. Un montón de pendientes desparejados:
parecía que solía perder uno de cada pareja de pendientes que tenía.
Un peine de bolsillo con varios cabellos negros todavía enredados.
Al abrir el armario empotrado, se le llenó la nariz del olor a chica
adolescente. Estaba abarrotado de vestidos de colores y faldas en
perchas. Era obvio que ni su cuñada ni el marido de esta habían
decidido qué hacer con aquella ropa, que todavía tenía el olor de su
hija. Asakawa no estaba seguro de qué pensarían si lo encontraran allí.
El silencio era total. Su mujer y su cuñada todavía debían de estar
hablando de algo. Asakawa registró uno por uno los bolsillos de toda la
ropa del armario. Pañuelos, resguardos de entradas de cine, envoltorios
de chicle, servilletas de papel, la funda del pase del tren. Lo examinó:
había un pase para el tramo entre Yamate y Tsurumi, un carnet de
estudiante y otro carnet. Había un nombre escrito en el otro carnet: no
sé cuántos Nonoyama. No estaba seguro de cómo pronunciarlos
caracteres: ¿tal vez «Yuki»? Solamente por los caracteres no podía
saber si se trataba de un hombre o de una mujer. ¿Por qué llevaba el
carnet de otra persona en la funda de su pase? Oyó pasos que subían
las escaleras. Se metió el carnet en el bolsillo, volvió a dejarla funda
donde la había encontrado y cerró el armario. Salió al pasillo justo
cuando su cuñada llegaba a lo alto de las escaleras.
—Lo siento, ¿hay un baño aquí arriba? —Fingió que estaba
inquieto.
—Está al final del pasillo —No pareció sospechar nada—. ¿Está
durmiendo Yoko como una niña buena?
—Sí, gracias. Siento molestarte.
—Oh, no, no es molestia.
Su cuñada hizo una pequeña reverencia y entró en la habitación de
estilo japonés, con la mano en el cinturón del quimono.
En el baño, Asakawa sacó la tarjeta. «Centro Turístico Pacífico.
Tarjeta de Socio», decía. Debajo ponía el nombre de Nonoyama, el
número de socio y la fecha de expiración. Le dio la vuelta. Cinco
condiciones, en letra pequeña, además del nombre de la empresa y la
dirección. Centro Turístico Pacífico S.A., Kojimachi 3-5, distrito de
Chiyoda, Tokio. Tel. (03) 261-4922. A menos que Tomoko hubiera
encontrado aquella tarjeta o la hubiera robado, debía de haberla
tomado prestada de aquel tal Nonoyama. ¿Por qué? Para usar los
servicios del Centro Pacífico, por supuesto. Pero ¿qué servicios y
cuándo?
No podía llamar desde la casa. Dijo que salía a comprar cigarrillos y
corrió a una cabina. Marcó el número.
—Centro Turístico Pacífico, ¿en qué puedo ayudarle? —Era la voz
de una mujer joven.
—Me gustaría saber qué servicios puedo usar con un carnet de
socio.
La voz no respondió de inmediato. Tal vez tenían tantos servicios
disponibles al público que no podía hacer una lista de todos.
—O sea… Quiero decir… Por ejemplo, si fuera desde Tokio y pasara
una noche —añadió.
Si hubieran ido todos juntos dos o tres noches aquello habría
llamado la atención. El hecho de que no hubiera aparecido nada hasta el
momento indicaba que probablemente sólo habían ido una noche.
Probablemente a Tomoko le resultara fácil mentir a sus padres y pasar
una noche fuera de casa diciendo que estaba en casa de una amiga.
—Tenemos una amplia gama de servicios en nuestra Tierra Pacífica
de Hakone Sur —dijo, en tono eficiente.
—Concretamente, ¿qué clase de actividades recreativas ofrecen
allí?
—Tenemos instalaciones de golf, tenis y terrenos de caza y pesca,
señor. Además de piscina.
—¿Y también tienen alojamientos?
—Sí, señor. Además de un hotel, Tierra Pacífica tiene la comunidad
de bungalows de alquiler Ciudad de los Chalets. ¿Quiere que le envíe
nuestro folleto?
—Sí, por favor —Fingió ser un cliente potencial, confiando que así
podría sacar más información de ella—. ¿El hotel y los bungalows están
abiertos al público en general?
—Sí, señor, a precios de no socios.
—Ya veo. ¿Puede darme el número de teléfono? Tal vez me
acerque a echar un vistazo.
—Puedo hacerle una reserva ahora mismo, si lo desea…
—No, yo, eh, tal vez me acerque por allí en coche y me dé por
echar un vistazo… ¿Puede darme el número de teléfono?
—Un momento, por favor.
Mientras esperaba, Asakawa sacó una libreta y un bolígrafo.
—¿Está listo?
La mujer regresó y dictó dos números de teléfono de once dígitos.
Los códigos de zona eran largos, como pasa en las áreas rurales.
Asakawa los apuntó.
—Tenemos instalaciones similares en el lago Hamana y en
Hamajima, en la prefectura de Mié.
Demasiado lejos. A unos estudiantes no les llegaría el dinero.
Luego la mujer empezó a recitar todas las fabulosas ventajas de
hacerse socio del Club Turístico Pacífico. Asakawa escuchó un momento
por cortesía antes de cortarla.
—Muy bien. Estoy seguro de que el resto lo veré en el folleto. Le
doy mi dirección para que me lo envíe.
Le dio su dirección y colgó. Escuchar su discurso corporativo ya
estaba empezando a disuadirle de hacerse socio, aun en el caso de que
se lo hubiera podido permitir.
Hacía más de una hora que Yoko se había ido a dormir y los padres
de Shizu ya habían regresado a Ashikaga. Shizu estaba en la cocina
fregando los platos para su hermana, que todavía era propensa a
derrumbarse por cualquier cosa. Asakawa la ayudó con brío a llevar los
platos a la sala de estar.
—¿Qué te pasa hoy? Haces cosas raras —dijo Shizu, sin dejar de
fregar los platos—. Has puesto a dormir a Yoko y estás ayudando en la
cocina. ¿Estás cambiando de actitud? Espero que sea en firme.
Asakawa estaba enfrascado en sus pensamientos y no quería que
lo molestaran. Deseaba que su mujer hiciera honor a su nombre, que
quería decir «silenciosa». La mejor manera de cerrarle la boca a una
mujer era no responderle.
—Ah, por cierto, ¿le has puesto un pañal antes de meterla en la
cama? No queremos que ensucie las sábanas de una casa ajena.
Asakawa no mostró ningún interés. Se limitó a mirar las paredes de
la cocina. Allí era donde había muerto Tomoko. Cuando la encontraron
tenía cristales rotos y un charco de Coca-Cola alrededor. El virus debía
de haberla atacado mientras se estaba bebiendo un vaso de Coca-Cola
de la nevera. Asakawa abrió la nevera, imitando los movimientos de
Tomoko. Se imaginó que tenía un vaso en la mano y fingió que bebía.
—¿Qué demonios estás haciendo? —Shizu lo estaba mirando,
boquiabierta. Asakawa continuó a lo suyo: siguió fingiendo que bebía y
miró detrás de su espalda. Cuando se giró, se encontró delante una
puerta de cristal que separaba la cocina de la sala de estar. La puerta
reflejaba la luz fluorescente de encima del fregadero. Tal vez porque

todavía era de día y la sala de estar estaba bañada de luz, solamente
reflejaba la luz fluorescente y no las expresiones de la gente que había
en la cocina. Si el otro lado del cristal estuviera a oscuras, y dentro de
la cocina hubiera luz, tal como debió de pasar aquella noche mientras
Tomoko estaba aquí… Aquella puerta de cristal sería un espejo y
reflejaría lo que estaba pasando en la cocina. Reflejaría la cara de
Tomoko, crispada en una mueca de terror. Asakawa casi pensaba ya en
el cristal como en un testigo presencial de todo lo sucedido. El cristal
podía ser transparente o reflectante, dependiendo del juego de luz y
oscuridad. Asakawa estaba acercando la cara al cristal, como si este lo
atrajera, cuando su mujer le dio un golpecito en la espalda. En aquel
preciso momento oyeron llorar a Yoko en el piso de arriba. Se había
despertado.
—Yoko se ha despertado.
Shizu se secó las manos con un trapo. Su hija no solía llorar tan
fuerte cuando se despertaba. Shizu subió a toda prisa al piso de arriba.
Mientras estaba saliendo de la cocina, entró Yoshimi. Asakawa le
dio el carnet que había encontrado.
—Esto estaba debajo del piano —dijo en tono despreocupado, y
esperó la reacción de ella.
Yoshimi cogió el carnet y le dio la vuelta.
—Qué raro. ¿Qué hacía esto aquí? —Inclinó la cabeza, perpleja.
—¿No te parece que alguna amiga se lo podría haber prestado a
Tomoko?
—Nunca he oído hablar de esta persona. No creo que tuviera
ninguna amiga que se llamara así —Yoshimi miró a Asakawa con
preocupación exagerada—. Mierda. Esto parece importante. Te lo juro,
esa chica…
Se le quebró la voz. Hasta el detalle más insignificante podía poner
en marcha las ruedas de la pena. Asakawa vaciló, pero finalmente le
preguntó:
—¿Fue alguna vez Tomoko… con sus amigos a pasar las vacaciones
de verano en este lugar?
Yoshimi negó con la cabeza. Confiaba en su hija. Tomoko no era de
esas chicas que mentían cuando decían que se quedaban a pasar la
noche en casa de una amiga. Además, había estado estudiando para los
exámenes. Asakawa entendía cómo se sentía Yoshimi. Decidió no hacer
más preguntas sobre Tomoko. Ninguna alumna de instituto con
exámenes en ciernes les contaría a sus padres que iba a alquilar un
bungalow con su novio. Mentiría y diría que iba a estudiar a casa de una
amiga. Sus padres no se enterarían nunca.
—Encontraré al propietario y se lo devolveré.
Yoshimi inclinó la cabeza en silencio, luego su marido la llamó
desde la sala de estar y ella salió apresuradamente de la cocina. El
padre compungido estaba sentado delante del altar budista recién
instalado, hablando con la fotografía de su hija. Su voz era
asombrosamente jovial y Asakawa se deprimió. Era obvio que estaba
negando la realidad. Asakawa solamente podía rezar porque el hombre
saliera adelante.
Asakawa había descubierto una sola cosa. Si aquel o aquella
Nonoyama había prestado realmente su carnet de socio a Tomoko, al
enterarse de su muerte se habría puesto en contacto con los padres de
ella. Pero la madre de Tomoko no sabía nada del carnet. Aunque el
carnet correspondiera al miembro de una familia de socios, la tarifa era
lo bastante cara como para que Nonoyama no se conformara con dar su
carnet por perdido. Así pues, ¿qué significaba aquello? Esto es lo que se
imaginó Asakawa: que Nonoyama le había prestado la tarjeta a alguno
de los otros tres: a Iwata, a Tsuji o a Nomi. Por alguna razón había
llegado a manos de Tomoko y así habían acabado las cosas. Nonoyama
se habría puesto en contactó con los padres de la persona a quien se lo
hubiera prestado.
Los padres habrían registrado las pertenencias de su hijo o su hija.
No habrían encontrado el carnet. Porque el carnet estaba aquí. Si
Asakawa se ponía en contacto con las familias de las otras tres víctimas,
podría averiguar la dirección de Nonoyama. Tenía que llamar de
inmediato, aquella misma noche. Si no podía encontrar una pista por
ese camino, no era probable que el carnet le proporcionara un medio
para descubrir cuándo y dónde habían estado los cuatro juntos. En todo
caso, quería verse con Nonoyama y escuchar lo que él o ella tuviera que
decir. Si no le quedaba otro remedio, siempre podía encontrar alguna
forma de averiguar la dirección de Nonoyama gracias a su carnet de
socio. Lo más probable era que preguntar directamente al Club Pacífico
no le sirviera de nada, pero estaba seguro de que a sus contactos del
periódico se les ocurriría alguna solución.
Alguien lo llamaba. Una voz lejana.
—Cariño… Cariño…
Era la voz nerviosa de su mujer mezclada con el llanto del bebé.
—Cariño, ¿puedes venir un momento?
Asakawa regresó a la realidad. De pronto no estaba seguro de qué
había estado pensando todo ese tiempo. Su hija estaba llorando de una
forma extraña. La impresión se acentuó mientras subía por las
escaleras.
Asakawa salió de sus reflexiones olvidando todo lo que había
estado pensando. De pronto se dio cuenta de que el ruido del llanto de
su hija no era usual. Subió a toda prisa las escaleras temiendo que
hubiera algún problema.
—¿Qué pasa? —le preguntó a su mujer en tono acusador.
—Algo le pasa a Yoko. Creo que le ha pasado algo. La forma en que
está llorando no suena igual que siempre. ¿Crees que está enferma?
Asakawa le puso la mano en la frente a Yoko. No tenía fiebre. Pero
le temblaban las manitas. El temblor se le extendió a todo el cuerpo y
empezó a tener convulsiones ocasionales en la espalda. La cara
completamente roja y los ojos fuertemente cerrados.
—¿Cuánto tiempo lleva así?
—Es porque se ha despertado y no había nadie con ella. A menudo
la niña lloraba cuando se despertaba y no estaba su madre. Pero
siempre se tranquilizaba cuando su madre acudía con ella y la cogía.
Cuando los niños lloraban era porque intentaban pedir algo, pero
¿qué…? La niña intentaba decirles algo. No era que se estuviera
portando mal. Tenía las manitas fuertemente cerradas delante de la
cara… en gesto de pavor. Eso era todo. La niña estaba llorando de
miedo. Yoko miró a otra parte y luego abrió un poco los puños: parecía
que intentaba señalar algo. Asakawa miró en aquella dirección. Había
una columna. Levantó la vista. A unos treinta centímetros del techo
colgaba una máscara del tamaño de un puño, la máscara de una
hannya: un demonio femenino. ¿Tenía la niña miedo de la máscara?
—Eh, mira —dijo Asakawa, señalando con la barbilla. Miraron
simultáneamente la máscara y volvieron la cabeza lentamente para
mirarse entre ellos.
—No puede ser… ¿la ha asustado el demonio? Asakawa se puso de
pie. Bajó la máscara del demonio de la viga donde estaba colgada y la
dejó boca abajo en el tocador. Donde Yoko no podía verla. De pronto la
niña dejó de llorar.
—¿Qué te pasa, Yoko? ¿Te ha asustado ese demonio malo?
Ahora que lo entendía, Shizu parecía aliviada, y frotó felizmente su
mejilla contra la de la niña. Asakawa no se quedó satisfecho tan
fácilmente. Por alguna razón ya no quería estar en aquella habitación.
—Eh. Vamos a casa —apremió a su mujer.
Aquella tarde, tan pronto como llegaron a casa de regreso de casa
de los Oishi, Asakawa llamó a los Tsuji, a los Nomi y a los Iwata, en ese
orden. A todas las familias les preguntó si alguno de los conocidos de
sus hijos se había puesto en contacto con ellos acerca del carnet de
socio de un club turístico. La última persona con la que habló, la madre
de Iwata, le dio una respuesta larga e intrincada:
—Llamó alguien que dijo que iba al colegio de mi hijo, un chico
mayor que él, diciendo que le había prestado a mi hijo el carnet de
socio de su club turístico y que si se lo podíamos devolver… Pero
registré la habitación de mi hijo hasta el último rincón y no lo pude
encontrar por ninguna parte. Desde entonces es una cosa que me tiene
preocupada.
Asakawa pidió de inmediato el número de Nonoyama y lo llamó sin
demora.
Nonoyama se había encontrado con Iwata en Shibuya el último
domingo de agosto y le había prestado su carnet, tal como Asakawa
había sospechado. Iwata le había dicho que quería ir con una chica de
un instituto a la que estaba intentando ligarse. «Ya casi se han
terminado las vacaciones de verano, ya sabes. Quiero disfrutarlas de
verdad mientras duren porque si no no podré ponerme a estudiar en
serio para los exámenes».
Nonoyama se rió al oír aquello. «Idiota, se supone que los alumnos
de colegio secundario no tienen que hacer vacaciones de verano».
El último domingo de agosto había sido el 26: si se hubieran ido a
pasar la noche a algún sitio, tendría que haber sido el 27, el 28, el 29 o
el 30. Asakawa no sabía cómo funcionaban los colegios privados de
secundaria, pero por lo menos en los institutos femeninos, el semestre
de otoño empezaba el primero de septiembre.
Tal vez porque estaba cansada de pasar tanto tiempo en un lugar
desconocido, Yoko se quedó dormida enseguida al lado de su madre.
Cuando Asakawa acercó el oído a la puerta del dormitorio, las oyó a las
dos profundamente dormidas y respirando con regularidad. Las nueve
de la noche… Era la hora en que Asakawa se relajaba. Hasta que no se
dormían su mujer y su hija, en aquel apartamento diminuto no había
sitio para que se sentara a trabajar.
Asakawa sacó una cerveza de la nevera y se la sirvió en un vaso.
Aquella noche tenía un sabor especial. Encontrar aquel carnet había sido
un avance importante. Había bastantes probabilidades de que entre el
27 y el 30 de agosto, Shuichi Iwata y los otros tres hubieran pasado
una noche en algún alojamiento perteneciente al Club Pacífico. El sitio
más probable era la Ciudad de los Chalets de la Tierra Pacífica de
Hakone Sur. Hakone Sur era la única propiedad del Club Pacífico que
estaba lo bastante cerca como para ser un destino viable, y no se podía
imaginar que un grupo de estudiantes pobres saliera y se quedara en un
hotel. Probablemente habían usado el carnet de socio para alquilar uno
de los bungalows a bajo precio. A los socios les costaba solamente cinco
mil yenes la noche, lo cual significaba un poco más de mil por cabeza.
Tenía a mano el número de teléfono de la Ciudad de los Chalets.
Dejó sus notas en la mesa. Lo más rápido sería llamar a recepción y
preguntar si se había alojado allí un grupo de cuatro personas bajo el
nombre de Nonoyama. Pero nunca se lo dirían por teléfono. Como es
natural, cualquiera que hubiera ascendido dentro de la empresa hasta el
puesto de encargado de los bungalows de alquiler estaría lo bastante
entrenado como para saber que tenía el deber de proteger la privacidad
de los clientes. Aunque revelara su cargo como reportero de uno de los
principales periódicos y declarara con claridad sus razones para la
investigación, el encargado nunca se lo diría por teléfono. Asakawa
consideró la posibilidad de ponerse en contacto con la oficina local del
periódico y conseguir que usaran un abogado con el que tuvieran
contactos para ver el registro de clientes. La única gente a la que el
encargado estaba obligado a enseñar el registro eran la policía y los
abogados. Asakawa podía intentar hacerse pasar por uno u otro, pero
probablemente lo descubrirían de inmediato, y aquello comportaría
problemas para el periódico. Era más seguro y eficaz usar los canales
disponibles.
Pero eso requeriría por lo menos tres o cuatro días, y odiaba
esperar tanto tiempo. Quería saberlo ahora. Estaba tan fascinado por el
caso que no podía soportar esperar tres días. ¿En qué demonios iba a
acabar todo aquello? Si era cierto que los cuatro jóvenes habían pasado
una noche de finales de agosto en la Ciudad de los Chalets de la Tierra
Pacífica de Hakone Sur, y si era cierto que aquella pista le permitiría
resolver el enigma de sus muertes… ¿de qué podía tratarse al fin y al
cabo? «Virus; virus». Se daba perfecta cuenta de que la única razón por
la que lo consideraba un virus era para evitar que lo abrumara la idea
de que detrás de todo se escondía alguna cosa misteriosa. Tenía sentido
—hasta cierto punto— armarse con el poder de la ciencia para afrontar
el poder de lo sobrenatural. No iba a conseguir nada si combatía algo
que no entendía con palabras que no entendía. Tenía que traducir
aquello que no entendía a palabras que sí entendiera.
Asakawa recordó el llanto de Yoko. ¿Por qué se había asustado
tanto la niña al ver la máscara del demonio aquella tarde? De camino a
casa en el tren, le había preguntado a su mujer:
—Oye, ¿le has estado enseñando a Yoko lo que son los demonios?
—¿Qué?
—Ya sabes, con libros ilustrados o algo así. ¿Le has estado
enseñando a tener miedo de los demonios?
—Ni hablar. ¿Por qué iba a hacerlo?
La conversación terminó ahí. Shizu no volvió a pensar en ello, pero
a Asakawa le preocupaba. Aquella clase de miedo solamente existía a
un nivel profundo y espiritual. No era lo mismo que tener miedo de algo
porque te habían enseñado a tenerlo. Desde que había descendido de
los árboles, el hombre había vivido con miedo a alguna cosa. El trueno,
los tifones, las bestias salvajes, las erupciones volcánicas, la oscuridad…
La primera vez que un niño experimenta el trueno y las centellas,
siente un miedo instintivo. Eso era comprensible. Para empezar, el
trueno es real. Existe de verdad. Pero ¿y los demonios? El diccionario
decía que los demonios eran monstruos imaginarios o bien espíritus de
gente muerta. Si Yoko había tenido miedo del demonio porque su
aspecto daba miedo, entonces también debería tener miedo de las
maquetas de Godzilla: después de todo, también las fabricaban para
que dieran miedo. Yoko había visto una en el escaparate de unos
grandes almacenes: una réplica muy bien hecha de Godzilla. En lugar
de asustarse, la había mirado fijamente, con los ojos brillantes de
curiosidad. ¿Cómo se explicaba aquello? Lo único que sabía a ciencia
cierta era que Godzilla, no importaba cómo lo mirara uno, era un
monstruo imaginario. «¿Qué pasaba entonces con los demonios…? ¿Es
que solamente existen en Japón? No, hay otras culturas que también los
tienen. Diablos…» La segunda cerveza no sabía tan buena como la
primera. «¿Hay algo más que asusta a Yoko? Sí, eso tiene que ser. La
oscuridad. La oscuridad le da un miedo terrible. Nunca jamás entra sola
en una habitación a oscuras. Yoko, hija del sol». Pero la oscuridad
también existía, era el polo opuesto de la luz. En aquel mismo instante,
Yoko estaba dormida en brazos de su madre, en una habitación a
oscuras.

