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domingo, 25 de marzo de 2012

ZIMMER 2 - LAS CASTAS




CAPÍTULO V
LA FILOSOFIA DEL DEBER
1. LA CASTA Y LOS CUATRO ESTADIOS DE LA VIDA
En la India todo el mundo lleva las insignias de la clase de vida a la cual
pertenece. Se lo reconoce a primera vista por su vestido, sus adornos y las
marcas de su casta y gremio. Cada uno lleva pintado en su frente el símbolo
de su divinidad tutelar, que lo coloca y mantiene bajo la protección del
dios. Mujeres solteras, casadas y viudas, todas llevan ropas características,
y a cada una le corresponde un conjunto bien definido de normas y tabúes
fijados precisamente y escrupulosamente seguidos. Los actos personales
están minuciosamente regulados, con severos y rigurosos castigos para
quien cometa infracciones accidentales o intencionales. Se establece, por
ejemplo, qué es lo que se puede comer y qué no; a qué se puede uno
acercar y qué hay que evitar; con quién conversar, comer y casarse. El
propósito de estas exigencias es conservar libre de mancha por contacto la
fuerza espiritual específica de la cual depende la eficacia de uno como
miembro de una determinada categoría social.
En la medida en que el individuo funciona como componente del complejo
organismo social tiene que tratar de identificarse con las tareas e intereses
de su papel social, e inclusive conformar a él su carácter público y privado.
El grupo como totalidad tiene prioridad sobre cualquiera de sus miembros.
Por consiguiente toda auto-expresión, en el sentido en que nosotros la
conocemos y cuidamos, queda excluida, pues el requisito precioso para
participar en el grupo consiste no en cultivar sino en disolver las tendencias
e idionsincrasias personales. La virtud suprema es asimilarse —sincera e
íntegramente— a la máscara intemporal, inmemorable y absolutamente
impersonal correspondiente al papel clásico que a uno le ha tocado por
nacimiento (j†ti). El individuo se ve así obligado a hacerse anónimo.
Además, se considera que esto no es un proceso de autodisolución sino de
autodescubrimiento, porque la clave para realizar la encarnación en que nos
encontramos reside en las virtudes de la casta a la cual pertenecemos.
Se considera que la casta forma parte del carácter innato de cada uno. El
divino orden moral (dharma) que entreteje y conserva la estructura social
es el mismo que da continuidad a las vidas del individuo; y así como debe
entenderse que el presente es una consecuencia natural del pasado, así
también la casta a la que uno pertenecerá en el futuro estará determinada
por la manera como uno desempeñe su papel actual. Por otra parte, no solo
la casta y la profesión sino también todo lo que ocurre a uno (aunque
aparentemente se deba a pura casualidad) está determinado por la propia
naturaleza y las exigencias profundas del individuo, a los cuales todo se
acomoda. El cambiante episodio vital de este momento se relaciona con
vidas anteriores; resulta de ellas como efecto natural de factores causales
pasados que operan en el plano de los valores éticos, las virtudes humanas
y las cualidades personales, según leyes naturales universales que rigen la
atracción electiva y la repulsión espontánea. Se considera que hay una
estricta conmensurabilidad entre lo que una persona es y lo que
experimenta, como las superficies interna y externa de una misma vasija.
En consecuencia, las leyes (dharma) de la casta (varða) a la cual se
pertenece, y de la etapa de la vida (†’¡rama) que corresponde a la edad que
uno tiene, indican cómo se debe resolver todo problema que surja en la
propia existencia. No somos libres de elegir: pertenecemos a una categoría
que en cada caso es una familia, un gremio u oficio, un grupo o una
confesión religiosa. Y como esta circunstancia no solo determina hasta el
último detalle de la conducta pública y privada, sino que también
representa (de acuerdo con este esquema de integración omnímodo,
penetrante e inexorable) el verdadero ideal del carácter que tenemos ahora
por naturaleza, entonces como jueces y como actores debemos limitarnos a
encarar cada problema que surja en la vida de la manera que corresponde al
papel que uno desempeña. De este modo los dos aspectos del suceso
temporal —el subjetivo y el objetivo— quedarán exactamente unidos y el
individuo quedará eliminado como un tercer factor extraño. Entonces el
individuo pondrá de manifiesto no el accidente temporal de su propia
personalidad sino la vasta e impersonal ley cósmica, y no será un espejo
defectuoso sino un cristal perfecto que actúa, anónimo, sin dejar huella. En
efecto, practicando con rigor las virtudes prescritas podemos llegar
realmente a hacer desaparecer nuestro yo, disolviendo el último rastro de
impulso y resistencia personales; liberándonos así del estrecho límite de la
individualidad y dejándonos absorber por la infinitud del ser universal. El
dharma está cargado de poder. Es el punto ardiente de todo presente,
pasado y futuro, y también el modo por el cual podemos pasar a la
conciencia y bienaventuranza trascendentes que caracterizan la pura
existencia espiritual del Yo.
Cada uno ocupa su lugar (sva-dharma) en el fantasmagórico despliegue del
poder creador que es el mundo, porque así lo determina su nacimiento, y su
primer deber es manifestarlo, vivir de acuerdo con él y hacer saber tanto
por su aspecto como por sus actos qué papel del espectáculo desempeña.
Toda mujer es una manifestación terrenal de la Madre universal, que
personifica el aspecto productor y seductor del sagrado misterio que
sustenta y continuamente crea el mundo. La mujer casada ha de ser todo
decencia; la ramera ha de enorgullecerse de su habilidad para ejercer sus
atractivos y vender sus encantos. La madre y ama de casa tiene que criar
hijos varones sin cesar, y venerar a su marido como encarnación humana de
todos los dioses. Marido y mujer deben aproximarse uno a otro como dos
divinidades, pues él, a través de ella, renace en sus hijos, así como el
Creador se manifiesta en las formas y criaturas del mundo a través de los
efectos mágicos de su propio poder, su ¡akti, personificado en su diosa. Y
del mismo modo que el varón se relaciona con la comunidad mediante las
devociones y servicios religiosos correspondientes a su posición social, su
mujer está conectada a la sociedad como la ¡akti de su esposo. La religión
de ella consiste en servirle, y la de él en servir a sus “Padres” y a las
divinidades de su vocación. De este modo toda la vida es vivida y
entendida como un servicio hacia Dios, pues todas las cosas son conocidas
como imágenes del único Señor universal.
Cada profesión tiene su especial divinidad tutelar, que encarna y
personifica al oficio mismo, y maneja o exhibe sus herramientas como
atributos distintivos. Por ejemplo, la divinidad tutelar de escritores, poetas,
intelectuales y sacerdotes es la diosa Sarásvat¯ V‡c: la diosa del habla
fluida y abundante. La patrona de las prácticas mágicas de los sacerdotes
brahmanes, es S‡’vitr¯: no la princesa humana hija del rey A¢vápati, que
según la leyenda rescató a su marido, el príncipe Satyav‡n, de los dominios
del rey Muerte, sino su contraparte femenina y energía divina, la ¡akti de
Brahm‡-Sávit£, el creador del mundo; ella es el divino principio de la
creación que todo lo inspira y todo lo mueve. K‡ma, el Cupido hindú, es la
divinidad tutelar de las cortesanas, y de quienes necesitan lecciones del
k†ma¡†stra, el código autorizado de la tradicional sabiduría revelada acerca
del saber erótico y sexual1. Por su parte, Vi¢vakarman, el divino “experto
en todos los oficios”, el carpintero, arquitecto y artesano principal de los
dioses, es la divinidad patrona de obreros, artesanos y artistas.
