sábado, 28 de agosto de 2010

El Sacerdote Y Su Amor -- Yukio Mishima



El Sacerdote Y Su Amor

Yukio Mishima



De acuerdo con La esencia de la Salvación, de Eshin, los Diez Placeres no son nada más que una gota de agua en el océano comparados con los goces de la Tierra Pura. El suelo es, allí, de esmeralda y los caminos que la cruzan, de cordones de oro. No hay fronteras y su superficie es plana. Cincuenta mil millones de salones y torres trabajadas en oro, plata, cristal y coral se levantan en cada uno de los Precintos sagrados. Hay maravillosos ropajes diseminados sobre enjoyadas margaritas. Dentro de los salones y sobre las torres una multitud de ángeles tocan eternamente música sagrada y entonan himnos de alabanza al Tathagata Buda. Existen grandes estanques de oro y esmeralda en los jardines para que los fieles realicen sus abluciones. Los estanques de oro están rodeados de arena de plata y los de esmeralda, de arena de cristal. Hay plantas de loto en las fuentes que brillan con mil fuegos cuando el viento acaricia la superficie del agua. Día y noche el aire se colma con el canto de las grullas, gansos, pavos reales, papagayos y Kalavinkas de dulce acento que tienen rostros de mujeres hermosas. Estos y otras miríadas de pájaros cien veces alhajados elevan sus melodiosos cantos en alabanza a Buda. (Aun cuando sus voces resuenen dulcemente, esta inmensa colección de aves debe resultar extremadamente ruidosa).

Las orillas de estanques y ríos están cubiertas de bosquecillos con preciosos árboles sagrados que poseen troncos de oro, ramas de plata y flores de coral. Su belleza se refleja en las aguas. El aire está colmado de cuerdas enjoyadas de las que cuelgan legiones de campanas preciosas que tañen por siempre la Ley Suprema de Buda, y extraños instrumentos musicales, que resuenan sin ser pulsados, se extienden en lontananza por el diáfano cielo.

Una mesa con siete joyas, sobre cuya resplandeciente superficie se encuentran siete recipientes colmados por los más exquisitos manjares, aparece frente a aquellos que sienten algún tipo de apetito. No es necesario llevarse a la boca estas viandas. Basta deleitarse con su aroma y colores. En tal forma, el estómago se satisface y el cuerpo se nutre mientras que el sujeto se mantiene espiritual y físicamente puro. Una vez terminada la merienda, los recipientes y la mesa desaparecen.

De la misma manera, el cuerpo se viste automáticamente sin necesidad de coser, lavar, teñir o zurcir.

Las lámparas tampoco son necesarias, pues el cielo está iluminado por una luz omnipresente. Además, la Tierra Pura goza de una temperatura moderada durante todo el año, haciendo innecesario refrescarse o abrigarse. Cien mil esencias tenues perfuman el aire y pétalos de loto caen en constante lluvia.

En el capítulo de "El Portal de Inspección" se nos enseña que, visto y considerando que los no iniciados no pueden adentrarse profundamente en la Tierra Pura, deben ocuparse en despertar sus poderes de "imaginación exterior" y, luego, en engrandecerlos continuamente. El poder de la imaginación permite escapar a las trabas de nuestra vida mundana y contemplar a Buda. Si estamos dotados de una rica y turbulenta fantasía, podremos concentrar nuestra atención en una sola flor de loto y, desde allí, expandirnos hacia infinitos horizontes.

A través de una observación microscópica y de cierta proyección astronómica, la flor de loto puede convertirse en los cimientos de una teoría del universo y en el agente por medio del cual nos será posible percibir la Verdad. En primer lugar, debemos saber que cada pétalo tiene ochenta y cuatro mil nervaduras, y que cada nervadura posee ochenta y cuatro mil luces. Más aún, la más pequeña de estas flores tiene un diámetro de doscientos cincuenta yojana. Presumiendo que el yoyana del cual hablan las Sagradas Escrituras corresponde a setenta y cinco millas cada uno, podemos llegar a la conclusión de que una flor de loto de un diámetro de diecinueve mil millas no es de las más grandes.

Pues bien, esa flor tiene ochenta y cuatro mil pétalos y dentro de cada uno hay un millón de joyas resplandecientes con mil luces diferentes. Sobre el cáliz bellamente adornado de la flor se levantan cuatro alhajados pilares, cada uno de los cuales es cien billones de veces más grande que el Monte Sumeru, que sobresale en el centro del universo budista. Grandes tapices cuelgan de sus pilares. Cada uno de ellos está adornado con cincuenta mil millones de joyas que emiten ochenta y cuatro mil luces por unidad. Cada luz está compuesta de ochenta y cuatro mil tonos diferentes de oro.

La concentración en tales imágenes es conocida como "Pensamiento del asiento de Loto en el que se sienta Buda", y el mundo que se vislumbra como fondo de nuestra historia es un mundo imaginado en esa escala.

El sacerdote del Templo de Shiga era un hombre de gran virtud. Sus cejas eran muy blancas y apenas podía con sus huesos. Recorría el templo de un lado a otro, apoyado en un bastón.

A los ojos de este sabio asceta el mundo sólo era un montón de basura. Había vivido retirado durante muchos años y el pequeño retoño de pino que había plantado con sus propias manos, al mudarse a su celda actual era ya un gran árbol cuyas ramas se agitaban al viento. Un monje que había logrado abandonar el Mundo Fluctuante desde tanto tiempo atrás, debía nutrir gran seguridad respecto a su futuro.

Sonreía, compasivo, frente a nobles poderosos, y reflexionaba acerca de la imposibilidad que demostraba aquella gente en advertir que los placeres no eran sino sueños vacíos. Cuando contemplaba a alguna mujer hermosa, su única reacción era experimentar piedad por los hombres que aún habitan el mundo de las desilusiones y se sacuden en las olas del deseo carnal.

Cuando un hombre no responde a las motivaciones que regulan el mundo material, ese mundo parece sumergirse en un completo reposo. Para los ojos del Gran Sacerdote, el mundo sólo ofrecía reposo, estaba reducido a un dibujo, al mapa de cierta tierra extranjera. Cuando se ha alcanzado el estado de ánimo en el cual las pasiones indignas del mundo han desaparecido, también se olvida el temor. Es por esta razón que el Sacerdote no podía explicarse la existencia del Infierno. Sabía, más allá de toda duda, que el mundo no ejercía ya ningún poder sobre él, pero como carecía por completo de soberbia no se detenía a pensar que ello se debía a su enorme virtud.

En cuanto a su cuerpo, podía decirse que ya no tenía casi carne. Al bañarse se regocijaba viendo cómo sus huesos salientes estaban precariamente cubiertos por carne marchita. Habiendo su cuerpo alcanzado ese estado, podía avenirse a él como si perteneciera a otra persona. Un cuerpo en tales condiciones parecía estar más calificado para ser nutrido por la Tierra Pura que por alimentos y bebidas terrestres.

Soñaba noche a noche con la Tierra Pura y, al despertar, sólo sabía que subsistir en este mundo significaba estar atado a una triste ensoñación evanescente.

Cuando llegaba la época de admirar las flores, gran cantidad de gente venia de la capital con el objeto de visitar la villa de Shiga. Esto no molestaba al sacerdote, ya que hacía tiempo que había superado el estado en el que los ruidos del mundo pueden irritar la mente.

Abandonó su celda, en un atardecer de primavera, y caminó hacia el lago. Era la hora en que las sombras del crepúsculo avanzan lentamente sobre la brillante luz de la tarde. Ni el más leve movimiento agitaba la superficie del agua. El sacerdote se detuvo en la orilla y comenzó a practicar el sagrado rito de la Contemplación del Agua.

En aquel momento, un carruaje tirado por bueyes, perteneciente a todas luces a una persona de alto rango, rodeó el lago y se detuvo cerca del sacerdote. Su dueña una dama de la Corte del distrito Kyogoku de la Capital, poseía el alto título de Gran Concubina Imperial. Esta dama deseaba contemplar el paisaje de Shiga en la recién llegada primavera y, al regresar, había hecho detener el carruaje. Alzó la cortina para echar una última mirada al lago.

El Gran Sacerdote miró, casualmente, en esa dirección y, de inmediato se sintió abrumado por tanta belleza. Sus ojos se encontraron con los de la mujer y, como no hiciera nada por apartarlos, ella no trató de ocultarse.

Su liberalidad no era tanta como para permitir que los hombres la miraran con apasionamiento; pero reflexionó que los motivos de aquel austero y viejo asceta no podían ser los mismos que los de los hombres comunes.

La dama bajó la cortina tras algunos minutos. El carruaje echó a andar y, después de cruzar el Paso de Shiga, se encaminó lentamente por la ruta que conducía a la Capital. Cayó la noche. Hasta que el carruaje no fue más que un punto entre los árboles lejanos, el Gran Sacerdote permaneció como petrificado en el mismo lugar.

En un abrir y cerrar de ojos el mundo se había vengado del sacerdote con terrible saña. Todo cuanto había creído tan inexpugnable, caía en ruinas.

Volvió al templo, contempló la imagen de Buda e invocó su Sagrado Nombre. Pero las sombras opacas de los pensamientos impuros se cernían sobre él. Se dijo que la belleza de una mujer no era más que una aparición fugaz, un fenómeno temporario compuesto de carne perecedera. Sin embargo, aunque intentaba borrarla, la inefable belleza que había contemplado junto al lago, pesaba ahora sobre su corazón con la fuerza de algo llegado desde una infinita distancia. El Gran Sacerdote no era lo suficientemente joven, ni física ni espiritualmente, como para creer que ese nuevo sentimiento era sólo una trampa que su carne le jugaba. La carne de un hombre, y lo sabía bien, no se agita tan rápidamente. Antes bien, tenía la sensación de haber sido sumergido en algún veneno sutil y poderoso que había alterado su espíritu.

El Gran Sacerdote no había quebrantado nunca su voto de castidad. La lucha interior librada en su juventud contra el deseo lo había llevado a considerar a las mujeres sólo como meros seres materiales. La única carne era la que existía realmente en su imaginación. Considerándola más como una abstracción ideal que como un hecho físico, confiaba en su fortaleza espiritual para subyugarla. En ese sentido, el sacerdote había triunfado. Nadie que lo conociera podría ponerlo en duda.

