miércoles, 7 de diciembre de 2011

R A S H O M O N


R A S H O M O N
A K U T A G A W A


NOTA INTRODUCTORIA
Entre y escribió los cuentos reunidos
en este volumen el escritor más brillante de la generación
neorrealista, un movimiento de reacción
contra el naturalismo y las distintas tendencias neorrománticas
(esteticismo, idealismo humanitario)
que dominaban la escena literaria japonesa en las
dos décadas del siglo XX. Como la mayoría de los
"ismos" nipones, apresuradamente adoptados a
medida que se conocían sus modelos europeos, la
denominación es un poco vaga, pero en todo caso
define una actitud intelectualista, que desconfía de lo
sensorial y lo intuitivo, y aspira a insertar una visión
metafísica diferente en la literatura contemporánea.
Akutagawa surgió de la tercera o cuarta época de
la revista Shinshichó (Nueva Corriente Ideológica), publicada
 por la Universidad de Tokio; con sus colegas
Kikuchi Kan, Kume Masao, Yamamoto Yuzo y Toyoshima
Yoshio constituyó un grupo de excelentes
narradores, portavoces de una nueva visión, intrincada
y neurótica, que venía a depurar con su racionalismo
crítico el individualismo superficial y
hedonista de la era Taishó (-). En una docena
de años de atormentada vida literaria, Akutagawa
dejó el mayor legado de la literatura japonesa
contemporánea, como poeta, ensayista, crítico, y sobre
todo cuentista. Contrariamente a sus predecesores,
no se lanzó a Occidente en busca de Maestros,
sino que procuró una síntesis entre el espíritu sensitivo
y la ductilidad estilística heredadas del haiku y el
refinamiento irónico de Occidente, que debía buscarse
parsimoniosamente en los europeos finiseculares
más afines con Oriente, como Loti, France,
Wilde y Symonds.
Akutagawa es uno de los pocos cuentistas japoneses
contemporáneos capaz de fascinar por la brillantez
de su técnica y su estilo; su meta fue la
búsqueda permanente de una estructura intelectual
apta para controlar y corregir la expresión de los
sentimientos. Escogió los temas históricos sin propósito
de reconstrucción arqueológica de la época,


sino para encontrar el meollo del asunto, el "episodio
insólito" en que la psicología humana se manifiesta
con toda la fuerza de su singularidad. Porque
detestaba la mediocridad, sus anónimos personajes
desnudan el egoísmo, la frivolidad, la miseria y la
degradación del hombre; por la misma razón, quiso
hacer del arte la razón de su vida.
En sus tres últimos años, Akutagawa empezó a
dudar de su propio arte y del sentido mismo de una
cultura incapaz de reflejar la dolorosa realidad del
mundo; su derrumbe como hombre y como artista,
esa "vaga inquietud" por el futuro que lo arrastró al
suicidio a los años, son los síntomas de una moral
y una cultura perimidas, que vislumbran ya el
surgimiento de una nueva conciencia colectiva.
Rashômon, La nariz, Kesa y Moritô, En el bosque y El
biombo del infierno recrean plásticamente, la refinada
decadencia y la oculta crudeza de la época Heian
(-). Las traducciones directas del japonés
pertenecen al destacado artista argentino Kazuya
Sakai.
M. O. G.


RASHÕMON
Era un frío atardecer.
Bajo Rashômon, el sirviente de un samurai esperaba
que cesara la lluvia. No había nadie en el amplio
portal. Sólo un grillo se posaba en una gruesa
columna, cuya laca carmesí estaba resquebrajada en
algunas partes. Situado Rashômon en la Avenida
Sujaltu, era de suponer que algunas personas, como
ciertas damas con el ichimegasa o nobles con el momiebosh,
podrían guarecerse allí; pero al parecer no
había nadie fuera del sirviente. Y era explicable, ya
Sombrero antiguo para dama, de paja o tela laqueada, según
la clase social. Designa a la dama que emplea dicho sombrero.
Antiguo gorro empleado por los nobles y samurais. Designa
a los nobles o samurais que llevan dicho gorro.


que en los últimos dos o tres años la ciudad de
Kyoto había sufrido una larga serie de calamidades:
terremotos, tifones, incendios y carestías la habían
llevado a una completa desolación. Dicen los antiguos
textos que la gente llegó a destruir las imágenes
budistas y otros objetos del culto, y esos trozos de
madera, laqueada y adornada con hojas de oro y
plata, se vendían en las calles como leña. Ante semejante
situación, resultaba natural que nadie se
ocupara de restaurar Rashômon. Aprovechando la
devastación del edificio, los zorros y otros animales
instalaron sus madrigueras entre las ruinas; por su
parte ladrones y malhechores no lo desdeñaron como
refugio, hasta que finalmente se lo vio convertido
en depósito de cadáveres anónimos. Nadie se
acercaba por los alrededores al anochecer, más que
nada por su aspecto sombrío y desolado.
En cambio, los cuervos acudían en bandadas
desde los más remotos lugares. Durante el día, volaban
en círculo alrededor de la torre, y en el cielo
enrojecido del atardecer sus siluetas se dispersaban
como granos de sésamo antes de caer sobre los cadáveres
abandonados.
Pero ese día no se veía ningún cuervo, tal vez
por ser demasiado tarde. En la escalera de piedra,


que se derrumbaba a trechos y entre cuyas grietas
crecía la hierba, podían verse los blancos excrementos
de estas aves. El sirviente vestía un gastado
kimono azul, y sentado en el último de los siete escalones
contemplaba distraídamente la lluvia, mientras
concentraba su atención en el grano de la
mejilla derecha.
Como decía, el sirviente estaba esperando que
cesara la lluvia; pero de cualquier manera no tenía
ninguna idea precisa de lo que haría después. En
circunstancias normales, lo natural habría sido volver
a casa de su amo; pero unos días antes éste lo
había despedido, no obstante los largos años que
había estado a su servicio. El suyo era uno de los
tantos problemas surgidos del precipitado derrumbe
de la prosperidad de Kyoto.
Por eso quizás, hubiera sido mejor aclarar: "el
sirviente espera en el portal sin saber qué hacer, ya
que no tiene adónde ir". Es cierto que, por otra
parte, el tiempo oscuro y tormentoso había deprimido
notablemente el sentimentalisme de este sirviente
de la época Heian.
Habiendo comenzado a llover a mediodía, todavía
continuaba después del atardecer. Perdido en un
mar de pensamientos incoherentes, buscando algo


que le permitiera vivir desde el día siguiente y la
manera de obrar frente a ese inexorable destino que,
tanto lo deprimía, el sirviente escuchaba, abstraído,
el ruido de la lluvia sobre la Avenida Sujaku.
La lluvia parecía recoger su ímpetu desde lejos,
para descargarlo estrepitosamente sobre Rashômon,
como envolviéndolo. Alzando la vista, en el cielo
oscuro veíase una pesada nube suspendida en el
borde de una teja inclinada.
"Para escapar a esta maldita suerte" -pensó el
sirviente-, "no puedo esperar a elegir un medio, ni
bueno ni malo pues si empezara a pensar, sin duda
me moriría de hambre en medio del camino o en
alguna zanja; luego me traerían aquí, a esta torre,
dejándome tirado como a un perro. Pero si no elijo..."
Su pensamiento, tras mucho rondar la misma
idea, había llegado por fin a este punto. Pero ese "si
no elijo..." quedó fijo en su mente. Aparentemente
estaba dispuesto a emplear cualquier medio; pero al
decir "si no..." demostró no tener el valor suficiente
para confesarse rotundamente: "no me queda otro
remedio que convertirme en ladrón".
Lanzó un fuerte estornudo y se levantó con lentitud.
El frío anochecer de Kyoto hacía aflorar el
calor del fuego. El viento, en la penumbra, gemía


entre los pilares. El grillo que se posaba en la gruesa
columna había desaparecido.
Con la cabeza metida entre los hombros paseó
la mirada en torno del edificio; luego levantó las
hombreras del kimono azul que llevaba sobre una
delgada ropa interior. Se decidió por fin a pasar la
noche en algún lugar que le permitiera guarecerse de
la lluvia y del viento, en donde nadie lo molestara.
El sirviente descubrió otra escalera ancha, también
laqueada, que parecía conducir a la torre. Ahí
arriba nadie lo podía molestar, excepto los muertos.
Cuidando de que no se deslizara su katana de la
vaina sujeta a la cintura, el sirviente puso su pie calzado
con zôri sobre el primer peldaño.
Minutos después, en mitad de la amplia escalera
que conducía a la torre de Rashômon, un hombre
acurrucado como un gato, con la respiración contenida,
observaba lo que sucedía más arriba. La luz
procedente de la torre brillaba en la mejilla del
hombre; una mejilla que bajo la corta barba descubría
un grano colorado, purulento. El hombre, es
decir el sirviente, había pensado que dentro de la
Espada japonesa.
Calzado similar a la sandalia, hecho en base a paja de arroz


torre sólo hallaría cadáveres; pero subiendo dos o
tres escalones notó que había luz, y que alguien la
movía de un lado a otro. Lo supo cuando vio su reflejo
mortecino, amarillento, oscilando de un modo
espectral en el techo cubierto de telarañas. ¿Qué clase
de persona encendería esa luz en Rashômon, en
una noche de lluvia como aquélla?
Silencioso como un lagarto, el sirviente se
arrastró hasta el último peldaño de la empinada escalera.
Con el cuerpo encogido todo lo posible y el
cuello estirado, observó medrosamente el interior
de la torre.
Confirmando los rumores, vio allí algunos cadáveres
tirados negligentemente en el suelo. Como la
luz de la llama iluminaba escasamente a su alrededor,
no pudo distinguir la cantidad; únicamente pudo
ver algunos cuerpos vestidos y otros desnudos,
de hombres y mujeres. Los hombros, el pecho y
otras partes recibían una luz agonizante, que hacía
más densa la sombra en los restantes miembros.
Unos con la boca abierta, otros con los brazos
extendidos, ninguno daba más señales de vida que
un muñeco de barro. Al verlos entregados a ese silencio
eterno, el sirviente dudó que hubiesen vivido
alguna vez.


El hedor que despedían los cuerpos ya descompuestos
le hizo llevar rápidamente la mano a la nariz.
Pero un instante después olvidó ese gesto. Una
impresión más violenta anuló su olfato al ver que
alguien estaba inclinado sobre los cadáveres.
Era una vieja escuálida, canosa y con aspecto de
mona, vestida con un kimono de tono ciprés. Sosteniendo
con la mano derecha una tea de pino, observaba
el rostro de un muerto, que por su larga
cabellera parecía una mujer.
Poseído más por el horror que por la curiosidad,
el sirviente contuvo la respiración por un instante,
sintiendo que se le erizaban los pelos. Mientras observaba
aterrado, la vieja colocó su tea entre dos tablas
del piso, y sosteniendo con una mano, la
cabeza que había estado mirando, con la otra comenzó
a arrancarle el cabello, uno por uno; parecía
desprenderse fácilmente.
A medida que el cabello se iba desprendiendo,
cedía gradualmente el miedo del sirviente; pero al
mismo tiempo se apoderaba de él un incontenible
odio hacia esa vieja. Ese odio -pronto lo comprobóno
iba dirigido sólo contra la vieja, sino contra todo
lo que simbolizase "el mal", por el que ahora sentía
vivísima repugnancia. Si en ese instante le hubiera


sido dado elegir entre morir de hambre o convertirse
en ladrón -el problema que él mismo se habla
planteado hacía unos instantes- no habría vacilado
en elegir la muerte. El odio y la repugnancia ardían
en él tan vivamente como la tea que la vieja había
clavado en el piso.
Él no sabía por qué aquella vieja robaba cabellos;
por consiguiente, no podía juzgar su conducta.
Pero a los ojos del sirviente, despojar de las cabelleras
a los muertos de Rashômon, y en una noche
de tormenta como ésa, cobraba toda la apariencia de
un pecado imperdonable. Naturalmente, este nuevo
espectáculo le había hecho olvidar que sólo momentos
antes él mismo había pensado hacerse ladrón.
Reunió todas sus fuerzas en las piernas, y saltó
con agilidad desde su escondite; con la mano en su
katana, en una zancada se plantó ante la vieja. Volvióse
ésta aterrada, y al ver al hombre, retrocedió
bruscamente, tambaleándose.
-¡Adónde vas, vieja infeliz! -gritó cerrándole el
paso, mientras ella intentaba huir pisoteando los cadáveres.
La suerte estaba echada. Tras un breve forcejeo
el hombre tomó a la vieja por el brazo (de puro


hueso y piel, más bien parecía una pata de gallina), y
retorciéndoselo, la arrojó al suelo con violencia:
-¿Qué estabas haciendo? Contesta, vieja; si no,
hablará esto por mí.
Diciendo esto, el sirviente la soltó, desenvainó
su katana y puso el brillante metal frente a los ojos
de la vieja. Pero ésta guardaba un silencio malicioso,
como si fuera muda. Un temblor histérico agitaba
sus manos y respiraba con dificultad, con los ojos
desorbitadas. Al verla así, el sirviente comprendió
que la vieja estaba a su merced. Y al tener conciencia
de que una vida estaba librada al azar de su voluntad,
todo el odio que había acumulado se desvaneció,
para dar lugar a un sentimiento de satisfacción y
de orgullo; la satisfacción y el orgullo que se sienten
al realizar una acción y obtener la merecida recompensa.
Miró el sirviente a la vieja y suavizando algo
la voz, le dijo:
-Escucha. No soy ningún funcionario del Kebiishi.
Soy un viajero que pasaba accidentalmente
por este lugar. Por eso, no tengo ningún interés en
prenderte o en hacer contigo nada en particular. Lo
Alto Comisariato instituido por la Corte Imperial en el año
, como medida contra los perturbadores del orden.


que quiero es saber qué estabas haciendo aquí hace
un momento.
La vieja abrió aún más los ojos y clavó su mirada
en el hombre; una mirada sarcástica, penetrante,
con esos ojos sanguinolentos que suelen tener ciertas
aves de rapiña. Luego, como masticando algo,
movió los labios, unos labios tan arrugados que casi
se confundían con la nariz. La punta de la nuez se
movió en la garganta huesuda. De pronto, una voz
áspera y jadeante como el graznido de un cuervo
llegó a los oídos del sirviente:
-Yo, sacaba los cabellos... sacaba los cabellos...
para hacer pelucas...
Ante una respuesta tan simple y mediocre el sirviente
se sintió defraudado. La decepción hizo que
el odio y la repugnancia le invadieran nuevamente,
pero ahora acompañados por un frío desprecio. La
vieja pareció adivinar lo que el sirviente sentía en
ese momento y, conservando en la mano los largos
cabellos que acababa de arrancar, murmuró con su
voz sorda y ronca:
-Ciertamente, arrancar los cabellos a los muertos
puede parecerle horrible; pero ninguno de éstos merece
ser tratado de mejor modo. Esa mujer, por
ejemplo, a quien le saqué estos hermosos cabellos


negros, acostumbraba vender carne de víbora desecada
en la Barraca de los Guardianes, haciéndola
pasar nada menos que por pescado. Los guardianes
decían que no conocían pescado más delicioso. No
digo que eso estuviese mal pues de otro modo se
hubiera muerto de hambre. ¿Qué otra cosa podía
hacer? De igual modo podría justificar lo que yo hago
ahora. No tengo otro remedio, si quiero seguir
viviendo. Si ella llegara a saber lo que le hago, posiblemente
me perdonaría.
Mientras tanto el sirviente había guardado su
katana, y con la mano izquierda apoyada en la empuñadura,
la escuchaba fríamente. La derecha tocaba
nerviosamente el grano purulento de la mejilla. Y
en tanto la escuchaba, sintió que le nacía cierto coraje,
el que le faltara momentos antes bajo el portal.
Además, ese coraje crecía en dirección opuesta al
sentimiento que lo había dominado en el instante de
sorprender a la vieja. El sirviente no sólo dejó de
dudar (entre elegir la muerte o convertirse en ladrón)
sino que en ese momento el tener que morir
de hambre se había convertido para él en una idea
absurda, algo por completo ajeno a su entendimiento.


-¿Estás segura de lo que dices? -preguntó en tono
malicioso y burlón.
De pronto quitó la mano del grano, avanzó hacia
ella y tomándola por el cuello le dijo con rudeza:
-Y bien, no me guardarás rencor si te robo,
¿verdad? Si no lo hago, también yo me moriré de
hambre.
Seguidamente, despojó a la vieja de sus ropas, y
como ella tratara de impedirlo aferrándosele a las
piernas, de un puntapié la arrojó entre los cadáveres.
En cinco pasos el sirviente estuvo en la boca de
la escalera; y en un abrir y cerrar de ojos, con la
amarillenta ropa bajo el brazo, descendió los peldaños
hacia la profundidad de la noche.
Un momento después la vieja, que había estado
tendida como un muerto más, se incorporó, desnuda.
Gruñendo y gimiendo, se arrastró hasta la escalera,
a la luz de la antorcha que seguía ardiendo.
Asomó la cabeza al oscuro vacío y los cabellos
blancos le cayeron sobre la cara.
Abajo, sólo la noche negra y muda.
Adónde fue el sirviente, nadie lo sabe.
(ESCRITO EN .)