SEGUNDA PARTE
TIERRAS ALTAS
11 de octubre, jueves La lluvia había arreciado y Asakawa puso los
limpiaparabrisas al máximo. El tiempo en Hakone cambiaba sin previo
aviso. En Odawara el cielo había estado despejado, pero cuanto más
ascendía, más húmedo era el aire, y a medida que se acercaba al
puerto de montaña se fue encontrando con más bolsas de viento y
lluvia. Si fuera de día, habría podido adivinar el tiempo que hacía en las
montañas gracias al aspecto de las nubes que rodeaban el monte
Hakone. Pero era de noche y estaba concentrado en lo que aparecía
ante el haz de luz de sus faros. Hasta que detuvo el coche y miró al
cielo no se dio cuenta de que las estrellas habían desaparecido. Cuando
cogió el tren-bala de Kodama en la estación de Tokio, la ciudad todavía
estaba envuelta en la luz crepuscular. Cuando alquiló el coche en la
estación de Atami, la luna todavía asomaba de forma intermitente por
los resquicios entre las nubes. Pero ahora las gotitas minúsculas de
lluvia que antes flotaban frente a sus faros se estaban convirtiendo en
todo un chaparrón que aporreaba el parabrisas.
El reloj digital que había sobre el indicador de velocidad decía que
eran las 7.32 h. Asakawa calculó rápidamente cuánto había tardado en
llegar hasta allí. Había cogido el tren en Tokio a las 5.16 h y había
llegado a Atami a las 6.07 h. Para cuando salió por las puertas y
terminó el papeleo de la agencia de alquiler de coches ya eran las 6.30
h. Se paró en un mercado y compró dos paquetes de fideos
instantáneos y un botellín de whisky. Y se hicieron las siete mientras se
orientaba por aquel laberinto de calles de dirección única y salía de la
ciudad.
Delante de él apareció un túnel, con la entrada flanqueada de luces
brillantes de color naranja. Al otro lado, justo después de entrar en la
autopista Atami-Kannami, tendría que empezar a ver letreros de la
Tierra Pacífica de Hakone Sur. El largo túnel lo llevaría a la cresta de
Tanna. Al entrar en el túnel, el ruido del viento cambió. Al mismo
tiempo, su carne, el asiento del pasajero y todo lo demás que había
dentro del coche quedó bañado en luz naranja. Notó que su calma se
desvanecía y que se le ponía el vello de punta. No había ningún coche
viniendo en dirección contraria. Los limpiaparabrisas chirriaban al frotar
el cristal ahora seco. Los apagó. Llegaría a su destino sobre las ocho. No
le apetecía pisar a fondo el acelerador, aunque la carretera estaba
vacía. El lugar al que se dirigía le producía un terror inconsciente.
A las 4.20 h de aquella tarde, Asakawa había visto salir un fax de la
máquina de la oficina. Era una respuesta de la oficina del periódico de
Atami, y él esperaba que contuviera una copia del registro de clientes la
Ciudad de los Chalets entre el 27 y el 30 de agosto. Al verlo bailó de
alegría. Su presentimiento era cierto. Había cuatro nombres que
reconocía: Nonoyama, Tomoko Oishi, Haruko Tsuji y Takehiko Nomi.
Los cuatro habían pasado la noche del 29 en el bungalow B-4. Era obvio
que Shuichi Iwata había usado el nombre de Nonoyama. Así puso saber
dónde y cuándo habían estado juntos los cuatro: el miércoles 29 de
agosto en la Tierra Pacífica de Hakone Sur, en el bungalow B-4 de la
Ciudad de los Chalets. Exactamente una semana antes de sus
misteriosas muertes.
Sin perder un minuto había cogido el auricular, había llamado a la
Ciudad de los Chalets y había hecho una reserva' para aquella misma
noche en el bungalow B-4. Lo único que tenía que hacer al día siguiente
era asistir a una reunión de plantilla a las once. Podía pasar la noche en
Hakone y llegar a tiempo sin problemas.
«Bueno, ya está. Voy para allí. A la escena de los hechos». Estaba
ansioso. Ni en sus sueños más descabellados podría haber imaginado lo
que le esperaba allí.
Nada más salir del túnel se encontró un peaje, y mientras pagaba
los trescientos yenes le preguntó al empleado:
—¿Se va por aquí a la Tierra Pacífica de Hakone Sur?
Sabía muy bien que sí. Había comprobado muchas veces el mapa.
Tenía la impresión de que hacía mucho tiempo que no veía a otro ser
humano, y algo en su interior quería hablar.
—Hay un letrero más adelante. Gire a la izquierda.
Cogió su recibo. Con tan poco tráfico, apenas parecía que valiera la
pena tener a alguien metido allí. ¿Cuánto tiempo planeaba estar aquel
tipo dentro de aquella garita de peaje? Asakawa no mostró ninguna
intención de seguir su camino y el hombre empezó a mirarlo con recelo.
Asakawa se obligó a sonreír y arrancó lentamente.
El placer que había sentido unas horas antes al establecer un
momento y un lugar comunes a las cuatro víctimas se había marchitado
y había muerto. Las caras de los cuatro parpadeaban dentro de su
cabeza. Habían muerto exactamente una semana después de alojarse
en la Ciudad de los Chalets. «Ahora es el momento de dar marcha
atrás», parecían decirle con una sonrisa maliciosa. Pero no podía dar
media vuelta. En primer lugar, su instinto de reportero se había
despertado. Por otro lado, no era posible negar que le daba miedo ir allí
solo. Si hubiera llamado a Yoshino, lo más probable era que hubiera
venido a toda prisa, pero tener a un colega con él no le parecía muy
buena idea. Asakawa ya había apuntado sus progresos hasta el
momento y los había guardado en un disquete. Lo que quería era a
alguien que no fuera por ahí entorpeciendo su investigación, sino que se
limitara a ayudarle en sus objetivos… Y la verdad, tenía a alguien en
mente. Conocía a un solo hombre que estaría dispuesto a acompañarle
por pura curiosidad. Era profesor a tiempo parcial en una universidad,
así que tenía mucho tiempo libre. Era el tipo adecuado. Pero era…
especial. Asakawa no estaba seguro de cuánto tiempo podría aguantarlo
a causa de su forma de ser.
Allí, en la ladera de la montaña, estaba el letrero de la Tierra
Pacífica de Hakone Sur. No había luces de neón, solamente un panel
blanco con letras negras. Si hubiera estado mirando a otra parte
mientras sus faros lo iluminaban, lo habría pasado por alto. Asakawa
salió de la autopista y empezó a subir una carretera rural que pasaba
por entre campos en terraza. La carretera parecía tremendamente
estrecha para ser la entrada de un complejo turístico, y en su soledad
Asakawa tuvo visiones en las que el camino terminaba abruptamente en
medio de la nada. Tuvo que aminorar la velocidad para tomar las curvas
cerradas y oscuras de la carretera. Confiaba en no encontrar a nadie
que viniera en dirección contraria: no había sitio para que pasaran dos
coches.
En algún momento había amainado la lluvia, aunque Asakawa
acababa de darse cuenta. La mecánica climática parecía distinta a uno y
otro lado de la cresta de Tanna.
En cualquier caso, la carretera no terminaba de repente, sino que
seguía subiendo y subiendo. Al cabo de un rato empezó a ver casas de
veraneo dispersas a un lado y otro de la carretera. Y de pronto la
carretera se ensanchó a dos carriles, la superficie mejoró drásticamente
y aparecieron unas farolas elegantes en los recodos. El cambio asombró
a Asakawa. En cuanto entró en los terrenos de Tierra Pacífica se
encontró unas instalaciones de lujo. ¿Cómo se explicaba entonces el
camino diminuto que llevaba hasta aquí? El maíz y las hierbas que
invadían la carretera la estrechaban todavía más y aumentaban su
nerviosismo ante lo que podía aparecer en la siguiente curva cerrada.
El edificio de tres pisos situado al otro lado del espacioso
aparcamiento hacía las veces de centro de información y restaurante.
Sin pensarlo dos veces, Asakawa aparcó delante del vestíbulo y fue al
mostrador. Se miró el reloj: las ocho clavadas. Puntualidad perfecta.
Oyó un ruido de pelotas botando procedente de alguna parte. Había
cuatro pistas de tenis debajo del centro de información, con varias
parejas esforzándose al máximo bajo las luces amarillentas. Era
sorprendente que estuvieran ocupadas las cuatro pistas. Asakawa no
podía imaginar qué llevaba a la gente a subir hasta allí a las ocho de la
noche de un jueves en pleno octubre solamente para jugar a tenis.
Bastante por debajo de las pistas de tenis vio las luces lejanas de las
ciudades de Mishima y Numazu, brillando en la oscuridad. El vacío de
más allá, negro como el carbón, era la bahía de Tago.
Entró en el centro de información y se encontró el restaurante
directamente delante. La pared exterior era de cristal, así que pudo ver
el interior. Y así es como Asakawa se llevó otra sorpresa. El restaurante
cerraba a las ocho, pero todavía estaba lleno de familias y de grupos de
mujeres jóvenes. Inclinó la cabeza con expresión de asombro. ¿De
dónde había salido toda aquella gente? No se podía creer que todos
hubieran venido por la misma carretera por la que él había llegado. Tal
vez él no había tomado la ruta de acceso principal. En alguna otra parte
debía de haber una carretera más amplia e iluminada. Pero él había
seguido la ruta que le había indicado la chica con la que había hablado
por teléfono.
«Llegue hasta la mitad de la carretera de Atami a Kannami y gire a
la izquierda. Desde allí suba la montaña». Y eso mismo había hecho
Asakawa. Era inconcebible que hubiera otra salida de aquel sitio.
Asintió cuando le dijeron que ya estaba cerrada la cocina y entró en
el restaurante. Bajo sus amplios ventanales, un jardín meticulosamente
cuidado descendía suavemente en medio de la oscuridad en dirección a
las ciudades. La luz del interior era premeditadamente tenue,
probablemente para que los clientes pudieran disfrutar la vista de las
luces lejanas. Asakawa paró a un camarero que pasaba y le preguntó
dónde podía encontrar la Ciudad de los Chalets. El camarero señaló en
dirección al vestíbulo de entrada por el que acababa de pasar Asakawa.
—Siga el camino de la derecha unos doscientos metros y verá la
oficina.
—¿Hay aparcamiento?
—Puede aparcar delante de la oficina.
No tenía más misterio. Si hubiera seguido adelante en lugar de
pararse allí, lo habría encontrado por sí mismo. Asakawa podía analizar
más o menos por qué se había sentido atraído hacia aquel edificio
moderno hasta el punto de irrumpir en el restaurante. Le resultaba
vagamente reconfortante. Durante todo el camino se había imaginado
cabanas oscuras y primitivas —el escenario perfecto para una historia
de la serie Viernes 13— y aquel edificio no se parecía en nada a esas
visiones. Al afrontar aquella prueba de que el poder de la ciencia
moderna también funcionaba allí, se sintió tranquilizado y fortalecido.
Las únicas cosas que lo preocupaban eran el mal estado de la carretera
que comunicaba aquel lugar con el mundo inferior y el hecho de que a
pesar de ello hubiera tanta gente jugando a tenis y disfrutando de su
cena. No estaba seguro de por qué le preocupaba exactamente aquello.
Simplemente ocurría que por alguna razón ninguno de los presentes
parecía muy… verosímil.
Como las pistas de tenis y el restaurante estaban abarrotados,
debería poder oír también las voces joviales de la gente de los
bungalows. Eso era lo que esperaba. Pero de pie en un extremo del
aparcamiento, solamente pudo distinguir media docena de los diez
bungalows construidos entre los árboles dispersos por la suave ladera.
Debajo todo estaba inmerso en la oscuridad del bosque, más allá de la
penumbra de las farolas, a la que no se sumaba ninguna luz procedente
de los bungalows. El B-4, donde iba a pasar la noche Asakawa, parecía
estar en la frontera entre la oscuridad y la zona iluminada: lo único que
pudo ver era la parte superior de la puerta.
Asakawa dio la vuelta hasta la entrada, abrió la puerta de la oficina
y entró. Oía un televisor, pero no había rastro de nadie. El encargado
estaba en una sala de estilo japonés en la parte de atrás, a la izquierda,
y no había visto a Asakawa. El mostrador estaba en medio del campo
visual de Asakawa y no le dejaba ver la sala. El encargado parecía estar
viendo una película americana o un vídeo, no un programa de
televisión. Asakawa oyó diálogos en inglés mientras veía el parpadeo de
la pantalla reflejado en el cristal de un armario de la recepción. El
armario empotrado estaba lleno de cintas de vídeo, cada una en su
estuche. Asakawa colocó las manos en el mostrador y habló en voz alta.
Un hombre menudo de sesenta y tantos años asomó de inmediato la
cabeza e hizo una reverencia:
—Ah, bienvenido.
Debía de ser el mismo hombre que le había mostrado tan
alegremente el registro de clientes al tipo de la oficina de Atami y al
abogado, pensó Asakawa mientras le devolvía una sonrisa cordial.
—Tengo una reserva a nombre de Asakawa.
El hombre abrió su cuaderno y confirmó la reserva.
—Está usted en el B-4. ¿Puede escribir aquí su nombre y dirección?
Asakawa escribió su nombre verdadero. Acababa de devolverle el
carnet a Nonoyama así que no podía usarlo.
—¿Está usted solo?
El encargado levantó la vista hacia Asakawa, con expresión de
recelo. Nunca había tenido a ningún cliente que viniera solo. Teniendo
en cuenta las tarifas para no socios, a una persona sola le salía más
barato quedarse en el hotel. El encargado le dio un juego de sábanas y
se volvió hacia el armario.
—Si quiere, puede coger prestada una película. Tenemos la mayor
parte de los títulos populares.
—Ah, ¿alquilan vídeos?
Asakawa examinó despreocupadamente los títulos de los vídeos
que cubrían toda la pared. En busca del arca perdida, La guerra de las
galaxias, Regreso al futuro, Viernes 13. Todas las películas populares
americanas, sobre todo de ciencia ficción. También había muchas
novedades. Probablemente las cabinas las usaban mayoritariamente
grupos de jóvenes. No hubo nada que le llamara la atención. Además,
estaba claro que había venido a trabajar.
—Me temo que me he traído trabajo.
Asakawa recogió el ordenador portátil que había dejado en el suelo
y se lo enseñó al encargado. Al verlo, el encargado pareció entender por
qué había subido solo.
—¿Y hay vajilla y de todo? —dijo Asakawa, solamente para
asegurarse.
—Sí. Use lo que quiera.
Lo único que necesitaba usar Asakawa, sin embargo, era una tetera
para hervirse agua y echarla en sus fideos instantáneos. Cogió las
sábanas y la llave de su bungalow que le dio el encargado. Este le dio
instrucciones para encontrar el B-4 y luego le dijo, con una formalidad
extraña:
—Está usted en su casa.
Antes de tocar el pomo de la puerta, Asakawa se puso unos
guantes de goma. Los había traído para estar más tranquilo, como
amuleto para protegerse del virus desconocido.
Abrió la puerta y pulsó el interruptor de la luz del recibidor. Paredes
empapeladas, alfombra, sofá para cuatro personas, televisor y juego de
comedor: todo era nuevo y todo estaba dispuesto de forma funcional.
Asakawa se quitó los zapatos y entró. A un extremo de la sala de estar
había un balcón y en el primer y segundo piso había pequeñas
habitaciones de estilo japonés. La verdad es que era un poco excesivo
para un cliente solo. Descorrió la cortina de encaje y abrió la puerta
corredera de cristal para que entrara el aire nocturno. La habitación
estaba perfectamente limpia, como para frustrar sus expectativas. De
pronto se le ocurrió que podía volverse a casa sin averiguar nada.
Entró en la habitación de estilo japonés contigua a la sala de estar
e inspeccionó el armario. Nada. Se quitó la camisa y los pantalones de
sport, colgó la ropa de calle en el armario y se puso una sudadera y
unos pantalones de chándal. Luego fue al piso de arriba y encendió la
luz de la habitación de estilo japonés. Estoy actuando como un niño, se
dijo irónicamente. Antes de darse cuenta había encendido todas las
luces del lugar.
Ahora que todo estaba lo bastante iluminado, abrió la puerta del
baño, suavemente. Primero comprobó el interior y mientras estaba
dentro dejó la puerta entreabierta. Aquello le recordó a sus rituales para
ahuyentar el miedo cuando era niño. En las noches de verano le daba
tanto miedo ir al baño solo que dejaba la puerta entreabierta y hacía
montar guardia a su padre al otro lado. Detrás de una mampara de
cristal esmerilado había una ducha bien cuidada. No había ni pizca de
vapor y tanto la bañera como la zona de enfrente de la misma estaban
completamente secas. Debía de hacer tiempo que allí no se alojaba
nadie. Fue a quitarse los guantes de goma: se le pegaron a las manos
sudorosas. La fría brisa de las tierras altas entró en la sala y movió las
cortinas.
Asakawa llenó un vaso de hielo del congelador y lo llenó hasta la
mitad del whisky que había comprado. Estaba a punto de rellenarlo con
agua pero vaciló. Cerró el grifo y se convenció de que en realidad
prefería tornarlo solo con hielo. No tenía valor para meterse en la boca
nada de aquella habitación. Ya había sido lo bastante descuidado como
para usar cubitos del congelador, pero le daba la impresión de que a los
microorganismos no les gustaban ni el frío ni el calor extremos.
Se apoltronó en el sofá y encendió el televisor. La habitación se
llenó de música: era algún nuevo ídolo del pop. Una cadena de Tokio
estaba mostrando el mismo programa en aquel momento. Cambió de
canal. Sin embargo, la verdad era que no quería ver nada, así que bajó
el volumen y abrió su bolsa. Sacó una cámara de vídeo y la dejó en la
mesa. Si pasaba algo extraño, quería tenerlo grabado. Dio un sorbo de
whisky. No fue más que un poco, pero le infundió valor. Asakawa volvió
a repasar mentalmente todo lo que sabía. Si no encontraba ninguna
pista allí aquella noche, el artículo que estaba intentando escribir
quedaría muerto y enterrado. Pero por otro lado, tal vez sería mejor así.
Si no encontrar una pista comportaba no contagiarse del virus, bueno…
Al fin y al cabo, tenía una mujer y una hija en las que pensar. No quería
morir, y menos de forma extraña. Colocó los pies sobre la mesa.
«¿A qué esperas, entonces? —se preguntó a sí mismo—. ¿Es que
no tienes miedo? Eh, ¿no deberías tener miedo? Puede que el ángel de
la muerte esté viniendo a por ti».
Escrutó nerviosamente la sala. No podía fijar la mirada en un punto
concreto de la pared. Le daba la sensación de que si lo hacía, sus
miedos empezarían a asumir forma física mientras estaba mirando.
Entró un viento helado de fuera, más fuerte que antes. Cerró la
ventana y cuando fue a correr las cortinas echó un vistazo casual a la
oscuridad. El tejado del bungalow B-5 estaba directamente delante de
él, y a su sombra la oscuridad era todavía más profunda. En el
restaurante y en las pistas de tenis había mucha gente. Pero allí
Asakawa estaba solo. Corrió las cortinas y se miró el reloj: las 8.56 h.
No llevaba ni media hora en aquella habitación. Tenía la sensación de
que había sido más de una hora. Pero el mero hecho de estar allí no era
peligroso en sí mismo ni por sí mismo. Se esforzó por convencerse de
eso y por tranquilizarse. Al fin y al cabo, ¿cuánta gente debía de haber
pasado por el B-4 en los seis meses que llevaban construidos aquellos
bungalows? Y tampoco habían muerto todos en circunstancias
misteriosas. Solamente aquellos cuatro, según su investigación. Tal vez
si escarbaba más, encontraría más víctimas, pero de momento parecía
que solamente habían sido aquellas. Así pues, el mero hecho de estar
allí no era el problema. El problema era lo que habían hecho allí.
«¿Y qué habían hecho allí?»
Asakawa reformuló sutilmente la pregunta: «¿Qué podían haber
hecho allí?».
No encontró nada parecido a una pista: ni en el baño ni en la
bañera ni en el armario ni en la nevera. Incluso poniendo por caso que
hubiera habido algo, el encargado lo habría tirado al limpiar el lugar. Lo
cual quería decir que, en lugar de quedarse allí sentado bebiendo
whisky, tendría que estar hablando con el encargado. Eso le ahorraría
tiempo.
Vació el primer vaso y se sirvió otro un poco más corto. No podía
permitirse emborracharse. Puso mucho hielo y aquella vez lo rellenó con
agua del grifo. Su sentido del peligro debía de haberse relajado un
poco. De pronto se sintió tonto, robando tiempo al trabajo y subiendo
hasta allí arriba. Se quitó ías gafas, se lavó la cara y miró su imagen en
el espejo. Tenía cara de estar enfermo. Tal vez ya había cogido el virus.
Se bebió de un trago el whisky con agua que acababa de prepararse y
se sirvió otro.
Al regresar del comedor, Asakawa vio un cuaderno en la estantería
de debajo de la mesilla del teléfono. La portada decía: «Recuerdos». Lo
hojeó por encima.
Sábado, 7 de abril.
Nonko no olvidará nunca el día de hoy. ¿Por qué? Es un s-e-c-r-e-to.
Yuichi es maravilloso. ¡Je, je!
NONKO
Los hostales, las pensiones y esa clase de lugares solían tener
cuadernos como aquel en las habitaciones, con el objeto de que los
clientes pudieran escribir sus recuerdos e impresiones. En la página
siguiente había un dibujo tosco de papá y mamá. Debía de haber sido
un viaje familiar. Tenía fecha del 14 de abril: también sábado, claro:
Papá es gordo, mamá es gorda, así que yo soy gorda.
14 de abril.
Asakawa siguió pasando páginas. Notaba una fuerza que lo urgía a
abrir el cuaderno por las últimas páginas, pero las siguió pasando en
orden. Tenía miedo de que pudiera perderse algo si no seguía el orden
cronológico.
No podía decirlo a ciencia cierta, ya que probablemente muchos
clientes no habían escrito nada, pero le parecía que hasta principios de
verano allí solamente se alojaba gente los sábados. Después el tiempo
entre visitas se acortaba. A finales de agosto había un flujo continuo de
entradas que se lamentaban del final del verano.