Pero el rostro de mujer que había levantado la cortina del carruaje era demasiado armonioso y refulgente como para ser designado como un mero objeto de la carne. El sacerdote no supo qué nombre darle. Sólo pudo reflexionar en que, para que tan portentoso hecho se produjera, algo hasta aquel momento oculto y al acecho en su interior, se había revelado finalmente. Ese algo no era sino este mundo, que hasta entonces había permanecido en reposo, y que, súbitamente, emergía de la oscuridad y comenzaba a agitarse.

Era como si hubiera permanecido, de pie, junto al camino que lleva a la capital, con las manos firmemente apretadas sobre los oídos, y hubiera visto cruzar con gran estrépito dos grandes carros tirados por bueyes. Al destaparse los oídos, bruscamente, el estruendo lo envolvía.

Percibir el flujo y reflujo de fenómenos transitorios, sentir su fragor rugiente en los oídos, era entrar dentro del círculo de este mundo. Para un hombre como el Gran Sacerdote, que no había admitido concesiones en su contacto con el mundo exterior, significaba someterse nuevamente a un estado de dependencia.

Aun leyendo a los Sutras exhalaba grandes suspiros de angustia. Pensó, entonces, que la naturaleza servía para distraer su espíritu e intentó concentrarse en las montañas que, a través de la ventana de su celda, se destacaban en la distancia contra el cielo nocturno. Pero sus pensamientos, en vez de concentrarse en la belleza, se desvanecían como nubes y desaparecían.

Fijaba su mirada en la luna, pero sus pensamientos fluctuaban como antes, y cuando fue a inclinarse, nuevamente, frente a la Suprema Imagen, en un desesperado esfuerzo por recobrar la pureza de su mente, el rostro de Buda se transformó y se convirtió en las facciones de la dama del carruaje. Su universo había quedado aprisionado dentro de los límites de un estrecho círculo donde se enfrentaban el Gran Sacerdote y la Gran Concubina Imperial.

La Gran Concubina Imperial de Kyogoku olvidó rápidamente al viejo sacerdote que la observara con tanta atención en el lago de Shiga. Sin embargo, poco tiempo después llegó a sus oídos un rumor que le recordó el incidente. Uno de los habitantes del villorrio había sorprendido al Gran Sacerdote mirando cómo se perdía en la distancia el carruaje de la dama. Se lo había comentado a un caballero de la Corte que admiraba las flores de Shiga, agregando que, desde aquel día, el Sacerdote se comportaba como quien ha perdido la razón.

La Concubina Imperial fingió no creer en tales habladurías, pero la virtud del sacerdote era conocida en toda la capital y el suceso sirvió para alimentar la vanidad de la dama.

Estaba verdaderamente cansada del amor que recibía de los hombres de este mundo. La Concubina Imperial tenía clara conciencia de lo hermosa que era y se inclinaba hacia otras disciplinas, como la religión, que trataran a su belleza y a su alto rango como cosas desprovistas de valor. El mundo la aburría soberanamente y, por ende, creía también en la Tierra Pura. Era inevitable que el Budismo Jodo, que rechazaba toda la belleza y el brillo del mundo visible como si fuera corrupción y contaminación, tuviera un atractivo especial para quien, como la Concubina Imperial, estaba tan desilusionada de la elegante superficialidad de la vida cortesana. Elegancia que, por otra parte, parecía anunciar inequívocamente los Últimos Días de la Ley y su degeneración.

Entre aquellos que consideraban al amor como su principal preocupación, la Concubina Imperial ocupaba un alto puesto como la personificación misma del refinamiento. El hecho de que jamás hubiera brindado su amor a hombre alguno no hacía sino acrecentar su fama. Aun cuando cumplía sus deberes para con el Emperador con el más absoluto decoro, nadie creía, ni por un momento, que estuviera enamorada de él. La Gran Concubina Imperial soñaba con una pasión al borde de lo imposible.

El Gran Sacerdote del Templo de Shiga era famoso por su virtud y todos en la Capital sabían hasta qué punto este anciano prelado había hecho abandono del mundo. Tanto más sorprendente era, entonces, el rumor de que había sido prendado por los encantos de la Concubina Imperial, y que, por ella, había sacrificado la vida eterna. Rehusar los goces de la Tierra Pura que estaban casi al alcance de su mano, equivalía al mayor sacrificio y a la más importante ofrenda.

La Gran Concubina Imperial se mostraba totalmente indiferente a los encantos de los nobles y jóvenes libertinos que abundaban en la Corte. Los atributos físicos de los hombres ya no representaban nada para ella. Su única ambición era encontrar a alguien que pudiera ofrecerle un amor fuerte y profundo.

Una mujer con tales aspiraciones se convierte en una criatura aterradora. Si hubiera sido sólo una cortesana, la habrían conformado las riquezas y la frivolidad. La Gran Concubina poseía todo lo que la riqueza del mundo puede brindar. El hombre que aguardaba tendría que ofrecerle, pues, los bienes del universo del futuro.

Los comentarios sobre el enamoramiento del Gran Sacerdote inundaron la Corte, hasta que, finalmente, y en son de broma, la historia fue repetida hasta al mismo Emperador. Esta chismografía desagradaba a la Gran Concubina, que guardaba una actitud fría e indiferente. Comprendía perfectamente que existían dos motivos para que los cortesanos pudieran bromear libremente sobre un asunto cuyo comentario, normalmente, les estaría vedado. El primero, que, refiriéndose al amor del Gran Sacerdote, estaban halagando la belleza de la mujer que inspiraba aun a un eclesiástico de tan gran virtud, tamaña distracción y, en segundo término, todos sabían que el amor del anciano por la noble dama jamás podría ser retribuido.

La Gran Concubina Imperial reconstruyó mentalmente los rasgos del viejo sacerdote que había visto a través de la ventana del carruaje. No se parecía en absoluto a los rostros de ninguno de los hombres que la habían amado hasta entonces. Era extraño que el amor surgiera en el corazón de un hombre que no poseía ninguna condición como para ser amado. La dama recordó frases tales como "mi amor perdido y sin esperanzas" que eran usadas a menudo por los poetastros de Palacio cuando deseaban despertar eco en los corazones de sus indiferentes amadas. La situación del más desgraciado de aquellos elegantes resultaba envidiable frente a la del Gran Sacerdote. Sin embargo, a la Concubina Imperial los escarceos poéticos de tales jóvenes se le antojaron adornos mundanos, inspirados por la vanidad y totalmente desprovistos de sentimiento.

A esta altura, el lector comprenderá claramente que la Gran Concubina Imperial no era, como comúnmente se la creía, la personificación de la elegancia cortesana, sino una persona que encontraba en la evidencia de ser amada una verdadera razón de vivir. Pese a su alto rango era, antes que nada, una mujer, y todo el poder y la autoridad del mundo carecían de valor si no le brindaban tal evidencia. Los hombres que la rodeaban se entregaban a luchar sin fin para alcanzar el poder político. Ella soñaba con dominar el mundo por otros medios puramente femeninos.

Había conocido a muchas mujeres que habían tomado los hábitos que se habían retirado del mundo. Tales mujeres la hacían reír. Cualquiera sea la razón alegada por una mujer para abandonar el mundo, le es casi imposible desprenderse de sus posesiones. Sólo los hombres son verdaderamente capaces de abandonar cuanto poseen.

El viejo sacerdote del lago había dejado, en determinada etapa de su vida, el Mundo Fluctuante y sus placeres. Ante los ojos de la Concubina Imperial era más hombre que todos los nobles que poblaban la Corte. Y así como había abandonado una vez este Mundo Fluctuante, estaba dispuesto ahora, por ella, a renunciar también al mundo futuro.

La Concubina recordó la idea de la sagrada flor de loto que su profunda fe había impreso vívidamente en su mente. Pensó en el enorme loto con una anchura de doscientas cincuenta yojana. Aquella planta absurda se ajustaba más a sus gustos que las mezquinas flores flotantes de los estanques de la Capital. Por las noches, el susurro del viento entre los árboles del jardín le parecía insípido comparado con la música delicada que produce la brisa, en la Tierra Pura, cuando sacude a las plantas sagradas.

Al recordar los extraños instrumentos que colgaban del cielo y tañían sin ser tocados, el sonido del arpa de Palacio sólo se le antojaba una despreciable imitación.

El Sacerdote del Templo de Shiga luchaba. En sus combates juveniles contra la carne, lo había sostenido siempre la esperanza de alcanzar el mundo futuro. Pero, en cambio, esta lucha desesperada de su vejez se asociaba con un sentimiento de pérdida irreparable.

La imposibilidad de consumar su amor por la Gran Concubina Imperial se le aparecía tan clara como el sol en el cielo. Al mismo tiempo, tenía perfecta conciencia de la imposibilidad de avanzar hacia la Tierra Pura, mientras permaneciera esclavo de aquel amor. El Gran Sacerdote había vivido en un estado de incomparable libertad y ahora, en un abrir y cerrar de ojos, se encontraba sin futuro y en la más completa oscuridad. El coraje que lo había acompañado durante las luchas de su juventud había tenido quizás, sus raíces en su propio orgullo y confianza. En saber que se estaba privando voluntariamente del placer que tenía al alcance de la mano.

El Gran Sacerdote sentía miedo nuevamente. Hasta que aquel noble carruaje se aproximara a la orilla del Lago Shiga, su convencimiento era que cuanto le esperaba ya no era sino la liberación del Nirvana. Ahora se encontraba, de pronto, frente a la oscuridad del mundo donde es imposible adivinar lo que nos acecha a cada paso.

En vano acudía a todas las formas de meditación religiosa. Ensayó la Contemplación del Crisantemo, la Contemplación del Aspecto Total y la Contemplación de las Partes; pero cada vez que intentaba concentrarse, el hermoso rostro de la Concubina aparecía ante sus ojos. Tampoco fue un remedio la Contemplación del Agua, pues invariablemente aparecían los bellos rasgos resplandecientes entre las ondas del lago.

Todo esto, sin duda, era sólo una consecuencia de su apasionamiento. Bien pronto, el sacerdote advirtió que la concentración le producía más mal que bien, y fue entonces cuando ensayó aliviar su espíritu por medio de la dispersión. Le asombraba constatar que la meditación lo hundía, paradójicamente, en una desilusión aún más profunda. A medida que su espíritu iba sucumbiendo bajo tal peso, el sacerdote decidió que antes de proseguir una lucha estéril, era mejor concentrar deliberadamente sus pensamientos en la figura de la Gran Concubina Imperial.