LA NARIZ
No hay nadie, en todo Ike-no-wo, que no conozca
la nariz de Zenchi Naigu. Medirá unos
centímetros, y es como un colgajo que desciende
hasta más abajo del mentón. Es de grosor parejo
desde el comienzo al fin; en una palabra, una cosa
larga, con aspecto de embutido, le cae desde el centro
de la cara.
Naigu tiene más de años, y desde sus tiempos
de novicio, y aun encontrándose al frente de los seminarios
de la corte, ha vivido constantemente
preocupado por su nariz. Por cierto que simula la
mayor indiferencia, no ya porque su condición de
sacerdote "que aspira a la salvación en la Tierra Pura
del Oeste" le impida abstraerse en tales problemas,
sino más bien porque le disgusta que los demás


piensen que a él le preocupa. Naigu teme la aparición
de la palabra nariz en las conversaciones cotidianas.
Existen dos razones para que a Naigu le moleste
su nariz. La primera de ellas, la gran incomodidad
que provoca su tamaño. Esto no le permitió nunca
comer solo pues la nariz se le hundía en las comidas.
Entonces Naigu hacía sentar mesa por medio a
un discípulo, a quien le ordenaba sostener la nariz
con una tablilla de unos cuatro centímetros de ancho
y sesenta y seis centímetros de largo mientras
duraba la comida. Pero comer en esas condiciones
no era tarea fácil ni para el uno ni para el otro.
Cierta vez, un ayudante que reemplazaba a ese discípulo
estornudó, y al perder el pulso, la nariz que
sostenía se precipitó dentro de la sopa de arroz; la
noticia se propaló hasta llegar a Kyoto. Pero no eran
esas pequeñeces la verdadera causa del pesar de
Naigu. Le mortificaba sentirse herido en su orgullo
a causa de la nariz.
Las gentes del pueblo opinaban que Naigu debía
de sentirse feliz, ya que al no poder casarse, se beneficiaba
como sacerdote; pensaban que con esa nariz
ninguna mujer aceptaría unirse a él. También se decía,
maliciosamente, que él había decidido su vocaA
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ción justamente a raíz de esa desgracia. Pero ni el
mismo Naigu pensó jamás que el tomar los hábitos
le aliviara esa preocupación. Empero, la dignidad de
Naigu no podía ser turbada por un hecho tan accesorio
como podía ser el de tomar una mujer. De ahí
que tratara, activa o pasivamente, de restaurar su orgullo
mal herido.
En primer lugar, pensó en encontrar algún modo
de que la nariz aparentara ser más corta. Cuando
se encontraba solo, frente al espejo, estudiaba su cara
detenidamente desde diversos ángulos. Otras veces,
no satisfecho con cambiar de posiciones,
ensayaba pacientemente apoyar la cara entre las manos
a sostener con un dedo el centro del mentón.
Pero lamentablemente, no hubo una sola vez en que
la nariz se viera satisfactoriamente más corta de lo
que era. Ocurría además, que cuando más se empeñaba,
más larga la veía cada vez. Entonces guardaba
el espejo y suspirando hondamente, volvía descorazonado
a la mesa de oraciones. De allí en adelante,
mantuvo fija su atención en la nariz de los demás.
En el templo de Ike-no-wo funcionaban frecuentemente
seminarios para los sacerdotes; en el
interior del templo existen numerosas habitaciones
destinadas a alojamiento, y las salas de baños se haR
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bilitan en forma permanente. De modo que allí el
movimiento de sacerdotes era continuo. Naigu escrutaba
pacientemente la cara de todos ellos con la
esperanza de encontrar siquiera una persona que
tuviera una nariz semejante a la suya. Nada le importaban
los lujosos hábitos que vestían, sobre todo
porque estaba habituado a verlos. Naigu no miraba
a la gente, miraba las narices. Pero aunque las había
aguileñas, no encontraba ninguna como la suya; y
cada vez que comprobaba esto, su mal humor iba
creciendo. Si al hablar con alguien inconscientemente
se tocaba el extremo de su enorme nariz y se
lo veía enrojecer de vergüenza a pesar de su edad,
ello denunciaba su mal humor.
Recurrió entonces a los textos budistas en busca
de alguna hipertrofia. Pero para desconsuelo de
Naigu, nada le decía si el famoso sacerdote japonés
Nichiren, o Sáriputra, uno de los diez discípulos de
Buda, habían tenido narices largas. Seguramente
tanto Nágárjuna, el conocido filósofo budista del
siglo II, como Bamei, otro ilustre sacerdote, tenían
una nariz normal. Cuando Naigu supo que Ryugentoku,
personaje legendario del país Shu, de China,
había tenido grandes orejas, pensó cuánto lo


habría consolado si, en lugar de esas orejas, se hubiese
tratado de la nariz.
Pero no es de extrañar que a pesar de estos lamentos,
Naigu intentara en toda forma reducir el
tamaño de su nariz. Hizo cuanto le fue dado hacer,
desde beber una cocción de uñas de cuervo hasta
frotar la nariz con orina de ratón. Pero nada. La nariz
seguía colgando lánguidamente.
Hasta que un otoño, un discípulo enviado en
una misión a Kyôto, reveló que había aprendido de
un médico su tratamiento para acortar narices. Sin
embargo, Naigu, dando á entender que no le importaba
tener esa nariz, se negó a poner en práctica
el tratamiento de ese médico de origen chino, si
bien por otra parte, esperaba que el discípulo insistiera
en ello, y a la hora de las comidas decía ante
todos, intencionalmente, que no deseaba molestar al
discípulo por semejante tontería. El discípulo, advirtiendo
la maniobra, sintió más compasión que
desagrado, y tal como Naigu lo esperaba, volvió a
insistir para que ensayara el método. Naturalmente,
Naigu accedió.
El método era muy simple, y consistía en hervir
la nariz y pisotearla después. El discípulo trajo del
baño un balde de agua tan caliente que no podía inR
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troducirse en ella el dedo. Como había peligro de
quemarse con el vapor, el discípulo abrió un agujero
en una tabla redonda, y tapando con ella el balde
hizo introducir la nariz de Naigu en el orificio. La
nariz no experimentó ninguna sensación al sumergirse
en el agua caliente. Pasado un momento dijo el
discípulo:
-Creo que ya ha hervido.
Naigu sonrió amargamente; oyendo sólo estas
palabras nadie hubiera imaginado que lo que se estaba
hirviendo era su nariz. Le picaba intensamente.
El discípulo la recogió del balde y empezó a pisotear
el promontorio humeante. Acostado y con la
nariz sobre una tabla, Naigu observaba cómo los
pies del discípulo subían y bajaban delante de sus
ojos. Mirando la cabeza calva del maestro aquél le
decía de vez en cuando, apesadumbrado:
-¿No os duele? ¿Sabéis?... el médico me dijo que
pisara con fuerza. Pero, ¿no os duele?
En verdad, no sentía ni el más mínimo dolor,
puesto que le aliviaba la picazón en el lugar exacto.
Al cabo de un momento unos granitos empezaron
a formarse en la nariz. Era como si se hubiera
asado un pájaro desplumado. Al ver esto, el discípulo
dejó de pisar y dijo como si hablara consigo


mismo: "El médico dijo que había que sacar los
granos con una pinza."
Expresando en el rostro su disconformidad con
el trato que le daba el discípulo, Naigu callaba. No
dejaba de valorar la amabilidad de éste. Pero tampoco
podía tolerar que tratase su nariz como una
cosa cualquiera. Como el paciente que duda de la
eficacia de un tratamiento, Naigu miraba con desconfianza
cómo el discípulo arrancaba los granos de
su nariz.
Al término de esta operación, el discípulo le
anunció con cierto alivio:
-Tendréis que hervirla de nuevo.
La segunda vez, comprobaron que se había
acortado mucho más que antes. Acariciándola aún,
Naigu se miró avergonzado en el espejo que le tendía
el discípulo. La nariz, que antes le llegara a la
mandíbula, se había reducido hasta quedar sólo a la
altura del labio superior. Estaba, naturalmente, enrojecida
a consecuencia del pisoteo.
"En adelante ya nadie podrá burlarse de mi nariz".
El rostro reflejado en el espejo contemplaba
satisfecho a Naigu.
Pasó el resto del día con el temor de que la nariz
recuperara su tamaño anterior. Mientras leía los suR
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tras, o durante las comidas, en fin, en todo momento,
se tanteaba la nariz para poder desechar sus
dudas. Pero la nariz se mantenía respetuosamente
en su nuevo estado. Cuando despertó al día siguiente,
de nuevo se llevó la mano a la nariz, y
comprobó que no había vuelto a sufrir ningún cambio.
Naigu experimentó un alivio y una satisfacción
sólo comparables a los que sentía cada vez que terminaba
de copiar los sutras.
Pero después de dos o tres días comprobó que
algo extraño ocurría. Un conocido samurai que de
visita al templo lo había entrevistado, no había hecho
otra cosa que mirar su nariz y, conteniendo la
risa, apenas si le había hablado. Y para colmo, el
ayudante que había hecho caer la nariz dentro de la
sopa de arroz, al cruzarse con Naigu fuera del recinto
de lectura, había bajado la cabeza, pero luego,
sin poder contenerse más, se había reído abiertamente.
Los practicantes que recibían de él alguna
orden lo escuchaban ceremoniosamente, pero una
vez que él se alejaba rompían a reír. Eso no ocurrió
ni una ni dos veces. Al principio Naigu lo interpretó
como una consecuencia natural del cambio de su
fisonomía. Pero esta explicación no era suficiente;
aunque el motivo fuera ése, el modo de burlarse era


"diferente" al de antes, cuando ostentaba su larga
nariz. Si en Naigu la nariz corta resultaba más cómica
que la anterior, ésa era otra cuestión; al parecer,
ahí había algo más que eso...
"Pero si antes no se reían tan abiertamente..."
Así cavilaba Naigu, dejando de leer el sutra e inclinando
su cabeza calva. Contemplando la pintura de
Samantabhadra, recordó su larga nariz de días atrás,
y se quedó meditando, como "aquel ser repudiado y
desterrado que recuerda tristemente su glorioso pasado".
Naigu no poseía, lamentablemente, la inteligencia
suficiente para responder a este problema.
En el hombre conviven dos sentimientos
opuestos. No hay nadie, por ejemplo, que ante la
desgracia del prójimo, no sienta compasión. Pero si
esa misma persona consigue superar esa desgracia
ya no nos emociona mayormente. Exagerando, nos
tienta a hacerla caer de nuevo en su anterior estado.
Y sin darnos cuenta sentimos cierta hostilidad hacia
ella. Lo que Naigu sintió en la actitud de todos ellos
fue, aunque él no lo supiera con exactitud, precisamente
ese egoísmo del observador ajeno ante la
desgracia del prójimo.
Día a día Naigu se volvía más irritable e irascible.
Se enfadaba por cualquier insignificancia. El


mismo discípulo que le había practicado la cura con
la mejor voluntad, empezó a decir que Naigu recibiría
el castigo de Buda. Lo que enfureció particularmente
a Naigu fue que, cierta día, escuchó agudos
ladridos y al asomarse para ver qué ocurría, se encontró
con que el ayudante perseguía a un perro de
pelos largos con una tabla de unos setenta centímetros
de largo, gritando: "La nariz, le pegaré en la nariz",
Naigu le arrebató el palo y le pegó en la cara al
ayudante. Era la misma tabla que había servido antes
para sostener su nariz cuando comía.
Naigu lamentó lo sucedido, y se arrepintió más
que nunca de haber acortado su nariz.
Una noche soplaba el viento y se escuchaba el
tañido de la campana del templo. El anciano Naigu
trataba de dormir, pero el frío que comenzaba a llegar
se lo impedía. Daba vueltas en el lecho tratando
de conciliar el sueño, cuando sintió una picazón en
la nariz. Al pasarse la mano, la notó algo hinchada e
incluso afiebrada.
-Debo haber enfermado por el tratamiento,
En actitud de elevar una ofrenda, ceremoniosamente,
sujetó la nariz con ambas manos. A la mañana
siguiente, al levantarse temprano como de


costumbre, vio el jardín del templo cubierto por las
hojas muertas de las breneas y los castaños, caídas
en la noche anterior. El jardín brillaba como si fuera
de oro por las hojas amarillentas. El sol empezaba a
asomarse. Naigu salió a la galería que daba al jardín
y aspiró profundamente.
En ese momento, sintió retornar una sensación
que había estado a punto de olvidar. Instintivamente
se llevó las manos a la nariz. ¡Era la nariz de antes,
con sus centímetros! Naigu volvió a sentirse tan
lleno de júbilo como cuando comprobó su reducción.
-Desde ahora nadie volverá a burlarse de mí.
Así murmuró para sí mismo, haciendo oscilar
con delicia la larga nariz en la brisa matinal del otoño.
(ESCRITO EN ENERO DE .)


EN EL BOSQUE
Declaración de un leñador interrogado por el oficial del Kebiishi:
Señor, es verdad; fui yo quien encontró el cadáver.
Esta mañana, como de costumbre, había salido
a cortar leña y encontré al muerto en el bosque que
está detrás de la montaña. ¿El lugar exacto, dice usted?
Pues, a unos ciento cincuenta metros de la carretera
a Yamashina. Es un lugar solitario, poblado
de bambúes, con algunos cedros entre ellos.
El cuerpo estaba tendido de cara al cielo; vestía
un kimono de seda violáceo y llevaba un gorro al
estilo Kyoto. Una herida de katana le atravesaba el
corazón, y las hojas de bambú que lo rodeaban estaban
teñidas de rojo. No, no perdía más sangre en


ese momento. Creo que la herida estaba seca; un tábano,
de tan pegado que estaba a ella, ni siquiera
sintió mis pasos.
¿Si vi alguna katana o algo parecido? No, no vi
nada de eso, señor. Solamente encontré una cuerda
junto al tronco de un cedro que había cerca del cadáver.
Y..., ah, sí; también junto a la cuerda había un
peine. Eso fue todo lo que vi. Daba la impresión de
que ese hombre había luchado antes de ser asesinado,
porque las hierbas y las hojas que había a su alrededor
estaban bastante pisoteadas.
-¿Había algún caballo cerca del lugar?
-No, señor. Es un lugar inaccesible para esos
animales; está separado de la carretera por un bosque
de bambúes.
Declaración de un sacerdote budista interrogado por el oficial
del Kebúshi:
-Es cierto. Ayer me encontré con el desdichado
hombre. Ayer... sería cerca del mediodía. El lugar es
la carretera que conduce de Sekiyama a Yamaishina.
El hombre caminaba en dirección a Sekiyama
acompañado por una dama que iba a caballo. Ni alcancé
a ver el rostro de esta dama pues lo llevaba


cubierto con un velo. Únicamente pude ver el color
de su kimono, que era claro. El caballo era un alazán
de finas crines. ¿La estatura de la dama? ... algo
así como un metro y medio. Como sacerdote, no
estoy habituado a fijarme en esos detalles. El hombre
iba armado con katana, arco y flechas. Particularmente
recuerdo la aljaba negra donde llevaba
unas veinte flechas.
No podía imaginar que a ese hombre le aguardara
semejante destino. En verdad, nuestra vida es
comparable al rocío del alba o a un destello fugaz.
¡Lamento tanto la suerte de ese hombre que ni encuentro
palabras para expresar mi sentimiento!
Declaración del policía interrogado por el oficial del Kebiishi:
-¿Quién es el hombre que arresté? Es el famoso
bandolero Tajômaru. Cuando procedí, él había caído
del caballo, y gemía echado sobre el puente de
Awataguchi. ¿Cuándo? Fue en las primeras horas de
anoche. Recuerdo que aquella otra vez en que fracasé
al intentar arrestarlo, también llevaba ese kimono
azul y esa larga katana. Esta vez, como ustedes ven,
lleva además arco y flechas. ¡Ah!... ¿De modo que el


arco y las flechas son iguales a los del muerto? Entonces
es seguro que este Tajômaru es el asesino. El
arco enfundado en cuero, la aljaba negra y las diecisiete
flechas de pluma de halcón, seguramente eran
del samurai. Sí; el caballo era, como usted dice, un
alazán de finas crines. Pastaba cerca del puente, con
las riendas sueltas. Seguramente por una ironía del
destino Tajómaru fue arrojado por el mismo caballo
que robó.
Este Tajômaru es el mujeriego más famoso entre
los bandidos que merodean por la capital. El año
pasado una creyente y su criada fueron asesinadas
en un monte, detrás de la estatua de Píndola del
Templo Toribe; y se rumoreó que había sido obra
de este bandido. Si es Tajômaru el asesino del samurai,
vaya uno a saber qué ha sido de la dueña del
alazán.
Si se me permite una palabra, sugiero la conveniencia
de averiguar la suerte que corrió la dama.
Píndola, llamado Píndola-bharadwaja, discípulo de Buda.