1 Cf. supra, págs. 119-127.
Cada uno de ellos, como representante del principio y totalidad de una
rama muy especializada del saber y del arte, es un dios y maestro celoso y
exclusivo. La criatura humana cuyo nacimiento la ha destinado al servicio
de su divinidad tiene que dedicar todas sus fuerzas y devociones al culto; el
menor fracaso puede resultar desastroso. Como una amante, encantadora y
generosa si se la sirve fiel y exclusivamente, pero funesta, irritable y
terrible si no se cumple con todas sus exigencias, el dios se abre como una
flor, dando dulzura y fragancia y fruto en abundancia al devoto de la
concentración perfecta; de lo contrario es quisquilloso y vengativo. En la
India, la jerarquía de los oficios y profesiones —estática, altamente
especializada y de mutua colaboración— exige e inculca la más extremada
unilateralidad. Nadie debe escoger por su cuenta, mariposear ni dar rienda
suelta a los impulsos juveniles. Desde el primer aliento de vida las energías
individuales son dominadas, encarriladas y coordinadas con respecto a la
obra general del superindividuo constituido por la sociedad, que tiene
carácter sagrado.
La subdivisión en cuatro etapas (†’¡rama) del camino de vida ideal del
individuo, lleva aún más lejos el principio despersonalizador de la
especialización. La primera etapa, la del discípulo (antev†sin), está
enteramente dominada por la sumisión y la obediencia. El discípulo,
deseoso de recibir, bajo el mágico hechizo de su maestro espiritual, toda la
carga y transferencia del conocimiento divino y del oficio mágico de su
vocación, trata de no ser más que el cáliz sagrado donde fluye esa preciosa
esencia. Simbólicamente, por medio del cordón umbilical espiritual del
“hilo sagrado” con el que es investido muy solemnemente, está atado a su
guru como a la única, exclusiva, omnisuficiente encarnación humana y
fuente (para él) de sobrehumano alimento espiritual. Se le exige absoluta
castidad (brahmacarya); y si por tener alguna experiencia con el otro sexo
viola esta prohibición, quebrando así la continuidad de la intimidad e
identificación con su guru, se le aplican muy severos y complicados
castigos. Éstos son los períodos de ¡raddh† (fe ciega en el maestro y
técnico que conoce el camino) y ¡u¡rⱆ (la voluntad y deseo de “oír” [¡ru-
] y aprender de memoria; oír, obedecer y ajustarse). En este período, el
mero hombre natural, el animal humano, debe ser absolutamente
sacrificado, y la vida del hombre espiritual, la poderosa sabiduría
supranormal del “renacido”, debe hacerse efectiva en la carne.
Luego, de pronto —cuando el período de aprendizaje ha terminado, y sin
ninguna transición—, el joven que ahora es un hombre, es transferido —
podría decirse: arrojado— a la vida marital, la etapa en que debe ejercer las
funciones de dueño de casa (g¢hastha).
Haciéndose cargo del oficio paterno, de su negocio o profesión, recibe una
esposa (que sus padres le han escogido), engendra hijos, sostiene a la
familia y hace cuanto puede por identificarse con todas las tareas y papeles
ideales del tradicional paterfamilias, miembro del gremio, etcétera. El
joven padre se identifica con los placeres y preocupaciones de la vida en
matrimonio (k†ma), así como con los clásicos intereses y problemas de
prosperidad y riqueza (artha), a fin de poder disponer de los medios que
necesita no solo para sostener a su creciente familia de acuerdo con las
normas que corresponden a su nacimiento y a su categoría humana (j†ti),
sino también para hacer frente a las exigencias más o menos costosas del
ciclo ortodoxo de ritos sacramentales. En efecto: el sacerdote doméstico, el
brahmán-guru a quien ahora debe emplear y atender —como Indra debe
emplear y atender al divino B£háspati2— bendice y ayuda a la familia en
toda ocasión posible, combinando las funciones de confesor y consejero
espiritual, médico de la familia, psicólogo práctico, exorcizador y mago. Y
estos profesionales cobran una tarifa, lo cual en parte es causa del éxito que
tienen sus santos y secretos procedimientos psicoterapéuticos. Los guru,
plenamente entregados a los privilegios y deberes de sus papeles
inmemoriales (como lo hacen todos los demás miembros de la comunidad)
sirven de conductores de la sabiduría sobrenatural y del poder sagrado
(brahman), como nervios de la conciencia que atraviesan todo el cuerpo
social.
El guru tiende a ser convertido en un ídolo —como cada uno tiende a
deshumanizarse, estabilizarse y perder su espontaneidad individual— en
proporción con el grado de perfección que adquiere en la ejecución de su
papel intemporal, intensamente estilizado. Por consiguiente, en la segunda
mitad del ciclo de su vida individual, habrá de dejar a un lado estos frágiles
papeles. Habiéndose identificado totalmente con las funciones de su
personalidad social (su máscara de actor social, o persona), ahora tiene que
salir de ella radicalmente: desprenderse de todas sus propiedades y
preocupaciones por la riqueza (artha), abandonar los deseos y ansiedades
de su vida matrimonial (k†ma), que ya ha florecido y dado varios frutos,
alejarse inclusive de los deberes de la sociedad (dharma) que lo han atado a
la universal manifestación del Ser imperecedero a través de los arquetipos
2 Cf. supra, págs. 71-72.
permanentes de la tragicomedia humana. Sus hijos ahora llevan las alegrías
y las cargas del mundo; él mismo, hacia el final de su madurez, puede
dejarlo, ingresando al tercer †’¡rama, el de la “partida al bosque”
(vanaprastha). Porque no somos solo máscaras sociales y profesionales que
representan papeles inmemoriales en el mundo de las sombras temporales
sino también algo sustancial: un Yo. Pertenecemos al mundo y no podemos
dejar de pertenecer a él, pero ni nuestras marcas de casta ni nuestros
vestidos nos describen adecuadamente y las funciones morales y seculares
no consiguen sondear nuestra esencia. Nuestra esencia trasciende esta
naturaleza manifestada y todo cuanto le pertenece: nuestras propiedades y
placeres, derechos y deberes, y nuestras relaciones con los antepasados y
los dioses. Tratar de alcanzar esa esencia innominada significa ponerse en
camino de la búsqueda del Yo, y éste es el fin y propósito del tercero de los
cuatro estadios de la vida.
El marido y la mujer en el período del retiro al bosque dejan a un lado
todos los cuidados, deberes, goces e intereses que los ligaban al mundo y
comienzan la difícil búsqueda interior. Sin embargo, ni siquiera este idilio
de la vida de santidad en el bosque pone fin a su aventura; pues, como el
primer período —el del estudiante—, es solo un preparativo. En el cuarto y
último †’¡rama —el del santo mendigo errante (bhik±u)— ya no está ligado
a ningún ejercicio ni a ningún lugar, sino que “sin preocuparse por el futuro
e indiferente ante el presente3 “el vagabundo sin hogar “vive identificado a
su Yo eterno y no contempla otra cosa4”. “Ya no le importa que su cuerpo,
hilado con las fibras del karman, quede o caiga, como a una vaca no le
importa qué le pase a la guirnalda que alguien ha colgado de su cuello:
porque las facultades de su mente ahora descansan en el Poder sagrado
(brahman), esencia de la beatitud5”.