El Gran Sacerdote hallaba una nueva satisfacción al adornar su visión de la dama en las más variadas formas, como si se tratara de una imagen budista cubierta de diademas y baldaquines. Al hacerlo, el objeto de su amor se transformaba en un ser de creciente esplendor, distante e imposible. Esto le producía una alegría especial, seguramente porque de lo contrario, el ver a la Gran Concubina Imperial como a una mujer común y corriente era más peligroso. La revestía de todas las humanas fragilidades.

Mientras reflexionaba sobre este asunto, la verdad se hizo en su corazón. No veía en la Gran Concubina Imperial a una criatura de carne y hueso, ni tampoco a una visión. Era, en todo caso, un símbolo de la realidad, un símbolo de la esencia de las cosas. Resulta verdaderamente extraño perseguir esa esencia en la figura de una mujer. Y, sin embargo, existía un motivo. Aun al enamorarse, el sacerdote de Shiga no había perdido el hábito, adquirido tras largos años de contemplación, de esforzarse por alcanzar la esencia de las cosas a través de una constante abstracción. La Gran Concubina Imperial de Kyogoku, se había identificado con la visión del inmenso loto de doscientos cincuenta yojana. Reclinada en el agua y sostenida por todas las flores de loto, la Cortesana se volvía. tan grande como el Monte Sumeru.

Cuanto más convertía a su amor en un imposible, más profundamente traicionaba el sacerdote a Buda, pues la imposibilidad de su amor se encontraba aparejada con la imposibilidad de llegar a la iluminación. Y cuanto más advertía que su amor no podía tener esperanza, más crecía la fantasía que lo alimentaba y más se arraigaban sus pensamientos impuros. Mientras consideraba que su amor tenía alguna remota posibilidad, le había sido más fácil renunciar a él; pero ahora que la Gran Concubina se había convertido en una criatura fabulosa y totalmente inalcanzable, el amor del Gran Sacerdote se inmovilizaba como un gran lago de aguas calmas que cubría, inexorablemente, la superficie de la tierra.

Esperaba ver el rostro de su dama aún una vez más, pero temía que esa figura, que ahora se había vuelto una gigantesca flor de loto, se desvaneciera sin dejar rastros. Si aquello sucedía, el Gran Sacerdote se salvaría. Esta vez no dudaba de alcanzar la verdad. Y aquella mera perspectiva llenó al sacerdote de miedo y reverencia.

El melancólico amor del anciano había comenzado a crear curiosas estratagemas. Cuando, por fin, se decidió a visitar a la Gran Concubina, creyó en la ilusión de estar saliendo de una enfermedad que estaba marchitando su cuerpo. El caviloso sacerdote interpretó la alegría que acompañaba a su determinación como el alivio de haber escapado finalmente a las trabas de su amor.

Ninguno de los servidores de la Gran Concubina halló nada extraño en el hecho de que un anciano sacerdote permaneciera de pie en un rincón del jardín, apoyado en su bastón y mirando tristemente la Residencia. Era frecuente encontrar a ascetas y mendigos frente a las grandes casas de la Capital, aguardando limosnas.

Una de las cortesanas mencionó el hecho a su señora. La Gran Concubina miró, casualmente, a través del postigo que la separaba del jardín. Bajo las sombras del verde follaje, un anciano sacerdote macilento y de raídas vestiduras negras, inclinaba la cabeza. La dama lo observó por algún tiempo, y cuando hubo reconocido al sacerdote del lago de Shiga, su pálido rostro se volvió aún más demacrado.

Pasados algunos minutos de indecisión, impartió las órdenes necesarias para que la presencia del sacerdote en el jardín fuera ignorada.

Por primera vez el desasosiego hizo presa de ella. Había visto a mucha gente hacer abandono del mundo, pero ahora se encontraba por primera vez con alguien que renunciaba al mundo futuro. La visión resultaba siniestra y aterradora. Todos los placeres que había extraído su imaginación ante la idea del amor del sacerdote, desaparecieron en un segundo. Aunque aquel hombre hubiera renunciado al mundo futuro por ella, ahora comprendía que ese mundo jamás pasaría a sus propias manos.

La Gran Concubina Imperial contempló sus ropas elegantes y su hermoso cuerpo. Luego, miró hacia el jardín y observó al feo anciano andrajoso. El hecho de que pudiera existir alguna relación entre ambos tenia una extraña fascinación.

¡Qué diferente de la espléndida visión resultaba todo! El Gran Sacerdote parecía ahora una persona salida del Infierno mismo. Nada quedaba del hombre de virtuosa presencia que traía consigo el destello de la Tierra Pura. Su luz interior, que hacía evocar la gloria, se había desvanecido totalmente. Aun cuando se trataba del hombre del Lago de Shiga, era una persona completamente distinta.

Como la mayoría de los cortesanos, la Gran Concubina Imperial tendía a estar en guardia contra sus propias emociones, especialmente cuando se enfrentaba con algo que podía afectarla profundamente.

Al comprobar el amor del Gran Sacerdote, la invadió el descorazonamiento. La pasión consumada con la cual tanto había soñado durante años, adquiría una forma, preciso es reconocerlo, harto descolorida.

Cuando el sacerdote, apoyado en su bastón, llegó a la capital, casi había olvidado su fatiga. Penetró sigilosamente en las posesiones de la Gran Concubina Imperial en Kyogoku y observó desde el jardín. Tras aquellos postigos estaba la dama de sus pensamientos.

Al asumir su adoración una forma sin mácula, el mundo futuro comenzó a ejercer nuevamente su fascinación sobre el Gran Sacerdote. Nunca antes había vislumbrado la Tierra Pura con tanta intensidad. Su anhelo hacia ella se volvió casi sensual. Sólo debía pasar ahora por la formalidad de presentarse ante la Gran Concubina, declararle su amor y, de tal manera, librarse de una vez por todas de pensamientos impuros que lo ataban aún a este mundo. Faltaba ese único requisito para acercarse aún más a la Tierra Pura.

Le resultaba doloroso permanecer de pie, apoyado en el bastón. Los ardientes rayos del sol de mayo atravesaban las hojas y caían sobre su cabeza afeitada. Una y otra vez creyó perder el sentido. ¡Si tan sólo la dama advirtiera su propósito y lo invitara a saludarla para cumplir así con aquella formalidad! El Gran Sacerdote esperaba y, apoyado en su bastón, luchaba contra su creciente debilidad.

Finalmente llegó el crepúsculo. Nada sabía aún de la Gran Concubina, quien, por lógica, no podía conocer el pensamiento del sacerdote que, a través de ella, vislumbraba la Tierra Pura. Se limitaba a observarlo a través de los postigos. El sacerdote continuaba en el mismo sitio, inmóvil. La claridad nocturna iluminó el jardín.

La Gran Concubina Imperial se atemorizó. Presintió que cuando veía en el jardín no era sino la encarnación de aquella "desilusión profundamente arraigada" de la que hablan los Sutras. Quedó abrumada ante la posibilidad de merecer las penas del Infierno.

Después de haber llevado a la perdición a un sacerdote de tan gran virtud, no era, seguramente, la Tierra Pura cuanto podía esperar, sino, en cambio, el Infierno mismo con todos los terrores que ella tan bien conocía. El amor supremo con el cual soñara se había derrumbado. Ser amada así, equivalía a una forma de condenación. Del mismo modo en que el Gran Sacerdote vislumbraba por su intermedio la Tierra Pura, la Gran Concubina contemplaba el horrible reino del Infierno a través del amor de aquel anciano.

Sin embargo, esta noble dama de Kyogoku era demasiado orgullosa como para sucumbir a sus temores sin luchar, y decidió poner en juego todos los recursos de su innata crueldad.

"El Gran Sacerdote—se dijo—tendrá que sucumbir, tarde o temprano, al mareo." Lo observó a través de los postigos esperando verlo en el suelo; pero, para su fastidio, la silenciosa figura continuaba inmóvil.

Cayó la noche y, a la luz de la luna, la figura del sacerdote se asemejaba a un montón de huesos blancos.

La dama, llena de temor, no podía conciliar el sueño. Dejó de mirar a través de los postigos y dio la espalda al jardín. Sin embargo, le parecía sentir constantemente la penetrante mirada del sacerdote.

Sabía que aquél no era un amor vulgar. Por temor a ser amada y, por ende, de terminar en el Infierno, la Gran Concubina Imperial rezaba con más fervor que nunca por la Tierra Pura. Una Tierra Pura propia e invulnerable que ansiaba conservar en su corazón. Era diferente a la del sacerdote y no tenía relación con su amor. No dudaba de que, si alguna vez la mencionaba ante el anciano, aquella interpretación personal se desintegraría inmediatamente.

El amor del sacerdote, se decía, no tenía nada que ver con ella. Era una aventura unilateral en la que sus sentimientos no tenían parte alguna. No había, pues, razón por la cual se la descalificara en su admisión en la Tierra Pura. Aun cuando el Gran Sacerdote perdiera el sentido y falleciera, ella se mantendría indemne. Sin embargo, a medida que avanzaba la noche y la temperatura se hacía más fría, su confianza comenzó a abandonarla.

El Sacerdote permanecía en el jardín. Cuando las nubes ocultaban la luna, se asemejaba a un extraño árbol viejo y nudoso.

La dama, consumida de angustia, insistía en que aquel anciano le era totalmente ajeno. Las palabras parecían explotar en su corazón. ¿Por qué, en nombre del Cielo, tenía que ocurrir esto?

En aquellos momentos, y por extraño que parezca, la Gran Concubina Imperial se había olvidado completamente de su belleza. Quizás fuera más correcto decir que se había visto obligada a hacerlo.

Finalmente, los tenues matices del amanecer irrumpieron en el cielo oscuro y la figura del sacerdote se destacó en la media luz. Todavía permanecía en pie. La Gran Concubina Imperial estaba derrotada.

Llamó a una doncella y le ordenó invitar al sacerdote a dejar el jardín y a arrodillarse junto al postigo.