Declaración de una anciana interrogada por el oficial del Kebiishi:
-Sí, señor; el cadáver es del hombre que se casó
con mi hija. Él no era de la capital; fue samurai en la
ciudad de Kokufu, en la provincia de Wakasa. Su
nombre es Takejiro Kanazawa y tenía veintiséis
años. No, señor, él era una buena persona, y no creo
que haya sido víctima de alguna venganza.
¿Mi hija? Su nombre es Masago, y tiene diecinueve
años. Es impulsiva, pero dudo que haya conocido
otro hombre aparte de Takejiro. Es de cutis
moreno y su cara es pequeña, ovalada, y tiene un lunar
cerca del ojo izquierdo.
Ayer, Takejiro y mi hija salieron para Wakasa.
¡Quién podía imaginar esta tragedia!
¡Qué será de ella! Pues si bien estoy resignada
por la suerte de mi yerno, quisiera saber qué ha ocurrido
con mi pobre hija.
¡Por los cielos, señores, no dejéis piedra sin remover
hasta encontrarla!
A quien odio es a ese asesino, Tajômaru, o como
se llame... A él, que no sólo a mi yerno, sin también
a mi hija... [llora y no se entienden sus
palabras].


Confesión de Tajômaru:
-Sí, señor comisario; yo maté a ese hombre, pero
no a la mujer.
¿Qué adónde fue? No sé nada. ¡Eh! Déjeme en
paz; no me apremien porque no podrán obligar a
decir lo que no sé. Además, no tengo esperanza de
salvarme, así que no veo por qué he de ocultar detalles.
Bueno, fue así:
Ayer, poco después de mediodía, me encontré
con esa pareja. Justamente una leve brisa levantó el
velo de seda que cubría el rostro de la mujer, y la vi
apenas. Digo apenas, porque inmediatamente volví
a ocultarlo. Quizá por eso me pareció tan hermosa
como la sagrada Bodhisattva. Y desde ese instante
decidí conquistarla, aunque tuviera que matar al
hombre que la acompañaba.
¿Qué dice? Vea: para mí, matar a un hombre no
significa gran cosa, como usted creería.
De todos modos, para poseer a la mujer había
que eliminar al hombre. Pero le aclaro, señor, que yo
mato con katana, y no como ustedes, que matan con
el poder, con el dinero, hasta con el pretexto de hacer
un favor. Es cierto que no derraman sangre y


sus víctimas siguen viviendo; pero así y todo son
muertos, sombras de vivos. Si medimos los alcances
del delito, es muy difícil fijar quién es más criminal,
yo o ustedes. [Sonríe con ironía.]
Sin embargo, era mejor proceder evitando la
muerte del hombre. Y opté por ello. Pero era imposible
ejecutar mi propósito en la carretera (que conduce
a Yamashina). Entonces inventé una historia
para internar a la pareja en la montaña.
Resultó fácil. Empecé a caminar con ellos, y les
conté que había descubierto una vieja tumba en la
montaña, hallando una considerable cantidad de sables
y espejos antiguos, que luego había trasladado
clandestinamente al bosque de bambúes; y que de
encontrar a algún interesado, estaba dispuesto a
venderlos a bajo precio. Al oír esto, el hombre comenzó
a interesarse, y...
¿No les parece terrible la codicia que es capaz de
abrigar el hombre? En menos de media hora, los
tres íbamos camino de la montaña.
Al llegar al bosque de bambúes me detuve, les
dije que más adentro estaba oculto el tesoro, y les
pregunté si querían verlo. El hombre, por codicia,
no puso objeción; pero la mujer, que ni siquiera se
molestó en desmontar, dijo que esperaría allí. Era


comprensible su deseo, ante el aspecto de un bosque
tan espeso. Y eso era justamente lo que yo quería.
Me apresuré a conducir al hombre, sin insistir
en que ella nos acompañara.
A la entrada del bosque hay bambúes solamente
pero a cierta distancia existe un lugar más despejado
con algunos cedros. No podía haber sitio más apropiado
para el logro de mi propósito. Abriéndome
camino a través de los bambúes, engañé al hombre
diciéndole que las piezas estaban ocultas al pie de
un cedro. El apresuró los pasos hacia unos cedros
que se divisaban entre los bambúes. Caminamos
aún algo más, y llegamos al lugar señalado.
En un segundo, lo ataqué y lo derribé. Aunque el
hombre llevaba katana y era bastante vigoroso, al ser
tomado por sorpresa y atacado por la espalda nada
pudo hacer para evitarlo. Lo até sin demora al tronco
de un cedro. ¿Dónde conseguí las cuerdas? Gracias
a que soy ladrón siempre las llevo, por si me
veo obligado a escalar algún muro. Naturalmente; es
fácil impedir que el otro grite si se le llena la boca
con hojas de bambú.
Terminada mi tarea con el hombre, volví en
busca de la mujer y le dije que fuera a reunirse con
su marido, que se había indispuesto repentinamente.


Demás está decir que el plan tuvo éxito. La mujer,
que se había quitado el ichimegasa, se dejó conducir
hasta el lugar; pero al llegar, ni bien advirtió la situación
del hombre, sacó un puñal -no supe cuándo-, y
me desafió. Nunca conocí una mujer tan impetuosa.
De no ponerme en guardia nada me hubiera extrañado
que en su arremetida terminara atravesándome
el vientre, o peor aún, matándome. Pero como sabrá,
yo soy Tajômaru. Pude arrebatarle el arma sin
hacer uso de la mía, y aunque valiente, una vez desarmada,
nada pudo hacer. Así, por fin, pude satisfacer
mis deseos de poseerla.
Como le dije, no había matado al hombre; era
innecesario, después de haber conseguido a la mujer.
Me disponía a huir cuando sucedió lo inesperado.
Ella se aferró a mis brazos con desesperación, y
patéticamente, con palabras entrecortadas, me gritó
que uno de nosotros, su marido o yo, tenía que morir;
si no, ella misma moriría antes que soportar el
dolor y la vergüenza de saber vivos a los dos hombres
que la habían poseído. Dijo más: que sería de
aquel que sobreviviera. Al oír estas palabras, el deseo
de matar al hombre me ofuscó. [Sombría excitación.]


Contándolo de esta manera debo parecer muy
cruel. Pero no; usted no vio la cara de la mujer en
ese momento, ni soportó su mirada ardiente, como
yo. Al mirar esos ojos juré casarme con ella, sí, hacerla
mi mujer a riesgo de todo; ése era el único
pensamiento que me absorbía.
Tal pensamiento no se debía al solo deseo carnal,
como usted puede suponer. Al contrario; si en
ese momento sólo hubiese sentido sensualidad, habría
escapado, sin importarme golpear a la mujer. Y
de ser así, no habría tenido ninguna necesidad de
manchar mi katana con la sangre de ese hombre.
Pero viendo el rostro de aquella bella mujer en
la penumbra del bosque, juré no abandonar el lugar
sin haberlo ultimado.
Sin embargo, no tenía intención de matarlo en
forma cobarde: solté sus ligaduras y lo desafié. (La
cuerda que se encontró junto al tronco fue la que yo
utilicé y que luego dejé olvidada.) Encolerizado, el
hombre desenvainó su katana. Inmediatamente me
atacó iracundo, sin pronunciar palabra. Huelga explicar
lo que pasó después. Mi katana atravesó su
pecho a los veintitrés asaltos. Recuerden esto: veintitrés
asaltos. No consigo salir de mi asombro. NaR
A S H O M O N

die hasta entonces me había resistido más de veinte.
[Sonríe jovialmente.]
Muerto el hombre, con la katana aún mojada con
su sangre, me volví hacia donde había quedado la
mujer.
Pero ante mi asombro, había desaparecido. En
vano registré el bosque tratando de encontrarla; ni
el menor rastro. Escuché con atención: se oyó el
estertor del hombre; nada más.
Pensé que al empezar el duelo ella habría salido
en busca de ayuda. Y puesto que era cuestión de vida
o muerte, me apoderé de la espada del hombre,
junto con el arco y las flechas, y huí hacia la carretera.
Una vez allí, encontré pastando el caballo de la
mujer. De lo que siguió después, le diré únicamente
que antes de entrar en la capital me deshice de la
katana robada.
Esta es toda mi confesión. Siempre tuve la convicción
de que mi cabeza colgaría algún día de un
árbol; senténcienme a la pena capital. [Actitud desafiante.]


Confesión de la mujer que llegó al Templo Shimizu:
-El hombre que vestía el kimono de seda azul,
después de ultrajarme lanzó una mirada sarcástica a
mi esposo, que estaba atado al tronco de un cedro.
¡ Cuán humillado se habrá sentido mi marido!
Cuanto más se empeñaba en liberarse, más se hundía
la soga en su cuerpo. Desesperada, corrí hacia él.
No, mejor dicho, quise correr. Pero al intentarlo, el
bandido me derribó.
En ese preciso instante advertí un brillo extraño
en los ojos de mi marido, tenía una expresión indescriptible...
Lo recuerdo y todavía me hace estremecer.
Él, al no poder hablar, procuraba expresarse de
ese modo. Sus ojos no denotaban ni furor ni angustia...;
despedían un brillo frío, que reflejaba su desprecio
hacia mí. Más herida por esos ojos que por el
golpe del ladrón, dejé escapar un gemido y me desvanecí.
Después de largo rato (creo), recobré el conocimiento,
y advertí que el hombre del kimono azul
había desaparecido. Estaba solamente mi marido,
que continuaba atado al árbol. Me incorporé sobre
las hojas de bambú y dirigí hacia él mis ojos. Pero el
brillo de los suyos no había cambiado; me observaR
A S H O M O N

ba con la misma frialdad, reafirmando su desprecio,
y en lo más profundo, también su odio. Vergüenza,
rabia, angustia...; no sé bien lo que sentí entonces.
Me levanté, vacilante, y me acerqué a él:
-Takejiro -le dije-, después de lo sucedido, no
podría seguir viviendo con vos. He decidido matarme,
pero... pero vos también debéis morir. Visteis
lo que me ha hecho: no puedo dejaros vivir.
Hube de hacer un gran esfuerzo para decirlo.
Pero él seguía mirándome sin inmutarse. Sentí que
mi corazón latía con violencia. Busqué afanosamente
la espada de mi marido. En vano; por lo visto,
el bandido había robado sus armas. Fue una
suerte que allí cerca encontrara mi puñal. Sosteniendo
el arma en alto, volví a decirle:
-Ahora, dadme vuestra vida. Yo os seguiré inmediatamente.
Al escucharme, movió apenas los labios. Con la
boca llena de hojas, no podía articular palabra. Sin
embargo, con sólo mirarle adiviné su voluntad. Con
profundo desprecio me decía: "Matadme". Sin poderme
dominar, enloquecida, Clavé la daga en su
pecho, a través del kimono de color lila. Volví a
desvanecerme. Cuando tiempo después me recobré,
mi marido había muerto. Un rayo del sol poniente,


filtrado a través del follaje, iluminaba su rostro sin
color. Llorando, quité las ataduras de aquel cuerpo.
Después... No tengo fuerzas para narrar lo que me
tocó vivir después. Hice todo lo posible para darme
muerte; clavé el puñal en mi garganta, me arrojé al
lago, cerca de la montaña; pero todo en vano. Heme
aquí, frustrados mis intentos, soportando el peso
agobiador de mi deshonra. [Sonríe tristemente.]
Es de creer que a una mala mujer como yo, hasta
por la misma Bodhisattva le sea negada la piedad.
En fin yo, que maté a mi esposo, que fui violada
por un bandido, ¿qué debo hacer? ¿Qué es lo que
yo... yo...? [Estalla de pronto en violentos sollozos.]
Versión del muerto narrada por la médium:
-Después de violar a mi mujer, el bandido se
sentó junto a ella y le habló, tratando de consolarla.
Naturalmente, yo no podía hablar; estaba atado al
tronco del cedro, amordazado. Sin embargo, intentaba
decirle con los ojos una y otra vez: "No creáis a
ese canalla, es mentira todo lo que dice."
Pero ella, sentada con las piernas recogidas, sobre
las hojas de bambú, se miraba las rodillas con


obstinación. Esa actitud me hizo suponer que estaría
escuchando las palabras del hombre. Los celos
me torturaban.
El bandido, hábil en la conversación, le hablaba
de una cosa y otra, hasta que llegó a proponerle con
el mayor descaro: "Ya que has sido injuriada en tu
honor, no puedes seguir junto a tu esposo. A cambio
de eso, y puesto que ya no serán felices, ¿no prefieres
ser mi mujer? Fue el amor que me inspiraste
lo que me llevó a cometer tal violencia contra ti".
Mi mujer le escuchó fascinada y alzó la cabeza.
Nunca la vi tan hermosa como en ese momento. Pero,
¿qué respondió ante su mismo esposo, víctima
como ella de ese malhechor? Ahora vago perdido
en el espacio, pero no podré evitar la rabia y los celos
mientras recuerde sus palabras: "Bien, llevadme
adonde queráis". [Largo silencio.]
Y no fue éste el único delito de mi mujer. Si se
tratara sólo de esto no sufriría lo que sufro en esta
oscura eternidad. Cuando, como en sueños, se disponía
a partir del brazo de aquel hombre, palideció
repentinamente, y señalándome, exclamó: "Matadle.
No puedo unirme a vos mientras él esté con vida".
Y repitió varias veces, enloquecida: "¡Matadle, maA
K U T A G A W A

tadle!" Aún ahora sus palabras quieren arrastrarme
hacia el negro abismo.
¿Habrán salido alguna vez palabras tan atroces
de labios de un ser humano? ¿Habrán entrado tan
odiosas frases en oídos de algún mortal? Alguna vez
semejante... [Súbitamente, ríe con desprecio.]
El mismo bandido se quedó perplejo al oírlas.
"¡Matadle! " Ella continuaba gritando y se aferraba
al brazo del delincuente. Él la miró fijamente y no
contestó... Antes de pensar en una respuesta, la
arrojó al suelo de un puntapié. [Nuevamente una
carcajada desdeñosa.]
Luego se cruzó de brazos tranquilamente y mirándome,
dijo: "¿Qué piensas hacer con esta mujer?
¿La matas, o la perdonas? Contéstame con la cabeza.
¿La matas? Sólo por estas palabras perdonaría
la acción del individuo. [De nuevo largo silencio.]
Mientras yo vacilaba en contestar, mi mujer dio
un grito y echó a correr, bosque adentro. El bandido
se abalanzó tras ella, pero no logró alcanzar ni la
manga de su kimono.
Fugada mi mujer, el hombre tomó mi katana, mi
arco y mis flechas. Luego cortó en un solo sitio la
soga con que me había atado. Recuerdo que al salir
del bosque murmuró: "Ahora se juega mi suerte".


Siguió un profundo silencio. No, oí que alguien sollozaba.
Mientras me quitaba las sogas escuché con
atención, y noté que era mi propio sollozo. [Largo
silencio.]
A duras penas separé del árbol mi cuerpo entumecido.
Delante de mí brillaba la pequeña daga que
había dejado mi mujer. La recogí y la hundí en mi
pecho. Un coágulo de sangre subió a mi garganta,
pero no sentí ningún dolor. A medida que mi cuerpo
se enfriaba, todo a mi alrededor se volvía silencioso
y solemne. Ni el canto de un pájaro se oía en
el aire de aquel lugar en la cañada de la montaña.
Apenas una débil claridad descendía sobre las hojas,
pero también eso fue desapareciendo, hasta que los
cedros y los bambúes se borraron de mi vista. Tendido
en el suelo, un hondo silencio me envolvía.
En ese momento alguien se acercó a mí con pasos
cautelosos. Traté de ver quién era; pero la oscuridad
me lo impidió. Alguien... alguien que no pude
ver, una mano invisible, quitó suavemente el arma
hundida en mi pecho, al tiempo que otro coágulo
me volvía a llenar la boca. Y de nuevo me hundí en
el oscuro espacio; por última vez, para siempre.