Originariamente los santos jaina iban “vestidos de espacio” (digámbara), es
decir, totalmente desnudos, como señal de que no pertenecían a ningún
grupo, secta, oficio o comunidad reconocidos. Habían descartado todas las
marcas determinantes, porque la determinación es una negación por
especialización6. En el mismo espíritu, a los monjes budistas vagabundos se
3 åáµkara, Vivekacâ°†maði 432; cf. Lucas 12: 22-30.
4 Ib. 457.
5 Ib. 416.
6 Más tarde, como una concesión, los santos jaina vistieron el ropaje blanco y se convirtieron en
svet†’mbara, “vestidos de blanco”, como la ropa menos comprometedora que pudieron encontrar. (Véase,
sin embargo, infra, pág. 172, la nota del compilador.)
los aleccionaba para que fueran cubiertos de harapos, o con un vestido de
color ocre, que era tradicionalmente el atavío del criminal expulsado de la
sociedad y condenado a muerte. Los monjes se ponían estas vestiduras
deshonrosas en señal de que ellos también estaban muertos a la jerarquía
social. Habían sido entregados a la muerte y estaban más allá de las
fronteras de la vida. Habían salido de los límites del mundo, liberándose de
todas las esclavitudes de pertenecer a algo. Eran renegados. Del mismo
modo el brahmán peregrino y mendicante ha sido siempre comparado al
ganso salvaje o al cisne (haÑsa), que carece de hogar fijo y deambula,
emigrando con las nubes de lluvia hacia el norte, hacia el Himalaya, y
volviendo luego al sur, tan en su casa en cualquier lago o estuario como en
la ilimitada, infinita extensión del espacio.
Se entiende que la religión, en última instancia, libera de los deseos y
temores, ambiciones y compromisos de la vida secular -los engaños de
nuestros intereses sociales, profesionales y familiares-, porque la religión
pide el alma. Pero además la religión es necesariamente algo que pertenece
a la comunidad, y por ello mismo es un instrumento de opresión, que nos
ata más sutilmente, con engaños menos burdos y por tanto más penetrantes.
Quienquiera trate de trascender las estrechas complacencias de su
comunidad tiene que romper con su congregación religiosa. Una de las
maneras clásicas de realizarlo es hacerse monje, es decir, ingresar en otra
institución, en este caso dedicada a aislar al hombre y asegurarlo contra las
esclavitudes humanas corrientes. Otra manera consiste en irse al bosque y
hacerse ermitaño, atándose entonces al suave idilio de la ermita y a los
inocentes detalles de su primitiva vida ritual. ¿Dónde puede estar uno
totalmente libre en este mundo?
¿Qué es realmente un hombre, más allá de todas las marcas, costumbres,
instrumentos y actividades que denotan su estado civil y religioso? ¿Qué
ser es el que subyace, sostiene y anima todos los estados y cambios del
devenir de su vida, que pasa como una sombra? Las anónimas fuerzas de la
naturaleza que actúan dentro de él, los actos de cuyo éxito o fracaso
depende su situación social, el paisaje y la forma de vida correspondiente a
la época y lugar de su nacimiento, la materia que pasa por su cuerpo y que
por algún tiempo lo constituye, encanta su fantasía y anima su imaginación:
ninguna de estas cosas puede decirse que sea el Yo.
Es posible que uno pueda satisfacer sus ansias de liberarse completamente
de las limitaciones —ansias que equivalen al anhelo de absoluto
anonimato— haciéndose mendigo sin hogar, sin lugar fijo de reposo, sin
camino regular, sin meta ni propiedades. Pero aun entonces seguimos
llevando con nosotros a nosotros mismos. Todavía siguen presentes y
activas todas las estratificaciones del cuerpo y de la psique que
corresponden a la oferta y la demanda del ambiente y nos ligan al mundo,
dondequiera que estemos. Para alcanzar el Hombre absoluto (púru±a) que
buscamos tenemos que descartar éstas vestiduras y envolturas
oscurecedoras. Desde la piel, pasando por el intelecto y las emociones, la
memoria de las cosas del pasado, los hábitos inveterados que condicionan
nuestras reacciones —las espontaneidades adquiridas, los automatismos
con que nos hemos aficionado a expresar nuestros agrados y desagrados
hondamente arraigados— todo esto debe ser lanzado por la borda, porque
no son el Yo sino “sobreimposiciones”, “colores”, “unturas” (áñjana) de su
intrínseco brillo y pureza. Por ello, antes de ingresar en el cuarto †¡rama, el
de la no entidad vagabunda, el hindú practica los ejercicios psicológicos del
tercero: el del idilio del bosque. Tiene que despojarse de sí mismo para
llegar al Yo adamantino. Y ésta es la obra del Yoga. Yoga, el
descubrimiento del Yo, y luego la identificación absolutamente
incondicional de uno mismo con el fundamento anónimo, ubicuo,
imperecedero de toda existencia, constituye el fin propio de la segunda
mitad del ciclo de la biografía ortodoxa. Es hora de que el actor se quite de
su cara los afeites que antes usaba en el teatro del mundo, es hora de
recoger y liberar la Persona viva que, impasible y desapegada, ha estado
siempre presente, sosteniendo y haciendo marchar el universo.
2. EL SATYA
Mejor es el propio dharma, aunque imperfectamente realizado, que el
dharma de otro bien realizado. Mejor es morir en el cumplimiento del
propio dharma: el dharma de otro está cargado de peligro7. Existe en la
India una antigua creencia de que quien ha representado el papel
correspondiente a su propio dharma sin fallar jamás en toda su vida, puede
realizar actos de magia con solo citar este hecho como testimonio. A esto se
le llama “acto de verdad”. El dharma no tiene por qué ser el de la casta
brahmánica superior, ni siquiera el de las clases sociales respetables. En
todo dharma está presente Brahman, el Poder sagrado.
7 Bhágavad-G®t† 3. 35.
Se cuenta, por ejemplo, un cuento de una época en que el buen rey A¢oka,
el más grande de la gran dinastía Maurya de la India septentrional8, estaba
en la ciudad de P†Äaliputra, rodeado por la gente de la ciudad y del
campo, por sus ministros, su ejército y sus consejeros, con el Ganges que
corría a su lado, caudaloso por la creciente, al nivel de las riberas, casi
desbordante, de quinientas leguas de largo y una de ancho. Mirando al río,
A¡oka dijo a sus ministros: “¿Hay alguien capaz de hacer que el poderoso
Ganges retroceda y vuelva a remontar su propia corriente?” A lo cual los
ministros replicaron: “Ésa es cosa difícil, Majestad.”
Ahora bien; en la misma orilla del río estaba una vieja cortesana llamada
Bindumat®, que al oír la pregunta del rey dijo: “Yo soy una cortesana de la
ciudad de P†Äaliputra. Vivo de mi belleza; mis medios de subsistencia son
los mas bajos. Que el rey contemple mi acto de verdad.” Y realizó un acto
de verdad. En el instante mismo en que lo cumplió, el poderoso Ganges
volvió a remontar su propia corriente dando un bramido, a vista de la
enorme multitud.
Cuando el rey oyó el bramido causado por el movimiento de los remolinos
y las olas del poderoso Ganges, quedó asombrado, lleno de sorpresa y
maravilla, y dijo a sus ministros: “¿Cómo es que el poderoso Ganges
remonta su propia corriente?” “Majestad, la cortesana Bindumat® oyó
vuestras palabras y realizó un acto de verdad. Debido a este acto de
verdad, el poderoso Ganges remonta su propia cotriente”.