El Gran Sacerdote se hallaba en la frontera del olvido, donde la carne se desintegra. Ya no sabía si esperaba a la Gran Concubina Imperial o al mundo futuro. Aun cuando distinguió la figura de la doncella aproximándose desde la residencia en la pálida luz del amanecer, ni siquiera comprendió que cuanto había esperado con tantas ansias, se hallaba finalmente al alcance de su mano.

La doncella trasmitió el mensaje de su señora. Al escucharlo, el sacerdote profirió un grito horrendo e inhumano. La doncella intentó guiarlo de la mano, pero él no se lo permitió y se dirigió hacia la casa con pasos increíblemente rápidos y seguros.

La oscuridad reinaba tras el postigo y resultaba imposible ver, desde afuera, a la Gran Concubina. El sacerdote cayó de rodillas y, cubriéndose el rostro con las manos, rompió a llorar. Estuvo allí por largo rato con el cuerpo sacudido por esporádicas convulsiones.

Entonces, en la semi penumbra del amanecer, una blanca mano emergió dulcemente del postigo. El sacerdote del Templo de Shiga la tomó entre las suyas y se la llev6 a la frente y a las mejillas.

La Gran Concubina Imperial de Kyogoku tocó unos dedos extrañamente fríos. Al mismo tiempo, sintió algo húmedo y tibio. Alguien mojaba sus manos con tristes lágrimas.

Cuando los pálidos reflejos de la luz matutina comenzaron a iluminarla a través del postigo, la ferviente fe de la dama le infundió una maravillosa inspiración. No dudó ni por un instante de que aquella mano extraña era la de Buda.

Entonces, la gran visión surgió nuevamente en el corazón de la Concubina. El suelo de esmeraldas de la Tierra Pura; los millones de torres de siete joyas; los ángeles y su música; los estanques dorados con arenas de plata; los lotos resplandecientes y la dulce voz de las Kalavinkas. Si aquella era la Tierra Pura que le tocaría en suerte—y en aquel momento no dudaba de que así sería—, ¿por qué no aceptar el amor del Gran Sacerdote?

Aguardó a que el hombre con las manos de Buda le rogara abrir el postigo que los separaba. Cuando se lo pidiera, ella levantaría tal barrera y su cuerpo incomparablemente hermoso aparecería frente a él como en su primer encuentro junto al lago. Ella lo invitaría a entrar.

La Gran Concubina Imperial esperó.

Pero el Gran Sacerdote del Templo de Shiga no dijo nada. No pidió nada. Después de cierto tiempo, las viejas manos aflojaron su presión y los blancos dedos de la dama quedaron solos en la penumbra del amanecer. El Sacerdote se alejó. Un frío mortal descendió sobre el corazón de la Gran Concubina Imperial.

Pocos días después llegó a la Corte el rumor de que el espíritu del Gran Sacerdote había alcanzado la liberación final en su celda de Shiga. Al enterarse de tal noticia, la dama de Kyogoku se dedicó a copiar en rollos y rollos, con la más hermosa escritura, el pensamiento de los Sutras.




El muchacho que escribia poesia -- Yukio Mishima





El muchacho que escribia poesia


Yukio Mishima








Poema tras poema fluía de su pluma con pasmosa facilidad. Le llevaba poco tiempo llenar las treinta páginas de uno de los cuadernos de la Escuela de los Pares. ¿Cómo era posible, se preguntaba el muchacho, que pudiera escribir dos o tres poemas por día? Una semana que estuvo enfermo en cama, compuso: "Una semana: Antología". Recortó un óvalo en la cubierta de su cuaderno para destacar la palabra "poemas" en la primera página. Abajo, escribió en inglés: "12th. 18th: May, 1940".

Sus poemas empezaban a llamar la atención de los estudiantes de los últimos años. La algarabía es por mis 15 años. Pero el muchacho confiaba en su genio. Empezó a ser atrevido cuando hablaba con los mayores. Quería dejar de decir "es posible", tenía que decir siempre "sí".

Estaba anémico de tanto masturbarse. Pern su propia fealdad no había empezado a molestarle. La poesía era algo aparte de esas sensaciones físicas de asco. La poesía era algo aparte de todo. En las sutiles mentiras de un poema aprendía el arte de mentir sutilmente. Solo importaba que las palabras fueran bellas. Todo el día estudiaba el diccionario.

Cuando estaba en éxtasis, un mundo de metáforas se materializaba ante sus ojos. La oruga hacía encajes con las hojas del cerezo; un guijarro lanzado a través de robles esplendorosos volaba hacia el mar. Las garzas perforaban la ajada sábana del mar embravecido para buscar en el fondo a los ahogados. Los duraznos se maquillaban suavemente entre el zumbido de insectos dorados; el aire, como un arco de llamas tras una estatua, giraba y se retorcía en torno a una multitud que trataba de escapar. El ocaso presagiaba el mal: adquiría la oscura tintura del yodo. Los árboles de invierno levantaban hacia el cielo sus patas de madera. Y una muchacha estaba sentada junto a un horno, su cuerpo como una rosa ardiente. El se acercaba a la ventana y descubría que era una flor artificial. Su piel, como carne de gallina por el frío, se convertía en el gastado pétalo de una flor de terciopelo.

Cuando el mundo se transformaba así era feliz. No le sorprendía que el nacimiento de un poema le trajera esta clase de felicidad. Sabía mentalmente que un poema nace de la tristeza, la maldición o la desesperanza del seno de la soledad. Pero para que este fuera su caso, necesitaba un interés más profundo en sí mismo, algún problema que lo abrumara. Aunque estaba convencido de su genio, tenía curiosamente muy poco interés en sí mismo. El mundo exterior le parecía más fascinante. Sería más preciso decir que en los momentos en que, sin motivo aparente era feliz, el mundo asumía dócilmente las formas que él deseaba.

Venía la poesía para resguardar sus momentos de felicidad, ¿o era el nacimiento de sus poemas lo que la hacía posible? No estaba seguro. Sólo sabía que era una felicidad diferente de la que sentía cuando sus padres le traían algo que había deseado por mucho tiempo o cuando lo llevaban de viaje, y que era una felicidad únicamente suya.

Al muchacho no le gustaba escrutar constante y atentamente el mundo exterior o su ser interior. Si el objeto que le llamaba la atención no se convertía de pronto en una imagen si en un mediodía de mayo el brillo blancuzco de las hojas recién nacidas no se convertía en el oscuro fulgor de los capullos nocturnos del cerezo se aburría al instante y dejaba de mirarlo. Rechazaba fríamente los objetos reales pero extraños que no podía transformar: "No hay poesía en eso".

Una mañana en que había previsto las preguntas de un examen, respondió rápidamente, puso las respuestas sobre el escritorio del profesor sin mirarlas siquiera, y salió antes que todos sus compañeros. Cuando cruzaba los patios desiertos hacia la puerta, cayó en sus ojos el brillo de la esfera dorada del asta de la bandera. Una inefable sensación de felicidad se apoderó de él. La bandera no estaba alzada. No era día de fiesta. Pero sintió que era un día de fiesta para su espíritu, y que la esfera del asta lo celebraba. Su cerebro dio un rápido giro y se encaminó hacia la poesía. Hacia el éxtasis del momento. La plenitud de esa soledad. Su extraordinaria ligereza. Cada recodo de su cuerpo intoxicado de lucidez. La armonía entre el mundo exterior y su ser interior...

Cuando no caía naturalmente en ese estado, trataba de usar cualquier cosa a mano para inducir la misma intoxicación. Escudriñaba su cuarto a través de una caja de cigarrillos hecha con una veteada caparazón de tortuga. Agitaba el frasco de cosméticos de su madre y observaba la tumultuosa danza del polvo al abandonar la clara superficie del líquido y asentarse suavemente en el fondo.

Sin la menor emoción usaba palabras como "súplica", "maldición" y "desdén". El muchacho estaba en el Club Literario. Uno de los miembros del comité le había prestado una llave que le permitía entrar a la sede solo y a cualquier hora para sumergirse en sus diccionarios favoritos. Le gustaban las páginas sobre los poetas románticos en el "Diccionario de la literatura mundial": En sus retratos no tenían enmarañadas barbas de viejo, todos eran jóvenes y bellos.

Le interesaba la brevedad de las vidas de los poetas. Los poetas deben morir jóvenes. Pero incluso una muerte prematura era algo lejano para un quinceañero. Desde esta seguridad aritmética el muchacho podía contemplar la muerte prematura sin preocuparse.

Le gustaba el soneto de Wilde, "La tumba de Keats": "Despojado de la vida cuando eran nuevos el amor y la vida / aquí yace el más joven de los mártires". Había algo sorprendente en esos desastres reales que caían, benéficos, sobre los poetas. Creía en una armonía predeterminada. La armonía predeterminada en la biografía de un poeta. Creer en esto era como creer en su propio genio.

Le causaba placer imaginar largas elegías en su honor, la fama póstuma. Pero imaginar su propio cadáver lo hacía sentirse torpe. Pensaba febrilmente, que viva como un cohete. Que con todo mi ser pinte el cielo nocturno un momento y me apague al instante. Consideraba todas las clases de vida y ninguna otra le parecía tolerable. El suicidio le repugnaba. La armonía predeterminada encontraría una manera más satistactoria de matarlo.

La poesía empezaba a emperezar su espíritu. Si hubiera sido más diligente, habría pensado con más pasión en el suicidio.

En la reunión de la mañana el monitor de los estudiantes pronunció su nombre. Eso implicaba una pena más severa que ser llamado a la oficina del maestro. "Ya ssbes de qué se trata", le dijeron sus amigos para intimidarlo. Se puso pálido y le temblaban las manos.

El monitor, a la espera del muchacho, escribía algo con una punta de acero en las cenizas muertas del "hibachi". Cuando el muchacho entró, el monitor le dijo "siéntese", cortésmente. No hubo reprimenda. Le contó que había leído sus poemas en la revista de los egresados. Después le hizo muchas preguntas sobre la poesía y sobre su vida en el hogar. Al final le dijo: "Hay dos tipos: Schilla y Goethe. Sabe quién es Schilla, ¿no es cierto?"

""Schiller quiere decir?"

"Sí. No trate nunca de convertirse en un Schilla. Sea un Goethe".

El muchacho salió del cuarto del monitor y se arrastró hasta el salón de clase, insatisfecho y frunciendo el ceño. No había leído ni a Goethe ni a Schiller. Pero conocía sus retratos. "No me gusta Goethe. Es un viejo. Schiller es joven. Me gusta más".