KESA Y MORITÔ
PRIMERA PARTE
A medianoche, contemplando la luna, fuera del
cerco que rodea su casa, Moritõ, pensativo, va pisando
las hojas muertas.
Monólogo de Moritõ
Ya asomó la luna. Si hasta ahora esperé con impaciencia
su salida, llegada esta noche su luz me llena
de temor. Mi cuerpo tiembla al imaginar que en
sólo una noche pueda quedar destruido lo que fui
hasta ahora, para convertirme en criminal desde
mañana. ¡Imaginar el cuadro, cuando estas manos


se tiñan con el rojo de la sangre! ¡Cómo habré de
maldecirme cuando llegue ese momento! No sería
tan grande mi sufrimiento si se tratara de un enemigo
que odio; pero no guardo ningún rencor a quien
debo matar esta noche.
Yo conozco a este hombre desde hace tiempo.
Aunque su nombre, Wataru Saemon-no-Jõ, sólo lo
supe ahora por este incidente, recuerdo haber conocido
antes sus rasgos finos y su cutis blanco, casi
impropios de un hombre. Es verdad que en ese
momento tuve celos al saber que era el marido de
Kesa, pero ya esos celos se han disipado sin dejar
rastros en mi corazón. Por eso, aunque sea Wataru
mi rival amoroso, no siento por él ni odio ni rencor.
Más aún, podría decir que hasta siento compasión
por él; cuando mi tía de Koromogawa me enteró de
los esfuerzos y sacrificios que había realizado para
conquistar a Kesa, llegué a tenerle verdadera simpatía.
¿Acaso no se dijo que por el deseo de casarse
con ella se había iniciado en el difícil arte de las
poesías waka? Cuando imagino esos poemas de
amor escritos por este hombre grave y prosaico, debo
sonreír a pesar mío. Pero mi sonrisa no es nin-
Forma poética japonesa, compuesta por sílabas.


guna burla. Me enternece el proceder de Wataru,
que hasta de eso fue capaz para obtener el favor de
una mujer. Hasta es posible que su pasión, que le
lleva a esos extremos por conquistar a esa mujer que
es mi amada, me produzca cierta satisfacción.
Pero, ¿es qué amo realmente tanto a Kesa para
decir todo esto? Yo amaba a Kesa antes de que
perteneciera a Wataru; o tal vez creía amarla. Aunque
pensándolo ahora, veo que tras ese amor se
ocultaban motivos inconfesables. ¿Qué buscaba yo
en ella? Debo confesar que era la mujer cuyo cuerpo
deseaba, siendo yo virgen por entonces. Si se me
permitiese la exageración, diría que el amor que
sentía por ella era un deseo carnal sentimentalmente
embellecido. Porque, si bien durante los tres años
siguientes a la separación no la olvidé, ¿habría pensado
igualmente en ella en caso de haberla poseído?
No puedo decir con certeza que no la haya olvidado.
Después de separarnos había en mí añoranza
una gran parte de pesar por no haberla conocido
íntimamente. Luego, obsesionado y torturado por
ese oscuro sentimiento, inicié la presente relación,
esa relación que siempre había temido y que tanto
deseara. Y ahora me pregunto: "¿La amo de verdad?"


Pero antes de responder es preciso que recuerde,
aunque me desagrade, todo lo sucedido hasta este
momento.
Cuando me encontré casualmente con Kesa
después de tres años -en ocasión de celebrarse la
Consumación en Puente Watanabe-, durante medio
año me valí de toda clase de ardides para poder encontrarme
secretamente con ella. Finalmente tuve
éxito, y no sólo logré la entrevista sino que también
pude poseer su cuerpo, tal como lo habla soñado.
Sobre esto debo aclarar que lo que me obsesionaba
en ese momento no era, como dije antes, la frustración
de mi primer deseo. Cuando me senté frente a
ella en la habitación de la casa de Koromogawa,
noté que mi pesar anterior había desaparecido. Seguramente
el hecho de que en ese momento yo no
fuera ya virgen había contribuido a disminuir mi deseo.
Pero más que eso, la razón más poderosa estaba
en que ella, físicamente, ya no era la de antes.
Ciertamente, la Kesa de ahora no es la de tres años
atrás. Su rostro ha perdido lozanía y una sombra
negruzca circunda sus ojos. La excitante y deliciosa
carne que había en sus mejillas y debajo del mentón,
ha desaparecido como por encanto. Se podría
aventurar que lo único que no ha cambiado en ella


son sus luminosos ojos negros... Este cambio fue
sin duda un rudo golpe para mi deseo; recuerdo que
la fuerte impresión me obligó a desviar la mirada
cuando me enfrenté con ella.
Y bien: ¿por qué entonces, tuve relaciones con
esa mujer a la que no deseaba mayormente? Primero,
sentí un extraño deseo de conquistarla. Cuando
estuvimos frente a frente, ella comenzó a exagerar
deliberadamente el amor que sentía por su marido.
Yo únicamente entendía que lo que me contaba sonaba
a falso y vacío. "Esta mujer conserva el orgullo
por su marido, pensé, pero podría ser un síntoma de
rebeldía, para no despertar mi compasión."
Entonces sentí que minuto a minuto un firme
deseo de desmentir sus palabras se iba agitando
dentro de mí. Naturalmente, si me preguntaran por
qué creía que era falso, o si no había vanidad de mi
parte en suponer que mentía, no encontraría el menor
argumento para replicar. Lo cierto es que estuve
completamente convencido de que mentía; y lo sigo
creyendo.
No solamente me dominaba el ansia de conquistar
a Kesa. Aparte de ese deseo -con sólo decirlo
me lleno de vergüenza- estaba poseído por un
deseo puramente carnal. Sin embargo, el motivo no


era la insatisfacción de antes. Era más bajo, un deseo
sexual que no exigía que fuese ella quien tuviera
que saciarlo. Quizá ni el hombre que compra viera
una prostituta sería tan obsceno como lo era yo en
aquel momento. Como quiera que fuese, por todos
estos motivos trabé íntima relación con Kesa; mejor
dicho, la deshonré. Y volviendo ahora a la pregunta
del principio, no considero indispensable saber si la
amo. A veces, hasta la odio. Cuando "aquello" concluyó
y por la fuerza atraje a mis brazos a esa mujer
que lloraba, la encontré más infame que yo: los cabellos
rizados y el empolvado rostro sudoroso, todo
en ella revelaba la fealdad, tanto de su alma como de
su cuerpo. Si realmente la había amado hasta ese
momento, ese amor tuvo que desaparecer para
siempre aquel día. si no la había amado, puedo
decir que ese día nació en mí un nuevo odio por
ella. ¡Y hoy tengo que matar a un hombre que no
odio a causa de una mujer que no amo! Pero esto no
es culpa de nadie. Yo lo dije, impúdicamente, con
mi propia boca: "Matemos a Wataru".
Pienso si no estaría loco cuando susurré estas
palabras al oído de Kesa. Sin embargo lo hice, a pesar
de no desearlo, resistiéndome íntimamente.
Ahora, recapacitando, no comprendo por qué haA
K U T A G A W A

bría de querer transmitirle semejante deseo; aunque
si forzara una explicación diría que cuanto más la
aborrecía más grande era mi tentación de deshonraría.
Y nada era más indicado para ello que matar a
Wataru, el esposo que Kesa se jactaba de amar, y
hacer que aceptara mi proposición aun contra su
voluntad.
Debió ser así como la convencí, como en una
pesadilla, de que lo matásemos. Por si esto no fuera
suficiente para justificar mi propósito, diría que una
fuerza desconocida -tal vez la del diablo o del demonio-
había anulado mi voluntad impulsándome a
esta perversión. No obstante, susurré insistentemente
al oído de Kesa esas mismas palabras.
Por fin ella alzó vivamente su rostro y me dijo,
sin vacilar, que aceptaba mi determinación. Me decepcionó
la facilidad con que me dio su respuesta;
fue más: al mirarla, sorprendí en sus ojos un misterioso
brillo que hasta entonces no le había conocido.
"Adúltera" fue la impresión instantánea. Al
mismo tiempo, me invadió una desazón que me hizo
descubrir, repentinamente, todo el horror que
encerraba mi intención de matar. No creo necesario
agregar que junto a ello su repulsiva y sensual presencia
de adúltera mortificaba obstinadamente mi


conciencia. De ser posible, habría retirado mi promesa
en el acto. Deseé vivamente degradar hasta el
límite a aquella mujer. Así mi conciencia podría escudarse
en mi indignación, aun cuando la hubiera
ofendido deliberadamente. Pero me faltó valor para
ello; confieso que cuando clavó en mí su mirada,
mudando repentinamente de expresión... lo que me
llevó a comprometerme en forma vergonzosa a
matar a Wataru un día fijo, a determinada hora, fue
el miedo a la posible venganza de Kesa en el supuesto
caso de que yo me arrepintiera. Ahora mismo
siento que me persigue tenazmente ese miedo.
Quien quiera burlarse por creerme cobarde, que se
burle. Yo he de decirle que no conoció a la Kesa de
ese momento.
"Si no mato al marido, de algún modo provocará
mi muerte, aunque no sea ella quien la ejecute.
Siendo así, prefiero matar", me dije con desesperación
ante aquellos ojos que lloraban sin lágrimas.
¿Acaso no pude confirmar mi temor cuando vi que,
bajando la vista, sonreía poniendo un hoyuelo en su
pálido rostro?
¡Ah! Por esa maldita promesa deberé sumar a mi
más impura alma el peso de un crimen. Si consiguiera
romper este pacto antes de que llegue la mediaA
K U T A G A W A

noche... Pero tampoco lo podría soportar. Ante todo,
he dado mi palabra. Después... He dicho que
temía la venganza de Kesa; es verdad. Pero hay todavía
algo más. ¿Qué es? ¿Qué fuerza poderosa es
ésta que empuja a un cobarde como yo a matar a un
inocente? No lo sé, no lo sé... Sin embargo, no puede
ser. Desprecio a esa mujer. La temo. La odio. Pero
a pesar de todo, a pesar de todo eso, es posible
que hoy mate, precisamente porque la amo.
Moritõ, prosiguiendo su marcha, acalla el monólogo.
Claro de luna. Se oye una voz que canta una
balada.
Sin luz,
Como las sombras,
Las almas de los hombres
Ardiendo en llamas de terrenales pasiones
Desaparecen, para siempre,
De esta vida pasajera.


SEGUNDA PARTE
A medianoche, fuera del chõdai Kesa, con la manga
del kimono entre los dientes, da la espalda a la lámpara
que ilumina la habitación, pensativa.
MONÓLOGO DE KESA
¿Vendrá? ¿No vendrá? Bien, no creo que haya
cambiado de parecer; se va poniendo la luna y no
oigo sus pasos. Si no viniera... Ah, tendría que vivir
nuevamente, día tras día, como una mujer indigna.
¡ Cómo atreverme a un proceder tan audaz y desho-
Recinto para cama, elevado del piso, cuyos cuatro costados
se hallan cubiertos por cortinas; usado especialmente en
dormitorios de los nobles en el antiguo Japón.


nesto! Seré como cualquier cadáver abandonado en
el camino, puesto que deberé callar, como una muda,
aunque muestre toda mi vergüenza por el ultraje
padecido. De llegar a eso, no acabaría de morir ni
después de muerta. No, no, él ha de venir, seguramente.
Estoy convencida desde que observé sus
ojos cuando nos despedimos la última vez. Él me
teme. Me teme aunque me odia y me desprecia. Si
realmente me tuviera fe, no dudaría. Pero confío en
él. Confío en su egoísmo. Quiero decir, estoy segura
del miedo abyecto que le inspira su propio egoísmo.
Por eso puedo decir que vendrá esta noche, infaliblemente...
Pero ahora que no puedo creer más en mí, ¡qué
miserable me siento! Hace tres años yo estaba segura,
confiaba sobre todo en mi belleza. Quizá fuera
más acertado decir "hasta aquel día", que "hace tres
años". Ese día en casa de mi tía, cuando me encontré
frente a él en la habitación, una sola mirada
bastó para ver reflejada en su alma mi propia miseria.
Afectando inocencia, Moritõ trataba de seducirme
con palabras amables e insinuantes. Pero,
¿qué consuelo cabe en el alma de una mujer que ha
descubierto su propia corrupción? Me sentía mortiR
A S H O M O N

ficada, horrorizada y triste. Prefería la terrible angustia
de aquella vez, en que siendo niña, vi un
eclipse en brazos del aya. Todos mis ensueños se
disiparon. Después, ciñó mi cuerpo una tristeza semejante
a un amanecer después de la lluvia... Sentí el
temblor de esa tristeza; y por fin entregué a aquel
hombre este cuerpo, este cuerpo hecho cadáver. A
ese hombre que no amo, que me odia y es un mujeriego.
¿No habré podido sobreponerme a la angustia
que sentí cuando comprendí mi propia pobreza?
¿Acaso habré querido disimular todo con aquel fugaz
instante, cálido y delicioso, en que me entregué
ocultando mi cara en su pecho? ¿O es que como él,
actué únicamente por instinto, con ese oscuro impulso
del deseo? De solo pensarlo me siento morir
de vergüenza, ¡de vergüenza, de vergüenza!
Aunque luchaba por no llorar de ira y de tristeza,
las lágrimas me brotaban sin cesar. Pero no por
el solo hecho de que me hubiese violado. Era la angustia
y el dolor de ser violada y a la vez humillada,
como un perro leproso al que no sólo desprecian
sino que maltratan.
Pero, ¿qué fue lo que hice "después"? Guardo
un vago recuerdo, como si todo eso perteneciera a
un pasado ya lejano. Recuerdo el instante en que,


llorando todavía, sentí en mi oreja el roce de sus bigotes
y oí en un susurro su voz cálida diciendo:
"¡Matemos a Wataru!"
Al escucharlo, no sé bien por qué me sentí extrañamente
aliviada. ¿Aliviada? Si pudiera usar la
metáfora de que la luz de luna es luminosa, tal vez
lo que sentí en ese momento fue, sí, una especie de
alivio, aunque ese alivio fuera el claro de luna y no la
claridad del sol. Pensándolo bien, ¿no podría ser
que esa terrible frase de Moritõ hubiese logrado
consolarme en cierto modo? ¡Ah! ¿Es posible que
yo, la mujer, se complazca en ser amada por un
hombre aun al precio de matar a su propio marido?
Seguí llorando con ese sentimiento del claro de
luna, triste y aliviada a la vez. ¿Después... después?...
¿Cuándo habré aceptado el plan para ultimar a Wataru
con su complicidad? A decir verdad, en el
mismo momento de aceptarlo fue cuando recordé a
mi marido. Sinceramente, era la primera vez que
pensaba en él. Hasta ese momento sólo había pensado
intensamente en mí, solamente en mí, que había
sido injuriada de ese modo. Pero en aquel
instante pensé en mi esposo, en mi tímido esposo.. .
No, no pensé en él, sino que lo "recordé" con tanta
nitidez como si lo hubiese tenido delante de mis


ojos; con su cara sonriente, como cuando quiere decirme
algo. ¿Es posible que haya sido precisamente
cuando decidí ejecutar "mi" plan, el momento en
que recordé el rostro sonriente de mi marido? En
ese mismo instante me decidí a morir, y hasta me
sentí feliz de haber tomado esa resolución. Pero
cuando dejé de llorar y lo miré otra vez, y de nuevo
vi reflejada en él mi propia miseria, sentí que toda
mi alegría se esfumaba. Entonces -vuelvo a recordar
la angustia de cuando vi el eclipse con mi aya- fue
como si de pronto desapareciera todo lo que de
maldito y misterioso encerraba aquella alegría. ¿Significa
que amo a mi marido el solo hecho de haberme
decidido a morir por él? No, no puede ser...
obedezco únicamente al propósito de rehabilitarme,
con el pretexto de sacrificarme por mi marido... Yo,
que carezco de valor para suicidarme... con un corazón
mezquino que teme la malicia de los otros. Pero
eso podría serme perdonado. Puesto que hay algo
más; fui aún más miserable, más ruin. ¿Acaso no
quería vengarme del desprecio de aquel hombre y
de su bajeza con el pretexto de esta abnegación final?
Como corroborándolo, cuando vi el rostro de
ese hombre, la extraña sensación -lúcida como la luz
de la luna- se desvaneció, y al instante la congoja


heló mi corazón. Yo no muero por mi marido. Yo
me propongo morir para mí misma. Estoy dispuesta
a ello para vengar la humillación y el rencor que
conservo de la infamia. ¡Ay! ni merezco seguir en
esta vida, ni soy digna de morir.
Pero, después de todo, nadie sabe cuánto mejor
es morir esta muerte que seguir viviendo. Aun en mi
angustia, repetidas veces le aseguré, sonriendo, que
cumpliría la promesa de matar a mi marido. Y él,
que es bastante sensible, habrá imaginado a través
de esas palabras de lo que sería capaz si él dejara de
hacerlo. Esto significa que habiendo empeñado su
palabra, es imposible que esta noche deje de venir...
¿Será el rumor del viento...? Al pensar que la angustia
y el sufrimiento que me tortura desde aquel día
pueden desaparecer hoy mismo, siento que mis nervios
descansan. El sol de mañana bañará fríamente
mi cuerpo sin cabeza. Cuando mi marido me descubra...
No, no pensaré en él. Wataru me ama. Pero yo
no tengo fuerzas para hacer algo por su amor.
Hace tiempo que sólo puedo amar a un hombre.
Ese hombre es, justamente, el que vendrá esta noche
para matarme.