Lunes, 20 de agosto Otras vacaciones de verano que se han ido
volando. Y han sido una mierda. ¡Que alguien me ayude! ¡Que alguien
me rescate, pobre de mí! Tengo una moto de 400 ce. Y soy bastante
guapo. ¡Una ganga!
A.Y.
Parecía que aquel tipo había decidido que el libro de invitados
servía para anunciarse, tal vez para encontrar amigos por
correspondencia. Parecía que mucha gente compartía sus ideas sobre el
lugar. Cuando se quedaban parejas, sus entradas lo mostraban a las
claras, mientras que cuando se quedaba gente sola, escribían sobre las
ganas que tenían de encontrar un compañero.
Con todo, era una lectura interesante. Su reloj marcaba las nueve
en punto.
Entonces pasó la página:
Jueves, 30 de agosto ¡Glups! Quedáis avisados: mejor que no la
veáis a menos que tengáis agallas. U os arrepentiréis. (Risa maléfica.)
S.I.
Eso era lo único que decía el mensaje. El 30 de agosto era la
mañana después de que se quedaran los cuatro allí. Las iniciales «S. I».
correspondían a «Shuichi Iwata». Su anotación en el cuaderno era
distinta a todas las demás. ¿Qué quería decir? «Mejor que no la veáis».
¿A qué demonios se refería? Asakawa cerró el cuaderno de visitas y lo
miró de lado. El lomo presentaba un ligero hueco por donde no cerraba
del todo. Metió el dedo en el hueco y lo abrió por aquella página.
«¡Glups! Quedáis avisados: mejor que no la veáis a menos que tengáis
agallas. U os arrepentiréis. (Risa maléfica.) S. I». Las palabras se
abalanzaron sobre él. ¿Por qué quería abrirse el cuaderno justo en
aquella página? Lo pensó un momento. Tal vez los cuatro jóvenes
habían abierto el cuaderno por aquella página y le habían puesto encima
algo pesado. Y el peso había creado una fuerza que aún sobrevivía al
intentar uno abrir el cuaderno por aquella página. Y tal vez lo que
habían colocado encima de la página era aquella cosa que «era mejor
no ver». Eso debía de ser.
Asakawa miró nervioso a su alrededor, registrando cada esquina de
la estantería de debajo de la mesilla del teléfono. Nada. Ni un lápiz.
Se volvió a sentar en el sofá y siguió leyendo. La siguiente
anotación tenía fecha del sábado, 1 de septiembre. Pero solamente
hacía los comentarios habituales. No decía si el grupo de estudiantes
que se habían alojado allí habían visto «aquello». Y ninguna de las
páginas restantes lo mencionaba tampoco.
Asakawa cerró el cuaderno de visitas y encendió un cigarrillo.
«Mejor que no la veáis a menos que tengáis agallas». Se imaginó que
aquella cosa debía ser algo terrorífico. Abrió el cuaderno por una página
al azar y apretó un poco sobre las páginas. Fuera lo que fuera debía de
haber sido lo bastante pesado como para vencer la tendencia de las
páginas a cerrarse. Un par de fotos de fantasmas, por ejemplo, no
habrían bastado. Tal vez una revista semanal, un libro de tapa dura… En
todo caso, algo que uno mirara. Tal vez le preguntaría al encargado si
recordaba haber encontrado algo extraño en la cabina después de que
se marcharan los clientes del 30 de agosto. No estaba seguro de que el
encargado se acordara, pero imaginó que se acordaría si la cosa fuera lo
bastante extraña. Asakawa empezó a ponerse de pie cuando le llamó la
atención el aparato de vídeo que tenía delante. La tele seguía
encendida. En la pantalla había una actriz famosa persiguiendo a su
marido con una aspiradora. Un anuncio de electrodomésticos.
«Sí, una cinta de VHS habría sido lo bastante pesada como para
mantener abierto el cuaderno, y es probable que hubieran tenido una a
mano».
Todavía agachado, Asakawa apagó el cigarrillo. Recordó la
colección de vídeos que había visto en la oficina del encargado. Tal vez
simplemente hubieran visto una película de terror especialmente
interesante y se les hubiera ocurrido recomendársela a los siguientes
invitados: «Eh, esta es buena, miradla». Si eso era todo… Pero un
momento. Si eso era todo, ¿por qué no había usado Shuichi Iwata el
título de la película? Si quería decir a alguien que, por ejemplo, Viernes
13 era una película genial, ¿no habría sido más fácil decir que Viernes
13 era una película genial? No necesitaba molestarse en dejarla encima
del cuaderno. Así que tal vez aquella cosa no tenía nombre, tal vez
solamente la podían denominar con el pronombre «la».
«¿Y bien…? Vale la pena comprobarlo».
Ciertamente no tenía nada que perder, al menos mientras no
apareciera ninguna otra pista. Además, sentarse allí y darle vueltas a la
cabeza no lo estaba llevando a ninguna parte.
Asakawa salió del bungalow, subió los peldaños de piedra y abrió la
puerta de la oficina.
Igual que antes, el encargado no estaba en el mostrador,
solamente se oía el ruido del televisor en la habitación de atrás. El tipo
se había jubilado de su trabajo en la ciudad y había decidido vivir sus
últimos años rodeado por la Madre Naturaleza, de forma que se había
puesto a trabajar como encargado en un complejo turístico, pero el
trabajo había resultado ser mortalmente aburrido y ahora lo único que
hacía todo el día era mirar vídeos. Así era como Asakawa interpretaba la
situación del encargado. Antes de tener ocasión de llamarlo, sin
embargo, el tipo arrastró los pies hasta la puerta y asomó la cabeza.
Asakawa le dedicó una sonrisa de disculpa.
—He pensado que al final sí que cogeré un vídeo.
El encargado sonrió con alegría.
—Adelante, elija el que quiera. Vale trescientos yenes alquilar uno.
Asakawa ojeó los lomos en busca de películas de miedo. La leyenda
de la casa infernal, El exorásta, La profecía. Las había visto todas en su
época de estudiante. «¿Nada más?» Tenía que haber algo que no
hubiera visto. Examinó la estantería de un lado a otro, pero no vio nada
parecido a lo que buscaba. Volvió a empezar y leyó los títulos de cada
uno del centenar aproximado de vídeos. Y entonces, en el estante de
abajo, en la esquina más alejada, vio un vídeo sin estuche, caído de
lado. El resto de cintas estaban metidas en carátulas con fotos y logos
espectaculares, pero aquella no tenía ni etiqueta.
—¿Qué es eso de ahí?
Después de hacer la pregunta, Asakawa se dio cuenta de que había
usado un pronombre, «eso», al señalar la cinta. Si no tenía título, ¿de
qué otro modo iba a referirse a ella?
El encargado frunció el ceño con expresión preocupada y
respondió, sin demasiada sagacidad.
—¿Eh? —Cogió la cinta—. ¿Esto? No es nada.
«Mmm… Me pregunto si este tipo tiene idea de qué hay en la
cinta».
—¿La ha visto? ¿Ha visto esa? —preguntó Asakawa.
—Déjeme ver.
El encargado inclinó la cabeza varias veces, como si no pudiera
imaginar qué hacía algo así en aquel lugar.
—Si no le importa, ¿puedo alquilar esa cinta?
En lugar de responder, el encargado se dio una palmada en la
rodilla.
—Ah, ya me acuerdo. Estaba en uno de los bungalows. Supuse que
sería una de las nuestras y la traje aquí, pero…
—¿No la encontraría por casualidad en el B-4, verdad? —preguntó
Asakawa lentamente, llevando la conversación a su terreno.
El encargado se rió y negó con la cabeza.
—No tengo ni idea. Hace un par de meses.
Asakawa volvió a preguntar.
—¿Ha… visto usted este vídeo?
El encargado negó con la cabeza. La sonrisa desapareció de su
cara.
—No.
—Bueno, déjeme alquilarla.
—¿Va a grabar usted algo de la tele?
—Sí, bueno, yo…
El encargado miró la cinta.
—Le han quitado la lengüeta, ¿ve? No se puede grabar.
Tal vez fuera el alcohol, pero Asakawa se estaba irritando. «Le digo
que me la alquile, idiota. Démela de una vez», se quejó para sí mismo.
Pero no importaba lo borracho que estuviera, Asakawa nunca conseguía
tratar con dureza a la gente.
—Por favor, se la traigo enseguida.
Hizo una reverencia. El encargado no entendía por qué aquel
cliente estaba tan interesado en aquella cinta vieja. Tal vez tenía algo
interesante, algo que alguien se había olvidado de borrar… Ahora
deseaba haberla visto cuando la encontró. Tuvo la tentación repentina
de verla ahora, pero no podía negársela a un cliente que la acababa de
pedir. El encargado le dio la cinta. Asakawa se llevó la mano a la
cartera, pero el encargado levantó una mano para detenerlo.
—Tranquilo, no la tiene que pagar. No le puedo cobrar por algo así,
¿no?
—Muchas gracias. La devuelvo enseguida.
—Si resulta que es interesante, tráigala, sí, por favor.
Al encargado le había picado la curiosidad. Había visto todos los
vídeos de la oficina una vez por lo menos, y la mayoría habían dejado
de interesarle. ¿Cómo era que no había visto aquel? «Habría matado el
rato. Bueno, pero lo más probable es que solamente tenga grabado un
estúpido programa de televisión».
El encargado estaba seguro de que el vídeo regresaría enseguida a
la estantería.
La cinta estaba rebobinada. Era una cinta normal y corriente de
ciento veinte minutos, de las que se podían comprar en cualquier parte,
y, tal como había señalado el encargado, le habían quitado las lengüetas
de antigrabado. Asakawa encendió el aparato de vídeo e introdujo la
cinta. Se sentó con las piernas cruzadas y pulsó el botón de play. Oyó
cómo empezaban a girar los cabezales. Tenía muchas esperanzas en
que la clave que resolvería el enigma de las cuatro muertes estuviera
en aquella cinta. Pulsó el botón de play con la intención de contentarse
con una sola pista, la que fuera. No puede haber ningún peligro,
pensaba. ¿Qué daño podía hacer el mero hecho de ver una cinta de
vídeo?
En la pantalla parpadearon imágenes distorsionadas y sonidos
aleatorios, pero en cuanto seleccionó el canal correcto, la imagen se
estabilizó. Luego la pantalla se volvió negra como la tinta. Era la
primera escena del vídeo. No había sonido. Se preguntó si la cinta
estaría rota y acercó la cara a la pantalla. «Quedáis avisados: mejor que
no la veáis. U os arrepentiréis». La palabras de Shuichi Iwata
regresaron a su mente. ¿Por qué iba a arrepentirse? Asakawa estaba
acostumbrado a aquellas cosas. Había cubierto las noticias locales. No
importaba qué clase de imágenes horribles le enseñaran, estaba seguro
de que no se arrepentiría de mirar.
En medio de la pantalla negra le pareció ver que empezaba a
parpadear un puntito. Se expandió gradualmente, saltó a derecha e
izquierda y por fin acabó posándose en el lado izquierdo. Luego se
ramificó y se convirtió en un haz deshilachado de luces que reptaron
como gusanos hasta convertirse en palabras. Pero no la clase de títulos
que se veían en las películas. Aquellas palabras estaban nial escritas,
como si las hubieran pintado con un pincel blanco sob're papel negro
azabache. De alguna forma, sin embargo, consiguió entender lo que
decían: «MIRAD HASTA EL FINAL». Una orden. Desaparecieron aquellas
palabras y aparecieron flotando las siguientes. «SE os COMERÁN LOS
PERDIDOS». La última palabra no tenía mucho sentido, pero que se te
comieran no sonaba muy agradable. Parecía que aquellas palabras
implicaban un «o bien». No apagues el vídeo a media cinta o te pasará
algo terrible: era una amenaza.
«SE os COMERÁN LOS PERDIDOS…» Las palabras crecieron y
devoraron todo el negro de la pantalla. Fue un cambio sin gradaciones,
de negro a blanco lechoso. Era un color irregular y antinatural, y
empezó a asemejarse a una serie de conceptos pintados sobre un
lienzo, uno encima de otro. El inconsciente, retorciéndose, luchando,
buscando una salida, saliendo a chorros: o tal vez era el latido de la
vida. El pensamiento tenía energía y se saciaba bestialmente con la
oscuridad. Lo más extraño era que no sentía ningún deseo de pulsar la
tecla de stop. No porque no tuviera miedo de lo que fuera que se lo
quería comer, sino porque aquella intensa emanación de energía
resultaba agradable.
Algo rojo reventó sobre la pantalla monocroma. Al mismo tiempo
notó que recorría el suelo un temblor procedente de una dirección
imprecisa. El ruido parecía venir de todas partes y Asakawa empezó a
imaginar que el bungalow entero estaba temblando. No le parecía que el
ruido saliera de aquellos pequeños altavoces. El fluido rojo y viscoso
explotó y empezó a fluir, ocupando ocasionalmente la pantalla entera.
De negro a blanco y ahora rojo… No era más que una sucesión violenta
de colores, todavía no había visto ninguna escena natural. Nada más
que conceptos abstractos, que los colores brillantemente cambiantes
grababan nítidamente en su cerebro. En realidad, resultaba fatigoso. Y
entonces, como si la cinta hubiera leído la mente de su espectador, el
rojo desapareció de la pantalla y en su lugar apareció, ensanchándose,
la vista de una montaña. Pudo ver a simple vista que era un volcán de
laderas no muy escarpadas. El volcán emitía bocanadas de humo blanco
contra el cielo azul claro. La cámara parecía estar situada en algún
punto al pie de la montaña, donde el suelo estaba cubierto de una lava
marrón-negruzca.
Nuevamente la oscuridad inundó la pantalla. El cielo azul claro
quedó instantáneamente teñido de negro, y luego, segundos más tarde,
un líquido escarlata estalló en el centro de la pantalla y manó hacia
abajo. Un segundo estallido. La espuma resultante ardió en tonos rojos
y así pudo empezar a distinguir, vagamente, el contornó de la montaña.
Las imágenes que antes habían sido abstractas ahora eran concretas.
Estaba claro que aquello era una erupción volcánica, un fenómeno
natural, una escena que podía explicarse. La lava fundida que fluía de la
boca del volcán bajó avanzando por las quebradas y se dirigió hacia la
pantalla. ¿Dónde estaba situada la cámara? A menos que fuera una
toma aérea, parecía que la cámara estuviera a punto de ser devorada.
El estruendo de la tierra aumentó hasta que la pantalla entera pareció
quedar rodeada de roca fundida, luego la escena cambió bruscamente.
Entre una escena y la siguiente no había continuidad, solamente saltos
bruscos.
Aparecieron flotando unas letras negras y gruesas sobre un fondo
blanco. Tenían los bordes difusos, pero de alguna forma consiguió
distinguir el ideograma de «montaña». Estaba rodeado de borrones
negros, como si lo hubieran escrito descuidadamente con un pincel
embadurnado de tinta. Los caracteres eran inmóviles, la pantalla estaba
tranquila.
Otro salto brusco. Un par de dados, rodando en el fondo
redondeado de un cuenco de plomo. El fondo era blanco, el fondo del
cuenco era negro y el número de uno de los dados era rojo. Los mismos
tres colores que llevaba viendo todo el tiempo. Los dados rodaron en
silencio y por fin se quedaron quietos: un uno y un cinco. El punto
solitario y los cinco del otro dado estaban desplegados en las caras
blancas de los dados. ¿Qué quería decir?
En la escena siguiente aparecía gente por primera vez. Una vieja
con la cara llena de arrugas sentada en el borde de un par de esterillas
de tatami colocadas sobre un suelo de madera. Tenía las manos
apoyadas en las rodillas y el hombro izquierdo un poco inclinado hacia
delante. Estaba hablado despacio y mirando de frente. Tenía los ojos de
tamaños distintos y cuando parpadeaba parecía que estuviera guiñando
un ojo.
Hablaba en un dialecto poco familiar del que Asakawa solamente
podía entender alguna palabra de vez en cuando: «… de salud…
entonces… te pasas todo el tiempo… te cogerán… ¿Lo entiendes…? Ten
cuidado con… Tendrás… Haz caso a tu abuela, que… No hace falta…».
La vieja dijo lo que tenía que decir con cara inexpresiva y se
desvaneció. Hubo muchas palabras que Asakawa no entendió. Pero le
daba la impresión de que le acababan de soltar un sermón. La vieja le
estaba diciendo que tuviera cuidado con algo, le estaba advirtiendo.
¿Con quién estaba hablando aquella anciana, y sobre qué?
La cara de un recién nacido llenó la pantalla. Oyó el primer llanto
de una criatura procedente de alguna parte. Aquella vez también estaba
seguro de que no salía de los altavoces del televisor. Venía de muy
cerca, de debajo mismo de su cara. Se parecía mucho a una voz real.
En la pantalla vio que unas manos sostenían al bebé. La mano izquierda
estaba debajo de su cabeza y la derecha debajo de su espalda,
sosteniéndolo con cuidado. Eran unas manos preciosas. Totalmente
absorbido por la imagen, Asakawa se sorprendió a sí mismo cogiéndose
las manos en la misma posición. Oyó llorar a la criatura justo debajo de
su barbilla. Sobresaltado, apartó las manos. Había sentido algo. Algo
caliente y húmedo —como líquido amniótico o sangre— y el peso de
carne. Asakawa sacudió las manos, como si estuviera apartando algo, y
se acercó las palmas de las manos a la cara. Había quedado un olor. Un
olor débil a sangre: ¿había salido del útero o…? Notaba las manos
mojadas. Pero, en realidad, ni siquiera estaban húmedas. Volvió a mirar
la pantalla. Todavía'mostraba la cara del bebé. A pesar del llanto, tenía
una expresión tranquila en la cara y el temblor de su cuerpo se había
extendido a su entrepierna e incluso le agitaba la colita.
La siguiente escena: un centenar de caras humanas. Todas
mostraban actitudes de odio y animosidad. No podía distinguir más
emociones que aquellas. La miríada de caras, con aspecto de haber sido
pintadas sobre una superficie plana, se fueron retirando gradualmente a
las profundidades de la pantalla. Y a medida que las caras se volvían
más pequeñas, el número total aumentaba, hasta formar una enorme
multitud. Eran una extraña multitud, sin embargo —solamente existían
de cuello para arriba—, pero el ruido que emanaba de ellas
correspondía al de una multitud. Sus bocas estaban gritando algo, al
mismo tiempo que se encogían y se multiplicaban. Asakawa no pudo
entender muy bien lo que decían. Sonaba como el tumulto de una
reunión multitudinaria, pero las voces estaban llenas de críticas y de
insultos. Estaba claro que no eran unas voces amigables ni joviales. Por
fin distinguió una palabra: «¡Mentiroso!». Y otra: «¡Fraude!». Para
entonces tal vez había ya un millar de caras: se habían convertido en
simples partículas negras que llenaban la pantalla hasta el punto de que
parecía que el televisor estuviera apagado, pero las voces no callaban.
Era más de lo que Asakawa podía soportar. Sentía que todas aquellas
críticas iban dirigidas hacia él.
Cambió la escena y la pantalla pasó a mostrar un televisor sobre
una mesilla de madera. Era un televisor viejo de diecinueve pulgadas
con un selector de canales redondo y una antena interior apoyada en el
mueble de madera. No era una obra dentro de una obra, sino una tele
dentro de una tele. El televisor de dentro todavía no tenía nada en la
pantalla. Pero parecía encendido: la luz roja de al lado del selector de
canales estaba encendida. Luego la pantalla dentro de la pantalla
tembló. Se estabilizó y volvió a luego volvió a temblar, una y otra vez,
cada vez más a menudo. Luego apareció un solo ideograma, borroso:
sada. La palabra se volvió nítida, luego borrosa de nuevo, distorsionada,
y empezó a parecer otra antes de desaparecer del todo, como tiza sobre
una pizarra borrada con un trapo húmedo.
Mientras miraba, Asakawa empezó a tener problemas para
respirar. Oía los latidos de su propio corazón, sentía la presión de la
sangre que le fluía en las venas. Un olor, un contacto, un sabor
agridulce en la lengua. Era extraño: algo estaba estimulando sus cinco
sentidos, algún medio distinto de los sonidos y las visiones que
aparecían como si las estuviera recordando de repente.
Luego apareció la cara de un hombre. A diferencia de las imágenes
previas, aquel hombre estaba obviamente vivo. Mostraba un latido de
vitalidad. Al verlo, Asakawa empezó a odiarlo. No era particularmente
feo. Tenía la frente un poco hundida pero aparte de eso la verdad es
que era bastante bien parecido. Pero su mirada tenía algo peligroso. Era
la mirada de una bestia al cernirse sobre su presa. El hombre tenía la
cara sudorosa. Su respiración era entrecortada, su mirada se dirigía
hacia arriba y su cuerpo se movía de forma rítmica. Detrás del hombre
se erguían árboles dispersos, la luz vespertina brillaba detrás de sus
ramas. El hombre bajó la vista y miró hacia delante de nuevo, hasta
que su mirada se encontró con la del espectador. Asakawa y el hombre
se miraron un momento. La sensación de asfixia aumentó y le vino el
deseo de apartar la vista de allí. El hombre estaba babeando. Tenía los
ojos inyectados en sangre. Los músculos de su cuello empezaron a
llenar la pantalla en primer plano, luego desaparecieron por el margen
izquierdo. Durante un momento solamente pudieron verse las sombras
de los árboles. Empezó a elevarse un grito desde el fondo. Al mismo
tiempo, el hombro del tipo volvió a aparecer en escena, luego su cuello
y por fin otra vez su cara. Tenía los hombros desnudos y el derecho
mostraba un corte profundo y sanguinolento de varios centímetros de
longitud. La cámara parecía absorber las gotas de sangre, cada vez más
grandes, hasta que llegaron a la lente y empañaron la imagen. La
imagen volvió a negro, una vez, dos veces, casi como si parpadeara, y
al regresar la luz todo era rojo. El hombre tenía una mirada asesina. Su
cara se acercó más, junto con su hombro, con el hueso asomando
blanco allí donde le habían arrancado la carne. Asakawa sintió una
violenta presión en el pecho. Volvió a ver árboles. El cielo daba vueltas.