El presidente del Club Literario, un joven llamado R que le llevaba cinco años, empezó a protegerlo. También a él le gustaba R, porque era indudable que se consideraba un genio anónimo, y porque reconocía el genio del muchacho sin tener para nada en cuenta su diferencia de edades. Los genios tenían que ser amigos.

R era hijo de un Par. Se daba los aires de un Villiers de l'Isle Adam, se sentía orgulloso del noble linaje de su familia y empapaba su obra con una nastalgia decadente de la tradición aristocrática de las letras. R, además, había publicado una edición privada de sus poemas y ensayos. El muchacho sintió la envidia.

Intercambiaban largas cartas todos los días. Les gustaba esta rutina. Casi las mañanas llegaba a casa del muchacho una carta de R en un sobre al estilo occidental, del color del melocotón. Por largas que fueran las cartas no pasaban de un cierto peso; lo que le encantaba al muchacho era esa voluminosa ligereza, esa sensación de que estaban llenas pero de que flotaban. Al final de la carta copiaba un poema reciente, escrito ese mismo día, o si no había tenido tiempo, un poema anterior.

El contenido de las cartas era trivial. Empezaban con una crítica del poema que el otro había enviado en la última carta, a la que seguía una palabrería inacabable en la que cada cual hablaba de la música que había escuchado, los episodios diarios de su familia, las impresiones de las muchachas que le habían parecido bellas, los libros que había leído, las experiencias poéticas en las que una palabra revelaba mundos, y así sucesivamente. Ni el joven de veinte años ni el muchacho de quince se cansaban de este hábito.

Pero el muchacho reconocía en las cartas de R una pálida melancolía, la sombra de un ligero malestar que sabía no estaba nunca presente en las suyas. Un recelo ante la realidad, una ansiedad de algo a lo que pronto tendría que enfrentarse le daban a las cartas de R un cierto espíritu de soledad y de dolor. El tranquilo muchacho percibía este espíritu como una sombra sin importancia que nunca caería sobre él.

¿Veré alguna vez la fealdad? El muchacho se planteaba problemas de esta clase; no los esperaba. La vejez, por ejemplo, que rindió a Goethe después de soportarla muchos años. No se le había ocurrido nunca pensar en algo como la vejez. Hasta la flor de la juventud, bella para unos fea para otros, estaba tadavía muy lejos. Olvidaba la fealdad que descubría en sí mismo.

El muchacho estaba cautivado por la ilusión que confunde al arte con el artista, la ilusión que proyectan en el artista las muchachas ingenuas y consentidas. No le interesaba el análisis y el estudio de ese ser que era él mismo, en quien siempre soñaba. Pertenecía al mundo de la metáfora, al interminable calidoscopio en el que la desnudez de una muchacha se convertía en una flor artificial. Quien hace cosas bellas no puede ser feo. Era un pensamiento tercamente enraizado en su cerebro, pero inexplicablemente no se hacía nunca la pregunta más importante: ¿Era necesario que alguien bello hiciera cosas bellas?

¿Necesario? El muchacho se hubiera reído de la palabra. Sus poemas no nacían de la necesidad. Le venían naturalmente; aunque tratara de negarlos, los poemas mismos movían su mano y lo obligaban a escribir. La necesidad implicaba una carencia, algo que no podía concebir en sí mismo. Reducía, en primer lugar, las fuentes de su poesía a la palabra "genio", y no podía creer que hubiera en él una carencia de la que no fuera consciente. Y aunque lo fuera, prefería llamarlo "genio" y no carencia.

No que fuera incapaz de criticar sus propios poemas. Había, por ejemplo, un poema de cuatro versos que los mayores alababan con extravagancia; le parecía frívolo y le daba pena. Era un poema que decía: así como el borde transparente de este vidrio tiene un fulgor azul, así tus límpidos ojos pueden esconder un destello de amor.

Los elogios de los demás le encantaban al muchacho, pero su arrogancia no le permitía ahogarse en ellos. La verdad era que ni siquiera el talento de R le impresionaba mucho. Claro que R tenía suficiente talento como para distinguirse entre los estudiantes avanzados del Club Literario, pero eso no quería decir nada. Había un rincón frígido en el corazón del muchacho. Si R no hubiera agotado su tesoro verbal para alabar el talento del muchacho, quizás el muchacho no hubiera hecho ningún esfuerzo para reconocer el de R.

Se daba perfecta cuenta de que el premio a su gusto ocasional por ese tranquilo placer era la ausencia de cualquier brusca excitación adoleseente. Dos veces al año, las escuelas tenían series de béisbol que llamaban los "Juegos de la Liga". Cuando la Escuela de los Pares perdía, los estudiantes de penúltimo año que habían vitoreado a los jugadores durante el partido los rodeaban y compartían sus sollozos. El nunca lloraba. Ni se sentía triste. "¿Para qué sentirse triste? ¿Porque perdimos un partido de béisbol?" Le sorprendían esas caras llorosas, tan extrañas. El muchacho sabía que sentía las cosas con facilidad, pero su sensibilidad se encaminaba en una dirección diferente a la de todos los demás. Las cosas que los hacían llorar no tenían eco en su corazón. El muchacho empezó a hacer cada vez más que el amor fuera el tema de su poesía. Nunca había amado. Pero le aburría basar su poesía solamente en las transformaciones de la naturaleza, y se puso a cantar las metamorfosis que de momento a momento ocurren en el alma.

No le remordía cantar lo que no había vivido. Algo en él siempre había creído que el arte era esto exactamente. No se lamentaba de su falta de experiencia. No había oposición ni tensión entre el mundo que le quedaba por vivir y el mundo que tenía dentro de sí. No tenía que ir muy lejos para creer en la superioridad de su mundo interior; una especie de confianza irracional le permitía creer que no había en el mundo emoción que le quedara por sentir. Porque el muchacho pensaba que un espíritu tan agudo y sensible como el suyo ya había aprehendido los arquetipos de todas las emociones, aunque fuera algunas veces como puras premoniciones, que toda la experiencia se podía reconstruir con las combinaciones apropiadas de estos elementos de la emoción. Pero, ¿cuáles eran estos elementos? El tenía su propia y arbitraria definición: "Las palabras".

No que el muchacho hubiera llegado a una maestría de las palabras que fuera genuinamente suya. Pero pensaba que la universalidad de muchas de las palabras que encontraba en el diccionario las hacía variadas en su significado y con distinto contenido y, por lo tanto, disponibles para su uso personal, para un empleo individual y único. No se le ocurría que solo la experiencia podía darle a las palabras color y plenitud creativa.

El primer encuentro entre nuestro mundo interior y el lenguaje enfrenta algo totalmente individual con algo universal. Es también la ocasión para que un individuo, refinado por lo universal, por fin se reconozca. El quinceañero estaba más que familiarizado con esta indescriptible experiencia interior. Porque la desarmonía que sentía al encontrar una nueva palabra también le hacía sentir una emoción desconocida. Lo ayudaba a mantener una calma exterior incompatible con su juventud. Cuando una cierta emoción se apoderaba de él, la desarmonía que despertaba lo llevaba a recordar los elementos de la desarmonía que había sentido antes de la palabra. Recordaba entonces la palabra y la usaba para nombrar la emoción que tenía ante sí. El muchacho se hizo práctico en disponer así de las emociones. Fue así como conoció todas las cosas: la "humillación", la "agonía", la "desesperanza", la execración", la "alegría del amor", la "pena del desamor".

Le hubiera sido fácil recurrir a la imaginación. Pero el muchacho dudaba en hacerlo. La imaginación necesita una clase de identificación en la que el ser se duele con el dolor de los demás. El muchacho, en su frialdad, no sentía nunca el dolor de los demás. Sin sentir el menor dolor se susurraba: "Eso es dolor, es algo que conozco".

Era una soleada tarde de mayo. Las clases se habían acabado. El muchacho caminaba hacia la sede del Club Literario para ver si había alguien allí con quien pudiera hablar camino a casa. Se encontró con R, quien le dijo: "Estaba esperando que nos encontráramos. Charlemos".

Entraron al edificio estilo cuartel en el que los salones de clase habían sido divididos con tabiques para alojar los diferentes clubes. El Club Literario estaba en una esquina del oscuro primer piso. Alcanzaban a oir ruidos, risas y el himno del colegio en el Club Deportivo, y el eco de un piano en el Club Musical. R. metió la llave en la cerradura de la sucia puerta de madera. Era una puerta que aún sin llave había que abrir a empujones.

El cuarto estaba vacío. Can el habitual olor a polvo. R entró y abrió la ventana, palmoteó para quitarse el polvo de las manos y se sentó en un asiento desvencijado.

Cuando ya estaban instalados el muchacho empezó a hablar. "Anoche vi un sueño en colores". (El muchacho se imaginaba que los sueños en colores era prerrogativa de les poetas). "Había una colina de tierra roja. La tierra era de un rojo encendido, y el atardecer, rojo y brillante, hacía su color más resplandeciente. De la derecha vino entonces un hombre arrastrando una larga cadena. Un pavo real cuatro o cinco veces más grande que el hombre iba atado a su extremo y recogía sus plumas arrastrándose lentamente frente a mí. El pavo real era de un verde vivo. Todo su cuerpo era verde y brillaba hermosamente. Seguí mirando el pavo real a medida que era arrastrado hacia lo lejos, hasta que no pude verlo más... Fue un sueño fantástico. Mis sueños son muy vívidos cuando son en colores, casi demasiado vívidos. ¿Qué querría decir un pavo real verde para Freud?"

"Qué querría decir?"

R no parecía muy interesado. Estaba distinto que siempre. Estaba igual de pálido, pero su voz no tenía su usual tono tranquilo y afiebrado, ni respondía con pasión. Había aparentemente escuchado el monólogo del muchacho con indiferencia. No, no lo escuchaba.

El afectado y alto cuello del uniforme de R estaba espolvoreado de caspa. La luz turbia hacía que refulgiera el capullo de cerezo de su emblema de oro, y alargaba su nariz, de por sí bastante grande. Era de forma elegante pero un tris más grande de lo debido, y mostraba una inconfundible expresión de ansiedad. La angustia de R parecía manifestarse en su nariz.