Con el corazón palpitante de excitación, el rey mismo salió corriendo en
busca de la cortesana y le preguntó: “¿Es verdad, como dicen, que tú por
un acto de verdad has hecho que el río Ganges remonte su propia
corriente?” “Sí, Majestad.” Entonces dijo el rey: “¿Tú tienes poder de
hacer esto? ¿Quién, salvo alguien completamente loco, hará caso a lo que
dices? ¿Con qué poder has conseguido, que el poderoso Ganges remonte
su propia corriente?” Y contestó la cortesana: “Con el Poder de la verdad,
Majestad, he conseguido que el poderoso Ganges remonte su propia
corriente.”
Entonces dijo el rey: “¿Así que tú tienes el Poder de la verdad? ¡Tú, que
eres una ladrona, una embaucadora, corrompida, deshecha, viciosa y
perversa pecadora, que has transgredido los limites de la moral y vives
saqueando a los tontos!” “Es verdad, Majestad; soy lo que vos decís. Pero
aun yo, perversa como soy, soy dueña de un acto de verdad por medio del
8 Cf. supra, pág. 39.
cual, si lo quisiera, podría poner cabeza abajo el mundo de los hombres y
el mundo de los dioses.” El rey dijo: “Pero, ¿qué es ese acto de verdad?
Por favor, enséñame.”
“Majestad, a quienquiera que me da dinero, sea un k²átriya o un brahmán,
un vai¢ya o un ¢ãdra o de cualquier otra casta, lo trato exactamente igual.
Si es un k²átriya, no hago distingos en su favor. Si es un ¢ãdra, no lo
desprecio. Igualmente libre de adulación y de desprecio, sirvo al dueño del
dinero. Éste, Majestad, es el acto de verdad por el cual he conseguido que
el poderoso Ganges remonte su propia corriente9.”
Así como el día y la noche se alternan sucesivamente cada uno de ellos
conservando su forma y con su oposición mantienen el carácter de los
procesos temporales, así también en la esfera del orden social cada uno
sostiene la totalidad adhiriéndose a su propio dharma. El sol de la India
agosta la vegetación, pero la luna la restaura, enviando el rocío vivificante;
de una manera similar, en todo el universo los múltiples elementos
recíprocamente antagónicos colaboran al actuar unos contra otros. Las
reglas de las castas y de las profesiones se consideran como reflejos, en la
esfera humana, de las leyes de este orden natural; de aquí que al prestar su
adhesión a tales reglas las diversas clases en realidad colaboran, aun
cuando en apariencia están en conflicto. Cada raza o estamento sigue su
propia virtud y todos juntos hacen la obra del cosmos. Mediante este
servicio, el individuo se eleva por encima de sus idiosincrasias personales y
se convierte en conducto vivo de la fuerza cósmica.
El sustantivo sánscrito dharma, de la raíz dhr-, “sostener, portar, llevar” (en
latín: fero; cf. el anglosajón: faran, “viajar”) significa “lo que sostiene,
mantiene unido o levantado10“. Como hemos. visto, el dharma se refiere no
solo a todo el contexto de la ley y de la costumbre (religión, usos, estatutos,
observancias de casta o de secta, maneras, modos de comportamiento,
deberes, ética, buenas obras, virtud, mérito moral o religioso, justicia,
piedad, imparcialidad), sino también a la cualidad, carácter o naturaleza
esencial, del individuo como resultado de lo cual su deber, función social,
9 Milindapañha 119.123. Citado y traducido por Eugene Watson Burlingame, “The Act of Truth
(Saccakíriya): A Hindu Spell and Its Employment as a Psychic Motif in Hindu Fiction”. Journal of the
Royal Asiatic Society of Great Britain and Ireland, 1917, págs. 439-441.
10 El sustantivo dhar-†, “la que da a luz” designa la tierra; el sustantivo dhár-aðam es “soporte,
apoyo, sostén”.
vocación o norma moral son lo que son. El dharma desaparecerá en el
instante previo al fin del mundo, pero durará mientras dure el universo; y
cada uno participa en su poder mientras desempeñe su papel. La palabra
dharma no solo implica una ley universal que gobierna y sostiene el
cosmos, sino también leyes particulares o inflexiones de “la ley”, que son
naturales a cada clase especial o modificación de la existencia. La esencia
del sistema es, pues, la jerarquía, la especialización, la unilateralidad, las
obligaciones tradicionales. Pero no hay luchas de clases, porque uno no
puede esforzarse por ser otra cosa que lo que es. O se es (sat) o no se es (ásat),
y el dharma de uno es la forma de la manifestación en el tiempo; de lo
que uno es. El dharma es la justicia ideal que ha cobrado vida. Un hombre
o una cosa fuera de su dharma es algo contradictorio. Hay profesiones
limpias y profesiones sucias, pero todas participan del Poder sagrado. De
aquí que la “virtud” sea conmensurable con la perfección que uno alcanza
en el ejercicio de su papel.
La reina del turbante —dice otro relato— deseando saludar al sabio,
hermano de su esposo, dijo adiós a su marido, y al caer la tarde hizo el
siguiente voto: “Mañana por la mañana, acompañada de mi séquito,
saludaré al sabio Soma y le proporcionaré comida y bebida; solo después
de hacerlo comeré.”
Pero entre la ciudad y el bosque había un río, y por la noche hubo una
creciente; el río aumentó su caudal y pasó con fuerza. Perturbada por este
acontecimiento, al llegar la mañana la reina preguntó a su querido esposo:
“¿Cómo puedo cumplir mi deseo hoy?”
El rey le contestó: “Reina mía, no te aflijas, que es cosa sencilla. Ve, con el
ánimo tranquilo, acompañada de tu séquito, a la orilla. Cuando estés allí,
invoca primero a la diosa del río, y luego, uniendo ambas manos, con
pureza de corazón pronuncia estas palabras: «¡Oh, Diosa del río, si desde él
día en que el hermano de mi esposo hizo su voto mi marido ha vivido
castamente, entonces déjame pasar en seguidal».”
Al oírlo, la reina quedó asombrada, y pensó: “¿Qué es esto? El rey está
diciendo tonterías. Desde el día en que su hermano hizo su voto el rey ha
engendrado sus hijos conmigo, y esto significa, que he cumplido ante él mi
voto como esposa. Pero después de todo, ¿por qué dudár? En este caso ¿es
el contacto físico lo que tiene importancia? Además, las mujeres leales a
sus maridos no deben poner en duda las palabras de sus esposos. Porque se
ha dicho: «La mujer que titubea en obedecer la orden de su marido, el
soldado que titubea ante la orden de su rey, el alumno que titubea ante la
orden de su padre, tales quiebran su propio voto».”
Complacida por esta idea, la reina, acompañada de su séquito y ataviada
con trajes de ceremonia, se acercó a la orilla del río y parada en la ribera
rindió culto y con pureza de corazón pronunció claramente la proclamación
de la verdad recitada por su marido.
Y repentinamente el río, arrojando sus aguas a izquierda y derecha, se hizo
poco profundo y dio paso. La reina lo cruzó hasta la otra orilla y allí,
inclinándose ante el sabio según las formas establecidas, recibió su
bendición y se consideró una mujer feliz. El sabio le preguntó entonces
cómo había podido cruzar el río, y ella le contó toda la historia. Habiendo
concluido, preguntó al príncipe de los sabios: “¿Cómo es posible e
imaginable que mi marido viva castamente?”