Hasta la débil llama de esta lámpara resulta luminosa
para mí, maltratada como he sido por el
hombre que amo...
Kesa apaga la luz. Un momento después, se oye
un ruido leve al abrirse la puerta del jardín. La luna
irradia una suave claridad.
(ESCRITO EN MARZO DE .)


EL BIOMBO DEL INFIERNO
En el budismo, el Infierno se denomina Naraka, Nirriti
y Niraya. El Naraka existe en tres maneras: las ocho regiones
del Infierno de las Llamas, las regiones del Infierno del
Frío y el infierno Solitario.
Los cuadros que representan el Naraka eran ejecutados
con el objeto de difundir el budismo, al extremo de que los sacerdotes
los llevaban consigo para mostrar los horrores del Infierno
y lograr las conversiones por medio del temor. Esto
sucedió en Japón, particularmente entre los siglos XII y XV.
El biombo que se menciona en este relato representa las ocho
regiones del Infierno de las Llamas. (N. del T.)


CAPÍTULO PRIMERO
Difícilmente habrá existido otra persona como
el señor de Horikawa, ni existirá en el futuro. De él
se decía que antes de su nacimiento, en los sueños
de su señora madre había aparecido el Matatejas, lo
que prueba que desde el comienzo de su vida le estuvo
concedido ser muy diferente al común de las
personas. Cada uno de sus actos conquistaba de inmediato
la admiración de todos. Por ejemplo, la arquitectura
del palacio; no sé si llamarla imponente o
suntuosa, pero tiene algo, realmente extraordinario,
que escapa al criterio de gentes comunes como nosotros.
Como es de suponer, hay quienes lo calumnian,
calificando de deplorable la conducta del
señor, y llegan a compararlo con el emperador de
Ch'in, Shih Huang Ti o con Yang Kuang, de Sui;
pero tales calumnias están muy lejos de la verdad.
Uno de los cinco Rajás, mensajero de la esotérica secta budista
Shingon. Tiene seis cabezas, seis manos y seis piernas;
destruye el mal y protege el bien.
- a.C. Primer emperador de China. Ordenó la
construcción de la famosa muralla e hizo quemar todos los
libros anteriores a él.
- d.C. Emperador de Sui, derrocado y muerto por
el pueblo sublevado.


Las intenciones del señor de Horikawa nunca
fueron egoístas, ni tampoco aspiró a la gloria o a la
fama. Se preocupaba por las cosas más insignificantes,
y siendo hombre de gran carácter deseaba
que todos pudieran gozar de la vida en la medida en
que él la disfrutaba.
Así, cuando sostuvo un incidente con los
malhechores que merodeaban por el Tempo Nijá,
no dio muestras de alterarse en lo más mínimo. Se
dice que el espíritu de Táru-no-Sadaijin, que se
aparecía por las noches en el Templo Kawahara
(situado en la Avenida Higashi Sanjá y famoso por
el mural del paisaje Shiogama de la provincia de Michinoku),
desapareció repentinamente al ser ahuyentado
por el propio señor de Horikawa. Tales
eran el carácter y el poder del hombre que gozaba
de enorme popularidad en toda la capital, donde se
lo veneraba como a la reencarnación de un santo.
Cierta vez, de regreso de la fiesta del ciruelo,
soltóse un toro de su carroza y embistió y derribó a
Personaje de la obra de teatro Noh, Tóru, original de Zeami;
Tóru, noble de la Corte Imperial, hace reconstruir un famoso
paisaje de la provincia Te Michinoku en Kyoto para
gozar de él. Después de su muerte, en las noches de luna lleR
A S H O M O N

un anciano que pasaba por el lugar; el anciano, lejos
de protestar, juntó las manos y bendijo la gracia del
haber sido alcanzado por un toro de señor tan principal.
Tan cierto es esto como otros muchos hechos
que acontecieron a lo largo de su vida, dignos de
perdurar en el recuerdo de la posteridad. Otro día,
en ocasión de una gran fiesta realizada en la corte, el
señor obsequió treinta caballos blancos; en otra
ocasión se hizo extirpar una pústula del muslo por
un sacerdote de Shintan. Referir todas sus anécdotas
sería tarea interminable. Pero de todos los
episodios, ninguno tan terrible como aquel que se
refiere al "Biombo del Infierno", hoy uno de los tesoros
artísticos que poseía la secreta técnica del Gatha
... En fin, noble familia. El señor de Horikawa,
que de ordinario se mostraba imperturbable, pareció
profundamente afectado por aquel incidente. Se explica,
entonces, que quienes estábamos a su lado nos
hayamos conmovido de verdad. Sobre todo yo, que
na aparecía su fantasma y se repetían fiestas como en años
anteriores.
Denominación con que en el antiguo Japón se aludía a
China.
Poema budista que se refiere a la grandeza y poder del Buda
e indica el camino del creyente. Kada, en japonés.


le había servido durante veinte años, en los que
nunca me había tocado presenciar una escena parecida.
Pero para narrar debidamente esta historia, es
preciso que antes os haga conocer algunos detalles
acerca del carácter de su protagonista, el pintor
Yoshihide, autor del biombo que representa el Infierno.
CAPÍTULO SEGUNDO
Al nombrarlo, es posible que algunos de vosotros
lo recordéis. Fue un célebre artista que en su
tiempo no tuvo rival. Cuando ocurrió el episodio
que os voy a narrar, tendría ya unos cincuenta años.
Era un hombre bajo, delgado, con toda la apariencia
de un ser perverso. Se presentaba en palacio
vistiendo kariginu, estampado en color jiroflé y tocado
con el momieboshi; pero todo su aspecto despedía
cierto aire de bajeza, y los labios rosados y
Kimono antiguo que en su origen se usó para la caza y
luego se llevó en la corte.
Antiguo sombrero japonés.


húmedos, en contraste con su edad, hacían que su
presencia resultase particularmente desagradable.
Algunos deducían que el color de los labios provenía
de tanto mojar los pinceles en la boca; pero personas
peor intencionadas le bautizaron con el
nombre de Saruhide, por su parecido con este animal.
A propósito de este apodo hay una anécdota.
Por ese entonces, la hija única de Yoshihide, de
quince años, servía en palacio como konyobo; era
una joven muy afable que en nada se parecía a su
padre. Como había perdido a su madre siendo muy
pequeña, era una niña precoz, gentil y muy inteligente,
que a pesar de su juventud cuidaba de su trabajo
hasta en los más mínimos detalles. Estas
cualidades no tardaron en conquistar la simpatía de
la señora de Horíkawa y de las demás nyobo
Cierto día, alguien obsequió al señor de Horikawa
un mono amaestrado de la provincia de Tamba;
el hijo del señor, que estaba en la edad de las travesuras,
lo llamó Yoshihide. Era un animal muy gra-
"Saru" significa mono. Juego de palabras en lugar de
Yoshi-hide, el "Mono-hide".
Doncella de la corte.
Doncella de la corte. categoría superior a konyobo.


cioso. Y al llevar tal nombre no faltaron en palacio
quienes empezaron a burlarse del mono con doble
intención. Pero lo malo era que no contentos con
burlarse, inventaban cargos contra él, acusándolo,
por ejemplo, de haber subido al pino del jardín, o
de haber ensuciado el piso de la habitación de las
doncellas, y se divertían maltratándolo.
Un día en que la hija de Yoshihide, llevando una
espuela en una rama de ciruelo, caminaba por un
largo pasillo, se le apareció el mono por una de las
puertas corredizas. Venía huyendo en dirección a
ella, y al parecer lastimado, pues en lugar de trepar
velozmente a las columnas como era su costumbre,
se le acercó cojeando. Detrás del animal venía el
hijo del señor de Horikawa, blandiendo una delgada
rama y amenazándolo.
-¡Ladrón de naranjas! ¡Te castigaré, te castigaré!
Y lo perseguía por el corredor. La joven observaba
indecisa, cuando en un instante el animal se
prendió de su amplia falda, al tiempo que chillaba
lastimosamente... Ella no pudo menos que compadecerse,
y sosteniendo en una mano la rama de ciruelo,
con la otra abrió rápidamente la manga del


uchigi de color violeta y lo acogió con cariño; luego
saludó al niño con una profunda reverencia, a la vez
que le decía con su voz suave y fresca:
-Señor, es un pobre animal; os ruego le tengáis
compasión.
Pero el niño, que estaba excitado y de mal humor,
al oír estas palabras se enardeció aún más y
pateó el suelo repetidas veces.
-¿Por qué lo protegéis? -protestó-. Es un mono
ladrón de naranjas.
-Puesto que es un pobre animal... -repitió la muchacha,
y agregó con sonrisa triste- y como lleva el
nombre de Yoshihide, mi padre, me parece que lo
castigáis a él; no puedo soportarlo.
Pronunció estas palabras con cierta dureza. El
joven señor pareció ceder y dijo:
-Bien, ya que lo pedís en nombre de vuestro padre,
lo perdono.
Hizo esta concesión con visible contrariedad, y
arrojando la rama al suelo volvió sobre sus pasos en
dirección a la puerta corrediza.
Especie de sacón que las damas de la corte llevaban sobre


CAPÍTULO TERCERO
Después de este incidente, la hija de Yoshihide y
el mono fueron grandes compañeros. La muchacha
le colgó al cuello un cascabel de oro atado con una
cinta roja, y él no se apartaba por nada de su lado.
Una vez en que ella se resfrió y se vio obligada a
guardar cama, el mono permaneció a su lado con
cara compungida, mordiéndose las uñas continuamente.
Ante esta situación, y aunque pueda parecer extraño,
ya nadie se atrevió a maltratar al animal; por
el contrario, todos empezaron a quererlo, y hasta el
joven hijo del señor de Horikawa, no sólo empezó a
darle kakis y castañas, sino que llegó a enfurecerse
cuando supo que un samurai le había hecho daño.
Se cuenta también que el señor de Horikawa hizo
comparecer a la joven juntamente con el mono,
cuando tuvo conocimiento de la conducta de su hijo.
Desde luego, no ignoraba la amistad que existía
entre ella y el mono.
-Sois fiel a vuestro padre -dijo el señor-; os recompensaré.
el kimono.


La muchacha recibió del señor de Horikawa un
akome de color rojo vivo, en premio a su buen corazón.
El propio mono puso una nota graciosa en esta
escena cuando se adelantó reverente a recibir la recompensa
de su ama, hecho que dibujó el buen humor
en el rostro del señor. Desde aquel día, el señor
de Horikawa comenzó a sentir una viva simpatía
por la muchacha, tanto por su actitud con el mono
como por el amor filial que implicaba la defensa del
animal, y nunca por motivos inconfesables, como
murmuraba la gente. Aunque debo admitir que en
realidad hubo ciertas cosas oscuras que pudieron
dar lugar a tales murmuraciones; de ello me ocuparé
más adelante. Aquí sólo quiero aclarar que, por
hermosa que ella fuera, un señor como mi amo no
podía soñar en correr ninguna aventura con la que
era hija de un simple pintor a su servicio.
Después de haber sido honrada con esta audiencia,
la muchacha, que era inteligente y modesta,
no fue objeto de envidia por parte de las otras doncellas
de la corte. Tanto ella como el mono, fueron
desde entonces queridos por todos y en particular
Ropa interior que llevaban las cortesanas, muy lujosa y


por la hija del señor, quien hizo de ella su compañera
de todos los momentos, y la llevaba consigo
siempre que salía en su carroza.
Pero dejaré un poco a la hija para seguir ocupándome
del padre. Todos simpatizaban con el
mono, mas a Yoshihide, que era un ser humano, seguían
despreciándolo, y no cesaban de burlarse de él
y de llamarlo "Saruhide". Y esto no sólo ocurría en
palacio. El Sõzu de Yokawa lo detestaba con tanta
vehemencia que a la sola mención de su nombre se
horrorizaba como si se tratase del mismo demonio.
Aquí conviene señalar que esta aversión se atribuía
al hecho de que cierta vez Yoshihide había hecho
unas caricaturas alusivas a la conducta del sacerdote;
pero, como comprenderéis, son habladurías de la
gente de la calle y no conviene otorgarles mayor
crédito. Sea como fuere, la antipatía que inspiraba
Yoshihide era compartida en todas las castas sociales.
Sólo uno que otro pintor amigo y algunas personas
más, que lo conocían por su obra y no
personalmente, se eximían de hablar mal de él.
profusamente bordada que se usaba para las fiestas.
Categoría de sacerdotes budistas que sigue al Shosci, el de
más alto cargo.


Pues aparte de su aspecto repulsivo, Yoshihide
reunía otros defectos no menos importantes, de
manera que el ser tenido como persona ingrata obedecía
a su misma naturaleza.
CAPÍTULO CUARTO
Era desvergonzado, haragán, avaro y codicioso,
pero lo que más irritaba en él eran su prepotencia y
ese enfermizo orgullo de considerarse el mejor
pintor del Japón, convicción que él pregonaba como
si llevase un cartel colgado de la nariz. Y como
si esto fuera poco, se creía superior también en
otros aspectos, y así se burlaba, por ejemplo, de las
buenas costumbres y de la rectitud de los demás.
Cierto día -así lo refirió un discípulo que trabajó
varios años en su taller-, cuando en el palacio de un
noble un espíritu vengativo que había poseído a la
famosa médium de Higaki anunció que por intermedio
de ella transmitiría su terrible mensaje,
Yoshihide tomó tranquilamente el pincel y la tinta
china que estaban a su alcance y empezó a dibujar el
rostro espantosamente transfigurado de la médium,


desentendiéndose por completo del mensaje. La
venganza del espíritu era para él una puerilidad.
A tal punto era perverso que a la sagrada
Mahâs’ri la pintaba con el rostro de una vulgar
prostituta, y al Acalanatha lo mostraba como a un
villano infame. Siempre adoptaba actitudes insolentes,
y si alguien se lo reprochaba, él respondía
con sorna: "Dificulto que los dioses que pinto quieran
vengarse de mí".
Al escuchar tales herejías de boca del maestro,
los mismos discípulos quedaban pasmados, y algunos,
temiendo un castigo divino, abandonaban el
taller para siempre. En una palabra, se podría decir
que era un hombre soberbio en extremo, que vivía
convencido de ser el más genial pintor del universo.
Dicho todo esto, se comprende fácilmente lo
que Yoshihide pensaba de su posición en el mundo
pictórico. Su pintura era personalísima, tanto por el
KitsushÛten, en japonés. Diosa de la fortuna. En Japón generalmente
es representada como una hermosa mujer vestida
ceremoniosamente, con una flor de loto en la mano izquierda.
Acalanatha o Aryacalanatha. Fudo Myoo, en japonés. El principal
de los Cinco Reyes Iluminados (myoo), reverenciado
especialmente por el budismo esotérico japonés como protector
de la fe.


empleo del pincel como por la combinación de los
colores, y por esa causa sus colegas lo consideraban
farsante. Ellos aducían que mientras se hablara de
un Kawanari o un Kanaoka, u otro pintor clásico,
se podía decir, por ejemplo, que en una noche de
luna parecia percibirse el exquisito aroma de las flores
de ciruelo junto a las persianas de madera, o escucharse
las dulces melodías de la flauta del
cortesano, en fin, que sugerían hermosas ideas y sabían
traducir bellos motivos; pero la obra de
Yoshihide sólo hablaba de cosas desagradables y
sombrías. En la época en que ilustró el pórtico del
Templo Ryugaiji con el Círculo de los Cinco Destinos,
se decía que quien pasaba a medianoche cerca del
lugar podía escuchar los llantos y los lamentos de
las figuras pintadas. Se contaba también que cuando
ejecutó por encargo del señor de Horikawa los retratos
de varias cortesanas, las retratadas fallecieron
en menos de tres años víctimas de una extraña en-
Kawanari y Kanaoka, famosos pintores de la época Heian.
Motivo de origen budista en el que se representan en círculo
los destinos que aguardan al hombre después de su
muerte según la conducta observada en vida; son: el Paraíso,
el Hombre, el Infierno, la Bestia y el Demonio. En los templos
budistas de la India se pintaba este círculo en los pórticos.


fermedad. En opinión de personas malignas, esto se
debía a que la pintura de Yoshihide era como él:
irreverente y demoníaca.
Como os iba diciendo, Yoshihide era un hombre
poco común, de modo que lejos de afligirse se
jactaba de suscitar estos rumores. En cierta oportunidad,
el mismo señor de Horikawa, bromeando, le
dijo:
-Entiendo que a vos sólo os agradan las cosas
feas. ¿No es así, Yoshihide?
A lo que él contestó con inaudito descaro, y con
una sonrisa sarcástica en sus labios colorados:
-Exactamente. La belleza de lo feo es lo que no
pueden comprender esos pintores ordinarios.
Aunque fuese el primer pintor del Japón, no se
justificaba la insolencia que había gastado con el señor.
El discípulo que os mencioné antes, le puso el
apodo de Chira Eiju para satirizar su insolencia y su
vanidad; como sabréis, Chira Eiju es un tengu que
en una época pasada vino desde la China.
Pero este Yoshihide, este descarado Yoshihide
tenía, a pesar de todo, una virtud: la capacidad de
amar humanamente.