Sobre el escritorio había unas viejas galeras cubiertas de polvo y reglas, lápices rojos, laca, volúmenes empastados de la revista de los egresados y manuscritos que alguien había empezado. El muchacho amaba esta confusión literaria. R revolvió las galeras como si estuviera ordenando las cosas a regañadientes, y sus dedos blancos y delgados se ensuciaron con el polvo. El muchacho hizo un gesto de burla. Pero R chasqueó la lengua en señal de molestia, se sacudió el polvo de las manos y dijo:

"La verdad es que hoy quería hablar contigo de algo".

"De qué?"

"La verdad es...". R vaciló primero pero luego escupió las palabras. "Sufro. Me ha pasado algo terrible".

"¿Estás enamorado?" preguntó fríamente el muchacho.

"Sí".

R explicó las circunstancias. Se había enamorado de la joven esposa de otro, había sido descubierto por su padre, y le habían prohibido volver a verla. El muchacho se quedó mirando a R con los ojos desorbitados. "He aquí a alguien enamorado. Por primera vez puedo ver el amor con mis ojos". No era un bello espectáculo. Era más bien desagradable.

La habitual vitatidad de R había desaparecido; estaba cabizbajo. Parecía malhumorado. El muchacho había observado a menudo esta expresión en las caras de personas que habían perdido algo o a quienes había dejado el tren.

Pero que un mayor tuviera confianza en él era un halago a su vanidad. No se sentía triste. Hizo un valeroso esfuerzo por asumir un aspeeto melancólico. Pero el aire banal de una persona enamorada era difícil de soportar.

Por fin halló unas palabras de consuelo.

"Es terrible. Pern estoy seguro que de ello saldrá un buen poema".

R respondió débilmente: "Este no es momento para la poesía".

"¿Pero no es la poesía una salvación en momentos como este?"

La felicidad que causa la creación de un poema pasó como un rayo por la mente del muchacho. Pensó que cualquier pena o agonía podía ser eliminada mediante el poder de esa felicidad.

"Las cosas no funcionan así. Tú no comprendes todavía".

Esta frase hirió el orgullo del muchacho. Su corazón se heló y planeó la venganza.

"Pero si fueras un verdadero poeta, un genio, ¿no te salvaría la poesía en un momento como este?"

"Goethe escribió el Werther", respondió R, "y se salvó del suicidio. Pero sólo pudo escribirlo porque, en el fondo de su alma, sabía que nada, ni la poesía, lo podría salvar, y que lo único que quedaba era el suicidio".

"Entonces, ¿por qué no se suicidó Goethe? Si escribir y el suicidio son la misma cosa, ¿por qué no se suicidó? ¿Porque era un cobarde? ¿O porque era un genio?"

"Porque era un genio".

"Entonces..."

El muchacho iba a insistir en una pregunta más, pera ni él mismo la comprendía. Se hizo vagamente a la idea de que lo que había salvado a Goethe era el egoísmo. La idea de usar esta noción para defenderse se apoderó de él.

La frase de R, "Tú no comprendes todavía", lo había herido profundamente. A sus años no había nada más fuerte que la sensación de inferioridad por la edad. Aunque no se atrevió a pronunciarla, una proposición que se burlaba de R había surgido en su mente: "No es un genio. Se enamora".

El amor de R era sin duda verdadero. Era la clase de amor que un genio nunca debe tener. R, para adornar su miseria, recurría al amor de Fujitsubo y Gengi, de Peleas y Melisande, de Tristán e Isolda, de la princesa de Cleves y el duque de Némours como ejemplos del amor ilícito.

A medida que escuchaba, el muchacho se escandalizaba de que no había en la confesión de R ni un solo elemento que no conociera. Todo había sido escrito, todo había sido previsto, todo había sido ensayado. El amor escrito en los libros era más vital que éste. El amor cantado en los poemas era más bello. No podía comprender por qué R recurría a la realidad para tener sueños sublimes. No podía comprender este deseo de lo mediocre.

R parecía haberse calmado con sus palabras, y ahora empezó a hacer un largo recuento de los atributos de la muchacha. Debía de ser una belleza extraordinaria, pero el muchacho no se la podía imaginar. "La próxima vez te muestro su retrato", dijo R. Luego, no sin vergüenza, terminó dramáticamente:

"Me dijo que mi frente era realmente muy hermosa".

El muchacho se fijó en la frente de R, bajo el pelo peinado hacia atrás. Era abultada y la piel relucía débilmente bajo la luz opaca que entraba por la puerta; daba la impresión de que tenía dos protuberancias, cada una tan grande como un puño.

"Es un cejudo" , pensó el muchacho. No le parecía nada hermoso. Mi frente también es abultada, se dijo. Ser cejudo y ser bien parecido no son la misma cosa.

En ese momento el muchacho tuvo la revelación de algo. Había visto la ridícula impureza que siempre se entremete en nuestra conciencia del amor o de la vida, esa ridícula impureza sin la cual no podemos sobrevivir ni en ésta ni en aquel: es decir, la convicción de que el ser cejijuntos nos hace bellos.

El muchacho pensó que también él, quizás, de un modo más intelectual, estaba abriéndose camino en la vida gracias a una convicción parecida. Algo en ese pensamiento lo hizo estremecerse. "¿En qué piensas?" preguntó R, suavemente, como de costumbre.

El muchacho se mordió los labios y sonrió. El día se estaba oscureciendo. Oyó los gritos que llegaban desde donde practicaba el Club de Béisbol. Percibió un eco lúcido cuando una pelota golpeada por bate fue lanzada hacia el cielo. Algún día, tal vez, yo también deje de escribir poesía, pensó el muchacho por primera vez en su vida. Pero todavía le quedaba por descubrir que nunca había sido poeta.