El sabio replicó: “Escúchame, mujer de bien. Desde el momento en que
pronuncié mi voto, el alma del rey quedó libre de ataduras y con gran
vehemencia deseó tomar votos, porque un hombre como él no podía
soportar con paciencia el yugo de la soberanía. Por consiguiente, ha
asumido el poder por un sentido del deber, pero su corazón no está en lo
que hace. Además, se ha dicho: «Una mujer que ama a otro hombre sigue a
su marido. Así también un yogin apegado a la esencia de las cosas
permanece con la ronda de las existencias.» Precisamente de este modo es
posible la castidad del rey, aunque haga la vida de un padre de familia,
porque su corazón está libre de pecado, como la pureza del loto sigue
inmaculada aunque crezca en el barro.”
La reina se inclinó ante el sabio, y luego, con gran satisfacción, se fue a un
lugar del bosque donde fijó su morada. Habiendo hecho preparar comida
para su séquito, proveyó al sabio de comida y de bebida. Cumplido su voto,
ella también comió y bebió.
Cuando la reina fue a despedirse del sabio le preguntó nuevamente: “Y
ahora, ¿cómo podré cruzar el río?” El sabio replicó: “Mujer de hablar
tranquilo, tienes que dirigirte a la diosa del río así: «Si este sabio hasta el
final de su voto permanece en ayuno, concédeme que pueda pasar…» “
Asombrada una vez más, la reina fue a la orilla del río, proclamó las
palabras del sabio, cruzó la corriente y se volvió a su casa. Tras relatar toda
la historia al rey, le preguntó: “¿Cómo puede el sabio hacer ayuno, si yo
misma le hice que lo rompiera?”
El rey contestó: “Reina mía, tu mente está confusa; no entiendes en qué
consiste la verdadera religión. El sabio conserva su corazón tranquilo y su
mente se mantiene noble, comiendo o ayunando. Por tanto, aunque un sabio
coma, a causa de la religión, comida pura, que ni él ha preparado ni ha
hecho preparar a otros, ese manjar se llama fruto del ayuno perpetuo. El
pensamiento es la raíz, las palabras el tronco, los hechos las ramas que
forman la copa del árbol de la religión. Sí las raíces son fuertes y firmes,
todo el árbol producirá frutos11.”
Las formas visibles de los cuerpos que son los vehículos de la
manifestación del dharma van y vienen. Son como las gotas de la lluvia
que cae y que, al pasar, hacen visible y conservan la presencia del arco iris.
Lo que “es” (sat) es el resplandor del ser que brilla a través del hombre o la
mujer que cumple perfectamente el papel del dharma. Lo que “no es”
(ásat) es lo que una vez fue y pronto no será, es decir, el mero fenómeno
que a los órganos de los sentidos parece ser un cuerpo independiente y que
perturba nuestro reposo provocando reacciones —de temor, deseo,
compasión, celos, orgullo, sumisión o agresión—, reacciones que no se
dirigen a lo que es manifestado, sino a su vehículo. La palabra sánscrita sat
es el participio presente de la raíz verbal as- “ser, existir, vivir”; assignifica
“pertenecer a, estar en posesión de, corresponder a”; también
significa “ocurrir o acaecerle a uno, surgir”; as- significa “bastar” y
también “tender a, resultar ser; permanecer, residir, habitar, estar en una
relación particular, ser afectado.” Por lo tanto sat, el participio presente,
significa literalmente “ente o existente” y también “verdadero, esencial,
real”. Con referencia a los seres humanos, sat significa “bueno, virtuoso,
casto, noble, digno; venerable, respetable; docto, sabio”. Sat significa
también “justo, propio, mejor, excelente,” y también “bello, hermoso”.
Usado como sustantivo masculino, denota “hombre bueno o virtuoso, un
sabio”; como sustantivo neutro, “lo que realmente existe, el ser, la esencia,
la existencia; la realidad, la verdad realmente existente; el Bien”; y
“Brahman, el Poder sagrado, el Yo supremo”. La forma femenina del
sustantivo, sat®, significa “esposa buena y virtuosa” y “mujer asceta”. Sat®
fue el nombre adoptado por la Diosa universal al encarnarse como hija de
la vieja divinidad Dak²a a fin de convertirse en la esposa perfecta de åiva12.
Y sat®, además, es la forma sánscrita original de la palabra inglesa suttee
que denota el autosacrificio de la viuda hindú en la pira funeraria de su
marido, acto que consuma la perfecta identificación del individuo femenino
11 Par¡van†tha-cáritra 3. 255-283: Burlingame, loc. cit., págs. 442-443.
12 Cf. Zimmer, The King and the Corpse, págs. 264-285.
con su papel social, imagen viva del ideal romántico hindú de lo que debe
ser la esposa. Ella es la diosa Sat¯ misma, reencarnada; la ¡akti o energía
vital proyectada de su esposo. Habiendo fallecido su señor y principio
vivificante, el cuerpo de ella sólo puede ser á-sat, no-sat: “irreal,
inexistente, falso, mendaz, impropio; inadecuado; malo; perverso, vil”.
Ásat como sustantivo significa “no existencia, inexistencia; no verdad,
falsedad; el mal” y su forma femenina, ásat®, quiere decir “esposa incasta”.
El cuento de la reina, el santo y el rey enseña que la Verdad (satya=
essentia) tiene que arraigar en el corazón. El acto de verdad tiene que
surgir desde allí. Y en consecuencia, aunque el dharma —el cumplimiento
del papel que uno por herencia debe desempeñar en la vida— es la base
tradicional de esta proeza hindú de la virtud, cualquier clase de verdad
sincera tiene su fuerza. Aun una verdad vergonzosa es mejor que una
falsedad decente; así nos lo enseña el ingenioso cuento budista que damos a
continuación.
El joven Yaññadatta había sido mordido por una serpiente venenosa. Sus
padres lo llevaron a los pies de un asceta y lo depositaron en el suelo
diciendo: “Reverendo señor, los monjes conocen hierbas medicinales y
encantamientos; cura a nuestro hijo.” “No conozco hierbas, no soy
médico.” “Pero eres un monje; por caridad haz un acto de verdad para que
se cure este niño.” El asceta replicó: “Muy bien, haré un acto de verdad”.
Puso la mano sobre la cabeza de Yaññadatta y recitó los siguientes versos:
Solo una semana viví la vida santa,
el corazón tranquilo, en busca del mérito.
La vida que he vivido por cincuenta años
desde entonces, contra mi voluntad ha sido.
Por esta verdad, ¡la salud!
¡El veneno es vencido! ¡que viva Yaññadatta!
Inmediatamente el veneno salió del pecho de Yaññadatta y se hundió en la
tierra.
El padre entonces puso su mano sobre el pecho de Yaññadatta y recitó los
siguientes versos:
Nunca me gustó ver que un extraño
viniera a quedarse. Nunca me gustó dar.
Pero mi disgusto, ni monjes ni brahmanes
jamás supieron, por doctos que fueran.
Por esta verdad, ¡la salud!
¡El veneno es vencido! ¡que viva Yaññadatta!
Inmediatamente el veneno salió de la espalda del pequeño Yaññadatta y se
hundió en la tierra.
El padre pidió a la madre que hiciera un acto de verdad, pero la madre
replicó: “Yo tengo una verdad, pero no puedo recitarla en tu Presencia.”
El padre replicó: “¡Haz que mi hijo sea sano de cualquier modo!” Así, la
madre recitó los siguientes versos:
A esta maligna serpiente que salió de la grieta para
morderte
no la odio más, hijo mío, de lo que a tu padre odio.
Por esta verdad, ¡la salud!
¡El veneno es vencido! ¡que viva Yaññadatta!
Inmediatamente el resto del veneno se hundió en la tierra y Yaññadatta se
levantó y comenzó a retozar13.