CAPÍTULO QUINTO
Yoshihide sentía un cariño entrañable por su
única hija, joven bondadosa de temperamento sensible,
que correspondía a ese amor de padre. Pero
este cariño del pintor por su hija excedía los límites
normales. Os parecerá increíble, pero cuando se
trataba de comprarle kimonos o accesorios para su
peinado, Yoshihide, que siempre había negado hasta
el más pequeño óbolo a los templos, gastaba su dinero
con largueza.
Quería y cuidaba celosamente de su hija, mas sin
ningún propósito definido, como el de tener un
buen yerno, por ejemplo, cosa en que no había pensado
ni en sueños. Si alguien hubiese pretendido
acercarse a ella con propósitos deshonestos,
no habría vacilado en reunir a unos cuantos forajidos
para que lo apalearan cualquier noche. Este
desdén por el porvenir de la muchacha se puso de
manifiesto cuando ésta fue requerida por el señor de
Horikawa para servir en palacio. El pintor no ocultó
su contrariedad, y aun después de transcurrido un
tiempo, cuando comparecía ante el señor no podía
Genio mitológico del Extremo Oriente, de larga nariz y


disimular su disgusto. Al difundirse el rumor de que
el señor de Horikawa había llamado a la joven sugestionado
por su belleza, y la había llevado a pesar
de la disconformidad del padre, la actitud de
Yoshihide hacia el señor se tornó más suspicaz y
desconfiada.
Aunque el rumor carecía de todo fundamento, lo
cierto era que el pintor deseaba que su hija
volvie ra a su lado cuanto antes. Por encargo de
nuestro señor, Yoshihide pintó el Mañjusri, atribuyéndole
el rostro de un joven favorito de aquél.
Como el retrato resultara excelente, el señor de
Horikawa le anunció:
-Os recompensaré por vuestro magnífico trabajo.
Pedid lo que deseéis.
¿Qué os pensáis que respondió el atrevido a tamaña
generosidad? He aquí sus palabras:
-Deseo que me devolváis a mi hija.
Este deseo hubiera podido ser satisfecho de servir
su hija en otro palacio que no fuera el del señor
Horikawa; pero estando donde estaba, semejante
irreverencia resultaba imperdonable. Ante este pefamoso
por su soberbia.
Monju, en japonés. Uno de los Bodhisattva, simboliza la
Inteligencia.


dido, al buen señor, que era asimismo sumamente
generoso, le asaltó un acceso de mal humor, Y después
de mirarlo un instante con expresión severa, le
dijo secamente:
-Eso jamás.
Se levantó y se retiró disgustado. Hechos de esta
naturaleza se produjeron repetidas veces. Recordándolo
ahora, me viene a la memoria que a partir
de entonces el señor empezó a mirar a Yoshihide
con creciente frialdad. Y conforme esta actitud se
iba acentuando, aumentaba la aflicción de la hija,
que pensaba en la suerte que podía correr su padre,
y cuando se retiraba a su habitación a menudo se la
veía llorar, conteniendo los sollozos con la manga
del kimono. Entonces empezó a crecer el rumor de
que el señor se había enamorado de la joven. Algunos
opinarían que la tragedia relacionada con el
Biombo del Infierno habría ocurrido por negarse la
hija del pintor a acceder a los requerimientos del señor.
Pero es absurdo suponer que haya podido suceder
tal cosa.
A nuestro parecer, el motivo de que el señor de
Horikawa no quisiera restituir la joven a su hogar
era justamente la conveniencia para ella de vivir en
palacio sin ninguna preocupación, en lugar de haA
K U T A G A W A

cerlo al lado de un hombre tan siniestro. Por supuesto,
nadie niega que el señor sintiera simpatía
Por esa muchacha de virtudes tan señaladas; mas os
repito: no era porque la desease, como muchas personas
mal intencionadas se empeñaron en sostener.
Lo sensato es afirmar que fueron invenciones de las
malas lenguas.
Pero dejemos de lado estas habladurías y pasemos
a referir lo que sucedió en el momento en que
el señor se encontraba muy disgustado con
Yoshihide. Repentinamente mandó llamar al pintor
a palacio, y le encomendó la ejecución de un biombo
que representase el Infierno.
CAPÍTULO SEXTO
Al mencionar el Biombo del Infierno, vuelve a
mis pupilas el violento colorido del cuadro tal como
si lo tuviera delante de mis ojos.
Aun tratándose del mismo motivo, el haber sido
pintado por Yoshihide ya indica un trabajo totalmente
distinto al de cualquier otro pintor. En uno
de los ángulos del biombo hallábanse, en pequeña


escala, los Diez Reyes y los guardianes, y el resto del
cuadro aparecía cubierto en su totalidad por una
hoguera infernal con llamaradas en remolino. Fuera
de los puntos amarillos y azules de los kimonos al
estilo T'ang de los myõkan, dominaba el rojo
agresivo de las llamas, y mezcladas entre el vivo
color resaltaban las manchas de la tinta china, del
negro humo y del oro de las chispas, en un fuego
que parecía danzar alocadamente.
Sólo esta furia del pincel habría bastado para
asombrar a los espectadores, sin contar los condenados
que sufrían al ser pasto de las llamas, muy diferentes
a los de los cuadros que uno solía ver. Eso
se explicaba, ya que los condenados, desde los nobles
más eminentes hasta los más míseros mendigos,
habían sido tomados de la realidad. Nobles de
la corte con sus kimonos de ceremonia, atrayentes
En el Más Allá budista están los Diez Reyes que interrogan
a los espíritus acerca de la conducta que han observado durante
su vida; al séptimo día deben responder ante el primero,
luego a los , , , y así sucesivamente hasta concluir
con los diez, quienes determinan el lugar del infierno a donde
deben ir.
Dinastía china, - d. C.
Funcionarios del infierno.


cortesanas con sus itsutsu-ginu, sacerdotes orando
con sus rosarios budistas, samurais, estudiantes en
alta geta, doncellas ataviadas lujosamente, hechiceros
con sus equipos mágicos... Enumerar los motivos
pintados sería interminable. Personajes
fustigados por carceleros con cabezas de toro o de
caballo huían en desorden en medio de las llamas y
del humo sofocante; la mujer a quien le arrancaba la
cabellera con el sasumata podría ser una kamunagi;
en el hombre que tenía atravesado el pecho por un
tehoko y se precipita cabeza abajo como un murciélago,
se reconocería a un joven funcionario del
gobierno; además los había que eran azotados con
látigos de hierro o aplastados por enormes piedras;
algunos eran picoteados por extrañas aves de rapiña
y otros mordidos por dragones venenosos... Se ha-
Kimono que usaban las señoras jóvenes y que constaba de
cinco atavíos superpuestos.
Calzado de madera similar a la sandalia.
Arma antigua en forma de rastrillo para derribar o rapar al
enemigo.
Hombres o mujeres que servían en las ceremonias del
shintoísmo; siendo hombre, okamunagi, siendo mujer, mekamunagi.
Arma antigua que en el extremo de un cabo de hierro llevaba
una espada.


llaba tanta variedad en las formas de castigo como
en las clases de condenados allí registradas...
Pero en medio de este heterogéneo mundo de
tortura, el cuadro más impresionante y terrible era el
que representaba un carruaje tirado por bueyes que
caía del cielo, atravesando un extraño árbol cuyas
ramas semejaban espadas, y en cuya copa se amontonaban
los espíritus condenados, todos con el
cuerpo atravesado. La cortina de la carroza era agitada
por el viento infernal, y en su interior se veía a
una cortesana ataviada con un lujo propio de las
nyõgo o de las kõi, debatiéndose desesperadamente,
con sus negros cabellos revueltos y un cuello
de impresionante blancura entre el rojo de las llamas.
Tanto la doncella como la carroza envuelta en
ese denso fuego, reflejaban el atroz padecimiento y
la terrorífica visión del Infierno. Me atrevo a deciros
que todo el horror del cuadro estaba simbolizado en
esa sola persona. Era tan magistral la ejecución del
Biombo que el que lo veía creía oír las desgarradas
voces de los condenados.
Doncellas de la categoría más elevada que servían en la
corte.
Doncella que servía en la corte, y que seguía en jerarquía a
las myõgo.


Pero temo haber alterado el orden de la historia
en mi apresuramiento por hablaros del Biombo del
Infierno. Seguiré con Yoshihide, a partir del momento
en que el señor de Horikawa le encargó la
ejecución de la referida obra.
CAPÍTULO SÉPTIMO
Durante cinco o seis meses consecutivos
Yoshihide vivió encerrado en su taller sin visitar el
palacio. Conducta extraña en aquel hombre que
tanto amaba a su hija, cuando empezó a trabajar se
olvidó inclusive de ella. El discípulo de quien os
hablé refería que, cuando Yoshíhide empezaba a
pintar, se abstraía totalmente y parecía iluminado
por algún espíritu superior o imbuido de algún encantamiento.
Lo cierto es que en ese tiempo se comentaba
que e secreto de su éxito estaba en sus
plegarias al Fukutok-no-ókarni con quien había sellado
un pacto. Esto sostenían quienes decían haberlo
espiado mientras pintaba y habían visto a los
fantasmas de varios zorros rondándolo. Según he
Dios de la Suerte y de la Fortuna.


oído decir, cuando empezaba a pintar se olvidaba
de todo; se encerraba en el taller día y noche y muy
raramente lo abandonaba. Particularmente en el caso
que nos ocupa pudo verse que su inspiración y
fervor artístico cobraban especial intensidad.
Su aislamiento de todos lo llevó a bajar las persianas
en pleno día, preparar a la luz de la lámpara
de aceite los colores que eran su secreto y vestir a
los discípulos con diversos trajes para posar. Pero
su febril inspiración no se detenía allí. Aun sin tratarse
del Biombo del Infierno, el solo hecho de
pintar era suficiente para inspirarle rarezas, que él
consideraba lo más natural del mundo. Por ejemplo,
cuando ejecutó el Círculo de los Cinco Destinos del
Templo Ryugai-ji, se colocó tranquilamente frente a
los cadáveres que encontró en el camino, de los que
las personas comunes apartaban la vista horrorizadas
y se dedicó a dibujar detenidamente esos rostros
y cuerpos putrefactos.
¿Qué os quise decir cuando afirmé que su fervor
había cobrado especial intensidad? Seguramente
muchos lo encontrarán inexplicable. Pero aunque
me faltaría aquí el espacio para detallar todos los sucesos,
os narraré los puntos principales. Los hechos
fueron más o menos los siguientes:


Cierto día el discípulo de quien ya os hablé, estaba
atareado en mezclar los colores, cuando se e
presentó inesperadamente el maestro:
-Pensaba hacer una siesta -dijo-, pero esto días
duermo muy mal.
Como no le pareció extraño que el maestro no
pudiera dormir, el discípulo contestó indiferentemente,
sin interrumpir su labor:
-¿De modo que no puede conciliar el sueño?
Mas, cosa insólita, el maestro mostróse entristecido
y continuó:
-Quiero pedirle que se quede a mi lado mientras
yo esté acostado.
Pronunció estas palabras con visible timidez. Al
discípulo le pareció extraño que el maestro se afligiera
por los sueños, pero como nada le costaba
complacerlo aceptó, diciendo que no tenía ningún
inconveniente, a lo que Yoshihide, aún preocupado,
le dijo titubeando:
-Bueno; quiero que me acompañe al cuarto interior.
Y cuando vengan los demás discípulos, no les
permita pasar.
Esa habitación era el estudio de Yoshihide. Como
de costumbre, las persianas estaban cerradas, y a
la débil claridad de una lámpara podía verse el boR
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ceto del biombo hecho con yakifude y colocado en
posición vertical. El maestro se acostó, y poco después
dormitaba con la cabeza apoyada sobre un
brazo. Antes de una hora, el discípulo fue sorprendido
por extrañas e incomprensibles voces que provenían
de la cabecera del lecho junto a la que se
hallaba sentado velando el sueño de Yoshihide.
CAPITULO OCTAVO
Al principio eran sólo sonidos, pero al rato llegó
a percibir palabras entrecortadas, como de alguien
que se estuviera ahogando y pidiera auxilio dentro
del agua. Finalmente comprendió algunas frases.
-¿Qué? ¿Que vaya yo?... ¿Adónde?... ¿Que vaya
adónde? ¿Al fin del mundo?... ¿Que vaya al Infierno?
¿Quién habla? ¿Quién dice semejante cosa?
¿Quién es? ¡Ah! Con que eres tú...
El discípulo detuvo la mano que revolvía la pinura
y escrutó el rostro del maestro, pálido y cubierto
por gruesas gotas de sudor, la boca abierta
desdentada y los labios trémulos y arrugados. Den-
Especie de carbonilla para dibujar en forma de pincel.


tro esa boca algo se movía como manejado por un
hilo: era la lengua; de ella salían las palabras delirantes.
-Con que eres tú... Tú. Desde un principio supe
que eras tú. ¿Qué? ¿Que viniste a buscarme? Por
eso quieres que vaya al Infierno, a ese Infierno...
¿Qué? ¿Que mi hija me espera allí?
En este punto el discípulo fue presa de tal terror
que creyó ver bajar una sombra misteriosa rozando
la superficie del cuadro. Tomó por la mano al
Maestro. Y lo sacudió con fuerza, pero no consiguió
arrancarlo de su postración y continuó oyendo frases
incoherentes. Le arrojó entonces al rostro el
agua que tenía al lado para lavar los pinceles.
-¿Que me estás esperando, y que suba a la carroza?...
¿En esta carroza?... ¿Al Infierno?...
-proseguía delirante.
Al decir estas últimas palabras su voz se convirtió
en un lamento agudo, estrangulado. Por fin abrió
los ojos y se levantó sobresaltado. Tenía la mirada
perdida y el semblante demudado, como si en el
fondo de los ojos continuase viendo los fantasmas
del sueño. Volvió en sí, se levantó y dijo ásperamente
al discípulo:
-Puede retirarse.


Éste se retiró sin protestar porque sabía que las
órdenes del maestro no se discutían. Cuando vio la
luz del día se preguntó si no acababa de vivir una
pesadilla. Luego se tranquilizó.
Pero puedo deciros que esto no fue nada. Un
mes más tarde, otro discípulo fue llamado al taller.
El maestro lo recibió con la punta del pincel en la
boca y ordenó:
-Lo siento, pero tendrá que desnudarse como la
vez pasada.
Como ya anteriormente le había pedido que posara
desnudo, no le asombró la orden y se apresuró
a cumplirla. Cuando terminó de desvestirse,
Yoshihide le dirigió una mirada extraña y agregó:
-Pero, esta vez quiero dibujarlo con cadenas de
modo que aunque lo lamento mucho, tendrá que
hacer lo que le mando.
Hablaba fríamente; no parecía lamentarlo mucho.
El discípulo era un hombre robusto que se diría
nacido para manejar la espada y no el pincel,
pero las palabras del maestro lo dejaron tieso. Comentaba
luego cada vez que recordaba ese momento:
"Creí que había enloquecido y que me
mataría".