***

miércoles, 25 de agosto de 2010

Meditando en el No-Ser

Meditando en el No-Ser

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En buddhismo nosotros usamos las palabras “ser” y “no-ser”, y por eso es importante entender de
qué se trata este “no-ser,” anatta, aun si al principio es sólo una idea, porque la esencia de la
enseñanza del Buddha depende de este concepto. Y en esta enseñanza el Buddha es único. Nadie,
ningún otro maestro espiritual, ha formulado el no-ser de esta manera. Y porque ha sido formulado
por él de esta forma, también está la posibilidad de hablar acerca de esto. Mucho se ha escrito
acerca del no-ser, pero para poder conocerlo, uno tiene que experimentarlo. Y esto es hacia lo que
esta enseñanza apunta, la experiencia del no-ser.
Sin embargo, para poder experimentar el no-ser, uno primero tiene que conocer totalmente el ser -
en efecto conocerlo. Pero a menos que sepamos lo que este ser es, este ser llamado “yo”, es
imposible saber lo que se quiere decir por “ahí no hay un ser.” Para poder deshacernos de algo,
primero tenemos que tenerlo completamente en la mano.
Nosotros estamos constantemente tratando de reafirmar el ser. Lo que ya nos muestra que este “ser”
es un frágil y más bien menudo asunto, porque si no lo fuera, ¿ porqué tendríamos que estar
constantemente reafirmándolo? ¿Porqué estamos constantemente temerosos de que el “ser” sea
amenazado de su insegura existencia, o de no conseguir lo que necesita para sobrevivir? Si fuera
una entidad tan sólida como pensamos que es, no nos sentiríamos amenazados tan a menudo.
Afirmamos nuestro “ser” una y otra vez a través de la identificación. Nos identificamos con un
cierto nombre, una edad, un sexo, una habilidad, una ocupación. “Yo soy un abogado, yo soy un
doctor, yo soy un contador, yo soy un estudiante.” Y nos identifica-
mos con la gente a la que estamos apegados. “Yo soy un esposo, yo soy una esposa, yo soy una
madre, yo soy una hija, yo soy un hijo.” Ahora, en la manera de hablar, tenemos que usar “yo” en
ese sentido--pero no es solamente en el lenguaje. Nosotros realmente pensamos que ese “yo” es
quien nosotros somos. Nosotros realmente lo creemos. No hay duda en nuestra mente que ese “ser”
es quien nosotros somos. Cuando cualquiera de esos factores es amenazado, si ser una esposa es
amenazado, si ser una madres es amenazado, si ser un abogado es amenazado, si ser maestro es
amenazado--ó si perdemos a las personas que nos permiten retener ese “ser”--qué tragedia!
La auto-identificación se vuelve insegura, y el “yo” encuentra difícil decir “mírenme”, “ese soy
yo”.” La alabanza y la culpa están incluidas. La alabanza reafirma el “yo.” La culpa amenaza el
“yo.” Por eso, nos gusta la alabanza y nos disgusta la culpa. El ego es amenazado. Fama e infamia--
la misma cosa. Pérdida y ganancia. Si ganamos, el ego se hace más grande, si perdemos, se vuelve
un poco más pequeño. Por lo tanto, estamos constantemente en un dilema, y en constante miedo. El
ego puede perder un poco su grandeza - se puede hacer un poco más pequeño. Y eso nos sucede a
todos nosotros. Sin duda, alguien eventualmente nos va a culpar por algo. Aun el Buddha fue
culpado.
Ahora, la culpa que nos fue impuesta no es el problema. El problema es nuestra reacción. El
problema es que nos sentimos pequeños. El ego tiene dificultades en reafirmarse a sí mismo. Así
que lo que usualmente hacemos es culpar al otro, haciendo pequeño también el ego del otro.
Identificarnos con cualquier cosa que hacemos y cualquier cosa que tenemos, ya sean posesiones o
gentes, es, así creemos, necesario para nuestra supervivencia, para la auto- supervivencia. Si no nos
identificamos con esto o aquello, sentimos como que estamos en el limbo. Ésa es la razón por la que
es difícil parar de pensar en la meditación. Porque sin pensar, no habría identificación. Si yo no
pienso, ¿con qué me identifico? Es difícil llegar a un estado en la meditación en el que realmente no
haya nada más con qué identificarnos.
La felicidad, también, puede ser una identificación. “Yo estoy feliz.” “Yo estoy infeliz.” Porque
somos tan agudos en la supervivencia tenemos que mantenernos identificándonos. Cuando esta
identificación se convierte en un asunto de vida o muerte del ego, que normalmente es, entonces el
temor de pérdida se convierte tan grande, que podemos estar en un constante estado de miedo.
Constantemente temerosos a perder ya sean las posesiones que nos hacen ser lo que somos, ó la
gente que nos hace ser lo que somos. Si no tenemos hijos, ó si mueren todos ellos, ya no somos más
una madre. Por eso el miedo es supremo. Lo mismo va es para todas las otras identificaciones. No
es una manera muy tranquila de vivir, ¿y a qué se debe eso? Solamente a una cosa: ego, el anhelar a
ser.
Esta identificación resulta, por supuesto, en anhelar a poseer. Y este poseer resulta en apego. Lo que
tenemos, con lo que nos identificamos, a eso estamos apegados. Ese apego, ese aferrarse, hace
extremadamente difícil tener un punto de vista libre y abierto. Este tipo de adherencia, cualquier
cosa que sea a lo que nos aferremos--puede ser que no nos aferremos a automóviles y casas, puede
ser ni siquiera el apego a la gente--pero ciertamente nos aferramos a puntos de vista y opiniones.
Nos aferramos a nuestro punto de vista del mundo. Nos aferramos al punto de vista de cómo vamos
a ser felices. Tal vez nos aferramos a la opinión de quién creó este universo. Sea lo que sea a lo que
nos aferremos, hasta cómo el gobierno debería manejar el país, todo eso hace extremadamente
difícil ver las cosas como realmente son. Ser abiertos. Y es solamente una mente abierta la que
puede tomar nuevas ideas y entendimiento.
El Buddha comparó a los oyentes con cuatro clases diferentes de vasijas de barro. La primera vasija
de barro es una que tiene hoyos en el fondo. Si tu viertes agua dentro de ella, se vacía de inmediato.
En otras palabras, cualquier cosa que le enseñes a esa persona, es inútil. La segunda vasija de barro,
él la comparó con una que tiene grietas en ella. Si tu viertes agua dentro de ella, el agua se filtra.
Estas personas no pueden recordar. No pueden colocar dos más dos juntos. Grietas en el
entendimiento. El tercer oyente, él lo comparó con una vasija que estaba completamente llena. No
se puede verter agua en ella porque está llena hasta el tope. Una persona así, tan llena de opiniones
que no puede aprender nada nuevo! Pero afortunadamente, nosotros somos la cuarta clase. Las
vasijas vacías, sin ningún hoyo o grietas - completamente vacías.
Me atrevo a decir que no. Pero quizás estén suficientemente vacías para tomar lo suficiente. Estar
vacías así, de puntos de vista y opiniones, significa una carencia de apegos. Aun la falta de
adherencia a lo que creemos es la realidad. Cualquier cosa que nosotros pensamos que es la
realidad, ciertamente no lo es, porque si lo fuera, nosotros no estaríamos infelices ni por un sólo
momento. Nunca sentiríamos una carencia de nada. Nunca sentiríamos una falta de compañía, de
posesión. Nunca nos sentiríamos frustrados, aburridos. Si alguna vez lo hacemos, aquello que
pensamos que es real, no lo es. Lo que es verdaderamente real es completamente satisfactorio. Si no
estamos completamente satisfechos, no estamos viendo completamente la realidad. Así, cualquier
opinión que podamos tener, es ya sea algo equivocado ó parcial.
Porque es erróneo o parcial, y limitado por el ego, debemos mirarlo con sospecha. Cualquier cosa a
la que nos apegamos, nos mantiene limitados a ella. Si me aferro a la pata de una mesa, no puedo
traspasar la puerta. No hay forma que yo pueda moverme. Estoy atorada. Cuando yo me suelte,
tendré la oportunidad de salir. Cualquier identificación, cualquier posesión a la que nos aferremos,
es lo que nos detiene de alcanzar la realidad trascendental. Ahora, nosotros podemos ver fácilmente
este apegarse cuando nos apegamos a cosas o gente, pero no podemos ver fácilmente porqué los
cinco khandhas se llaman los cinco agregados del apego. Ése es su nombre, y ellos son, de hecho, a
lo que más nos apegamos. Ése es un apego completo. Ni siquiera nos detenemos a considerar
cuando vemos a nuestro cuerpo, y cuando vemos a nuestra mente, o cuando vemos un sentimiento,
una percepción, formaciones mentales, y conciencia-- vedana, sañña, sankhara y viññana. Nosotros
vemos a esta mente y cuerpo, nama-rupa, y ni siquiera dudamos el hecho de que este es mí
sentimiento, mí percepción, mí memoria, mis pensamientos, y mí darme cuenta de mí conciencia. Y
nadie empieza a dudar hasta que empieza a ver. Y para ese ver, necesitamos una probada de espacio
vacío aparte de puntos de vista y opiniones.
Aferrarnos es la mayor posesión y apego que tenemos. Mientras que nos aferremos, no podemos ver
la realidad. No podemos ver la realidad, porque el apego está en el camino. El aferrarnos colorea
cualquier cosa que nosotros creemos que es cierta. Ahora, no es posible decir “está bien, dejaré de
aferrarme.” No podemos hacer eso. El proceso de quitar el “yo” aparte, de no creer más que esto es
una unidad, es algo gradual. Pero si la meditación tiene algún beneficio y éxito, debe mostrar antes
que nada, que hay una mente y hay un cuerpo. No hay una sola cosa actuando de acuerdo todo el
tiempo. Está la mente que está pensando y haciendo que el cuerpo actúe. Ahora, ese es el primer
paso en conocerse a uno mismo un poco más claramente. Y entonces nosotros podemos notar “éste
es un sentimiento” y “yo le estoy dando un nombre a este sentimiento,” que significa memoria y
percepción. “Éste es el pensamiento que estoy teniendo acerca de este sentimiento. El sentimiento
ha surgido porque la conciencia mental se ha conectado con el sentimiento que ha surgido.”
Toma por separado los cuatro partes de los khandhas que pertenecen a la mente. Cuando hacemos
eso mientras está sucediendo--no ahora, cuando estamos pensando en eso, sino cuando está
sucediendo, entonces tenemos una vaga idea de que eso no es realmente yo, que esos son
fenómenos que están surgiendo, permanecen un momento, y entonces cesan. ¿Cuánto tiempo
permanece la conciencia mental en un objeto? ¿Y cuánto tiempo duran los pensamientos? ¿Y
realmente, nosotros los invitamos?
El apego, el aferramiento es lo que hace que el ego surja. Por el apego, la noción de “yo” surge y
entonces ahí estoy yo, y yo teniendo todos los problemas. ¿Sin yo habría problemas? Si no hubiera
nadie sentado dentro de mí--como pensamos que está--¿quién se llama yo, ó mío, ó Juan, Clara,
entonces quién está teniendo el problema? Los khandhas no tienen ningún problema. Los khandhas
son sólo procesos. Ellos son fenómenos y eso es todo. Ellos están solamente continuando y
continuando y continuando. Pero como yo me apego a ellos, y trato de agarrarme de ellos, y
diciendo: “soy yo, soy yo sintiendo, soy yo deseando,” entonces los problemas surgen.
Si nosotros realmente queremos deshacernos del sufrimiento, completa y totalmente, entonces el
apego se tiene que ir. El camino espiritual nunca es uno de logros; siempre es uno de dejar ir.
Mientras más dejamos ir, habrá más vacío y espacio abierto para que nosotros podamos ver la
realidad. Porque lo que nosotros dejamos ir ya no está ahí, está la posibilidad de sólo movernos sin
aferrarnos a los resultados del movimiento. En tanto nos aferremos a los resultados de lo que
hacemos, en tanto nos aferremos a los resultados de lo que pensamos, estamos atados, estamos
hilvanados a ellos.
Ahora, existe una tercera cosa que hacemos: nosotros estamos interesados en llegar a hacer algo ó
llegar a ser alguien. Interesados en convertirnos en un excelente meditador. Interesados en llegar a
graduarnos. Interesados en llegar a ser algo que no somos. Y convertirnos en algo nos detiene de
ser. Cuando estamos detenidos de ser, no podemos poner atención a lo que realmente es, existe.
Todo este asunto de convertirse en algo pertenece, por supuesto, al futuro. Debido a que todo lo que
está en el futuro es una conjetura, es un mundo ilusorio en el que vivimos. La única realidad de la
que podemos estar seguros es este momento particular ahora mismo; y este momento particular del