Este cuento podría utilizarse como un texto de psicoanálisis. La revelación
de la verdad reprimida, profundamente oculta bajo años de mentiras y actos
falsos que han matado al niño (es decir, que han matado el futuro, la vida,
de esta familia miserable, hipócrita, que vive engañándose), basta, como la
magia, para sacar el veneno del pobre cuerpo paralizado, y entonces todo lo
que hay de falsedad (ásat), “inexistencia”, se torna realmente inexistente.
La vida rebrota con fuerza, y lo vivo se reúne con lo que estaba vivo, La
noche de la inexistencia intermedia queda atrás.
3. SATYé’GRAHA
13 J†’taka 44. Burlingame, loc. cit., págs. 447-448.
Este principio del poder de la verdad, que todos reconocemos en nuestra
historia personal así como en lo que hayamos podido ver de las vidas de
nuestros amigos, es el que el Mah‡tma G‡ndh¯ aplica en la India actual al
campo de la política internacional14. El programa del Mah‡tma G‡ndh¯
consiste en el Saty†’graha, “el atenerse (†’graha) a la verdad (satya)”; en
un intento de hacer jugar esta antigua idea indoaria contra lo que, a la vista,
parecen ser las potencias, muy superiores, de la maquinaria del imperio
universal anglosajón, altamente mecanizado, dotado de apoyo industrial y
equipos militares y políticos. Al estallar la primera guerra mundial, Gran
Bretaña prometió a la India su libertad si colaboraba en la guerra europea
para impedir que Alemania y Austria quebraran el anillo de hierro de sus
máð°ala; pero, cuando pasó el momento de su angustia, Gran Bretaña dejó
a un lado su compromiso, considerándolo inconveniente para su propia
prosperidad. Al no cumplir con la verdad, el gobierno de la India
inmediatamente se hizo á-sat, “inexistente, malo, inadecuado, nulo”; en
otras palabras: tiránico, monstruoso, antinatural. De este modo el dominio
inglés en la India quedó separado de las divinas fuentes vitales del
verdadero ser que sustenta todos los fenómenos terrenos, y estaba
prácticamente muerto. Era algo grande que todavía podía seguir adherido,
como una cáscara sin vida, pero que un principio superior podría
desprénder y arrojar.
El principio superior es la Verdad, tal como se manifiesta en el dharma, “la
ley, lo que sostiene, mantiene unido o levantado”. El gobierno, el
“derecho”, basado en una “falsedad”, es una anomalía, según el arcaico
punto de vista del Mah‡tma G‡ndh¯, que proviene de la época de los
nativos indoarios prepersas. Las perennes agresiones punitivas organizadas
por Gran Bretaña para poner fin a la “ilegalidad” de quienes desafiaban la
jurisdicción de las “leyes” británicas basadas en la ilegalidad, no debían ser
resistidas con las mismas armas, según el programa de G‡ndh¯, sino con la
fuerza espiritual que actuaría automáticamente como resultado del acto por
el cual la comunidad decide atenerse (†’graha) a la verdad (satya). La garra
de la nación tiránica tendría que aflojarse. El ejercicio de su propia
ilegalidad a través de todo el mundo llegaría a ser su propia ruina; no habría
más que esperar a que se deshiciera. Entre tanto, la India debe permanecer
con sus pasiones de violencia justamente contenidas, con piedad, decencia
14 Nota del compilador: Esta conferencia fue pronunciada en la primavera de 1943.
y la práctica infalible de su propio dharma ancestral, con fe (¡radd†), firme
en ese poder que es madre del poder: la Verdad.
En el Artha¡†stra de Kau›ilya leemos que “todo soberano, aun aquel cuyos
dominios se extienden hasta los confines de la tierra, de carácter perverso y
de sentidos incontrolados, tiene que perecer rápidamente. Toda esta ciencia
tiene que ver con la victoria sobre las facultades de percepción y de
acción.15“ Esto constituye el otro lado, el aspecto secreto del matsya-ny†ya,
la ley de los peces. Para nosotros los occidentales, semejante afirmación en
una obra como la que hemos tratado en nuestras primeras conferencias,
puede parecer una insincera simulación de “idealismo” político. Pero la
obra de Kau›ilya está enteramente libre de tales pretensiones. La hipocresía
se enseña como un procedimiento político pero no se la utiliza como excusa
para enseñar. Al lector occidental quizá le cueste creer que un hombre tan
realista como lo fue el primer canciller de la dinastía Maurya haya
pretendido que aquel juicio suyo fuera tomado en serio; pero debe tenerse
en cuenta que en la India siempre ha sido tomado en serio el Poder sagrado.
Los bralunanes, capaces de controlarlo y desplegarlo mediante sus fórmulas
mágicas, fueron consejeros y asistentes indispensables de los reyes. El
Poder sagrado podía ser un arma secreta en sus manos. No pensaban que la
ley de los peces fuera algo contrario a la ley del autodominio espiritual.
Sabían que el poder vence y que la fuerza hace el derecho. Pero de acuerdo
con su concepción, hay muchas clases de poder, y el más fuerte es el Poder
sagrado. Además, éste es también “justo”, porque es nada menos que la
esencia y manifestación de la Verdad misma16. La ahiÑs†, “la no violencia,
el no matar”, es el primer principio del dharma del santo y del sabio: el
primer paso hacia el autodominio por el cual los grandes yogin se elevan
por encima del plano de la acción humana normal. Mediante él alcanzan un
estado de poder de modo que si el santo vuelve al mundo es, literalmente,
un superhombre. También se ha proclamado este ideal en Occidente17; pero
aún no hemos visto que todo un continente trate de practicarlo, seriamente,
15 Artha¡†stra I. 6.
16 “Por lo que atañe a la Injusticia, puede decirse que, aunque sea grande, es incapaz de tocar a la
justicia, que está siempre protegida por el Tiempo, y brilla como un fuego ardiente.” (Mah†bh†’rata 13.
164. 7.)
17 “Mas yo os digo que no hagáis frente al malvado; antes, si uno te abofetea en la mejilla derecha,
vuélvele también la otra, y al que quiere ponerte pleito y quitarte la túnica, entrégale también el manto; y
si uno te forzare a caminar una milla, anda con él dos; y a quien te pidiere, da; y a quien quisiere tomarte
dinero prestado, no lo esquives.” (San Mateo 5: 39-42.)
en el mundo; es decir, en el mundo que a nosotros nos parece ser el mundo
realmente serio: el de la política internacional. El ideal de saty†’graha
seguido por G‡ndh¯, su prédica nacional de “atenerse firmemente a la
verdad” adhiriéndose estrictamente al primer principio del dominio del
Yoga indio, la ahiÑs†, “la no violencia, el no matar”, es un experimento
moderno serio, muy valiente y potencialmente muy poderoso, de la antigua
ciencia hindú de trascender la esfera de los poderes inferiores entrando en
la esfera de los poderes más altos. G‡ndh¯ hace frente a la mentira (asatya)
de Gran Bretaña con la verdad (satya) de la India; al compromiso británico,
con el santo dharma hindú. Es una batalla del sacerdote mago que se libra
en una escala moderna, colosal, y de acuerdo con principios derivados de
manuales que no provienen del Real Colegio Militar, sino del Brahman.