Un poco fastidiado por el aire irresoluto del discípulo,
Yoshihide extrajo de no se sabe dónde una
fina cadena de hierro, y haciéndola sonar, se le abalanzó
por la espalda y lo maniató en un momento;
rodeó su cuerpo con varias vueltas oprimiéndolo
con brutalidad, y ajustó con tanta violencia la punta
de la cadena que el discípulo perdió el equilibrio cayendo
ruidosamente sobre el piso.
CAPÍTULO NOVENO
Podría agregar que en tal estado el pobre discípulo
tenía la apariencia de un tonel, estrechamente
atado de pies y manos. La única parte del cuerpo
que podía mover era el cuello. Además, tratándose
de un hombre robusto y sanguíneo, el rostro, el torso
y los muslos se le iban enrojeciendo por la intensa
y persistente presión de las cadenas. A Yoshihide
parecía importarle poco la situación del discípulo, y
no cesaba de dar vueltas en torno de él, dibujándolo
detenidamente. No creo necesario describiros el suplicio
del discípulo durante ese tiempo.
Sin embargo, ese sufrimiento sería sólo el comienzo.
Por fortuna (aunque más adecuado sería


decir por desgracia) un momento después, desde
una tinaja colocada en un rincón del taller, partió
serpenteando una mancha larga y angosta, como de
aceite negro. Al principio se movía lentamente, como
si fuera algo pegajoso, pero luego se deslizó con
suavidad, brillando con intermitencias, hasta llegar a
las propias narices del discípulo. Éste, al verla, gritó,
aterrado:
-¡Una serpiente, una serpiente!
Como él mismo diría después, sintió que se le
helaba la sangre, y con sobrada razón.
En ese momento la serpiente tendió la fría punta
de su lengua hacía la blanca piel del cuello que la
cadena ceñía dolorosamente. Ante esta eventualidad,
el mismo Yoshihide se precipitó. Arrojó el pincel,
se agachó y rápidamente tomó el reptil por la
cola y lo suspendió en el aire. La serpiente, retorciendo
el cuerpo y alzando la cabeza, trataba en vano
de alcanzar la mano que la aprisionaba.
¡Diablos! -gritó Yoshihide-. ¡Me arruinaste un
dibujo! Enfurecido, arrojó la serpiente en la tinaja,
desencadenó de mala gana al discípulo y ni siquiera
le dio las gracias ni lo consoló, Era evidente que le
preocupaba más el dibujo fracasado que el peligro
corrido por su discípulo. Debo deciros que la serA
K U T A G A W A

piente que había aparecido tan importunamente era
uno de los elementos de trabajo que el maestro
acostumbraba manejar; de eso habría de enterarme
tiempo después.
Con la sola mención de estas locuras habréis
comprendido a qué grado de desenfreno llegaba el
entusiasmo pictórico de Yoshihide. Pero antes de
terminar, tengo que contaros una anécdota más. Se
refiere esta vez a un muchacho de trece o catorce
años, que por causa del Biombo sufrió un accidente
que casi le cuesta la vida.
Una noche este discípulo, que tenía cutis blanco
como una mujer, fue llamado al taller del maestro.
Yoshihide estaba junto a una lámpara, y en la palma
de la mano tenía un trozo de carne o algo parecido,
que daba a comer a un ave rara, nunca vista por el
muchacho. Su tamaño podía ser el de un gato común.
¿Semejante a un gato? Sí; mirando con atención,
las plumas de la cabeza sobresalían como
orejas y los ojos blancos, grandes y redondos eran
como los de un gato.


CAPÍTULO DÉCIMO
Yoshihide era un hombre al que no le agradaba
ver mezclados a los demás en sus asuntos. Entre
otras cosas, nunca mostraba a sus discípulos lo que
tenía en el taller, un cúmulo de objetos entre los que
figuraba la serpiente que ya os mencioné. A veces
aparecía una calavera sobre la mesa, o bien eran
bolas de plata o algún takatsuki adornado con motivos
de maki-e, que formaban parte de la extensa
variedad de objetos extravagantes que, según lo exigía
el cuadro que pintaba, iban sirviendo como modelo.
Lo raro era que no se supiera dónde guardaba
todo ese arsenal de rarezas cuando no lo utilizaba.
Es probable que la creencia de que Yoshihide tenía
un pacto con el Dios de la Suerte y de la Fortuna
tuviera su origen en misterios como éste.
El discípulo observaba con temor el ave de orejas
de gato, mientras tomaba el alimento, y pensó
que se la utilizaría en la ilustración del Biombo. Preguntó
respetuosamente si deseaba algo, pero
Especie de bandeja con cuatro patas cortas.


Yoshihide, como si no lo oyera, se lamió los rojos
labios y señalándole el ave con el mentón, le dijo:
-¿Qué le parece? ¿Verdad que está domesticado?
-¿Qué clase de ave es? -preguntó el discípulo-.
Es la primera vez que veo un pájaro semejante.
El discípulo observaba con temor el ave de orejas
de gato. Con sonrisa burlona, Yoshihide replicó:
-¿Cómo, dice que nunca lo vio? La gente de la
ciudad no sabe nada. Esta ave se llama mimizuku;
me la trajo un cazador hace tres días de Kurama.
Pero amaestrada como ésta no debe haber muchas.
Y diciendo esto, al ver que había terminado de
comer la carne, levantó la mano lentamente y acarició
el lomo del ave de abajo hacia arriba. Como si
esto fuera una orden, el ave lanzó un graznido corto
y agudo, y alzando vuelo atacó sorpresivamente al
discípulo en el rostro. Si en ese momento el muchacho
no se hubiese cubierto con la manga del kimono,
es seguro que habría recibido más de dos
rasguños.
Intentó espantarla, pero ésta, revoloteando y
lanzando chillidos siniestros, renovó el ataque... Ol-
Pintura sobre objetos de laca, que se realiza empleando
polvo de oro y plata.
Buho con cuernos.


vidado de la presencia del maestro y atento tan sólo
a defenderse, el discípulo, levantando o agachando
el cuerpo, corría despavorido por la pequeña habitación.
El ave seguía todos sus movimientos, acechándolo
para atacarlo directamente a los ojos. En cada
embestida batía las alas furiosamente; aquello tenía
algo de macabro que producía un malestar indefinible,
como el olor de las hojas muertas o las salpicaduras
de las cascadas, o como el agrio aroma del
sarusake. Al decir del discípulo, creía hallarse sumergido
en un valle solitario, y hasta la luz mortecina
de la lámpara le pareció el pálido reflejo de la
luna.
Pero, aunque horrorizado por el ataque del ave,
lo que estremeció al muchacho fue ver cómo el
maestro, con pasmosa tranquilidad, se deleitaba reproduciendo
el terrible momento. Por un instante
creyó que moriría en manos de Yoshihide.
Licor que se produce por las frutas que guardan los monos
en los huecos de los árboles.


CAPÍTULO DECIMOPRIMERO
Era lógico suponer que el maestro podría ocasionar
la muerte de su discípulo, puesto que lo había
llamado con la expresa intención de pintar una escena
fríamente planeada por él, adiestrando de antemano
al pajarraco. Esto lo vio claramente el joven
cuando comprendió su situación, y volvió a cubrirse
el rostro con las mangas del kimono para defenderse
del asedio. Gritó algo ininteligible y se acurrucó
en un rincón del cuarto al lado de la puerta corrediza.
En ese momento, Yoshihide gritó a su vez y pareció
que se había levantado, mientras el batir de
alas se hacía más intenso, seguido de un estrépito de
objetos rotos. Volvió a alarmarse el discípulo, y
cuando trató de ver se encontró con el taller a oscuras
y el maestro llamando furiosamente a los otros
discípulos.
Instantes después se oyó una voz y apareció alguien
con una lámpara en la mano. A la luz intensa
se vio un cuadro desastroso; el aceite de la otra lámpara
se había derramado por el piso, y el ave, con
las plumas empapadas en el líquido, se debatía afanosamente.
Yoshihide contemplaba la escena con
espanto desde el lado opuesto de la mesa, mientras


mascullaba frases ininteligibles. No era para menos;
una víbora negra se había enroscado al ave, apresándole
el cuello y una de las alas. Posiblemente el
discípulo, al agacharse, había volcado la tinaja donde
estaba la serpiente, y cuando el ave quiso atraparla
se habían trabado en lucha. Los dos discípulos
se miraron estupefactos, y por un instante contemplaron
asombrados el extraño espectáculo, pero se
apresuraron a saludar al maestro y a retirarse del taller.
De cómo terminó el duelo entre el ave y la serpiente,
nadie supo decir nunca nada.
Incidentes de esta especie continuaron sucediéndose.
Había olvidado deciros que cuando fue
encargada a Yoshihide la ejecución del cuadro estábamos
a principios de otoño, y como la extraña
conducta del maestro duró hasta finalizar el invierno,
durante este período los discípulos vivieron en
un temor constante. Al fin del invierno, algo pareció
dificultar la labor de Yoshihide. Se tornó más sombrío
y cada día hablaba con mayor irritación. Al
mismo tiempo, y cuando parecía concluido, el cuadro
quedó paralizado. No sólo no había adelantado
el trabajo, sino que hasta parecía haber borrado algunas
partes.


Pero nadie sabía qué parte de la obra era la que
no podía terminar, ni nadie se preocupó por saberlo.
Los discípulos, hastiados ya de la conducta del
maestro, no quisieron acercársele; era como compartir
la jaula con un tigre o un lobo.
CAPÍTULO DECIMOSEGUNDO
En realidad, nada especial puedo contaros sobre
lo que aconteció durante ese tiempo. Podría agregar,
eso sí, que el caprichoso anciano se había vuelto
muy sentimental, y cuando estaba solo lloraba silenciosamente.
Cierto día, un discípulo debía llegar
hasta el jardín, y allí encontró al maestro con los
ojos llenos de lágrimas, contemplando distraídamente
el cielo primaveral. Al verlo así, el discípulo
se sintió inexplicablemente avergonzado y se alejó
rápidamente. ¿No os parece sugestivo que ese arrogante
artista, que para pintar el Círculo de los Cinco
Destinos había dibujado tranquilamente los cadáveres
del camino, empezara de pronto a llorar como un
niño porque no conseguía un efecto para el Biombo
del Infierno?


Mientras Yoshihide se entregaba con ardor a la
creación del Biombo, la hija se volvía cada vez más
taciturna, a tal punto que nosotras mismas llegamos
a ver huellas de lágrimas en sus ojos. En esa muchacha
de rostro lánguido, de tez blanca y de aire modesto,
el estar triste parecía tornar sus pestañas más
espesas sombreándole los ojos y acentuando aun
más su abatimiento. Al principio se pensó que obedecería
a una lógica preocupación por su padre, a
quien profesaba tanto cariño, o bien que estaría
enamorada; pero con el tiempo la gente lo atribuyó
a que el señor de Horikawa le habría exigido que se
le entregase. Cuando esta versión se generalizó, ya
nadie habló más de ella.
En ese tiempo ocurrió algo que pasaré a referiros.
Una noche, a hora muy avanzada iba yo por un
corredor, cuando de algún lado saltó sorpresivamente
el mono Yoshihide, y empezó a tirarme de la
falda del kimono. Era una tibia noche de luna, en la
que empezaba a insinuarse el aroma de los ciruelos
en flor.
Bajo la luz de la luna me asombró ver al mono
chillar como enloquecido, arrugando la nariz y
mostrando sus blancos dientes. Confieso que en ese


momento sentí algún miedo, y temerosa de que me
rasgara el kimono nuevo, al principio pensé darle un
puntapié, pero me acordé de aquel samurai que lo
había maltratado; por otra parte, la actitud del mono
era bien extraña y me dejé conducir unos pasos sin
pensar en nada preciso.
Al llegar a un ángulo del corredor desde donde
se dominaba el amplio jardín con su fuente resplandeciente
bajo la luz de la luna, vinieron a mis oídos
unos ruidos ligeros como de personas que lucharan
en silencio. Hallé insólito este ruido repentino en
medio de aquella quietud, quebrada sólo por el
chasquido de los peces en la fuente. Me detuve, y al
acercarme a la puerta corrediza de donde provenía,
escuché con atención para ver si se trataba de ladrones,
en cuyo caso pensaba enfrentarlos decididamente.
CAPÍTULO DECIMOTERCERO
Al mono parecía resultarle demasiado lento mi
proceder, y comenzó a dar saltos a mi alrededor
lanzando sus agudos chillidos. De pronto, se encaramó
en mis hombros. Quise evitarlo y aparté insR
A S H O M O N

tintivamente el cuello para eludir sus uñas, pero él se
me aferró a la manga del kimono para evitar su caída.
Perdí el equilibrio, y al trastabillar golpeé con la
espalda en la puerta corrediza. No quedaba otro recurso:
me puse en acción.
Abrí rápidamente la puerta y me dispuse a penetrar
en el oscuro recinto hasta donde no llegaba la
luz de la luna. Pero en ese instante algo obstaculizó
mi visión... Mejor dicho, me sorprendió una mujer
que salía corriendo del cuarto y que en su precipitación
tropezó con algo y cayó de rodillas. Jadeante,
me miró atemorizada, como si encontrara terrible
mi presencia.
Que esa persona era la hija de Yoshihide no
creo necesario aclararlo; aunque esa noche la encontré
totalmente distinta y convertida en una mujer
atractiva. Tenía un brillo particular en los ojos y el
rostro se adivinaba encendido. El desorden en las
faldas del kimono le confería una voluptuosidad
contraria, a su modalidad casi infantil. ¿Era ésta la
modesta y frágil muchacha de siempre?... Apoyándome
en la puerta corrediza, y oyendo aún los pasos
nerviosos de alguien que se alejaba, observé a la
hermosa muchacha a la claridad de la luna; mis ojos,
al mirarla, le preguntaban quién era esa persona.


La hija del pintor apretó los labios y sacudió la
cabeza en un gesto lleno de angustia. No me quedaba
duda de que era presa de una gran contrariedad.
Me acerqué a su oído y le pregunté en voz baja:
-¿Quién es?
Mas la joven hizo un signo negativo con la cabeza
y no hablé. Las lágrimas le humedecían las
pestañas y un rictus de amargura se dibujaba en su
boca.
Comprenderéis que soy de esas personas que
nada comprenden fuera de lo que ven, de modo que
tampoco en este caso pude deducir exactamente lo
que había sucedido. Nada podía decir a la joven
puesto que ella callaba; por un largo rato permanecí
de pie, a su lado, como para escuchar mejor el acelerado
latir de su corazón. Al mismo tiempo, tuve una
sensación de culpa y me arrepentí de mi insistencia.
No recuerdo exactamente el tiempo que había
transcurrido cuando atiné a cerrar la puerta. Entonces
me dirigí con amabilidad a la muchacha, que ya
estaba más tranquila, y la insté a que volviese a su
habitación. Regresé por el corredor un poco avergonzada
y con un peso en mi conciencia, al saber
que había sido testigo de algo que no me concernía,
y me asaltó un temor irracional. No había andado


diez pasos cuando sentí que alguien tiraba tímidamente
de mis faldas. ¿Quién pensáis que era? Nada
menos que el mono, que haciendo gestos como si
fuera una persona, inclinaba la cabeza repetidas veces
haciendo sonar el cascabel de oro que llevaba al
cuello.
CAPITULO DECIMOCUARTO
Unos quince días después de aquella noche,
Yoshihide se presentó en palacio y solicitó una audiencia
al señor de Horikawa. A pesar de pertenecer
Yoshihide a una casta muy inferior, en razón de las
circunstancias especiales que ya conocemos, el señor
le concedió gustosamente una entrevista, si bien
no tenía por costumbre hacerlo, cualquiera fuese la
persona que lo solicitara.
El pintor vestía el kimono de siempre y un gastado
sombrero; era evidente que estaba preocupado
y de mal humor. Saludó al señor con reverencia y
dijo:
-El Biombo del Infierno que me habéis encargado
ya se encuentra casi concluido pues he trabajado
con sostenido empeño por espacio de muchos días.


-Os congratulo por vuestro esfuerzo. Me siento
satisfecho.
No sé por qué, la voz del señor me pareció débil
y poco entusiasta.
-No merezco ninguna felicitación -dijo el pintor,
con la cabeza inclinada y gesto hosco-. Falta poco
para que esté terminado, pero hay una sola parte que
no consigo lograr.
-¿Cómo? ¿Hay algo que no conseguís pintar?
-Os lo digo. En general me es difícil pintar lo
que no veo. Y aunque llegase a pintarlo, nunca resultaría
bueno, lo cual equivale a decir que no lo
puedo pintar.
Al escuchar estas explicaciones, el señor de Horikawa
sonrió irónicamente.
-¿Queréis decir que para pintar el Infierno tendríais
que estar viendo el mismo Infierno?
-Exactamente. El año pasado pude presenciar
un voraz incendio, cuyas violentas llamas eran
comparables a las del Infierno; por eso me fue posible
pintar el Yojiri-Fudõ. Vos ya conocéis esa obra.
Uno de los Acalanatha, deidad budista especialmente reverenciada
en el budismo esotérico japonés como protectora de
la fe.


-Pero ¿cómo representaréis las almas condenadas
y los guardianes del Infierno?
-Ya he visto, señor, a hombres atados con cadenas.
También tuve ocasión de pintar a una persona
defendiéndose del ataque de un ave de rapiña. Os
puedo decir que ya conozco los tormentos de los
condenados. Respecto de los guardianes... Yoshihide
sonrió maliciosameme-, a los guardianes los he
visto varias veces en mis sueños. Algunos con cabeza
de toro, otros de caballo; los había con tres cabezas,
seis brazos y seis piernas. Esos demonios
golpeaban las manos sin hacer ruido, abrían la boca
sin emitir sonido alguno y aparecían casi todas las
noches para torturarme. Pero lo que yo deseo y no
consigo es independiente de todo esto.
El señor parecía sorprendido. Por un instante
miró el rostro de Yoshihide con irritación, y frunciendo
el ceño le preguntó secamente:
-Entonces, ¿cuál es el motivo que no podéis
pintar?