cual debes estar alerta ya pasó y este otro ya pasó y el siguiente también ya pasó. ¡Ve cómo todos
ellos están pasando! Ésta es la impermanencia de todo. Cada momento pasa, pero nos aferramos,
tratamos de agarrarnos bien a ellos. Tratando de hacerlos una realidad. Tratando de hacerlos algo
seguro. Tratando de hacer de ellos algo que no son. Ve cómo todos ellos están pasando. Ni siquiera
podemos decirlo tan rápido como están sucediendo.
No hay nada que sea seguro. Nada a que sujetarnos, nada que es estable. Todo el universo está
constantemente desintegrándose y volviéndose a formar. Y eso incluye la mente y el cuerpo, que
nosotros llamamos “yo.” Tú puedes creerlo o no, eso no hace ninguna diferencia. Para poder
conocerlo, tú debes experimentarlo; cuando tú lo experimentas, es perfectamente claro. Lo que uno
experimenta es totalmente claro. Nadie puede decir que no lo sea. Pueden tratar de hacerlo, pero sus
objeciones no tienen sentido porque tú ya lo has experimentado. Es lo mismo que morder un mango
para conocer su sabor.
Para experimentarlo, uno necesita meditación. Una mente ordinaria puede saber sólo conceptos e
ideas ordinarias. Si uno quiere entender y experimentar experiencias e ideas extraordinarias, uno
debe de tener una mente extraordinaria. Una mente extraordinaria surge a través de la
concentración. La mayoría de los meditadores han experimentado algún estado diferente al que
están acostumbrados. Así, que ya no es común. Pero tenemos que reforzar eso mucho más que
solamente la etapa inicial. Hasta llegar al punto donde la mente es verdaderamente extraordinaria.
Extraordinaria en el sentido que se puede dirigir a sí misma a donde desee ir. Extraordinaria en el
sentido de que ya no se perturba más por eventos cotidianos. Y cuando la mente se puede
concentrar, entonces experimenta estados que no había conocido nunca antes. Poder darte cuenta de
que tu universo constantemente se deshace y se vuelve a formar otra vez es una experiencia
meditativa. Esto lleva práctica, perseverancia y paciencia. Y cuando la mente está quieta e
inalterada, surge ecuanimidad, una mente uniforme y serenidad.
En ese momento la mente entiende la idea de impermanencia a tal alcance que se ve a sí misma
como totalmente impermanente. Y cuando uno ve que su propia mente es totalmente impermanente,
hay un cambio en el punto de vista propio. Ese cambio a mí me gusta compararlo con un
caleidoscopio con el que juegan los niños. Un ligero toque, y tienes una imagen diferente. Todo se
ve completamente diferente con un sólo ligero cambio.
El no-ser es experimentado a través del aspecto de la impermanencia, a través del aspecto de la
insatisfactoriedad, y a través del aspecto del vacío. ¿Vacío de qué? La palabra “vacío” es muchas
veces mal entendida porque cuando uno sólo piensa en ella como un concepto, uno dice, “¿qué
quieres decir por vacío?” Todo está ahí: ahí están la gente, y están sus vísceras, intestinos y sus
huesos y sangre y todo está lleno de cosas -- y la mente tampoco está vacía. Tiene ideas,
pensamientos y sentimientos. Y aun cuando no tiene estos, ¿qué quieres decir por vacío? La única
cosa que está vacía, es la vacuidad de una entidad.
No hay una entidad específica en nada. Eso es vacío. Eso es la nada. Esa nada es también
experimentada en meditación. Está vacío, desprovisto de una persona específica, desprovisto de una
cosa específica, desprovisto de algo que lo hace permanente, desprovisto de algo que aún lo hace
importante. Todo está en un flujo. Entonces, el vacío es eso. Y el vacío se verá en todas partes; se
verá en uno mismo. Y eso es lo que se llama anatta, no-ser, insubstancialidad. Vacío de una entidad.
No hay nadie ahí. Todo es imaginación. Al principio eso se siente muy inseguro.
Esa persona que yo he estado considerando con tanto interés, esa persona tratando de hacer esto ó
aquello, esa persona que será mi seguridad, que será mi seguro para una vida feliz--una vez que
encuentre esa persona--esa persona en realidad no existe. ¡Qué idea tan atemorizante e insegura!
¡Qué sentimiento de miedo surge! Pero, de hecho, es justo lo inverso. Si uno acepta y aguanta ese
miedo, lo supera, uno llega a un puro y completo alivio y se libera.
Les daré un símil: Imagínate que tú eres dueño de una joya muy valiosa, que es tan valiosa que tú
depositas tu confianza en ella tanto que si llegaras a tener épocas difíciles, ella te cuidaría. Es tan
valiosa que la puedes tener como tu seguridad. Tú no confías en nadie. Así que tienes una caja de
seguridad dentro de tu casa y ahí es donde pones tu joya. Ahora, tú has estado trabajando duro por
un número de años y tú piensas que te mereces unas vacaciones. Así que, ahora, ¿qué haces con la
joya? Obviamente no la puedes llevar contigo en tus vacaciones a la orilla del mar. Así que compras
nuevas cerraduras para las puertas de tu casa y colocas barrotes en las ventanas y alertas a tus
vecinos. Les dices acerca de las propuestas vacaciones y les pides que cuiden tu casa--y la caja
fuerte dentro de ella. Y ellos dicen que lo harán, por supuesto. Tu debes de estar muy tranquilo y así
te vas a tus vacaciones.
Vas a la playa, y es precioso. Maravilloso. Las palmeras se están meciendo con el viento, y el lugar
que escogiste en la playa es bonito y limpio. Las olas están tibias y todo es precioso. El primer día
tú lo disfrutas realmente. Pero en el segundo día te empiezas a cuestionar; los vecinos son gente
amable, pero ellos salen y visitan a sus hijos. Ellos no están siempre en casa, y últimamente ha
habido una racha de robos en el vecindario. Y para el tercer día ya te convenciste a ti mismo de que
algo espantoso va a pasar, y te regresas a casa. Entras y abres la caja. Todo está bien. Vas a ver a los
vecinos y ellos te preguntan, “¿Porqué regresaste? Estábamos cuidando tu casa. No tenías que haber
regresado. Todo está bien.”
Al año siguiente, la misma cosa. Otra vez, le dices a los vecinos, “Ahora, en esta ocasión realmente
voy a estar fuera por un mes. Necesito estas vacaciones porque he estado trabajando muy duro.” Y
ellos te dicen, “Absolutamente no tienes porqué preocuparte, sólo tómatelas. Vete a la playa.” Así
que una vez más, bloqueas las ventanas, cierras las puertas, dejas todo en orden y te vas a la playa.
Otra vez, es precioso, maravilloso. Esta vez duras cinco días. Para el quinto día estás convencido de
que algo espantoso debió haber ocurrido. Y te vas a casa. Llegas a casa y caray, sí sucedió. La joya
ha desaparecido. Estás en un estado de colapso total. Desesperación total. Deprimido. Así que vas a
ver a los vecinos, pero ellos no tienen idea de lo que ha sucedido, ellos han estado cuidando todo el
tiempo. Entonces, te sientas y recapacitas los hechos y te das cuenta de que ya que la joya ha
desaparecido, posiblemente debas regresar a la playa y divertirte!
Esa joya es el yo. Una vez que se ha ido, toda la carga de cuidarlo, y los miedos acerca de él, todos
los barrotes de puertas y ventanas y corazón y mente ya no son necesarios. Ya puedes solamente ir
y divertirte mientras sigas en este cuerpo. Después de una apropiada investigación, el aspecto
amenazador de perder esta cosa que parecía tan preciada, se convierte en el único alivio y liberación
de preocupación que existe.
Hay tres puertas para la liberación: la sin signo, la sin deseo y la del vacío. Si entendemos la
impermanencia, anicca, totalmente, se llama la Liberación Sin Signo. Si entendemos el sufrimiento,
dukkha, totalmente, es la Liberación Sin Deseo. Si entendemos el no-ser, anatta, totalmente,
entonces es la Liberación del Vacío. Esto significa que nosotros podemos ir a través de cualquiera
de estas tres puertas. Y ser liberados significa nunca volver a tener que experimentar un momento
infeliz otra vez. Esto también significa otra cosa: significa que nosotros ya no estamos creando más
kamma. Una persona que ha sido completamente liberada, aun actúa, aun piensa, aun habla y mira a
todas las intenciones y propósitos como cualquier otra persona, pero esa persona ha perdido la idea
de yo estoy pensando, yo estoy hablando, yo estoy actuando. Kamma ya no se está produciendo
porque está solamente el pensamiento, sólo el habla, sólo la acción. Está la experiencia, pero no el
experimentador. Y porque ya no se está produciendo kamma, no hay renacimiento. Eso es total
iluminación.
En esta tradición, se han clasificado tres estados de iluminación antes de que uno alcance el cuarto
estado, la total iluminación. La primera fase por la que nosotros podemos interesarnos - por lo
menos teóricamente - se llama sotapanna. El que Entra en la Corriente. Esto significa una persona
que ha visto Nibbana una vez y de ese modo ha entrado a la corriente. Esa persona no puede ser
disuadida más del Sendero. Si la penetración es fuerte, puede haber únicamente una vida más. Si la
penetración es débil, uno puede tener siete vidas más. Habiendo visto Nibbana por uno mismo una
vez, uno pierde algunas de las dificultades que uno había tenido antes. El obstáculo más drástico
que uno pierde, es la idea de que esta persona que nosotros llamamos “yo” es una entidad separada.
La visión equivocada del ser se pierde. Pero eso no quiere decir que un sotapanna está
constantemente alerta del no-ser. La visión equivocada está perdida. Pero la visión correcta debe ser
reforzada una y otra vez y experimentada una y otra vez a través de ese refuerzo.
Esta persona ya no tiene ningún gran interés, y ciertamente ninguna creencia, en ritos y rituales.
Estos pueden continuar haciéndose porque son tradicionales o porque son una costumbre, pero esta
persona ya no cree que ellos le puedan brindar ningún tipo de liberación (si es que ellos alguna vez
creyeron eso anteriormente). Y también, algo muy interesante se pierde: la duda escéptica. La duda
escéptica se pierde porque uno ha visto por uno mismo que lo que el Buddha enseñó es una
realidad. Hasta ese momento la duda escéptica va a surgir una y otra vez porque uno fácilmente
puede pensar: “Bueno, tal vez. Tal vez así sea, pero ¿cómo puedo yo estar seguro?” Uno solamente
puede estar seguro a través de su propia experiencia. Entonces, por supuesto, ya no queda duda
escéptica porque uno ha visto lo que hemos descrito, y habiéndolo visto, nuestro propio corazón y
mente tienen un entendimiento que hace posible ver todo lo demás.
El Dhamma debe tener como su base el entendimiento de que no existe una entidad especial. Hay
una continuidad, pero no hay una entidad especial. Y esa continuidad es lo que hace tan difícil para
nosotros el ver que realmente ahí no hay nadie dentro del cuerpo haciendo que las cosas sucedan.
Las cosas están sucediendo de todas formas. Así que el primer instante de haber visto un vislumbre
de libertad, llamado Entrada a la Corriente, hace cambios dentro de nosotros. Esto ciertamente no
erradica el apego y el enojo--de hecho, estos ni siquiera se han mencionado. Pero a través del gran
entendimiento que tiene tal persona, el apego y el odio disminuyen. Ya no son tan fuertes, y no se
manifiestan de una forma intensa, pero permanecen en formas sutiles.
Los siguientes estados son El que Regresa Una Vez, después El que No Regresa, después el
Arahant. El que Regresa Una Vez tiene una vida más en el mundo de los cinco sentidos. El que No
Regresa no retorna a la vida humana, y el Arahant, es el ser Completamente Iluminado. Los deseos
sensuales y el odio sólo se erradican con los que No Regresan y la total vanidad del ser, sólo con los
Arahants.
Así que podemos aceptar completamente el hecho de que ya que nosotros no somos Arahants,
nosotros todavía tenemos apego y odio. No se trata de culparse a uno mismo por tenerlos: se trata
de entender de dónde vienen estos. Ellos vienen del engaño del yo. Yo quiero proteger esta joya que
es el yo. Así es como ellos surgen. Pero con la continua práctica de meditación la mente puede
llegar a ser más y más clara. Ella finalmente entiende. Y cuando ella entiende, puede ver la realidad
trascendental. Aun si es vista por un momento de pensamiento, la experiencia es de gran impacto y
hace un cambio marcado en nuestras vidas.