El cielo adquirió el color del crepúsculo y se oyó el susurro de la hierba
seca. Vio tierra, luego hierbas y por fin otra vez el cielo. En alguna parte
oyó el llanto de un bebé. No estaba seguro de si se trataba de la misma
criatura de antes. Por fin, el borde de la pantalla se volvió negro y
gradualmente la oscuridad rodeó un círculo en el centro. Ahora la luz y
la oscuridad estaban claramente definidas. En el centro de la pantalla,
una luna pequeña y redonda flotaba en medio de la oscuridad. En la
luna había la cara de un hombre. Un puñado de algo cayó de la luna con
un ruido sordo. Luego otro y luego otro. Con cada golpe, la imagen
saltaba y se bamboleaba. Un ruido de carne aplastada y luego una
oscuridad total. Incluso entonces, persistía un latido. La sangre seguía
circulando y latiendo. La escena continuó más y más. Parecía que
aquella oscuridad no iba a terminar nunca. Luego, igual que al principio,
aparecieron unas palabras borrosas. La caligrafía de la primera escena
era tosca, como la de un niño que acabara de aprender a escribir, pero
ahora la escritura mejoró. Las letras blancas, que aparecieron flotando
imprecisas y luego desaparecieron, decían: «Aquellos que hayan visto
estas imágenes están condenados a morir a esta misma hora
exactamente dentro de una semana. Si no desea usted morir, tiene que
seguir estas instrucciones al pie de la letra…».
Asakawa tragó saliva y se quedó mirando el televisor con los ojos
muy abiertos. Pero entonces la escena volvió a cambiar. Fue un cambio
radical. Apareció un anuncio, un anuncio de televisión normal y
corriente. Un vecindario viejo y romántico en un anochecer de verano,
una actriz con un vestido ligero de algodón sentada en la galería de su
casa y fuegos artificiales iluminando el cielo oscuro. Un anuncio de
espirales repelentes de mosquitos. El anuncio terminó medio minuto
después, y justo cuando iba a empezar otra escena, la pantalla regresó
a su estado previo. Oscuridad y un último resplandor de palabras que se
desvanecían. Luego un ruido de estática al acabarse la grabación.
Con los ojos saliéndosele de las órbitas, Asakawa rebobinó la cinta
y volvió a pasar la última escena. Se repitió la misma secuencia: un
anuncio interrumpió la parte más importante. Asakawa paró el vídeo y
apagó el televisor. Pero no dejó de mirar la pantalla. Tenía la garganta
seca.
—¿Qué demonios?
No había nada más que decir. Una escena ininteligible detrás de
otra, y lo único que había entendido era que cualquiera que viera la
cinta moriría exactamente en una semana. Y habían borrado con un
anuncio la parte que explicaba cómo evitar aquel destino.
«¿Quién la ha borrado? ¿Los cuatro jóvenes?»
A Asakawa le tembló la mandíbula. De no haber sabido que los
cuatro jóvenes habían muerto simultáneamente, habría considerado
aquello una bobada total y se habría reído. Pero lo sabía. Habían muerto
misteriosamente de acuerdo con aquella predicción.
En aquel momento sonó el teléfono. A Asakawa casi se le paró el
corazón del susto. Levantó el auricular. Tenía la sensación de que había
algo que se escondía, que lo miraba desde la oscuridad.
—Dígame —consiguió gruñir por fin.
No hubo respuesta. Algo giraba en un lugar negro y diminuto. Se
oyó un rumor sordo, como si la tierra misma resonara, y le llegó un olor
a tierra mojada. Notó frío en la oreja y se le erizaron los pelos de la
nuca. Aumentó la opresión en su pecho y por los tobillos y por el
espinazo le empezaron a subir bichos procedentes de las entrañas de la
tierra que se aferraban a él. Desde el auricular le llegaron pensamientos
incalificables y un odio largo tiempo incubado. Asakawa colgó el
auricular de un golpe. Se tapó la boca y corrió al baño. Tenía escalofríos
por toda la espalda y lo acometían oleadas de náusea: la cosa del otro
lado de la línea no había dicho nada pero Asakawa sabía lo que quería.
Era una llamada de confirmación.
«Ya lo has visto, ya sabes lo que quiere decir. Sigue las
instrucciones o si no…»
Asakawa vomitó en el retrete. No tenía gran cosa que vomitar.
Expulsó el whisky que había bebido hacía un rato, mezclado con bilis. El
sabor amargo le llegó a los ojos e hizo que le saltaran las lágrimas. Le
dolía la nariz. Pero sentía que si lo vomitaba todo en aquel momento, tal
vez expulsaría también las imágenes que acababa de ver.
—¿Si no hago qué? ¡No lo sé! ¿Qué queréis que haga, eh? ¿Qué se
supone que tengo que hacer?
Se sentó en el suelo del baño y gritó, intentando no dejarse vencer
por su miedo.
—¡Esos cuatro chavales lo borraron, borraron la parte importante…!
¡No lo entiendo! ¡Necesito ayuda!
Lo único que podía hacer era inventar excusas. Asakawa se apartó
del retrete, sin darse cuenta de lo terrible que era su aspecto, y
examinó cada rincón de la sala, inclinando la cabeza en gesto de súplica
hacia quienquiera que pudiera haber allí. No se dio cuenta de que
estaba intentando dar lástima y despertar compasión. Se puso de pie,
se enjuagó la boca en el lavabo y tragó un poco de agua. Notaba una
brisa. Miró la ventana de la sala de estar. Las cortinas temblaban.
«Eh, creía que la había cerrado».
Estaba seguro de que antes de correr las cortinas había cerrado del
todo la puerta corredera de cristal. Recordaba haberlo hecho. No podía
parar de temblar. Sin ninguna razón, se le pasó por la cabeza la imagen
de los rascacielos de noche, la forma en que sus ventanas iluminadas y
no iluminadas formaban un dibujo parecido a un tablero de ajedrez, a
veces incluso dibujaban caracteres. Si uno veía los edificios como
lápidas enormes y alargadas, las luces eran los epitafios. La imagen
desapareció, pero el aire seguía moviendo las cortinas blancas de
encaje.
Frenético, Asakawa cogió la bolsa del armario y tiró dentro sus
cosas. No podía quedarse allí ni un segundo más.
«No me importa lo que diga nadie, si me quedo aquí no pasaré de
esta noche, no hablemos ya de una semana».
Sin dejar de sudar, caminó hasta el recibidor. Intentó pensar de
forma racional antes de salir. «¡No huyas corriendo de miedo, intenta
pensar en alguna forma de salvarte!» Un instinto de supervivencia
instantáneo: regresó a la sala de estar y pulsó el botón para sacar la
cinta del aparato. La cinta era su única pista, no podía dejarla atrás. Tal
vez si descifraba el enigma de cómo estaban relacionadas las escenas
podría salvarse. En cualquier caso, solamente le quedaba una semana.
Miró su reloj: eran las 10.18 h. Estaba seguro de que había terminado
de ver la cinta a las 10.04 h. De pronto el tiempo le parecía muy
importante. Asakawa dejó la llave sobre la mesa y salió, dejando todas
las luces encendidas. Corrió a su coche, sin pasar siquiera por la oficina,
y metió la llave en el contacto.
«Esto no lo puedo hacer solo. Voy a tener que pedirle que me
ayude». Mientras hablaba consigo mismo, Asakawa puso el coche en
marcha, pero no pudo evitar mirar el retrovisor. No importaba lo mucho
que pisara el pedal, parecía que no conseguía acelerar. Era como
cuando te persiguen en un sueño y corres a cámara lenta. No paraba de
mirar el retrovisor. Pero no podía ver por ninguna parte la sombra
negra que lo perseguía.
TERCERA PARTE
RÁFAGAS

12 de octubre, viernes —Primero echemos un vistazo a este vídeo.
Ryuji Takayama sonrió al hablar. Estaban sentados en la segunda
planta de una cafetería cerca del cruce de Roppongi. Viernes, 12 de
octubre, 19.20 h. Hacía casi veinticuatro horas que Asakawa había visto
el vídeo. Había elegido celebrar aquella reunión el viernes por la noche
en Roppongi, el principal distrito de ocio de la ciudad, con la esperanza
de que su terror se disipara en medio de las voces joviales de las
chicas. Pero no parecía que su estrategia funcionara. Cuanto más
hablaba de ello, con más nitidez se repetían en su mente los
acontecimientos de la noche previa. El terror solamente aumentaba.
Incluso llegó a creer que notaba, fugazmente, una sombra que
acechaba en alguna parte de su cuerpo y lo poseía.
Ryuji llevaba su camisa de etiqueta abotonada hasta arriba y
parecía que la corbata le venía un poco prieta, pero no hacía nada para
aflojársela. En consecuencia, la piel que le asomaba por encima del
cuello de la camisa estaba ligeramente hinchada, y mirarla producía una
sensación de incomodidad. Luego estaban sus rasgos angulosos. Hasta
su sonrisa hubiera sido considerada desagradable por cualquiera que la
viera.
Ryuji sacó un cubito de hielo de su vaso y se lo metió en la boca.
—¿Es que no has escuchado lo que te decía? —dijo Asakawa entre
dientes—. Te lo he dicho, esto es peligroso.
—Entonces, ¿para qué me la has traído? Quieres que te ayude,
¿no? —Sin dejar de sonreír, aplastó ruidosamente el cubito con los
dientes.
—También hay formas en que puedes ayudarme sin verla.
Ryuji inclinó la cabeza en gesto malhumorado, pero seguía
teniendo una vaga sonrisa en la cara.
A Asakawa le entró un ataque de rabia y levantó la voz en tono
histérico:
—No me crees, ¿verdad? ¡No te crees nada de lo que te he dicho!
—No podía interpretar de ninguna otra forma la expresión de Ryuji.
Para el propio Asakawa, ver el vídeo había sido como abrir
insospechadamente una carta bomba. Era la primera vez en su vida que
experimentaba semejante terror. Y no se había terminado. Seis días
más. El miedo se tensó suavemente alrededor de su cuello como un
nudo de seda. Lo esperaba la muerte. Y aquel tipo quería realmente ver
el vídeo.
—No hace falta que montes una escena. No tengo miedo, muy
bien. ¿Algún problema? Escucha, Asakawa, ya te lo he dicho: soy de esa
clase de tipos que si pudieran alquilarían butacas de primera fila para el
fin del mundo. Quiero saber cómo funciona el mundo, cómo empieza y
cómo termina, conocer todos sus enigmas, los pequeños y los grandes.
Si alguien se ofreciera para explicármelos todos, daría mi vida gustoso a
cambio de ese conocimiento. Tú llegaste incluso a inmortalizarme en la
prensa. Estoy seguro de que te acuerdas.
Por supuesto que Asakawa se acordaba. Aquella era precisamente
la razón de que se hubiera sincerado con Ryuji y se lo hubiera explicado
todo.
Asakawa había sido el primero en imaginar el artículo. Hacía dos
años, cuando tenía treinta, había empezado a preguntarse qué pensaba
realmente el resto de jóvenes japoneses de su edad: qué sueños tenían
en la vida. La idea era elegir a varios treintañeros, gente activa en
todos los caminos de la vida —desde un burócrata del Ministerio de
Comercio Internacional e Industria, un concejal de Tokio y un tipo que
trabajaba en una de las compañías comerciales más importantes hasta
tipos normales y corrientes— y hacer un informe sobre cada uno, que
abarcara desde los datos generales que interesaran a cualquier lector
hasta sus aspectos más únicos. Haciendo aquello de forma regular, en
un área cuidadosamente delimitada del periódico, intentaría analizar lo
que comportaba tener treinta años en el Japón contemporáneo. Y por
pura casualidad, entre la veintena de personas que surgieron como
candidatos para aquella clase de tratamiento, Asakawa se encontró a un
viejo compañero de clase del instituto, Ryuji Takayama. Su puesto
oficial constaba como profesor adjunto de Filosofía en la Universidad de
Fukuzawa, una de las universidades privadas más importantes del país.
A Asakawa aquello le desconcertó un poco, ya que recordaba que Ryuji
iba a la facultad de medicina. Asakawa había hecho en persona el
trabajo de campo y había puesto académico como una de las
vocaciones a incluir en su muestra, pero Ryuji era demasiado especial
para ser un representante adecuado del conjunto de académicos
emergentes de treinta años. Ya en el instituto su personalidad era difícil
de entender, y con la erosión de los años transcurridos parecía que
únicamente se había vuelto más resbaladiza. Al terminar los estudios de
medicina se había inscrito en un programa de posgrado de filosofía y se
había doctorado el mismo año de la serie de entrevistas. Sin duda lo
habrían cogido de inmediato para el primer puesto disponible de
ayudante de profesor titular si no fuera porque había estudiantes
mayores haciendo cola delante de él y los puestos se daban
estrictamente por razones de veteranía. Así que aceptó un trabajo de
adjunto a tiempo parcial y terminó dando dos clases semanales de
lógica en su misma universidad.
En los últimos tiempos, la filosofía como campo de investigación se
había acercado todavía más a la ciencia. Ya no significaba entretenerse
con preguntas estúpidas como por ejemplo de qué forma tiene que vivir
el hombre. Especializarse en filosofía comportaba básicamente hacer
matemáticas sin números. También en la antigua Grecia los filósofos
hacían las veces de matemáticos. Ryuji era así: le firmaba los cheques
el departamento de filosofía, pero tenía el cerebro configurado „ como el
de un científico. Por otro lado, además de su especialidad profesional,
también sabía mucho sobre psicología paranormal. A Asakawa aquello le
parecía una contradicción. Consideraba que la psicología paranormal, el
estudio de lo sobrenatural y lo oculto, se oponía radicalmente a la
ciencia. Ryuji le había respondido:
—Al contrario. La psicología paranormal es una de las claves para
descifrar la estructura del universo.
Aquello lo había dicho un día caluroso en pleno verano, pero igual
que hoy llevaba una camisa de etiqueta a rayas de manga larga
abotonada hasta arriba.
—Quiero estar presente cuando la humanidad sea borrada de la faz
de la tierra —había dicho Ryuji. Le brillaba el sudor sobre la cara
acalorada—. Todos esos idiotas que cotorrean sobre la paz mundial y la
supervivencia de la humanidad me hacen vomitar.
La entrevista de Asakawa incluía frases como la siguiente:
«Cuéntame tus sueños de futuro».
Ryuji había respondido con tranquilidad:
—Mientras presenciara la extinción de la especie humana desde lo
alto de una colina, cavaría una fosa en el suelo y eyacularía una y otra
vez.
Asakawa había insistido:
—¿Estás seguro de que no te importa que publique eso?
Ryuji se había limitado a sonreír débilmente y a asentir.
—Como he dicho, no tengo miedo de nada.
Después de decir aquello, Ryuji se había reclinado y había acercado
la cara a la de Asakawa:
—Anoche lo hice otra vez.
«¿Otra vez?»
Era la tercera víctima que Asakawa le conocía. Se había enterado
de la primera en su primer año de instituto. Los dos vivían en el distrito
de Tama de Kawasaki, un pueblo industrial embutido entre Tokio y
Yokohama, y desde allí iban en tren a un instituto prefectural. Asakawa
solía llegar todos los días a la escuela una hora antes de que empezaran
las clases y preparaba las lecciones bajo la fría luz del amanecer. Sin
contar a los conserjes, siempre era el primero en llegar. En cambio,
Ryuji casi nunca llegaba a la primera clase. Era lo que se conocía como
un impuntual habitual. Pero una mañana, justo después de las
vacaciones de verano, Asakawa llegó a la escuela tan temprano como
siempre y se encontró a Ryuji sentado encima de su mesa, como si
estuviera aturdido. Asakawa se dirigió a él:
—Eh, ¿qué tal? No esperaba encontrarte aquí tan temprano.
—Pues ya ves —fue la escueta réplica del otro.
Ryuji estaba mirando el patio de la escuela por la ventana, como si
tuviera la mente en otra parte. Tenía los ojos inyectados en sangre, las
mejillas ruborizadas y el aliento le olía a alcohol. Sin embargo, no eran
muy íntimos, de modo que la conversación quedó así. Asakawa abrió su
libro de texto y se puso a estudiar.
—Eh, escucha, te quiero pedir un favor… —dijo Ryuji dándole una
palmada en el hombro. Ryuji era muy individualista, sacaba buenas
notas y también era una estrella del atletismo. En la escuela todo el
mundo estaba pendiente de él. Por su parte, Asakawa era bastante
mediocre. Que alguien como Ryuji le pidiera un favor no le resultaba
desagradable—. De hecho, quiero que llames a mi casa —dijo Ryuji,
poniéndole un brazo sobre los hombros en gesto abiertamente familiar.
—Claro. Pero ¿por qué?
—Tú llama y ya está. Llama y pregunta por mí.
Asakawa frunció el ceño.
—¿Por ti? Pero si estás aquí.
—Eso no importa. Tú hazlo, ¿vale?
Así que obedeció y marcó su número, y cuando la madre de Ryuji
contestó él preguntó «¿Está Ryuji?» mirando a Ryuji, que estaba
delante de él.
—Lo siento, Ryuji ya ha salido para el instituto —dijo su madre en
tono tranquilo.
—Ah, vale —dijo Asakawa, y colgó—. Ya está, ¿vale con eso? —le
dijo a Ryuji. Asakawa seguía sin entender de qué iba aquello.
—¿Daba la impresión de que algo iba mal? —preguntó Ryuji—. ¿Mi
madre estaba nerviosa o algo así?
—No, no especialmente —Asakawa nunca había hablado antes con
la madre de Ryuji, pero no le había parecido que estuviera
especialmente nerviosa.
—¿No había voces nerviosas de fondo ni nada?
—No. Nada especial. Nada de eso. Solamente los ruidos de la mesa
del desayuno y esas cosas.
—Bueno, pues vale. Gracias.
—Eh, ¿qué pasa? ¿Por qué me has pedido que hiciera eso?
Ryuji parecía vagamente aliviado. Le pasó el brazo por los hombros
a Asakawa y acercó su cara a la de él. Llevó la boca al oído de Asakawa
y dijo:
—Tienes pinta de saber guardar secretos. Parece que puedo confiar
en ti. Así que te lo diré. Lo que pasa es que a las cinco de esta mañana
he violado a una mujer.
Asakawa se quedó sin habla. La historia era que aquella mañana al
amanecer, sobre las cinco, Ryuji se había colado en el apartamento de
una universitaria que vivía sola y la había atacado. Al marcharse la
había amenazado con que si llamaba a la policía se iba a poner muy
nervioso y había vuelto directamente a la escuela. En consecuencia,
ahora le preocupaba que la policía hubiera ido a su casa y por eso había
pedido a Asakawa que llamara para asegurarse.
Después de aquello, Asakawa y Ryuji empezaron a hablar con
frecuencia. Naturalmente, Asakawa nunca le contó a nadie el crimen de
Ryuji. El año siguiente, Ryuji acabó tercero en lanzamiento de peso del
campeonato de atletismo de su zona, y al siguiente entró en la facultad
de medicina de la Universidad de Fukuzawa. Asakawa pasó aquel año
estudiando para repetir el examen de entrada para la facultad que había
elegido después de suspender en la primera convocatoria. A la segunda
lo consiguió y fue admitido en el departamento de literatura de una
universidad muy conocida.
Asakawa sabía lo que quería realmente. En realidad, quería que
Ryuji viera el vídeo. El conocimiento y la experiencia de Ryuji no le
serían de mucha utilidad si se basaban únicamente en lo que él pudiera
explicar sobre el vídeo. Por otro lado, veía que era éticamente
incorrecto involucrar a alguien más en aquello solamente para salvar el
pellejo. Tenía un conflicto, pero sabía hacia dónde se inclinaría la
balanza si tuviera que sopesar ambas opciones. Quería maximizar sus
posibilidades de supervivencia, eso estaba claro. Y sin embargo… De
pronto se sorprendió preguntándose, como siempre, por qué era amigo
de aquel tipo. Sus diez años de escribir para el periódico le habían
permitido conocer a infinidad de gente. Pero él y Ryuji podían llamarse
a cualquier hora para ir a tomar una copa. Ryuji era la única persona
con quien Asakawa tema aquella clase de relación. ¿Era porque habían
sido compañeros de clase? No, había tenido otros muchos compañeros
de clase. En las profundidades de su corazón había algo que
reaccionaba a la excentricidad de Ryuji. Cada vez que pensaba aquello,
Asakawa se preguntaba si acaso se entendía a sí mismo.
—Eh, eh, vamos moviéndonos. Solamente te quedan seis días,
¿no? —Ryuji agarró a Asakawa de la parte superior del brazo y se lo
apretó. Su mano tenía mucha fuerza—. Date prisa y enséñame ese
vídeo. Piensa en lo solo que me voy a quedar si tú la palmas porque nos
entretuvimos.
Apretando rítmicamente el brazo de Asakawa con una mano, Ryuji
pinchó con el tenedor su tarta de queso intacta, se la metió en la boca y
se puso a masticar ruidosamente. Ryuji tenía la costumbre de masticar
con la boca abierta. Asakawa empezó a estar harto de ver cómo la
comida se mezclaba con saliva y se disolvía ante sus ojos. Los rasgos
angulosos de Ryuji, su complexión fornida y su mala educación.
Mientras seguía masticando la tarta de queso, sacó más cubitos del
vaso con la mano y empezó a masticarlos, haciendo más ruido todavía.
Fue entonces cuando Asakawa se dio cuenta de que no podía
confiar en nadie más que en aquel tipo.
«Estoy tratando con un espíritu diabólico, con una cantidad
desconocida de espíritus. Ninguna persona normal podría soportarlo.
Probablemente nadie más que Ryuji podría ver ese vídeo sin pestañear.
Pon a un ladrón a atrapar a otro ladrón. Es la única forma. ¿Qué me
importa si Ryuji acaba muerto? Alguien que dice que quiere presenciar
la extinción de la humanidad no merece una vida larga».
Así es como Asakawa racionalizó el hecho de involucrar a alguien
más en aquello.
Los dos hombres se dirigieron a casa de Asakawa en taxi. Si no
había atascos se tardaba menos de veinte minutos en llegar desde
Roppongi hasta Kita Shinagawa. Lo único que podían ver en el
retrovisor era la frente del taxista. Este mantenía un silencio firme, con
una mano en el volante, y no intentaba entablar ninguna conversación
con aquellos pasajeros. Bien pensado, todo aquello había comenzado
con un taxista locuaz. «Si no hubiera cogido un taxi aquella vez no se
habría visto metido en aquel jaleo terrible», pensó Asakawa mientras
recordaba los sucesos de hacía dos semanas. Lamentaba no haber
comprado un billete de metro y haber hecho todos los transbordos, por
muy coñazo que fueran.