4. EL PALACIO DE LA SABIDURÍA
El poder anímico puesto en acción por el sistema y técnica de identificación
anónima que caracteriza y sostiene la forma de vida ortodoxa hindú, deriva
de planos del inconsciente profundo que normalmente permanecen
inaccesibles al individuo consciente de sí mismo que actúa de acuerdo con
valores racionales, conscientemente calculados. La inflación psicológica, el
sentimiento de una significación supranormal y suprapersonal, que a veces
podemos sentir en el mundo moderno cuando, en momentos de especial
solemnidad, nos encontramos representando uno de aquellos grandes
papeles arquetípicos que la humanidad ha tenido por destino mantener en
juego a través de los milenios (la novia, la madonna, el .guerrero, el juez, el
sabio maestro), se han convertido en algo permanente y normal en la
civilización de la India. Sistemáticamente pasan por alto los accidentes de
la personalidad individual: al individuo siempre se le pide que se
identifique con alguno de los papeles intemporales y permanentes que
constituyen la totalidad de la estructura social. Desde luego, quedan rasgos
personales y se los puede percibir fácilmente, pero siempre en estricta
subordinación con respecto a las exigencias de la parte. En consecuencia,
toda la vida, todo el tiempo, tiene las cualidades de una gran obra
dramática, muy conocida y querida, con sus clásicos momentos de alegría y
de tragedia, por los cuales los individuos pasan como actores y
espectadores. Todo resplandece con la poesía de la intemporalidad épica.
Pero la otra cara del cuadro —de este estado de ánimo maravilloso y de
inflación general— es, naturalmente, la deflación, el infierno: la total
desesperación y naufragio de quien, por cualquier falta, se sale del camino.
La esposa que no ha sabido mantener inmaculada su representación del
papel de Sati; el mariscal de campo notoriamente incompetente en sus
deberes para con el rey; el brahmán que ha sido incapaz de resistir una
atracción amorosa más allá de las barreras del tabú impuesto por su casta:
todos estos fracasos representan amenazas contra la estabilidad de la
estructura. Si estos actos se generalizaran, el conjunto se desintegraría. Y
así a estos meros individuos, como grupo, se los arroja a las tinieblas
exteriores, donde hay llanto y crujir de dientes. Son nada (á-sat):
descartados. Fueron dueños de sus actos, yahora son dueños de su tragedia.
Nadie sabe en qué estado están; a nadie le importa. Éstos son los fracasos
que en Japón constituyen causa suficiente para el hara-kiri. La antítesis del
sueño general de la vida es, pues, el naufragio personal (ni siquiera se lo
puede llamar tragedia) del individuo que ha fracasado en el desempeño de
su parte.
“El camino del exceso —escribe William Blake— conduce al palacio de la
sabiduría18“. Solo cuando es apurado hasta el exceso, algo engendra su
opuesto. Y así encontramos que en la India, donde el esquema de la
identificación con los papeles sociales se lleva el extremo de que todo el
contenido del inconsciente colectivo es vaciado en la esfera de la acción
durante la primera mitad de la vida individual, al cumplirse el período de
los dos primeros †¡rama un violento movimiento contrario de la psique
transporta al individuo al polo opuesto, y él queda anónimo como siempre,
pero ahora en el antártico de la absoluta no-identificación. Todos, tanto en
Occidente como en Oriente, para poder participar en la vida social, el curso
de la historia y la marcha general del mundo hemos de identificarnos;
siempre tenemos que ser algo: estudiante, padre, madre, ingeniero. Pero en
el sistema hindú el respeto por esta necesidad ha sido llevado a tal exceso,
que la totalidad de la vida se ha petrificado en una rígida imagen basada en
un principio. Más allá de ella, fuera del marco social, está el vacío de lo no
manifestado, al cual se puede pasar sólo cuando se ha aprendido la lección
de la primera mitad de la vida —la lección de los dioses—, y al cual uno
pasa automáticamente, compulsivamente, como impulsado por todo el peso
de una reacción de sentido contrario y de la misma fuerza. “¡Ojalá fueras
frío, o caliente! Mas porque eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de
18 El matrimonio del Cielo y del Infierno, “Proverbios del Infierno”.
mi boca19“. Solo porque todo ha sido dado, el individuo es libre de ingresar
finalmente en la esfera que está más allá de la posesión y de la creencia.
Todos tenemos que identificarnos con algo y “pertenecer”; pero no
podemos ni debemos tratar de realizarnos completamente en esta actitud,
porque el reconocer distinciones entre las cosas, diferenciar esto de aquello
—actos implícitos y fundamentales del esfuerzo natural— pertenece a la
esfera de la mera apariencia, el reino del nacimiento y de la muerte
(saÑs†ra). La tendencia popular india a deificarlo todo, a convertir en
divinidad cualquier clase de ente, en última instancia no es menos absurda
que la irreligiosidad científica de Occidente, la cual, con su “nada más
que”, pretende reducirlo todo a la esfera del entendimiento racional y
relativo: tanto el poder del sol como el ímpetu del amor. Tanto el
relativismo como el absolutismo, cuando son totales, resultan perversos,
precisamente porque son convenientes. Simplifican exageradamente para
servir a los fines de la acción eficaz. No les preocupa la verdad sino los
resultados. Mientras uno no comprenda que todo incluye todo lo demás, o
por lo menos que es también diferente de lo que parece, y que antinomias
como las de los opuestos —el bien y el mal, lo verdadero y lo falso, esto y
aquello, lo profano y lo sagrado— pueden extenderse tanto como las
fronteras del pensamiento, pero no van más allá de él, estamos todavía
condenados al basural del saÑs†ra, sujetos a la ignorancia que retiene a la
conciencia dentro de los mundos de los renacimientos. Mientras hagamos
distingos y exclusiones o excomuniones, seremos siervos y agentes del
error.
¡Oh! Yo soy la Conciencia misma. El mundo es como la función de un
prestidigitador. ¿Cómo y dónde podría haber en mí idea alguna de aceptar
o rechazar?
Desde Brahm† hasta el matorral, lo soy todo: el que lo sabe con seguridad
se libera de conflictos, puro, pacífico, e independiente de lo conseguido y
de lo no conseguido.
Abandona por completo distinciones como “Yo soy Él” y “Yo no soy esto”.
Considera a todo como el Yo, y sé feliz, sin deseos20.
19 Apocalipsis 3: 15-16.
20 A±t†vakra Sá¯ôit† 7.5; 11.7; 15.15.
Excluir, rechazar algo, es pecado y autoengaño, es someter el todo a la
parte, es hacer violencia contra la esencia y la virtud omnipresentes: lo
finito se pone a sí mismo por encima de lo infinito. Y quienquiera que
pretenda hacerlo (es decir, quienquiera que aún se comporte como un ser
humano civilizado) mutila y abrevia la realidad revelada, y, con ello, a sí
mismo. Su castigo es adecuado a su crimen; el pecado mismo es su propia
pena: cometer el delito es al mismo tiempo pena y expresión de la propia
incapacidad del pecador. De aquí que se nos haya dicho sabiamente:
“Cuando, pues, hagas limosna, no hagas tocar la trompeta delante de ti,
como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las plazas, para ser
estimados por los hombres: de cierto os digo, que ya tienen su
recompensa21“. Aquí está la secreta burla de la realidad, que se desarrolla
como una reacción en cadena, como un mundo sin fin, que daba motivo a
la.risa de los dioses olímpicos.
Pero por otra parte, quienquiera que, para no cerrarse a nada, acepta todo
sin distinción, es igualmente engañado y tiene igual culpa, porque entonces
pasa por alto la distinción entre las cosas y la jerarquía de los valores. La
embriagadora y devastadora afirmación de que “Todo es Dios”, que
encontramos en la Bhágavad G®t†, aunque reconoce que hay diferencia
entre los grados de la manifestación divina, insiste tanto en el hecho colosal
de la divinidad de todas las cosas que, por contraste, las distinciones
fácilmente pueden parecer despreciables.