CAPÍTULO DECIMOQUINTO
-Tengo pensado, señor, pintar en el centro del
biombo un biroge cayendo del cielo.
Dicho esto, levantó los ojos por primera vez y
los detuvo en el señor. Se había hablado con harta
insistencia de que cuando se trataba de su arte los
ojos de Yoshihide adquirían un brillo especial.
En esa ocasión pude confirmarlo: su mirada era
diabólica. Prosiguió:
-En el interior de la carroza, habrá una noble
dama, con los cabellos revueltos y debatiéndose entre
las llamas infernales. Tendrá una expresión de
terror, mirando el techo y procurando protegerse
con la cortina para que no la alcancen las chispas.
Alrededor de ella me gustaría hacer revolotear diez
o veinte pájaros fantásticos. ¡Ay! ¡Esta es la escena
que no puedo lograr!...
Por algún motivo que no alcancé a comprender,
el señor pareció entusiasmarse. Su enigmática sonrisa
incitaba al pintor a extenderse en sus visiones.
Y ya con los labios temblorosos y como dominado
por un fuego interior, prosiguió ensimismado:


-No puedo pintar eso...
Repitió de nuevo lo que ya había dicho y, súbitamente,
exclamó con vehemencia:
-Os ruego, señor, hagáis que se queme una carroza
delante de mis ojos. Y si fuera posible, dentro
de la carroza... -se interrumpió bruscamente.
El señor de Horikawa sintió un estremecimiento
y su noble rostro se ensombreció. De pronto estalló
en una carcajada, y sin dejar de reír, respondió:
-Seréis complacido en todos vuestros deseos.
No os aflijáis más, os lo ruego.
Al oír estas palabras en boca del señor tuve el
vago presentimiento de que algo funesto habría de
ocurrir. Parecía haberse contagiado de la locura de
Yoshihide. Así lo creí al ver sus labios húmedos y
su frente contraída por los nervios.
Tras un breve silencio, el señor lanzó de nuevo
una siniestra carcajada, como si algo le hubiera estallado
adentro:
-Pondré fuego a la carroza; tendréis también a la
bella dama vestida lujosamente en su interior; no
dudo de que solamente siendo el mejor pintor del
país pudisteis pensar en pintar a esa mujer sufriendo
Carroza antigua que usaban en la corte los nobles de las


entre llamas voraces y asfixiada por el negro humo...
Os felicito, os felicito...
Yoshihide empalideció súbitamente y comenzó
a mover los labios con nerviosidad; pero eso sólo
duró un instante. Luego inclinó el rostro, y como si
sus músculos se hubieran relajado repentinamente,
dijo respetuoso y con voz apagada:
-Os agradezco la merced.
Quizá Yoshihide comprendió lo horrible de su
idea a través de las palabras del señor, y eso habría
hecho cambiar su actitud. Aquella fue la única vez
que sentí alguna compasión por Yoshihide.
CAPÍTULO DECIMOSEXTO
Pasados tres días, el señor de Horikawa llamó
por la noche a Yoshihide y, fiel a su promesa, incendió
una carroza en su presencia. Naturalmente,
esto no podía hacerse en el palacio de los Horikawa;
se eligió como escenario una antigua residencia que
había pertenecido a la hermana del señor, situada en
las afueras de la ciudad.
más altas jerarquías. Se adornaba con hojas de palmera.


Hacia mucho tiempo que la vieja residencia había
sido abandonada, y era en el inmenso jardín
donde resultaban más visibles los estragos del tiempo.
El aspecto abandonado había dado origen a
rumores sobre la aparición del espíritu de la difunta
hermana del señor, y se decía que en las noches sin
luna, vistiendo una extraña falda de color rojo encima
del kimono, recorría los largos corredores sin
rozar el piso...
Os puedo asegurar que este rumor no era del
todo inverosímil si se piensa que aun en pleno día el
sitio es de los más desolados de la región, y cuando
se pone el sol, el agua de la fuente suena lúgubremente
y las garzas que cruzan el espacio estrellado
se parecen a sombras monstruosas.
Era una noche oscura sin luna. A la luz de los
faroles el señor, vistiendo el atavío de color amarillo
pálido que usa la alta nobleza, con el escudo violeta
grabado en relieve sobre el kimono, ocupaba en la
terraza un asiento especial, del que se destacaban los
bordes del almohadón forrado en seda blanca. Creo
innecesario añadir que en torno de él había unas
seis personas destinadas a su custodia. De un modo
especial se destacaba la figura de un samurai, que
después de la batalla de Michinoku, en la que a cauA
K U T A G A W A

sa del hambre se había visto forzado a comer carne
humana, había adquirido tal fortaleza que podía
quebrar las astas de un ciervo vivo. Tenla puesto al
parecer el haramaki y llevaba la katana al modo
kamomejiri, o sea con la punta hacia arriba. Permanecía
sentado gravemente al lado del amo. Los circunstantes
formaban un cuadro fantasmagórico,
entrevisto sólo fugazmente a la luz movediza de los
faroles agitados por el viento.
La parte superior de la carroza que se encontraba
en el jardín se perdía en la oscuridad, tenía las
varas apoyadas en una especie de mesa, y sus ornamentos
de oro refulgían como estrellas. El hecho de
ser primavera no evitaba el escalofrío que provocaba
la escena.
El carruaje lucía una pesada cortina azul pro
fusamente adornada, que no dejaba ver su interior,
y próximos se hallaban, estratégicamente situados,
los sirvientes con las antorchas encendidas cuidando
de que el humo no fuese en dirección a la casa.
Un poco más apartado, sentado delante de la residencia,
se veía a Yoshihide; vestía las ropas de
costumbre, probablemente de color ocre, ajadas.
Tela que envolvía por debajo de las ropas la región abdoR
A S H O M O N

Parecía más pequeño e insignificante que nunca,
como aplastado por el inmenso cielo estrellado.
Detrás había otro hombre tocado con momieboshi, sin
duda un discípulo. Como ambos se hallaban en la
penumbra y distantes de la terraza en que yo me encontraba,
no podía distinguir el color de sus vestidos.
CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO
Se acercaba la medianoche. Las sombras que
envolvían el jardín se hacían cada vez más espesas y
parecían sofocar la respiración; oíase el leve murmullo
del viento trayendo el olor de la resina de las
antorchas. El señor de Horikawa observó un instante
más el extraño cuadro y luego, adelantándose,
gritó con voz sonora:
-¡Yoshihide!
Este contestó algo, pero sólo fue una exclamación.
-¡Yoshihide! Esta noche incendiaré la carroza,
como me lo habéis pedido.
minal.


Y miró de soslayo a los guardianes. Pudo ser
una ilusión, pero me pareció ver que el señor y esos
hombres cambiaban sonrisas de inteligencia.
-Observad bien. Esta carroza, como sabéis, es la
que siempre acostumbro usar. Dentro de un instante
ordenaré que le prendan fuego, y os mostraré las
llamas del Infierno.
Dicho esto el señor miró de nuevo a los guardianes,
y prosiguió en tono áspero.
-Dentro de la carroza se ha atado a una mujer.
Al arder el carruaje, esa mujer perecerá, sufriendo
los tormentos del Infierno. Se quemarán su carne y
sus huesos: será el modelo exacto que necesitáis para
terminar el Biombo. No perdáis detalle cuando se
derrita su carne, blanca como la nieve. Tampoco
dejéis de ver cómo los negros cabellos se transforman
en chispas y se elevan hacia el cielo.
El señor se interrumpió; una sonrisa silenciosa
le sacudía los hombros.
-Será un espectáculo nunca visto -dijo-. Yo también
estaré presente. Vosotros, apartad la cortina
para que pueda verse a la mujer.
Uno de los sirvientes se acercó a la carroza, y
mientras con una mano sostenía la antorcha levantó
con la otra la cortina. La antorcha, crepitando, pareR
A S H O M O N

ció arder con más fuerza en ese instante; y cuando
iluminó el reducido interior de la carroza, se vio a
una mujer que parecía atada en forma brutal. Esa
mujer... ¿Quién no la reconocería? Sobre el lujoso
kimono de ceremonia de las damas de la corte, bordado
con motivos de cerezos, caían sus largos brazos
y negros cabellos adornados con sashi de oro
que despedía intensos destellos. Esa mujer, que
aquella noche lucía atavíos tan distinguidos y había
sido atada y amordazada, esa pequeña mujer de perfil
modesto y triste, era la hija de Yoshihide. Al reconocerla
ahogué un grito.
En ese momento, el samurai que tenía adelante
de mí se levantó rápidamente, y con la mano en la
katana miró a Yoshihide. Sorprendida, miré a mi vez
en esa dirección y vi cómo Yoshihide, seguramente
sobrecogido de espanto por lo que acababa de ver,
se había levantado de un salto y agitando los brazos
intentaba correr hacia el carruaje. No le vi ninguna
expresión, debido a la oscuridad y a la distancia.
Esta escena duró contados segundos. Un violento
resplandor iluminó a Yoshihide -que parecía
Adorno de metal para el peinado.


flotar atraído por una fuerza invisible-, y mostró la
palidez mortal de su rostro.
La carroza ya era presa de las llamas cuando
Yoshihide quiso correr en auxilio de su hija. El señor
había dado la orden, y los sirvientes habían
arrojado las antorchas dentro de la carroza.
CAPÍTULO DECIMOOCTAVO
El fuego se propagó rápidamente. Los flecos
violáceos que bajaban del techo ardieron de un solo
golpe, y por debajo de ellos salía un humo blanquecino,
mientras las cortinas, las mangas del kimono y
los adornos metálicos del cielorraso se consumían
con increíble rapidez. El espectáculo era alucinante.
Las llamas se alzaban al cielo y lo teñían de rojo,
semejantes a una bola de fuego que al caer estallara
en mil fragmentos. Yo había gritado un momento
antes, pero viendo ahora el irreparable siniestro no
hallé otro consuelo que contemplarlo, aturdida y
desconcertada.
Pero ese padre, Yoshihide... No podré olvidar la
expresión de su rostro. Su primer impulso fue precipitarse
a la carroza, y al estallar el fuego quedó paR
A S H O M O N

ralizado, con las manos en alto. Con ojos despavoridos
escrutó la carroza en llamas; al resplandor del
fuego pude ver hasta la raíz de la barba en aquel
rostro apergaminado y sombrío. Los ojos desorbitados,
los labios apretados y los músculos de la cara
contrayéndosele nerviosamente reflejaban su miedo,
su infinita angustia y un inmenso estupor ante la espeluznante
escena. Ni el reo cuando es decapitado,
ni el asesino cuando comparece ante los Reyes del
Infierno mostrarían tanto horror y padecimiento.
Hasta el famoso samurai que ya os cité, palideció a
la vista de aquel hombre, y dirigió una tímida mirada
al amo.
Pero éste, a su vez con los labios apretados y
sonriendo a intervalos con sarcasmo, no apartaba la
vista del carruaje. Y en medio de las llamas... ¡Ay!
No tengo fuerzas para daros los detalles del suplicio.
La blancura de su rostro ahogado por el humo,
los largos cabellos en desorden arrebatados por las
llamas y sus hermosas ropas ardiendo como una
tea... Imposible concebir una visión más despiadada.
Sobre todo, cuando el viento cesó por un instante,
el humo se desplazó hacia el lado opuesto a donde
nos hallábamos, y pudimos ver con verdadero horror
cómo en medio de esa hoguera, que parecía


despedir chispas de oro, agonizaba una bella criatura
forcejeando dolorosamente por quitarse las cadenas
de su cuerpo. El espectáculo mostraba con
elocuencia los tormentos del Infierno. Un estremecimiento
nos sacudió a todos.
En ese momento, como si el viento hubiese renovado
su intensidad, vimos un remolino en las copas
de los árboles agitados de pronto por una ráfaga
o un ruido extraño. Súbitamente, una bola negra se
desprendió del techo y volando, o corriendo, pero
sin tocar el suelo, se arrojó al carruaje en llamas.
Saltó por entre las rejas ardientes a los hombros de
la joven, lanzando un agudo grito de desesperación,
y su eco dolorido se prolongó como un lamento
detrás de la humareda. Una exclamación de espanto
brotó de todas las gargantas: era el mono, que había
quedado atado en el palacio de los Horikawa y que
acaba de cruzar el cerco de fuego para prenderse a
los hombros de la infeliz muchacha.
CAPÍTULO DECIMONOVENO
Pero sólo fugazmente pudo verse el animal. El
fuego estalló en sonora lluvia de chispas, y el mono


y la muchacha se perdieron en el seno de una negra
nube. En medio del jardín, la carroza refulgía devorada
por las llamas crepitantes. Más que una carroza
ardiendo parecía una espiral de fuego evolucionando
con estrépito hacia el cielo oscuro.
Yoshihide se hallaba de pie ante la columna ardiente.
¡Qué caso tan extraño! El mismo que momentos
antes viéramos sufrir como arrojado en el
mismo Infierno, daba ahora muestras de un júbilo
incontenible. Estaba fascinado, y sin reparar en la
presencia del señor, contemplaba extasiado la macabra
escena, ajeno al tormento de su hija. Parecía
enajenado por la violenta llamarada y el suplicio de
la desdichada.
Pero lo extraño no residía en esta bárbara actitud;
por encima de ella se notaba que ese hombre
insignificante había adquirido un aire de soberbia y
de poder semejante al que simbolizan los leones de
los sueños. Quizá por eso las numerosas aves ahuyentadas
por el fuego parecían evitar el sombrero de
Yoshihide. Probablemente hasta los pájaros habían
presentido esa extraña majestad que parecía ceñirlo
El león era considerado animal mitológico por los antiguos
japoneses. En los sueños simbolizaba el poder invencible.


como en una aureola de inmortalidad, y se mostraban
sobrecogidos por su actitud.
Todos nosotros, conteniendo el aliento, sentíamos
el irresistible hechizo de esa alegría incontenible,
y creíamos estar en presencia de un Buda
milagroso. No podíamos dejar de mirarlo. Las llamas
tiñendo de rojo la negra espesura de la noche,
Yoshihide en arrobada contemplación. Era un cuadro
solemne y excitante.
El señor de Horikawa se había transformado:
intensamente pálido, despedía espuma por la boca,
apretaba fuertemente las rodillas bajo el vestido
violeta, jadeaba como una bestia sedienta.
CAPÍTULO VIGÉSIMO
Ignoro quién pudo lanzarla, lo cierto es que la
noticia de que el señor había quemado su carroza en
los jardines de Yukige, se propagó por toda la ciudad
y dio origen a las más variadas conjeturas. Lo
primero que se preguntaban era el por qué de esa
muerte tan horrible para la hija del pintor.
La mayoría opinaba que podía ser en venganza
por no haber podido conquistar su amor. Creo, no

obstante, que si el señor de Horikawa llegó a cometer
esa enormidad, lo hizo con la expresa intención
de que sirviera a Yoshihide de ejemplar castigo.
Esto lo escuché una vez de los propios labios del
señor.
También se le criticaba a Yoshihide su alma endurecida,
ya que pretendía continuar el Biombo pese
a haber causado la muerte de su propia hija. No
faltaban quienes lo maldecían, y no lo distinguían de
una bestia, por haber confundido los alcances de su
amor de padre. El Sózu Yokawa se contaba entre
los que así pensaban, y solía decir al respecto:
"Aunque sea un gran artista, desde que olvida los
cinco deberes del hombre, no merece otro destino
que el Infierno eterno"
Un mes después el Biombo estuvo terminado.
Yoshihide lo llevó a palacio para someterlo al juicio
del señor. Se hallaba presente el Sózu Yokawa,
quien al ver la obra quedó estupefacto; todo el horror
de una tempestad de fuego vibraba en la superficie
con increíble fidelidad. El Sózu, que
Los cinco deberes consisten en respetar las relaciones entre
soberano y súbdito, padre e hijo, marido y mujer, joven y
anciano, y por último, entre amigos. También las cinco virtudes:
caridad, honradez, gratitud, inteligencia y confianza.


habitualmente menospreciaba a Yoshihide, frente al
Biombo no pudo menos que exclamar: "¡Magnífico"!
Estaba maravillado. Recuerdo también la amarga
sonrisa del señor al escuchar el elogio.
Desde que concluyó el cuadro nadie, por lo menos
en palacio, se atrevió a hablar mal de Yoshihide.
Era comprensible que cuantos veían el Biombo,
aunque sintieran aversión por el autor, se impresionaran
por tan extremado realismo.
Pero cuando su obra comenzaba a ser la admiración
de todos, Yoshihide dejó de pertenecer a este
mundo. A la noche siguiente de terminar el biombo
se suicidó en su propia habitación, ahorcándose con
una cuerda. Acaso le resultó insoportable sobrevivir
a la hija que tanto había amado.
El cuerpo del pintor fue sepultado en los fondos
de su casa. De la pequeña tumba, azotada por el
viento y las lluvias, ha de quedar una lápida borrosa
sobre las piedras cubiertas de musgo.
(ESCRITO EN ABRIL DE 1918.)

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