—¿Podemos hacer una copia del vídeo en tu casa? —preguntó
Ryuji.
Asakawa tenía dos reproductores de vídeo por el trabajo. Uno de
ellos era un aparato que habían comprado cuando se pusieron de moda
y no funcionaba a la perfección, pero por lo menos hacía copias sin
problemas.
—Sí, claro.
—Muy bien, en ese caso quiero que me hagas una copia lo antes
posible. Quiero tomarme mi tiempo y estudiarla en mi casa.
«Tiene agallas», pensó Asakawa. Y en su estado de ánimo
presente, aquellas palabras le resultaron alentadoras.
Decidieron salir del taxi en las colinas Gotenzan y caminar desde
allí. Eran las 8.50 h. Todavía era posible que su mujer y su hija
estuvieran despiertas a aquella hora. Shizu siempre bañaba a Yoko un
poco antes de las nueve y luego la ponía a dormir. Se acostaba junto a
la niña para ayudarla a conciliar el sueño y así se quedaba dormida ella
también. Y en cuanto se iba a dormir, a Shizu nada la sacaba de la
cama. En un esfuerzo por pasar el máximo de tiempo hablando a solas
con su marido, Shizu había dejado durante una época mensajes en la
mesa que decían: «Despiértame». Así que cuando llegaba a casa del
trabajo, Asakawa seguía sus instrucciones, creyendo que su mujer
realmente quería levantarse, e intentaba despertarla. Pero ella no se
despertaba. Él insistía pero ella se limitaba a agitar las manos frente a
la cara como si estuviera espantando una mosca, con el ceño fruncido y
soltando gruñidos irritados. Estaba despierta a medias, pero la voluntad
de volver a dormir era mucho más fuerte que Asakawa, que al final
tenía que cortar por lo sano y retirarse. Al final, con o sin nota, Asakawa
dejó de intentar despertarla y ella no volvió a dejar notas. Para
entonces, las nueve se habían convertido en la hora inviolable de irse a
dormir de Shizu y Yoko. En una noche como aquella, sin embargo, era
más conveniente que fuera así.
Shizu odiaba a Ryuji. A Asakawa aquella actitud le parecía
básicamente razonable, así que nunca le había preguntado por qué. «Te
lo ruego, no lo vuelvas a traer a casa». Asakawa todavía recordaba el
asco en la cara de su mujer al decir aquello. Pero sobre todo, no podía
poner aquel vídeo delante de Shizu y Yoko.
La casa estaba a oscuras y en silencio, y el aroma del agua caliente
del baño con jabón llegaba flotando hasta el recibidor. Era evidente que
la niña y su mamá acababan de irse a dormir, con toallas debajo del
pelo mojado. Asakawa acercó la oreja a la puerta del dormitorio para
asegurarse de que estaban dormidas y luego llevó a Ryuji al comedor.
—¿Así que la niña se ha ido a dormir? —preguntó Ryuji en tono
decepcionado.
—¡Chsss…! —dijo Asakawa, llevándose un dedo a los labios.
Shizu no iba a despertarse por algo así, pero la verdad era que
Asakawa no estaba seguro de que su mujer no fuera a notar algo fuera
de lo común y fuera a salir de su habitación al fin y al cabo.
Asakawa conectó las clavijas de salida de uno de los vídeos a las de
entrada del otro, luego metió la cinta. Antes de pulsar la tecla de play,
miró a Ryuji como diciendo: «¿De verdad quieres hacer esto?».
—¿Qué problema hay? Ponió, deprisa —le apremió Ryuji, sin
apartar la mirada de la pantalla.
Asakawa le puso el mando a distancia en la mano a Ryuji, luego se
puso de pie y fue a la ventana. No le apetecía verlo. En realidad tendría
que verlo una y otra vez, analizándolo con frialdad, pero no parecía
capaz de encontrar ánimos para continuar con aquello. Solamente
quería escapar. Nada más. Asakawa salió al balcón y fumó un cigarrillo.
Al nacer Yoko le había prometido a su mujer que no fumaría dentro del
apartamento y nunca había roto aquella promesa. Aunque llevaban tres
años casados, él y su mujer tenían una relación relativamente buena.
No podía ir en contra de los deseos de su mujer, no después de que ella
le diera a su querida Yoko.
Miró la sala desde el balcón: la imagen parpadeaba al otro lado del
cristal esmerilado. El cociente de miedo era distinto al verlo aquí,
rodeado de tres personas en el sexto piso de un edificio de
apartamentos del centro de la ciudad, en comparación a verlo a solas en
la Ciudad de los Chalets. Pero incluso si Ryuji lo hubiera visto en las
mismas condiciones, probablemente no habría perdido la cabeza ni se
habría echado a llorar ni nada. Asakawa contaba con que se riera y
soltara palabrotas mientras veía el vídeo, e incluso con que mirara lo
que aparecía en la pantalla con expresión amenazadora.
Asakawa se terminó el cigarrillo y regresó dentro. En aquel
momento se abrió la puerta que separaba el comedor del pasillo y
apareció Shizu en pijama. Agitado, Asakawa agarró el mando a
distancia y paró el vídeo.
—Pensaba que dormías —La voz de Asakawa tenía un matiz de
reproche.
—He oído ruidos —dijo Shizu mirando alternativamente la pantalla
de televisión, con sus imágenes distorsionadas y su ruido de estática, y
a Ryuji y Asakawa. Con una nube de sospecha en la cara.
—¡Vuelve a la cama! —dijo Asakawa en un tono de voz que no
dejaba lugar a preguntas.
—Creo que tendríamos que dejar que la señora se uniera a
nosotros, si quiere. Es bastante interesante —Ryuji, todavía sentado en
el suelo con las piernas cruzadas, levantó la vista.
A Asakawa le entraron ganas de gritarle. Pero en vez de hablar,
metió todos sus pensamientos en el puño y dio un puñetazo en la mesa.
Asustada por el ruido, Shizu llevó la mano rápidamente al pomo de la
puerta, luego entrecerró los ojos, hizo una reverencia apenas
perceptible y le dijo a Ryuji:
—Por favor, estás en tu casa.
Y, diciendo eso, dio media vuelta y desapareció tras la puerta. Dos
hombres solos de noche, poniendo vídeos y parándolos… Asakawa sabía
muy bien lo que se estaba imaginando su mujer. No le había pasado por
alto la expresión de desprecio de los ojos entrecerrados de su mujer:
desprecio no tanto por Ryuji sino por los instintos masculinos en
general. Asakawa se sentía mal por no poder darle una explicación.
Tal como Asakawa había esperado, Ryuji estaba perfectamente
tranquilo después de ver el vídeo. Se puso a silbar mientras rebobinaba
la cinta y luego empezó a examinarla punto por punto, usando las
funciones de avance rápido y pausa.
—Bueno, parece que ahora un servidor también está implicado. A ti
te quedan seis días y a mí siete —dijo Ryuji en tono jovial, como si le
hubieran permitido apuntarse a un concurso.
—Entonces, ¿qué te parece? —preguntó Asakawa.
—Es un juego de niños.
—¿Eh?
—¿No hacías lo mismo tú cuando eras niño? ¿Asustar a tus amigos
enseñándoles una foto terrorífica y decirles que todo el que la veía era
víctima de una maldición? Cadenas de cartas, esas cosas.
Por supuesto, Asakawa también había experimentado aquellas
cosas. Todo aquello aparecía en los cuentos de fantasmas que se
contaban mutuamente en las noches de verano.
—¿Qué estás intentando decir?
—Supongo que nada. Esa es la impresión que me da.
—¿Has visto algo más? Dime.
—Mmm… Bueno, las imágenes en sí mismas no son especialmente
terroríficas. Parece una combinación de imágenes realistas y abstractas.
Si no fuera por el hecho de que han muerto cuatro personas
exactamente como dictaba el vídeo, podríamos reírnos y pensar que es
una chorrada, ¿no?
Asakawa asintió. Lo que hacía que todo fuera tan inquietante era
saber que las palabras del vídeo no eran ninguna mentira.
—La primera pregunta es: ¿por qué murieron aquellos pobres
desgraciados? Se me ocurren dos posibilidades. La última escena del
vídeo contiene la afirmación: «El que vea esto está predestinado a
morir», y luego, inmediatamente después, había… bueno, a falta de una
palabra mejor, lo podemos llamar un sortilegio. Una forma de escapar
de ese destino. De modo que aquellos cuatro borraron la parte que
explicaba el sortilegio y por eso algo los mató. O tal vez simplemente no
hicieron uso del sortilegio y por eso algo los mató. Supongo que antes
de dar eso por sentado, sin embargo, tenemos que cerciorarnos de si
fueron realmente ellos quienes borraron el sortilegio. Es posible que ya
estuviera borrado cuando ellos vieron el vídeo.
—¿Cómo vamos a determinar eso? No se lo podemos preguntar, ya
sabes.
Sakawa sacó una cerveza de la nevera, se llenó un vaso y lo colocó
delante de Ryuji.
—Fíjate.
Ryuji volvió a poner el final del vídeo y observó con atención el
momento exacto en que terminaba el anuncio de espirales
antimosquitos que borraba el sortilegio. Puso la cinta en pausa y
empezó a hacerla avanzar despacio, fotograma a fotograma…
Finalmente, durante una única fracción de segundo, se reanudó el
programa que el anuncio había estado interrumpiendo. Era un programa
de tertulias que emitía una de las televisiones nacionales cada noche a
las once. El señor de pelo canoso era un autor de éxito, y con él
estaban una joven encantadora y un joven al que reconocieron como un
autor de narraciones tradicionales de la región de Osaka. Asakawa
acercó la cara a la pantalla.
—Seguro que reconoces este programa —dijo Ryuji.
—Es La tertulia de la noche de la NBS.
—Exacto. El escritor es el presentador, la chica es su partenaire y
el narrador es el invitado del día. Por tanto, si averiguamos qué día
estaba invitado ese hombre, sabremos si los cuatro chicos borraron el
sortilegio.
—Ya entiendo.
La tertulia de la noche se emitía todos los días laborables a las
once. Si resultaba que aquella emisión en concreto se había llevado a
cabo el 29 de agosto, entonces habían sido los cuatro jóvenes los que la
habían borrado en la Ciudad de los Chalets.
—La NBS está asociada con vuestros editores, ¿no? Averiguar esto
tendría que ser fácil.
—Vale. Lo miraré.
—Hazlo, por favor. Puede que nuestras vidas dependan de ello.
Asegurémonos de todo, por banal que parezca. ¿Verdad, compañero de
armas?
Ryuji le dio una palmada en el hombro a Asakawa. Ahora los dos se
las veían con la muerte. Eran compañeros de armas.
—¿No tienes miedo?
—¿Miedo? Al contrario, amigo mío. Es bastante excitante tener un
plazo límite, ¿no? El castigo para el perdedor es la muerte. Fantástico.
No tiene gracia jugar si no estás preparado para acabar muriendo.
Ryuji llevaba un rato actuando como si todo aquello le gustara,
pero a Asakawa le preocupaba que fuera pura fanfarronería, una
tapadera para su miedo. Ahora que miraba a su amigo a los ojos, sin
embargo, no veía en ellos ni un ápice de miedo.
—Luego: averiguamos quién ha hecho este vídeo, cuándo y con
qué propósito. Dices que la Ciudad de los Chalets se construyó hace
solamente seis meses, así que contactamos con todo el mundo que se
haya quedado en el B-4 y averiguamos quién llevó una cinta de vídeo.
Supongo que no pasa nada si restringimos la búsqueda a finales de
agosto. Lo más probable es que fuera alguien que estuvo allí justo antes
que las cuatro víctimas.
—¿Eso también es trabajo mío?
Ryuji se bebió la cerveza de un trago y pensó un momento.
—Por supuesto. Tenemos un plazo límite. ¿No tienes ningún amigo
en el que puedas confiar? Si lo tienes, haz que te ayude.
—Bueno, hay un periodista que está interesado en este caso. Pero
este es un asunto de vida o muerte. No puedo simplemente. —Asakawa
estaba pensando en Yoshino.
—No te preocupes, no te preocupes. Involúcralo. Enséñale el vídeo.
Eso le pondrá un cohete en el culo. Te ayudará con gusto, confía en mí
—No todo el mundo es como tú, ¿sabes?
—Pues dile que es pomo del mercado negro. Oblígalo a verlo. Lo
que sea.
No servía de nada razonar con Ryuji. No se lo podía enseñar a
nadie sin averiguar primero el sortilegio. Asakawa sentía que estaba en
un callejón sin salida lógico. Descifrar los secretos del vídeo requería
una investigación bien organizada, pero debido a la naturaleza del vídeo
era imposible alistar a nadie. Había muy poca gente como Ryuji, que
estuviera dispuesta a jugar a los dados con la muerte sin pestañear.
¿Cómo reaccionaría Yoshino? También tenía mujer e hijos: Asakawa
dudaba que estuviera dispuesto a arriesgar su vida solamente para
satisfacer su curiosidad. Pero podía ser de ayuda aunque no viera el
vídeo. Tal vez Asakawa podía contarle todo lo que había pasado,
solamente por si acaso.
—Sí. Lo intentaré.
Ryuji estaba sentado a la mesa del comedor con el mando a
distancia en la mano.
—Muy bien. Lo siguiente es dividir esta cosa en dos categorías:
escenas abstractas y escenas reales.
Tras decir aquello, hizo aparecer en la pantalla la erupción
volcánica y puso la cinta en pausa.
—Mira, fíjate en ese volcán. No importa cómo se mire, es real.
Tenemos que averiguar qué montaña es. Y también está la erupción.
Cuando sepamos el nombre de la montaña, podremos averiguar cuándo
entró en erupción y, por tanto, cuándo y dónde se filmó esa escena.
Ryuji volvió a poner la cinta en movimiento. Apareció la anciana y
empezó a decir Dios sabe qué. Varias de las palabras parecían un
dialecto regional.
—¿Qué dialecto es ese? En mi universidad hay un especialista en
dialectos. Se lo preguntaré. Eso nos dará alguna idea de dónde viene
esa mujer.
Ryuji pasó la cinta con la función de avance rápido hasta la escena
cerca del final donde salía el hombre de los rasgos distintivos. Le caía el
sudor por la cara y jadeaba mientras mecía rítmicamente el cuerpo.
Ryuji puso la cinta en pausa antes de la parte en que el hombre tenía
un corte en el hombro. Aquel era el plano más corto de la cara del
hombre. Mostraba una imagen bastante clara de sus rasgos, desde la
disposición de los ojos hasta la forma de la nariz y las orejas. Tenía una
calva incipiente, pero no aparentaba más de treinta años.
—¿Reconoces a este hombre? —dijo Ryuji.
—No digas tonterías.
—Tiene una pinta siniestra.
—Si eso crees tú, es que tiene que ser realmente malvado. Me fío
de tu opinión.
—Y haces bien. No hay muchas caras que causen tanto impacto.
Me pregunto si puedes localizarlo. Eres periodista, debes de ser un
profesional de esta clase de cosas.
—No digas chorradas. Tal vez se pueda identificar a criminales o a
gente famosa solamente por la cara, pero no a la gente normal y
corriente. En Japón viven más de cien millones de personas.
—Pues empieza por los criminales. O tal vez por los actores porno.
En lugar de responder, Asakawa sacó un cuaderno de notas.
Cuando tenía muchas cosas pendientes, solía hacer listas.
Ryuji puso el vídeo en pausa. Se sirvió otra cerveza de la nevera y
la repartió entre los vasos de ambos.
—Hagamos un brindis.
A Asakawa no se le ocurría ninguna buena razón para brindar.
—Tengo una premonición —dijo Ryuji, con las mejillas de color
terroso ligeramente ruborizadas—. Hay cierto mal universal asociado a
este incidente. Lo huelo: el mismo impulso que sentí entonces… Te
hablé de ello, ¿no? De la primera mujer a la que violé.
—No me he olvidado.
—Ya hace quince años. También entonces sentí que me resonaba
en el corazón una extraña premonición. Yo tenía diecisiete años. Era
septiembre de mi primer año en el instituto. Estudié matemáticas hasta
las tres de la mañana, luego un poco de alemán para descansar la
mente. Siempre lo hacía. El estudio de los idiomas me parecía perfecto
para relajar las neuronas cansadas. A las cuatro, como siempre, me
tomé un par de cervezas y salí a dar mi paseo diario. Cuando salí ya se
me estaba gestando algo inusual en la cabeza. ¿Alguna vez has
caminado por un barrio residencial en plena madrugada? Es muy
agradable. Todos los perros están dormidos. Igual que tu bebé ahora.
Me encontré delante de cierto edificio de apartamentos. Era un edificio
elegante de dos pisos con revestimiento de madera, y yo sabía que
dentro vivía cierta universitaria muy coqueta a la que a veces veían en
la calle. No sabía cuál era su apartamento. Dejé que mi mirada vagara
por encima de las ventanas de los ocho apartamentos, uno tras otro.
Llegado aquel momento, mientras miraba, no tenía nada preciso en
mente. Solamente… ya sabes. Cuando mi mirada se posó en el extremo
sur de la segunda planta, oí que algo se me abría en las profundidades
del corazón y sentí que la oscuridad que había soltado sus retoños en
mi mente estaba creciendo y que era cada vez más grande. Volví a
mirar todas las ventanas, una detrás de otra. Una vez más empezó a
arremolinarse la oscuridad en el mismo lugar. Y lo supe. Supe que la
puerta no estaba cerrada con llave. No sé si es que ella se había
olvidado o qué. Guiado por la oscuridad que vivía en mi corazón, subí
las escaleras del apartamento y me planté delante de aquella puerta. El
nombre de la placa estaba escrito en letras romanas y en orden
occidental, con el nombre propio delante del apellido: YUKARI MAKITA.
Agarré el pomo con la mano derecha. Lo tuve cogido un rato y por fin lo
hice girar a la izquierda. No giraba. «¿Qué demonios…?», pensé, y de
pronto se oyó un clic y la puerta se abrió. ¿Me sigues? No es que se
hubiera olvidado de cerrar con llave: la cerradura se acababa de abrir
en aquel mismo momento. La había abierto una energía. La chica había
extendido la ropa de cama junto a la mesa y se había ido a dormir. Yo
había esperado encontrarla en la cama, pero no era así. Le salía una
pierna de debajo de las mantas…
Llegado aquel punto Ryuji interrumpió la historia. Parecía estar
reproduciendo con agilidad los sucesos siguientes en el fondo de su
mente, contemplando sus recuerdos lejanos con una mezcla de ternura
y crueldad. Asakawa nunca había visto a Ryuji tan confuso.
—… Y luego, dos días más tarde, volviendo de la escuela a casa,
pasé por delante de aquel bloque de apartamentos. Había un camión de
dos toneladas aparcado delante y unos tipos estaban sacando muebles
del edificio. Y la persona que se mudaba era Yukari. Estaba allí sin hacer
nada, apoyada en una pared, acompañada por un tipo que debía de ser
su padre, limitándose a mirar cómo se llevaban sus muebles. Y así es
como Yukari desapareció de mi vida. No sé si volvió a casa de sus
padres o consiguió otro apartamento en alguna parte y siguió yendo a la
misma facultad… Pero no podía seguir viviendo ni una hora más en
aquel apartamento. Je, je, pobrecita. Debió de pasar un miedo terrible.
A Asakawa le costaba respirar mientras escuchaba aquella historia.
Le daba asco el mero hecho de estar sentado con él bebiendo cerveza.
—¿No te sientes ni un poco culpable?
—Estoy acostumbrado. Tú dale un puñetazo todos los días a una
pared de ladrillo. Al final ya no notarás el miedo.
«¿Es por eso que lo sigues haciendo?» Asakawa se juró en silencio
no volver a llevar a aquel hombre a su casa. O en todo caso,
mantenerlo alejado de su mujer y su hija.
—No te preocupes. Nunca les haría nada parecido a tus criaturitas.
Ryuji le había leído la mente. Nervioso, Asakawa cambió de tema:
—Has dicho que tienes una premonición. ¿Cuál es?
—Ya sabes, un mal presagio. Solamente una energía
fantásticamente malvada podría producir una diablura tan enrevesada.
Ryuji se levantó. Ni siquiera de pie era mucho más alto que
Asakawa sentado. No llegaba al metro sesenta, pero tenía unos
hombros anchos y esculpidos: era fácil creer que en el instituto le
hubieran dado la medalla de lanzamiento de peso.
—Bueno, me voy. Haz tus deberes. Por la mañana solamente te
quedarán cinco días —Ryuji extendió los dedos de una mano.
—Ya lo sé.
—En alguna parte hay un vórtice de energía maligna. Lo sé. Me
produce… nostalgia —Como si intentara enfatizar sus palabras, Ryuji
abrazó contra el pecho su copia de la cinta mientras se dirigía al
recibidor.
—Celebremos la siguiente sesión estratégica en tu casa —dijo
Asakawa, en voz baja pero con firmeza.
—Muy bien, muy bien.
La mirada de Ryuji transmitía una sonrisa.
En cuanto Ryuji se marchó, Asakawa miró el reloj de pared del
comedor. Era el regalo de boda de un amigo. Su péndulo rojo en forma
de mariposa oscilaba. Las 11.21 h. ¿Cuántas veces había comprobado la
hora en lo que iba de día? Se estaba obsesionando con el paso del
tiempo. Tal como había dicho Ryuji, por la mañana solamente le
quedarían cinco días. No estaba seguro de si iba a ser capaz de
descifrar el enigma de la parte borrada de la cinta. Se sentía como un
paciente de cáncer que esperaba una operación con unas posibilidades
casi nulas de éxito. Existía cierto debate acerca de si había que decirles
o no a los pacientes de cáncer que tenían cáncer. Hasta aquel momento
Asakawa siempre había creído que merecían que se lo dijeran. Pero si
era así como el conocimiento le hacía sentirse a uno, entonces prefería
no saberlo. Había gente que, al afrontar la muerte, vivía un estallido de
la vida que les quedaba. Aquella hazaña estaba fuera del alcance de
Asakawa. De momento todavía estaba bien. Pero a medida que el reloj
se comía los días, las horas y los minutos que le quedaban, no confiaba
en mantener la cordura. Ahora creía entender por qué le atraía Ryuji a
pesar del asco que le daba. Ryuji tenía una fuerza psicológica que hacía
palidecer a la suya. Asakawa vivía la vida con timidez, siempre
preocupado por qué iba a pensar la gente que lo rodeaba. Ryuji, en
cambio, tenía un dios —o un demonio— encadenado en su interior que
le permitía vivir con total libertad y abandono. Los únicos momentos en
que Asakawa sentía que su deseo de vivir ahuyentaba su miedo era
cuando pensaba en cómo se sentirían su mujer y su hija después de
que él muriera. Ahora le vino una preocupación repentina por ellas y
abrió suavemente la puerta del dormitorio para ver cómo estaban. Las
caras dormidas estaban relajadas y libres de recelo. No tenía tiempo
para encogerse de terror. Decidió llamar a Yoshino para explicarle la
situación y pedirle ayuda. Si dejaba para el día siguiente lo que tenía
que hacer, se iba a arrepentir.
13 de octubre, sábado.''.
Asakawa había considerado la posibilidad de tomarse la semana
libre, pero luego decidió que usar al máximo el sistema de información
de la empresa le daría más posibilidades de elucidar los misterios de la
cinta de vídeo que encerrarse absurdamente en su apartamento presa
del pánico. Así pues, fue a trabajar, aunque era sábado. «Fue a
trabajar», pero sabía muy bien que no iba a trabajar en absoluto. Pensó
que la mejor estrategia sería confesárselo todo a su jefe de redacción y
pedirle que lo relevara temporalmente de sus tareas. Nada lo ayudaría
más que contar con la cooperación de su jefe de redacción. El problema
era si su jefe se iba a creer la historia. Probablemente volvería a sacar a
colación el incidente previo y soltaría un soplido de burla. Aunque tenía
el vídeo a modo de prueba, si Oguri lo negaba todo de entrada, tendría
preparada toda una serie de argumentos para defender sus ideas.
Reuniría toda clase de cosas en su favor para convencerse a sí mismo
de que tenía razón. «Con todo… Sería interesante», pensó Asakawa.
Había traído el vídeo en su maletín, por si acaso. ¿Cómo reaccionaría
Oguri si se lo enseñaba? O lo que era más importante, ¿le echaría un
vistazo siquiera? La noche anterior se había quedado despierto hasta
tarde explicándole todo lo ocurrido a Yoshino y este le había creído.
Y.luego, como para demostrarlo, había dicho que no quería ver el vídeo
para nada. Que por favor no se lo enseñara. A cambio, intentaría
cooperar como fuera. Por supuesto, en el caso de Yoshino, su fe tenía
una base sólida. Cuando se descubrieron los cadáveres de Haruko Tusji
y Takehiko Nomi en un coche junto a una carretera prefectural en
Ashina, Yoshino había ido enseguida a la escena y había sentido la
atmósfera del lugar, aquella atmósfera asfixiante que había convencido
a los detectives de que solamente algo monstruoso podía haber hecho
aquello pero también les había impedido decirlo. Si Yoshino no hubiera
estado allí en persona, era probable que no hubiera creído con tanta
facilidad el relato de Asakawa.
En todo caso, lo que Asakawa tenía entre manos era una bomba. Si
lo mostraba amenazadoramente delante de las narices de Oguri,
debería tener cierto efecto. Asakawa tuvo la tentación de usarlo, por lo
menos para ver qué pasaba.
A Oguri le había desaparecido de la cara su habitual sonrisa
burlona. Tenía los dos codos plantados en la mesa y su mirada se movía
nerviosa mientras repasaba una vez más la historia de Asakawa con un
peine de dientes finísimos.
Había escasas dudas acerca de que cuatro jóvenes habían visto
cierto vídeo juntos en la Ciudad de los Chalets la noche del 29 de
agosto, y exactamente una semana más tarde, tal como había predicho
el vídeo, habían muerto en circunstancias misteriosas.
Consiguientemente, el vídeo había llamado la atención del encargado de
los bungalows, que se lo había llevado a su oficina. Allí la cinta había
esperado tranquilamente a que Asakawa la descubriera. Luego Asakawa
había visto aquella cosa del demonio. De modo que le quedaban cinco
días de vida. ¿Se suponía que tenía que creerse aquello? Y sin embargo,
aquellas cuatro muertes eran un hecho indiscutible. ¿Cómo las podía
explicar? ¿Cuál era el hilo lógico que conectaba todo aquello?
La expresión de Asakawa, mientras permanecía de pie mirando
desde arriba a Oguri, tenía un aire de superioridad muy raro en él.
Sabía por experiencia qué era lo que estaba pensando Oguri en aquel
momento. Asakawa esperó hasta que le pareció que el proceso reflexivo
de Oguri había llegado a un callejón sin salida y luego sacó la cinta de
vídeo del maletín. Lo hizo con solemnidad exagerada, teatralmente,
como si estuviera colocando sobre la mesa una escalera de color.
—¿Quiere echarle un vistazo? Adelante.
Asakawa señaló con la mirada el televisor situado junto al sofá bajo
la ventana y esbozó una sonrisa tranquila y provocadora. Oyó tragar
saliva a Oguri. El jefe de redacción ni siquiera miró en dirección a la
ventana. Tenía la vista clavada en la cinta de vídeo negra que acababa
de aparecer sobre su mesa. Estaba intentando realmente decidir qué
hacía.
«Si quieres verlo, pulsa la tecla play. Así de fácil. Vamos, puedes
hacerlo. Limítate a reírte igual que siempre y a decir que vaya estupidez
y mete la cinta en el aparato. Hazlo, prueba a hacerlo —La mente de
Oguri intentaba transmitirle la orden a su cuerpo—. Deja de ser tan
idiota y míralo. Si lo miras, quiere decir que no crees a Asakawa, ¿no?
Lo cual quiere decir, si uno lo piensa bien, que si te niegas a verlo es
porque crees en todas esas chorradas. Así que míralo de una vez. Crees
en la ciencia moderna, ¿no? No eres un niño que teme a los
fantasmas».
De hecho, Oguri estaba seguro al noventa y nueve por ciento de
que no creía a Asakawa. Pero, aun así, en el fondo de su mente le
quedaba cierta incógnita. ¿Y si todo era cierto? Tal vez el mundo estaba
lleno de recodos que la ciencia moderna todavía no alcanzaba. Y
mientras hubiera peligro, no importaba lo mucho que trabajara su
mente, su cuerpo se iba a negar. Así que Oguri permaneció sentado en
su silla sin moverse. No se podía mover. No importaba lo que
entendiera su mente: su cuerpo no escuchaba a su mente. Mientras
existiera una posibilidad de peligro, su cuerpo seguiría activando
lealrnente su instinto de supervivencia. Oguri levantó la cabeza y dijo
con voz reseca:
—Así pues, ¿qué quiere de mí? Asakawa supo que había ganado.
—Quiero que me retire de mis tareas. Quiero llevar a cabo una
investigación minuciosa de este vídeo. Supongo que se da cuenta de
que es mi vida lo que está enjuego aquí. Oguri cerró los ojos con fuerza.
—¿Va a escribir un artículo con esto?
—Bueno, independientemente de lo que piense usted de mí, sigo
siendo periodista. Tomaré nota de todo lo que descubra para que el
caso no quede enterrado con Ryuji Takayama y conmigo. Por supuesto,
publicarlo o no es algo que dejo en sus manos.
Oguri asintió dos veces con la cabeza con gesto decidido.
—Bueno, no pasa nada por probar. Puedo poner a un novato a
hacer su entrevista.
Asakawa hizo una ligera reverencia. Hizo el gesto de devolver el
vídeo al maletín, pero no pudo resistir la tentación de divertirse un poco
más. Le volvió a ofrecer la cinta a Oguri Y dijo:
—Me cree, ¿verdad?
Oguri soltó un largo suspiro y negó con la cabeza. No era que se lo
creyera o no. Simplemente aquello le inquietaba. Sí, no era más que
eso.
—Yo me siento igual —fueron las palabras con las que se despidió
Asakawa.
Oguri lo miró mientras salía y se dijo a sí mismo que si Asakawa
seguía vivo después del 18 de octubre, tenía que ver el vídeo con sus
propios ojos. Pero tal vez ni siquiera entonces su cuerpo le dejaría. No
parecía que aquella incógnita fuera a desaparecer.
En la sala de consulta Asakawa amontonó tres gruesos volúmenes
sobre una mesa. Los volcanes de japón, Archipiélago volcánico y
Volcanes activos del mundo. Suponiendo que el volcán del vídeo estaría
probablemente en Japón, empezó con Los volcanes de Japón. Miró las
fotografías en color del principio del libro. Una serie de montañas
eructando humo blanco y vapor se levantaban elegantemente contra el
cielo, con las laderas cubiertas de lava sólida de color marrón negruzco.
La lava fundida de color rojo brillante salía a borbotones hacia el cielo
nocturno desde cráteres cuyos bordes negros se confundían con la
oscuridad. Pasó las páginas y comparó aquellas escenas con la que
tenía marcada a fuego en el cerebro. El monte Aso, el monte Asama, el
Showa Shinzan, el Sakurajima… Localizar su volcán no le costó tanto
como había temido. Después de todo, el monte Mihara, en la isla de Izu
Oshima, parte de la misma cadena de volcanes que el monte Fuji, era
uno de los volcanes activos más famosos de Japón.
—¿El monte Mihara? —murmuró Asakawa.
La ilustración a doble página del monte Mihara incluía dos fotos
aéreas y una tomada desde una colina cercana. Asakawa recordó la
imagen del vídeo y trató de imaginársela desde distintos ángulos,
comparándola con aquellas fotos. Había similitudes evidentes. Vistas
desde el pie de la montaña, las laderas que llevaban a la cima parecían
muy suaves. Pero desde el aire se veía que el borde circular rodeaba
una caldera y que en el centro de la misma había un montículo que era
la boca del volcán. La foto sacada desde lo alto de una colina cercana se
parecía especialmente a la escena del vídeo. El color y los contornos de
las laderas eran casi idénticos. Pero necesitaba confirmarlo, no podía
limitarse a confiar en su memoria. Asakawa hizo una copia de las fotos
del monte Mihara y de un par de candidatos más.
Asakawa pasó la tarde al teléfono. Estuvo llamando a toda la gente
que se había alojado en el bungalow B-4 durante los últimos seis
meses. Le habría sido más útil quedar con ellos cara a cara para
escrutar sus reacciones, pero no tenía tiempo para aquello. No era fácil
pillar una mentira solamente a partir del tono de una voz por teléfono.
Asakawa prestó atención, decidido a captar cualquier vacilación.
Necesitaba contactar con dieciséis grupos. El número era tan bajo
porque al inaugurarse en abril la Ciudad de los Chalets los bungalows no
estaban equipados con aparatos de vídeo. Durante el verano demolieron
un importante hotel de la zona y decidieron transportar una gran
cantidad de aparatos de vídeo que ya no se necesitaban a la Ciudad de
los Chalets. Aquello fue a mediados de julio. Los aparatos se instalaron
y la biblioteca de cintas se reunió a finales de aquel mes, justo a tiempo
para la temporada de vacaciones de verano. Como resultado, el folleto
no mencionaba que todos los bungalow tuvieran equipo de vídeo. A la
mayoría de clientes les sorprendió ver el vídeo cuando llegaron y no
pensaron en él más que como una forma de matar el tiempo en un día
lluvioso. Casi nadie había traído expresamente una cinta con el
propósito de grabar algo. Por supuesto, eso si había que dar crédito a
las voces del otro lado de la línea. ¿Quién había traído, pues, la cinta en
cuestión? ¿Quién la había grabado? Asakawa estaba ansioso por no
perder detalle. De vez en cuando cuestionó las respuestas que le daban,
pero ni una sola vez le pareció que nadie estuviera escondiendo nada.
De los dieciséis clientes a los que llamó, tres habían ido a jugar a golf y
ni siquiera habían visto el aparato de vídeo. Siete lo habían visto pero
no lo habían tocado. Cinco habían ido a jugar a tenis pero les había
llovido y como no tenían nada mejor que hacer habían visto vídeos:
sobre todo películas clásicas. Probablemente películas que ya habían
visto. El último grupo, una familia de cuatro personas apellidadas
Kaneko, de Tokohama, había traído una cinta para grabar algo de otro
canal mientras veían una miniserie histórica.
Asakawa colgó el auricular y examinó los datos que había
recopilado de los dieciséis grupos de invitados. Solamente uno parecía
relevante: el señor y la señora Kaneko y sus dos niños en edad de
escuela primaria. Habían estado dos veces en el B-4 durante el verano.
La primera vez había sido la noche del viernes 10 de agosto y la
segunda vez se habían quedado dos noches, el sábado y el domingo, 25
y 26 de agosto. Su segunda visita fue tres días antes de que las cuatro
víctimas estuvieran allí. Ni el lunes ni el martes después de la visita de
los Kaneko se había quedado nadie: los cuatro jóvenes habían sido los
siguientes en usar el bungalow. Y no solo eso, sino que el hijo de once
años de los Kaneko se había traído una cinta de casa para grabar un
programa. El chico era un fan fiel de una serie cómica que se emitía
todos los domingos a las ocho,, pero sus padres, por supuesto,
controlaban la televisión, y todos los domingos a las ocho habían
adquirido la costumbre de ver la miniserie histórica anual de la NHK, el
canal público nacional. En el bungalow solamente había un televisor,
pero al enterarse de que también había aparato de vídeo, el chico había
llevado una cinta con el propósito de grabar su programa y verlo más
tarde. Mientras lo estaba grabando, vino un amigo a decirle que ya no
llovía. Así que él y su hermana se fueron a jugar a tenis. Sus padres
terminaron de ver el programa, olvidaron que el vídeo seguía grabando
y apagaron el televisor. Los chicos estuvieron jugando en las pistas casi
hasta las diez, volvieron a casa agotados y se fueron directamente a la
cama. Ellos también se habían olvidado de la cinta. Al día siguiente,
cuando estaban a punto de llegar a casa, el niño se acordó de repente
que se había dejado la cinta dentro del aparato de vídeo y le gritó a su
padre, que conducía, que volviera. La situación acabó en pelea, pero al
final el niño cedió. Todavía se quejaba cuando llegaron a casa.
Asakawa sacó la cinta de vídeo y la colocó sobre la mesa. Donde
tendría que haber estado la etiqueta brillaban en color plateado las
palabras Fujitex VHS TI20 Super AV. Asakawa volvió a marcar el
número de los Kaneko.
—Hola, siento llamar otra vez. Vuelvo a ser Asakawa, de El
Heraldo.
Hubo una pausa, luego la misma voz que había hablado antes dijo:
—¿Sí?
Era la señora Kaneko.
—Antes ha mencionado que su hijo se dejó una cinta de vídeo. ¿No
recordará por casualidad de qué marca era?
—Bueno, déjeme ver—respondió, aguantándose la risa. Oyó ruidos
de fondo—. Mi hijo acaba de llegar a casa. Se lo voy a preguntar.
Asakawa esperó. El niño no se iba a acordar de ninguna manera.
—Dice que no lo sabe. Pero que solamente usamos marcas baratas.
De las que se compran en paquetes de tres.
A Asakawa no le sorprendió aquello. ¿Quién prestaba atención a la
marca de las cintas que usaba cuando quería grabar algo? Luego se le
ocurrió una idea: «Un momento. ¿Dónde está la funda de esta cinta?
Las cintas de vídeo siempre se venden en fundas de cartón. Y nadie las
tira». Por lo menos, Asakawa nunca había tirado la funda de una cinta,
ni de audio ni de vídeo.
—¿En su familia guardan las cintas con las fundas?
—Sí, claro.
—Mire, lo siento mucho, pero ¿podría comprobar si tienen una
funda vacía por ahí?
—¿Eh? —preguntó la mujer con expresión ausente. Aunque
entendiera su pregunta, no entendía adonde iba a parar Asakawa, y
aquello hizo que demorara su respuesta.
—Por favor. La vida de alguien puede depender de ello.
Las amas de casa eran susceptibles a la estratagema de la
«cuestión de vida o muerte». Siempre que necesitaba ahorrar tiempo y
avanzar, se encontraba con que aquella frase lo conseguía. Pero esta
vez no estaba mintiendo.
—Un momento, por favor.
Tal como Asakawa había esperado, el tono de la mujer cambió.
Hubo una pausa bastante larga después de que ella soltara el auricular.
Si la funda se había quedado en la Ciudad de los Chalets junto con la
cinta, entonces es que el encargado la había tirado. Pero en caso
contrario, había bastantes posibilidades de que los Kaneko todavía la
tuvieran. La voz regresó.
—Una funda vacía, ¿no?
—Sí.
—He encontrado dos.
—Muy bien. El fabricante de la cinta y el tipo de cinta tendrían que
figurar en la funda…
—A ver. Una dice Panavision TI20. La otra es una… FujitexVHS
T120 Super AV.
Exactamente el mismo modelo que la cinta de vídeo que tenía en la
mano. Como Fujitex había vendido una cantidad incalculable de aquellas
cintas, no se trataba exactamente de una prueba, pero al menos había
avanzado un paso. Aquello estaba claro. Era bastante prudente afirmar
que la cinta demoníaca la había llevado al bungalow un chico de once
años. Asakawa le dio las gracias educadamente a la mujer y colgó el
teléfono.
A partir de las ocho de la tarde de la noche del sábado, 26 de
agosto, se deja grabando el aparato de vídeo del bungalow B-4. La
familia Kaneko se deja la cinta y se va a casa. Luego llegan los cuatro
jóvenes. Ese día también llueve. Se les ocurre ver una película, van a
usar el vídeo y se encuentran con que ya hay una cinta dentro. Los muy
inocentes la ven. Ven cosas inquietantes e incomprensibles. Y al final, la
amenaza. Maldiciendo el mal tiempo, se les ocurre una travesura cruel.
Borran la parte que explica cómo escapar de cierta muerte y dejan el
vídeo allí para asustar al cliente que venga después. Por supuesto, no
se han creído lo que han visto. Si se lo hubieran creído, no habrían sido
capaces de llevar a cabo su broma. Asakawa se preguntó si en el
momento de morir, los jóvenes se habrían acordado de la cinta. Tal vez
no habían tenido tiempo para acordarse antes de que se los llevara el
ángel de la muerte. Asakawa tembló: los jóvenes no eran los únicos. A
menos que pudiera encontrar una forma de salvarse antes de cinco
días, acabaría igual que ellos. Entonces sabría con exactitud cómo se
sintieron al morir.
Pero si el chico había estado grabando un programa de televisión,
¿de dónde habían venido entonces las imágenes? Durante todo el
tiempo Asakawa había estado creyendo que alguien las había grabado
con una cámara de vídeo y luego había llevado la cinta al bungalow.
Pero la cinta había estado grabando de la televisión, lo cual quería decir
que de alguna forma aquellas escenas increíbles se habían filtrado en
las emisiones televisivas. Jamás lo habría soñado.
Alguien había secuestrado las ondas de televisión.
Asakawa recordaba lo sucedido el año pasado en época de
elecciones, cuando, después de que la NHK dejara de emitir, en el
mismo canal había aparecido una grabación ilegal que calumniaba a uno
de los candidatos.
Alguien había secuestrado las ondas de televisión. Era la única
posibilidad que encajaba. Acababa de descubrir que era posible que la
tarde del 26 de agosto aquellas imágenes se hubieran estado emitiendo
en la región de Hakone Sur, y que aquella cinta las hubiera registrado
por puro azar. De ser esto cierto, tenía que constar en alguna parte.
Asakawa se dio cuenta de que tenía que ponerse en contacto con la
oficina local del periódico y hacer unas cuantas averiguaciones.
4
Eran las diez cuando Asakawa llegó a casa. Nada más entrar en el
apartamento, abrió suavemente la puerta del dormitorio y comprobó
que su mujer y su hija estuvieran dormidas. No importaba lo cansado
que estuviera al llegar a casa, siempre hacía aquello.
En la mesa del comedor había una nota: «Ha llamado el señor
Takayama». Asakawa llevaba todo el día llamando a Ryuji, pero no
había podido encontrarlo en casa. Probablemente estuviera fuera,
enfrascado en sus propias investigaciones. «Tal vez ha encontrado
algo», pensó Asakawa mientras marcaba. Dejó que el teléfono sonara
diez veces. No hubo respuesta. Ryuji vivía solo en su apartamento de
Nakano Este. Todavía no había llegado a casa.
Asakawa se dio una ducha rápida, abrió una cerveza e intentó
llamar otra vez. Seguía sin haber nadie. Pasó a whisky con hielo. Nunca
podía dormir bien una noche sin alcohol. Alto y delgado, Asakawa no
había tenido nunca en la vida una enfermedad propiamente dicha. Y
pensar que era así como estaba sentenciado a morir. Una parte de sí
mismo seguía creyendo que todo era un sueño, que darían las diez del
18 de octubre sin haber entendido el vídeo ni descifrado el sortilegio y
sin embargo no pasaría nada y los días seguirían desplegándose delante
de él igual que siempre. Oguri haría una mueca de burla y hablaría largo
y tendido sobre la memez que es creer en supersticiones, mientras que
Ryuji se reiría y diría:
«Simplemente no entendemos cómo funciona el mundo». Su mujer
y su hija lo saludarían con las mismas caras de sueño. Ni siquiera un
pasajero de un avión que está cayendo del cielo puede perder la
esperanza de que será el único superviviente.
Se bebió el tercer vaso de whisky y marcó el número de Ryuji por
tercera vez. Si no contestaba aquella vez, Asakawa lo dejaría para el día
siguiente. Esperó siete tonos y luego oyó un clic cuando alguien levantó
el auricular.
—¿Dónde cono te habías metido? —gritó, sin molestarse en
escuchar con quién estaba hablando.
Pensó que estaba hablando con Ryuji y dio rienda suelta a su
cólera. Lo cual solamente sirvió para enfatizar lo extraño de su relación.
Incluso con sus amigos, Asakawa siempre mantenía cierta distancia y
controlaba su actitud meticulosamente. Pero no tenía reparos en
insultar a Ryuji de todas las formas imaginables. Y, sin embargo, nunca
pensaba en él como en un amigo íntimo.
Para su sorpresa, la voz que contestó no era la de Ryuji.
—¿Hola? Perdone…
Era una mujer, sorprendida de que alguien le hubiera gritado sin
previo aviso.
—Oh, lo siento. Me he equivocado de número —Asakawa se
dispuso a colgar.
—¿Busca usted al profesor Takayama?
—Ah, pues sí, la verdad es que sí.
—Todavía no ha vuelto.
Asakawa no pudo evitar preguntarse a quién pertenecía aquella voz
joven y atractiva. Le pareció evidente que no se trataba de una pariente
suya porque lo había llamado «profesor». ¿Una amante? No era posible.
¿Qué chica en su sano juicio se enamoraría de Ryuji?
—Ya veo. Me llamo Asakawa.
—Cuando vuelva el profesor Takayama, le diré que le llame. Me ha
dicho que es usted el señor Asakawa, ¿no?
Incluso después de colgar el teléfono, la voz suave de aquella
mujer siguió reseñándole agradablemente en los oídos.
Habitualmente, los futones solamente se usaban en las
habitaciones de estilo japonés con suelos de tatami. En la habitación de
los Asakawa había moqueta, y originalmente había tenido una cama de
estilo occidental, pero al nacer Yoko la habían sacado. No podían tener
al bebé durmiendo en una cama, pero la habitación era demasiado
pequeña para una cama y una cuna. Así que se vieron obligados a
librarse de su cama doble y pasarse a los futones, que enrollaban cada
mañana y desplegaban otra vez por las noches. Ponían dos futones uno
al lado del otro y dormían los tres juntos. Ahora Asakawa gateó hasta el
espacio libre en los futones. Cuando los tres se acostaban al mismo
tiempo, siempre dormían en las mismas posturas. Pero Shizu y Yoko
tenían el sueño ligero, así que cuando se acostaban antes que Asakawa,
no pasaba media hora antes de que empezaran a dar vueltas y
ocuparan toda la cama. Como resultado, Asakawa siempre tenía que
acabar ocupando cualquier espacio libre que quedara. Si moría ahora,
se preguntó, ¿cuánto tiempo tardaría su espacio vacío en llenarse? No
es que le preocupara que Shizu volviera a casarse, no necesariamente.
Era solamente que había gente que nunca conseguía llenar el espacio
vacío dejado por un cónyuge al desaparecer. ¿Tres años? Tres años
estaría bien. Shizu volvería a su casa y dejaría que sus padres se
ocuparan del bebé mientras ella iba a trabajar. Asakawa se obligó a sí
mismo a imaginarse la cara de su mujer, tan resplandeciente de
vitalidad como podía esperarse. Quería que Shizu fuera fuerte. No podía
ni pensar el infierno que su mujer e hija tendrían que vivir si él moría.
Asakawa había conocido a Shizu hacía cinco años. Lo acababan de
transferir de vuelta a la oficina central de Tokio desde la de Chiba. La
que sería un día su mujer trabajaba en una agencia de viajes asociada
al grupo empresarial de El Heraldo. Ella trabajaba en la tercera planta y
él en la séptima, y a veces se veían en el ascensor, pero no pasaron de
ahí hasta que un día él fue a recoger unos billetes a la agencia de
viajes. Se iba de viaje para escribir un artículo, y como la persona que
se ocupaba de sus preparativos no estaba, Shizu lo estuvo ayudando.
Ella tenía solamente veinticinco años y le encantaba viajar, y su mirada
dejaba ver lo mucho que envidiaba a Asakawa por ser capaz de viajar
por todo el país para llevar a cabo sus encargos. En aquella mirada vio
también un reflejo de la primera chica a la que había querido. Ahora
que conocían el nombre del otro, empezaron a charlar sobre temas
triviales cada vez que se encontraban en el ascensor e intimaron
rápidamente. Dos años más tarde se casaron, después de un noviazgo
fácil sin objeciones por parte de los padres de ninguno. Unos seis meses
antes de su boda, se compraron el apartamento de tres habitaciones de
Kita Shinagawa: sus padres los ayudaron con la entrada. No es que
previeran la subida en picado del precio del terreno y por tanto se
apresuraran a comprar antes de la boda. Simplemente querían tener
pagada la hipoteca lo antes posible. Pero si no hubieran comprado
cuando lo hicieron, nunca se podrían haber permitido vivir así en la
ciudad. En el plazo de un año, el valor de su apartamento se triplicó. Y
los plazos mensuales de su hipoteca eran menos de la mitad de lo que
habría sido el alquiler. No paraban de quejarse de que el apartamento
era pequeño, pero la verdad era que para la pareja era toda una
inversión. Ahora Asakawa se alegraba de tener algo que dejar a su
familia. Si Shizu usaba su seguro de vida para liquidar la hipoteca, el
apartamento pasaría a ser propiedad de ella y de Yoko.
«Creo que mi póliza paga veinte millones de yenes, pero no estoy
seguro, tengo que mirarlo».
Tenía la cabeza espesa, pero dividió mentalmente el dinero de
distintas maneras y se dijo a sí mismo que tenía que apuntar todos los
consejos financieros que se le ocurrieran. Se preguntaba cómo
registrarían su muerte. ¿Fallecimiento por enfermedad? ¿Accidente?
¿Homicidio?
«En todo caso, será mejor que me vuelva a leer mi póliza de
seguro».
Llevaba tres noches yéndose a dormir embargado por el
pesimismo. Se preguntaba cómo podía influir en un mundo del que
había desaparecido y se le ocurrió dejar una especie de testamento.
í 4 de octubre, domingo '
A la mañana siguiente, domingo, Asakawa marcó el número de
Ryuji nada más levantarse.
—¿Sí? —contestó Ryuji con un tono de voz que dejaba claro que se
acababa de despertar.
Asakawa recordó inmediatamente su frustración de la noche antes,
y ladró en el auricular.
—¿Dónde estabas anoche?
—¿Eh? Ah, Asakawa., —Se suponía que me ibas a llamar, ¿no?
—Ah, sí. Estaba borracho. Las universitarias de hoy día saben
beber. Y saben hacer otras cosas, ya me entiendes. ¡Uaaau! Estoy
agotado.
Asakawa se quedó momentáneamente perplejo: era como si los
tres últimos días hubieran sido un sueño. Se sentía estúpido por
habérselo tomado todo tan en serio.
—Bueno, estoy de camino. Espérame —dijo Asakawa, y colgó el
teléfono.
Para llegar a casa de Ryuji, Asakawa cogió el tren a Nakano Este y
luego caminó diez minutos en dirección a Kami Ochiai. Mientras
caminaba, Asakawa pensó esperanzado que aunque Ryuji hubiera
estado bebiendo la noche anterior, seguía siendo Ryuji. Estaba claro que
había descubierto algo. Tal vez incluso había descifrado el enigma y
luego había salido a beber y de juerga para celebrarlo. Cuanto más se
acercaba al apartamento de Ryuji más optimista se sentía y empezó a
caminar más deprisa. Las emociones estaban dejando exhausto a
Asakawa de tanto hacerlo bascular entre el miedo y la esperanza, entre
el pesimismo y el optimismo.
Ryuji abrió la puerta en pijama. Sucio y sin afeitar, estaba claro
que acababa de salir de la cama. Asakawa se quitó los zapatos en un
abrir y cerrar de ojos. Todavía estaba en el recibidor cuando preguntó:
—¿Has descubierto algo?
—No, la verdad es que no. Pero entra—dijo Ryuji, rascándose la
cabeza vigorosamente. Tenía los ojos vidriosos y Asakawa se dio cuenta
a simple vista de que todavía no se le habían despertado las neuronas.
—Vamos, despierta. Tómate un café o algo así.
Sintiendo traicionadas sus esperanzas, Asakawa puso la tetera en
el fogón ruidosamente. De pronto le obsesionaba el tiempo.
Los dos estaban sentados con las piernas cruzadas en la sala de
estar. Había libros apilados por toda la pared.
—Bueno, pues cuéntame qué has descubierto —dijo Ryuji
moviendo la rodilla.
No había tiempo que perder. Asakawa reunió toda la información
que había recopilado el día anterior y la dispuso en orden cronológico.
Primero informó a Ryuji de que el vídeo había sido grabado de la
televisión en el bungalow a partir de las ocho de la tarde del 26 de
agosto.
—¿De verdad? —Ryuji puso cara de sorpresa. Él también había
dado por sentado que lo habían grabado con una cámara de vídeo y lo
habían llevado allí—. Eso es interesante. Pero si alguien se coló en las
emisiones tal como dices, tendría que haber más gente que lo viera…
—Bueno, he llamado a nuestras oficinas en Atami y Mishima y les
he preguntado al respecto. Pero dicen que no han recibido ningún
informe de transmisiones sospechosas recibidas en Hakone Sur la noche
del veintiséis de agosto.
—Ya veo, ya veo… —Ryuji se cruzó de brazos y pensó un momento
—. Se me ocurren dos posibilidades. La primera es que todo el mundo
que vio la emisión haya muerto. Pero espera… Cuando se emitió, el
sortilegio tenía que estar intacto. Así que… Y en todo caso, los
periódicos locales no dijeron nada, ¿verdad?
—No. Ya lo he comprobado. Te refieres a si mencionaron que
hubiera más víctimas, ¿no? No las hubo. Ninguna. Si se emitió, debió de
verlo más gente, pero no hubo ninguna otra víctima. Ni siquiera
rumores.
—Pero ¿te acuerdas de cuando empezó a aparecer el sida en el
mundo civilizado? Al principio los médicos americanos no tenían ni idea
de qué estaba pasando. Lo único que sabían era que estaban viendo
morir a gente con unos síntomas que no habían visto nunca. Lo único
que tenían era la sospecha de una enfermedad extraña. Tardaron dos
años en empezar a llamarlo «sida». Esas cosas pasan.
En los valles montañosos del este de la cresta de Tanna solamente
había unas pocas granjas dispersas, en los tramos bajos de la autopista
Atami-Kannami. Si uno miraba al sur, lo único que se veía era la Tierra
Pacífica de Hakone Sur, aislada entre sus oníricas praderas montañosas.
¿Estaba ocurriendo algo invisible en aquellos lugares? Tal vez estaba
muriendo mucha gente de repente pero todavía no había aparecido en
las noticias. Y el sida no era el único caso: la enfermedad de Kawasaki,
descubierta por primera vez en Japón, existió durante diez años antes
de ser reconocida oficialmente como una nueva enfermedad. Solamente
hacía un mes que la emisión fantasma había sido grabada
accidentalmente en vídeo. Era bastante posible que todavía no se
hubiera reconocido el síndrome. Si Asakawa no hubiera descubierto el
factor común a cuatro muertes —si entre los muertos no hubiera estado
su sobrina— es probable que aquella «enfermedad» siguiera sumida en
el secreto. Aquello daba todavía más miedo. Normalmente hacían falta
cientos de muertes, tal vez miles, para que algo fuera reconocido
oficialmente como «enfermedad».
—Y no tenemos tiempo para ir de puerta en puerta hablando con
los residentes de la zona. Pero has mencionado una segunda
posibilidad, Ryuji.
—Sí. La segunda posibilidad es que la única gente que haya visto la
emisión seamos nosotros y los cuatro jóvenes. ¿Tú crees que el chaval
de once años que la grabó sabía que las frecuencias de emisión cambian
de una zona a otra? Puede que lo que emiten en Tokio en el canal
Cuatro lo emitan en un canal completamente distinto en el campo. Un
niñato no sabe esas cosas: tal vez puso la cinta a grabar en el canal que
ve en Tokio.
—¿Adonde quieres ir a parar?
—Piénsalo. La gente como nosotros, que vivimos en Tokio,
¿ponemos alguna vez el canal Dos? Aquí no lo usamos.
Aja. Así que el chico había sintonizado el vídeo en un canal que la
gente de la zona nunca usaba. Como se puso grabar mientras sus
padres veían otra cosa, no llegó a ver lo que estaba grabando. Sea
como fuera, siendo tan escasa la población local, era muy improbable
que lo estuviera viendo mucha gente.
—En cualquier caso, la verdadera pregunta es: ¿de dónde provino
la emisión?
Cuando lo decía Ryuji, todo sonaba muy simple. Pero solamente
una investigación científica y organizada podía determinar el punto de
origen de la emisión.
—Espera un momento… Ni siquiera estamos seguros de que tu
premisa sea cierta. Lo de que el chico grabó accidentalmente una
emisión fantasma no es más que una conjetura.
—Ya lo sé. Pero si esperamos tener pruebas definitivas antes de
hacer nada, nunca llegaremos a ningún sitio. Esta es nuestra única
pista.
Emisiones. Los conocimientos científicos de Asakawa eran nimios.
Ni siquiera sabía con exactitud qué eran las emisiones: tenía que
empezar su investigación por ahí. No podían hacer otra cosa que
buscarlo. Buscar el punto de origen de las emisiones. Eso quería decir
que tenían que volver allí. Y al día siguiente solamente les quedarían
cuatro días.
La siguiente pregunta era: ¿quién había borrado el sortilegio? Si
daban por buena la conjetura de que la cinta había sido grabada en el
mismo bungalow, solamente podían haberlo borrado las cuatro víctimas.
Asakawa había llamado a la cadena de televisión y había descubierto la
fecha en que el joven narrador, Shinraku Sanyutei, había ido de invitado
a La tertulia de la noche. Y tenían razón en sus sospechas. La respuesta
que les dieron era el 29 de agosto. Era casi seguro que los cuatro
jóvenes habían borrado el sortilegio.
Asakawa sacó varias fotocopias de su maletín. Eran las fotografías
del monte Mihara, en la isla de Izu Oshima.
—¿Qué te parece? —le preguntó a Ryuji mientras se las mostraba.
—El monte Mihara, ¿eh? Yo diría que está claro que es este.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Ayer por la tarde le pregunté a un etnólogo de la universidad por
el dialecto de la vieja. Dijo que ya no se usaba mucho, pero que
probablemente era uno que se descubrió en la isla de Izu Oshima. De
hecho, contenía rasgos identificables con la zona de Sashikiji en la
punta sur de la isla. Fue muy cauteloso, de modo que no pudo
localizarlo con seguridad, pero en combinación con esta foto, creo que
podemos dar por hecho que el dialecto es el de Izu Oshima y que la
montaña es el monte Mihara. Por cierto, ¿has investigado las erupciones
del monte Mihara?
—Por supuesto. Desde la guerra, y creo que hacemos bien en
limitarnos a las erupciones posteriores a la guerra… —Considerando el
desarrollo de la tecnología fílmica, parecía seguro dar aquello por
sentado.
—Sí.
—Me sigues, ¿no? Desde la guerra, el monte Mihara ha entrado en
erupción cuatro veces. La primera vez fue de mil novecientos cincuenta
a mil novecientos cincuenta y uno. La segunda fue en el cincuenta y
siete, y la tercera en el setenta y cuatro. Estoy seguro de que los dos
nos acordamos bien de la última: otoño de mil novecientos ochenta y
seis. La erupción de mil novecientos cincuenta y siete produjo un cráter
nuevo. Hubo un muerto y cincuenta y tres heridos.
—Si tenemos en cuenta cuándo se inventaron las cámaras de
vídeo, sospecho que se trata de la erupción del ochenta y seis, aunque
creo que todavía no podemos asegurarlo.
Llegado aquel punto, Ryuji pareció recordar algo y empezó a
hurgar en su bolsa. Sacó un trozo de papel.
—Ah, sí. Es evidente que es esto lo que estaba diciendo. El
caballero tuvo la amabilidad de traducírmelo al japonés estándar.
Asakawa miró el trozo de papel, donde había escrito: «¿Cómo has
estado de salud desde entonces? Si te pasas todo el tiempo jugando en
el agua, te cogerán los monstruos. ¿Lo entiendes? Ten cuidado con los
desconocidos. El año que viene tendrás una criatura. Haz caso a tu
abuela, que no eres más que una niña. No hace falta preocuparse por la
gente de aquí».
Asakawa lo leyó dos veces, con atención, y levantó la vista.
—¿Qué es esto? ¿Qué quiere decir?
—¿Cómo lo voy a saber? Eso es lo que vas a tener que averiguar.
—¡Solo nos quedan cuatro días!
Asakawa tenía demasiadas cosas que hacer. No sabía por dónde
empezar. Tenía los nervios de punta y había empezado a perderlos.
—Mira. A mí me queda un día más que a ti. Tú eres la cabeza de
lanza de esto. Actúa en consecuencia. Pon toda tu energía.
De pronto a Asakawa se le llenó el corazón de recelos. Ryuji podía
abusar de su día extra. Si por ejemplo tenía dos posibles respuestas al
acertijo del sortilegio, podía darle una a Asakawa y esperar a ver si
moría o sobrevivía para averiguar cuál era la buena. Aquel único día
podía convertirse en un arma poderosa.
—No te importa realmente si vivo o muero, ¿verdad, Ryuji?
Sentado ahí tranquilamente, riendo… —chilló Asakawa, consciente de
que se estaba poniendo vergonzosamente histérico.
—Ahora estás hablando como una mujer. Si tienes tiempo para
despotricar y lloriquear así, también puedes usar un poco más la
cabeza.
Asakawa siguió mirándolo con resentimiento.
—Bueno, ¿cómo prefieres que lo diga? Eres mi mejor amigo. No
quiero que te mueras. Estoy haciendo lo que puedo. Y quiero que tú
también hagas lo que puedas. Los dos tenemos que rendir al máximo,
por el bien del otro. ¿Satisfecho? —En mitad de su discurso, el tono de
Ryuji se volvió infantil, y terminó con una risa obscena.
Mientras se reía, se abrió la puerta principal. Sorprendido, Asakawa
estiró el cuello y miró a través de la cocina en dirección al recibidor.
Había una joven inclinada para quitarse un par de zapatillas blancas.
Llevaba el pelo corto, por encima de ' las orejas, y unos pendientes que
emitían un brillo blanquecino. Se quitó los zapatos y levantó la vista. Su
mirada se encontró con la de Asakawa.
—Oh, lo siento. Creía que el profesor estaba solo —dijo la joven,
tapándose la boca con la mano. Su elegante lenguaje corporal y su
indumentaria blanca inmaculada contrastaban violentamente con el
apartamento. Debajo de la falda sus piernas eran esbeltas. Su rostro
era delicado e inteligente. Se parecía a una novelista que aparecía en
anuncios de televisión.
—Entra —El tono de voz de Ryuji cambió. La vulgaridad quedó
oculta tras una sobriedad insospechada—. Dejadme que os presente.
Esta es la señorita Mai Takano, del Departamento de Filosofía de la
Universidad de Fukuzawa. Es una de las alumnas estrella del
departamento y siempre presta mucha atención en mis clases.
Probablemente es la única que entiende realmente mis conferencias.
Este es Kazuyuki Asakawa, de El Heraldo. Es… mi mejor amigo.
Mai Takano miró a Asakawa con sorpresa. En aquel momento
Asakawa todavía no sabía por qué se había sorprendido.
—Encantada de conocerlo —dijo Mai, con una sonrisa y una
reverencia excitantes. La clase de sonrisa que refrescaba al que
estuviera mirando.
Asakawa nunca había conocido a una mujer tan guapa. La textura
perfecta de su piel, el brillo de sus ojos, el equilibrio perfecto de su
figura… Por no mencionar la inteligencia, la clase y la amabilidad que
irradiaba. Aquella joven carecía literalmente de defectos. Asakawa se
encogió como un sapo delante de una serpiente. No le salían las
palabras.
—Eh, di algo —Ryuji le dio un codazo en las costillas.
—Hola —dijo por fin, incómodo, pero su mirada seguía
transfigurada.
—Profesor, ¿salió usted anoche? —preguntó Mai, dando dos o tres
pasos elegantes con sus pies enfundados en medias.
—Pues Takabayashi y Yagi me invitaron a salir con ellos, así que…
Ahora que estaban los dos de pie, uno junto al otro, Asakawa se
dio cuenta de que Mai era unos buenos diez centímetros más alta que
Ryuji. Aunque probablemente pesaba la mitad que él.
—Me gustaría que me avisara cuando no viene a casa. Le estuve
esperando.
Asakawa recobró la conciencia de repente. Aquella era la joven con
la que había hablado la noche anterior. Mai era quien había respondido
el teléfono cuando él llamó.
Entretanto, Ryuji estaba cabizbajo como un niño al que estuviera
riñendo su madre.
—Bueno, no pasa nada. Le perdono por esta vez. Tenga, le he
traído algo —Le dio una bolsa de papel—. Le he lavado la ropa interior.
También iba a ordenar esto, pero si le cambio de sitio los libros se
enfada usted.
Asakawa no pudo evitar deducir de esa conversación la naturaleza
de la relación que tenían aquellos dos. Era obvio que ya no eran
simplemente alumna y profesor, sino también amantes. Además, ¡ella lo
había esperado allí sola la noche anterior! ¿Tan íntimos eran? Sintió la
clase de irritación que de vez en cuando le producía ver a dos personas
que hacían mala pareja, pero aquello iba más lejos. Todo lo que tuviera
que ver con Ryuji era descabellado. Luego estaba la expresión de amor
con que Ryuji miraba a Mai. Era como un camaleón que cambiaba de
expresión e incluso de forma de hablar. Por un momento, Asakawa
estuvo lo bastante enfadado como para querer abrir los ojos de Mai y
explicarle los crímenes de Ryuji.
—Es casi la hora de comer, profesor. ¿Le preparo algo? Señor
Asakawa, se queda usted también a comer, ¿verdad? ¿Tiene alguna
preferencia?
Asakawa miró a Ryuji, sin saber qué decir.
—No seas tímido. Mai cocina muy bien.
—Lo dejo en tus manos —consiguió contestar por fin Asakawa.
Mai se fue inmediatamente a un supermercado cercano a comprar
ingredientes para el almuerzo. Después incluso de que se fuera,
Asakawa se quedó mirando la puerta con expresión alelada.
—Tío, pareces un ciervo paralizado por los faros de un coche —dijo
Ryuji con una sonrisa burlona.
—Oh, lo siento.
—Mira, no tenemos tiempo para que estés así de embobado —Ryuji
le dio una palmadita a Asakawa en la mejilla—. Tenemos cosas que
hablar mientras ella está fuera.
—No le habrás enseñado el vídeo a Mai.
—¿Por quién me has tomado?
—Muy bien, continuemos. Me iré después de comer.
—Bien, lo primero que tenemos que encontrar es la antena.
—¿La antena?
—Ya sabes, el sitio donde se originó la emisión.
No podía permitirse un momento de calma. De camino a casa tenía
que parar en la biblioteca y documentarse sobre las ondas hertzianas.
Una parte de él quería irse ya a Hakone Sur, pero sabía que a largo
plazo sería más rápido hacer primero algunas lecturas de fondo para
hacerse una idea de qué estaba buscando. Cuanto más supiera sobre
las características de las ondas hertzianas, y sobre cómo localizar
emisiones pirata, más opciones podría darse a sí mismo.
Había una montaña de cosas por hacer. Pero Asakawa se sentía
distraído, tenía la cabeza en otra parte. No podía sacarse de la cabeza
la cara y el cuerpo de Mai. ¿Por qué estaba ella con un tipo como Ryuji?
Se sentía al mismo tiempo perplejo y enfadado.
—Eh, ¿me estás escuchando? —La voz de Ryuji trajo de vuelta a
Asakawa al mundo real—. En una escena del vídeo aparece un bebé, ¿te
acuerdas?
—Sí —Apartó de su mente momentáneamente la imagen de Mai y
recordó la imagen del recién nacido, cubierto de fluido amniótico
viscoso. Pero la transición no salió bien: terminó imaginándose a Mai
mojada y desnuda.
—Cuando vi aquella escena tuve una sensación extraña en las
manos. Casi como si tuviera al bebé en brazos.
Una sensación. Tener a alguien en brazos. En su imaginación cogió
en brazos primero a Mai y luego al bebé, en una sucesión cegadora.
Luego, finalmente, experimentó la sensación. La misma que había
tenido al ver el vídeo: la sensación de sostener al bebé y luego sacudir
las manos en el aire. Ryuji había tenido exactamente la misma
sensación. Aquello tenía que significar algo.
—Yo también lo sentí. Sentí con nitidez algo húmedo y viscoso.
—Tú también, ¿eh? ¿Qué puede querer decir eso?
Ryuji se puso a cuatro patas, acercó la cara a la pantalla del
televisor y volvió a pasar la escena. Duraba casi dos minutos y durante
todo aquel tiempo el niño estuvo soltando su primer chillido. Vieron un
par de manos elegantes sosteniendo la cabeza y el trasero del bebé.
—Un momento, ¿qué es eso?
Ryuji puso el vídeo en pausa y empezó a hacerlo avanzar
fotograma a fotograma. Durante un único segundo, la pantalla se quedó
en negro. Si uno veía la cinta a velocidad normal era tan breve que no
se podía ver. Pero al verla una y otra vez, fotograma a fotograma, era
posible distinguir momentos de negrura total.
—Ahí está otra vez —dijo Ryuji, levantando la voz.
Durante un momento arqueó la espalda y miró la pantalla con
atención. Luego giró la cabeza y examinó la sala. Estaba pensando
furiosamente: Asakawa lo vio en el movimiento de sus ojos. Pero no
tenía ni idea de en qué estaba pensando Asakawa. En total, la pantalla
se puso negra del todo treinta y tres veces en el curso de la escena de
dos minutos.
—¿Y qué? ¿Me estás diciendo que has podido descubrir algo a partir
de eso? No es más que un problema técnico de la filmación. La cámara
de vídeo era defectuosa.
Ryuji no hizo caso del comentario de Asakawa y empezó a
examinar otras escenas. Oyeron pasos en el rellano. Ryuji pulsó el
botón de stop a toda prisa.
Por fin se abrió la puerta. Mai apareció y dijo:
—Ya estoy aquí.
La habitación quedó envuelta nuevamente en su fragancia.
Era domingo por la tarde y las familias con hijos estaban jugando
en el jardín de delante de la biblioteca municipal. Algunos padres
jugaban a la pelota con sus chavales. Otros estaban tumbados en la
hierba mientras sus hijos jugaban. Era una tarde de domingo bonita y
luminosa de mediados de octubre y el mundo parecía envuelto en un
manto de paz.
Cuando vio la escena, de pronto Asakawa no quiso más que correr
a su casa. Había pasado un rato en la sección de ciencias naturales de
la cuarta planta, empollando sobre las ondas hertzianas, y ahora estaba
asomado a la ventana, sin mirar nada en particular. Llevaba todo el día
perdiéndose en aquella clase de ensoñaciones. Se le ocurrían toda clase
de ideas, sin razón ni concordancia. No podía concentrarse.
Probablemente era debido a su impaciencia. Se puso de pie. Quería ver
las caras de su mujer y de su hija, ya mismo. Aquella idea lo abrumaba.
Ya mismo. No le quedaba mucho tiempo. Tiempo para jugar con su hija
en la hierba como aquella gente…
Asakawa llegó a casa cuando casi eran las cinco. Shizu estaba
preparando la cena. Pudo ver que estaba de mal humor cuando se puso
detrás de ella y la vio cortar las verduras. Y conocía la razón, la conocía
perfectamente. Ahora que por fin tenía el día libre, se había marchado
temprano por la mañana y solamente había dicho: «Me voy a casa de
Ryuji». Si él no cuidaba de Yoko de vez en cuando, por lo menos
cuando tenía el día libre, a Shizu la abrumaba el estrés de criar sola a la
niña. Y para rematarlo, había estado con Ryuji. Aquel era el problema.
Podría simplemente haberle dicho una mentira, pero entonces ella no
habría podido ponerse en contacto con él en caso de emergencia.
—Ha llamado un agente inmobiliario —dijo Shizu, sin perder el
ritmo de cortar verduras.
—¿Y qué ha dicho?
—Me ha preguntado si estábamos pensando en vender la casa.
Asakawa se había sentado a Yoko en el regazo y le estaba leyendo
un libro ilustrado. Lo más probable era que ella no entendiera nada,
pero confiaban en que si ahora le enseñaban un montón de palabras, tal
vez se le acumularan en la cabeza y más adelante salieran en tromba
cuando tuviera un par de años, como cuando revienta un dique.
—¿Te hizo una buena oferta?
Desde que se dispararon los precios del terreno, las inmobiliaria no
paraban de intentar que vendieran.
—Setenta millones de yenes.
La oferta había bajado. Con todo, seguía siendo suficiente para
dejarles un pellizco a Shizu y Yoko, aun después de liquidar la hipoteca.
—¿Y qué les has dicho?
Shizu se limpió las manos con un trapo y por fin se giró.
—Les he dicho que mi marido no estaba en casa.
Siempre hacía lo mismo. Decía: «Mi marido no está en casa» o
«Primero tengo que hablarlo con mi marido». Shizu nunca decidía nada
por ella misma. Asakawa se temía que tendría que empezar a hacerlo
pronto.
—¿A ti qué te parece? Tal vez sería hora de pensárselo. Tenemos
bastante para comprar una casa en las afueras, con jardín. El agente
también lo ha dicho.
Era el modesto sueño de la familia: vender el apartamento en el
que vivían ahora y construirse una casa grande en las afueras. Sin
capital, nunca sería nada más que un sueño. Pero tenían aquel
importante patrimonio: un apartamento en el corazón de la ciudad.
Tenían medios para hacer realidad aquel sueño, y cada vez que
hablaban de ello se emocionaban. Lo tenían delante: solamente tenían
que extender el brazo…
—Y luego, ya sabes, podríamos tener otro hijo.
A Asakawa le parecía evidente lo que Shizu se estaba imaginando.
Una residencia amplia en las afueras, con un estudio individual para
cada uno de sus dos o tres hijos y una sala de estar lo bastante grande
para no tener que pasar vergüenza por muchos invitados que se
presentaran. Yoko, sentada en su rodilla, empezó a irritarse. Se dio
cuenta de que su padre ya no estaba mirando el libro ilustrado, de que
ya no le prestaba atención a ella, y empezó a manifestar su protesta.
Asakawa volvió a mirar el libro.
—»Hace mucho, mucho tiempo, Tierra Pantanosa se llamaba Playa
Pantanosa, porque los pantanos llenos de juncos se extendían hasta la
orilla del mar».
Mientras estaba leyendo en voz alta, Asakawa sintió que se le
inundaban los ojos de lágrimas. Quería hacer realidad el sueño de su
mujer. Lo quería con todas sus fuerzas. Pero solamente le quedaban
cuatro días. ¿Sería su mujer capaz de recuperarse cuando él muriera de
causa desconocida? Shizu todavía no sabía lo frágil que era su sueño y
lo deprisa que se iba a derrumbar.
Las nueve de la noche. Shizu y Yoko estaban dormidas, como de
costumbre. A Asakawa le preocupaba lo último que había sacado a
colación Ryuji. ¿Por qué se había puesto a pasar una y otra vez la
escena del bebé? ¿Y qué había de las palabras de la anciana: «El año
que viene tendrás un hijo»? ¿Había alguna relación entre el bebé del
vídeo y la criatura que mencionaba la anciana? ¿Y qué eran aquellos
momentos de negrura total? Tenían lugar treinta y tantas veces, a
intervalos irregulares.
Asakawa pensó en volver a ver el vídeo para intentar confirmar
aquello. Por muy caprichoso que le hubiera podido parecer a él, Ryuji
había estado buscando algo concreto. Ryuji tenía una capacidad lógica
enorme, claro, pero también tenía una intuición muy certera. Asakawa,
por otro lado, estaba especializado en el trabajo de encontrar la verdad
mediante la investigación laboriosa.
Asakawa abrió el armario y sacó la cinta de vídeo. Quería
introducirla en el aparato, pero en aquel preciso momento percibió algo
raro en sus manos. «LTn momento, aquí pasa algo». No estaba seguro
de qué era, pero su sexto sentido le decía que algo no iba bien. Cada
vez estaba más seguro de que no era su imaginación. Realmente había
notado algo raro al tocar la cinta. Algo había cambiado, algún pequeño
detalle.
«¿Qué es? ¿Qué ha cambiado? —El corazón le latía acelerado—.
Algo va mal. Nada está mejorando. Piensa, hombre, intenta recordar. La
última vez que vi la cinta… la rebobiné. Y ahora la cinta está por la
mitad. A un tercio aproximadamente. Eso es más o menos donde
terminan las imágenes y no la han rebobinado. Alguien la ha visto
mientras yo estaba fuera».
Asakawa corrió al dormitorio. Shizu y Yoko estaban dormidas,
cogidas la una a la otra. Asakawa le dio la vuelta a su mujer, la cogió
del hombro y la zarandeó.
—¡Despierta, Shizu! ¡Despierta! —dijo en voz baja, intentando no
despertar a Yoko. Shizu frunció el ceño e intentó soltarse—. ¡Te digo
que te despiertes! —La voz de Asakawa sonaba distinta de lo habitual.
—¿Qué…? ¿Qué pasa?
—Tenemos que hablar. Ven.
Asakawa sacó a rastras a su mujer de la cama y la llevó al
comedor. Luego le enseñó la cinta.
—¿Has visto esto?
Amedrentada por la ferocidad de su tono, Shizu no pudo hacer más
que mirar alternativamente la cinta y la cara de su marido. Por fin dijo:
—¿Es que no podía mirarla?
«¿Por qué te enfadas tanto? —pensó Shizu—. Era domingo, tú
habías ido a no sé dónde y yo me aburría. Y estaba en casa esa cinta
sobre la que estabais cuchicheando tú y Ryuji, así que la he sacado.
Pero ni siquiera era interesante. Probablemente era algo que habíais
hecho los chicos de la oficina —Shizu permaneció callada, replicando
únicamente en su mente—. No hay razón para que te enfades tanto».
Por primera vez en su vida de casado, Asakawa tuvo ganas de
pegar a su mujer:
—¡… Estúpida!
Pero consiguió resistir la tentación y se quedó allí de pie con el
puño cerrado. —Tranquilízate y piensa. Es culpa tuya.
No tendrías que haberla dejado donde ella pudiera verla». Shizu
nunca abría las cartas dirigidas a él, así que le pareció seguro dejar la
cinta en el armario. «¿Por qué no la escondí? Al fin y al cabo, ella entró
en la sala mientras Ryuji y yo la estábamos viendo. Claro que sentía
curiosidad por la cinta. Fue un error no esconderla».
—Lo siento —murmuró Shizu, malhumorada.
—¿Cuándo la has visto? —A Asakawa le temblaba la voz.
—Esta mañana.
—¿De veras?
Shizu no tenía forma de saber lo importante que era el momento
exacto en que la había visto. Se limitó a asentir con sequedad.
—¿A qué hora?
—¿Por qué lo preguntas?
—¡Dímelo! —Asakawa empezó a mover otra vez la mano.
—Sobre las diez y media, tal vez. Justo después de terminar El
jinete enmascarado.
¿El jinete enmascarado? Era una serie infantil. Yoko era la única
persona en la familia que podía estar interesada en verla. Asakawa
luchó desesperadamente para no desmayarse.
—Ahora escúchame, esto es muy importante. Mientras estabas
viendo el vídeo, ¿dónde estaba Yoko?
Shizu tenía cara de estar a punto de romper a llorar.
—Sentada en mi regazo.
—¿Yoko también? ¿Me estás diciendo que… las dos… visteis el
vídeo?
—Ella solamente miraba el parpadeo de la pantalla. No entendía
nada…
—¡Calla! ¡Eso no importa!
Ya no era una simple cuestión de destruir el sueño de su mujer de
una casa en las afueras. Ahora la familia entera estaba en peligro.
Todos podían morir. Todos estaban expuestos a una muerte absurda.
Mientras observaba la rabia, el miedo y la desesperación de su
marido, Shizu empezó a ser consciente de la gravedad de la situación.
—Oye, eso no era más que… una broma… ¿no?
Shizu recordó las palabras del final del vídeo. Al verlas le habían
parecido nada más que una broma de mal gusto. No podían ser reales.
Pero entonces, ¿por qué estaba actuando así su marido?
—¿No es real, verdad?
Asakawa no pudo contestar. Se limitó a negar con la cabeza. Luego
le embargó la ternura por aquellos que ahora compartían su destino.
15 de octubre, lunes,:, Cuando ahora se despertaba por las
mañanas, Asakawa se sorprendía a sí mismo deseando que todo
hubiera sido un sueño. Llamó a una agencia de alquiler de coches del
vecindario y les dijo que recogería con puntualidad el coche que había
reservado. Tenían su reserva archivada, no había ningún error. La
realidad avanzaba sin pausa.
Necesitaba un medio para desplazarse si iba a intentar encontrar el
origen de la emisión. Sería demasiado difícil irrumpir en las frecuencias
televisivas con un transmisor inalámbrico normal y corriente. Se
imaginó que debían de haberlo hecho con una unidad expertamente
modificada. Y la imagen de la cinta era nítida, sin interferencias. Aquello
significaba que la señal había tenido que ser fuerte y cercana. Con más
información habría podido establecer la zona a la que llegaba la
transmisión y de esa forma localizar el punto de origen. Pero lo único
que tenía para seguir adelante era el hecho de que el televisor de la
Ciudad de los Chalets la había recibido. Lo único que podía hacer era ir
allí, tantear el terreno y luego empezar a peinar la zona con
meticulosidad. No tenía ni idea de cuánto tiempo iba a tardar. Puso en
su maleta ropa para tres días. Estaba claro que no necesitaría más.
Se miraron entre ellos, pero Shizu no dijo nada sobre el vídeo.
Asakawa no había sido capaz de inventar una buena mentira, así que la
había dejado irse a la cania sin más que un puñado de excusas vagas
sobre la amenaza de muerte al cabo de una semana. Por su parte,
Shizu parecía temer cualquier revelación específica, así que pareció feliz
de dejar el asunto sin aclarar y en la penumbra. En lugar de interrogar
a su marido como haría de costumbre, pareció hacer algunas conjeturas
privadas que la llevaron a mantener un silencio extraño. Asakawa no
sabía con exactitud cómo estaba interpretando Shizu las cosas, pero no
parecía que el nerviosismo de ella fuera a disiparse. Mientras veía el
culebrón matinal de siempre en la televisión, parecía
extraordinariamente sensible a los ruidos de fuera y se levantaba
sobresaltada de su sillón con frecuencia.
—No hablemos de esto, ¿de acuerdo? No tengo respuestas para ti.
Tú deja el asunto en mis manos —Aquello era lo único que se le ocurría
a Asakawa para calmar la ansiedad de su mujer. No podía permitirse el
lujo de mostrarse débil ante ella.
Justo cuando estaba saliendo de la casa, como si estuviera
coordinado con sus movimientos, sonó el teléfono. Era Ryuji.
—He hecho un descubrimiento fascinante. Quiero que me des tu
opinión —La voz de Ryuji sonaba excitada.
—¿No me lo puedes decir por teléfono? Tengo que ir a recoger un
coche de alquiler.
—¿Un coche de alquiler?
—Tú eres el que me dijo que encontrara el origen de la emisión.
—Vale, vale. Escucha, deja eso de lado un momento y pásate por
aquí. Tal vez después de todo no tengas que ir a buscar ninguna
antena. Tal vez se desmorone toda nuestra premisa.
Asakawa decidió recoger el coche primero de todos modos, para
que en caso de que todavía tuviera que ir a la Tierra Pacífica de Hakone
Sur, pudiera ir directamente desde casa de Ryuji.
Asakawa aparcó el coche con dos ruedas encima de la acera y
aporreó la puerta de Ryuji.
—¡Entra! Está abierto.
Asakawa abrió la puerta con brusquedad y cruzó la cocina pisando
deliberadamente fuerte.
—¿Qué es ese gran descubrimiento? —se forzó a preguntar.
—¿Qué mosca te ha picado? —Ryuji levantó la vista desde el suelo,
donde estaba sentado con las piernas cruzadas.
—¡Date prisa y dime qué has encontrado!
—¡Relájate!
—¿Cómo quieres que me relaje? ¡Dímelo de una vez!
Ryuji se mordió la lengua un momento. Luego preguntó
amablemente:
—¿Qué pasa? ¿Ha ocurrido algo?
Asakawa se dejó caer al suelo en el centro de la sala y juntó las
manos sobre las rodillas.
—Mi mujer y… mi hija han visto esa cinta de mierda.
—Vaya, eso sí que es fuerte. Lo lamento —Ryuji se lo quedó
mirando hasta que Asakawa empezó a recuperar la compostura. Luego
este estornudó una vez y se sonó la nariz ruidosamente—. Bueno,
también quieres salvarlas, ¿no?
Asakawa asintió con la cabeza como un niño.
—Pues bueno, razón de más para mantener la cabeza serena. Así
que no te voy a explicar mis conclusiones. Me limitaré a mostrarte las
pruebas. Primero quiero ver qué te sugieren las pruebas. Por eso no
puedo tenerte así de nervioso, ¿sabes?
—Lo entiendo —dijo Asakawa, dócilmente.
—Ahora ve a lavarte la cara o algo. Reponte.
Asakawa podía llorar delante de Ryuji. Ryuji era la válvula de
escape de todas las emociones que no podía dejar escapar delante de
su mujer.
Volvió a entrar en la sala, secándose la cara con una toalla, y Ryuji
le dio una hoja de papel. En la hoja había un esquema sencillo:
1) Introducción 2) Fluido rojo 3) Monte Mihara 4) Erupción monte
Mihara 5) La palabra «montaña»
6) Dados 7) Anciana 8) Bebé
9) Caras 10) Tele vieja 11) Cara de hombre 12) Final Algunas
cosas estaban claras a simple vista. Ryuji había dividido el vídeo en
escenas.
—Anoche se me ocurrió esto de repente. Ves lo que es, ¿no? El
vídeo consta de doce escenas. A cada una le he dado un número y un
título. El número que hay detrás del título es la longitud de la escena en
segundos. El siguiente número, entre corchetes, es… ¿me sigues?, el
número de veces que la pantalla se pone negra a lo largo de la escena.
La expresión de Asakawa estaba llena de dudas.
—Después de que te fueras ayer empecé a examinar otras escenas
además de la del bebé. Para ver si también tenían instantes en negro.
Y, oh maravilla, también los tenían las escenas tres, cuatro, ocho, diez y
once.
—La siguiente columna dice «real» y «abstracto». ¿Qué quiere
decir eso?
—Podemos dividir grosso modo las doce escenas en esas dos
categorías. Están las escenas abstractas, las que son como escenas de
la imaginación, son lo que supongo que podemos llamar paisajes
mentales. Las reales son cosas que existen en realidad, que se pueden
ver con los ojos. Así es como las he dividido.
Ryuji hizo una breve pausa.
—Ahora mira el esquema. ¿Ves algo?
—Bueno, el telón negro solamente aparece en las escenas
«reales».
—Cierto. Absolutamente cierto. Ten eso en mente —Ryuji, esto se
está volviendo irritante. Date prisa y dime adonde quieres ir a parar.
¿Qué significa esto?
—Tranquilo, tranquilo, no te sulfures. A veces cuando nos dan las
respuestas de entrada nos embotan la intuición. A mí la intuición ya me
ha llevado a sacar una conclusión. Y con ella en mente, manipularé
cualquier dato para racionalizar el hecho de aferrarme a esa conclusión.
Es como en esas investigaciones criminales, ¿no? En cuanto aparece la
idea de que el culpable es ese, de pronto parece que todas las pruebas
apoyan tu tesis. Fíjate, no podemos permitirnos divagar en este punto.
Necesito que apoyes mi conclusión. Es decir, quiero ver, en cuanto
hayas visto las pruebas, si tu intuición te dice lo mismo que a mí la mía.
—Vale, vale. Continúa.
—Muy bien: el telón negro solamente aparece cuando la pantalla
muestra paisajes reales. Eso lo hemos dejado claro. Ahora, rememora
las sensaciones que tuviste la primera vez que viste las imágenes. Ayer
ya hablamos de la escena del bebé. ¿Algo más aparte de eso? ¿Qué hay
de la escena con todas aquellas caras?
Ryuji usó el mando a distancia para encontrar la escena.
—Échales un buen vistazo a esas caras.
La pared de docenas de caras se fue retirando lentamente y
multiplicándose hasta convertirse en centenares primero y en millares