A este dilema universal nunca se le ha encontrado una solución teórica
general y definitiva que pueda servirnos de base segura; la verdad, la
validez, la actualidad, subsisten solo in actu: en el incesante juego que la
conciencia iluminada realiza con los hechos de la vida diaria, los que se
expresan en las decisiones que tomamos momento tras momento; los
críticos actos por los cuales tomamos posesión o renunciamos a algo; los
actos de afirmación o de negación; es decir, solo en actos cumplidos por un
ser en el cual la lluminación está continuamente viva como una fuerza
presente22. El primer paso para alcanzar esa vigilia redentora es dejar atrás,
con decisión irrevocable, el camino, los dioses, y los ideales del dharma
ortodoxo e institucionalizado.
21 Mateo 6: 2.
22 En el budismo Mah†y†na esta idea está representada por el ideal del Bodhisattva, “aquel cuyo ser
íntimo es Iluminación”, y en el hinduismo por el J®vanmukta, “el liberado en vida”. (Cf. infra, págs. 346-
356, 414-432.)
Así Jesús, al recorrer las tierras de Palestina, parecía un salvador impulsivo
y caprichoso en su violento repudio de la beatería petrificada, el ritualismo
empedernido y la insensibilidad intelectual de los fariseos. Hoy los fieles
congregados en una de nuestras solemnes iglesias encontrarían igualmente
chocantes las ardientes palabras de jesús conservadas por el evangelio de
San Mateo: “De cierto os digo, que los publicanos y las rameras os van
delante en el reino de Dios23“. Sin embargo, en la India no se vería el punto
esencial de este reproche, porque en ese país la prostitución es
estrictamente institucional y los dioses y los santos del cielo, lo mismo que
las cortesanas, se consideran ligados a la virtud (dharma), los placeres
(k†ma) y los éxitos (artha) de la prodigiosa ronda del mundo creado. Allí,
si uno quiere escapar del terrible empalago de la comunidad
autocomplaciente y santificada, el único recurso consiste en hundirse por
debajo de lo más bajo, en ir más allá de lo más alejado, rompiendo la
máscara aun del dios supremo. Tal es la obra de la “liberación” (mok±a), la
tarea del sabio desnudo.
23 Mateo 21: 31.
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
Tercera Parte
LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
CAPÍTULO VI
JAINISMO
1. PÂRåA
Basta mencionar el nombre del Señor P†r¡va para que cesen las
perturbaciones; ante su vista (dár¢ana) se destruye el temor de los
renacimientos y su culto aleja la culpa del pecado24.
Debemos hacer imágenes de P‡r¢va y rendirle homenaje por el efecto de su
dár¡ana, no porque tengamos alguna esperanza de que el gran ser mismo
condescienda a auxiliar al devoto. En efecto, los salvadores jaina —los
“Autores del cruce del río” (t®rthá´kara), como se les llama— moran en
una zona elevada, en el techo del universo, allende el alcance de la
plegaria; no es posible que su auxilio baje de ese lugar alto y luminoso a la
nublada esfera del esfuerzo humano. En las fases populares del culto
doméstico jaina se implora a los dioses hindúes usuales para que concedan
pequeños favores (prosperidad, larga vida, descendencia masculina,
etcétera), pero los objetos supremos de la contemplación jaina, los
T®rthá´kara, han pasado más allá de los divinos regentes del orden natural.
En una palabra: el jainismo no es ateo sino transteísta. Los T®rthá´kara —
que representan la meta propia de todos los seres humanos, más aún, la
meta de todos los seres vivos que pueblan este universo de nómadas que se
reencarnan— han quedado “aislados” (kévala) con respecto a las provincias
de la creación, conservación y destrucción, que son el campo propio y
esfera de acción de los dioses. Los “Autores del cruce del río” están más
allá del suceso cósmico, así como de los problemas biográficos; son
trascendentes, limpios de temporalidad, omníscientes, desprovistos de
acción y están absolutamente en paz. La contemplación de su estado, tal
como lo representan sus curiosas e interesantes imágenes, unida a los
graduales ejercicios de la disciplina ascética jaina, rigurosamente
progresivos, hace que el individuo, a través de mucha vidas, vaya dejando
gradualmente atrás las necesidades y ansiedades de la plegaria humana e
inclusive las divinidades que responden a la plegaria, y pase más allá de los
bienaventurados cielos en los cuales se alojan esos dioses y sus devotos,
hasta llegar a la remota zona trascendente y “aislada” de la existencia pura
24 Nota del compilador: Me ha sido imposible localizar el texto empleado por Zimmer en su versión
de la vida de P‡rsvan‡tha, y por lo tanto no puedo indicar referencias para las citas del presente capítulo.
La versión de la Vida que se encuentra en la obra de Bh‡vadevasãri. P†r¡van†tha Cáritra (editado por
Shrávak Pándit Hargonvinddas y Shrávak Pándit Bechardas, Benarés 1912; resumido por Maurice
Bloomfield, The Life and Stories of the Jaina Savoir P†rçvan†tha, Baltimore, 1919, coincide en lo
principal, pero difiere en muchos detalles.
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
e inafectada, para la cual los autores del cruce, los T®rthá´kara, han abierto
el camino.
Los historiadores occidentales consideran que Vardham‡na Mah‡v¯ra,
contemporáneo de Buddha, que murió cerca del año 526 a. C., fue el
fundador del jainismo. Pero los jaina estiman que el Mah‡v¯ra no fue el
primero sino el último de una larga serie de T®rthá´kara, cuyo número
tradicional es veinticuatro, y que su linaje proviene, secularmente, de los
tiempos prehistóricos25. Sin duda, los primeros de ellos son mitológicos y
la mitología se ha introducido en abundancia en las biografías de los otros;
pero cada vez resulta más evidente que debe haber algo de verdad en la
tradición jaina que sostiene que su religión es muy antigua. Por lo menos
con respecto a P‡r¢va, el T®rthá´kara que precede al Mah‡v¯ra, tenemos
motivo para creer que efectivamente vivió y enseñó y fue un jaina.
P‡r¢van‡tha, “el Sefior P‡r¢va”, se dice que alcanzó la liberación unos
doscientos cuarenta y seis años antes que el Mah‡v¯ra, el fundador
“histórico” de la religión jaina. Si se toma 526 a. C. como el año en que el
Señor Mah‡v¯ra alcanzó el nirv†ða26, puede considerarse que 772 a. C. es
el año de P‡r¢van‡tha. Según la leyenda, vivió en el mundo exactamente
cien años, habiendo dejado su casa a la edad de treinta para hacerse asceta.
De aquí podemos concluir que nació alrededor de 872 a. C. y dejó su
palacio alrededor de 84227. A P‡r¢van‡tha se lo cuenta como el vigésimo
tercero de la legendaria serie de los T®rthá´kara, habiendo ingresado en el
mundo ochenta y cuatro años después del nirv†ða de Bhágavan Ari²›anemi,
vigesimosegundo de esta larga línea espiritual. Su vida, o, mejor dicho, sus
vidas, que siguen el paradigma típico de las biografías ortodoxas de los
santos jaina, nos servirán de introducción a las pruebas y victorias de la
última y suprema de las cuatro metas de la vida india: la de la liberación
espiritual (mok±a). La biografía del Santo se ofrece de modelo para todos
aquellos que desean desembarazarse de la pesada carga del nacimiento
terrenal.
25 Cf. supra, pág. 58, la nota del compilador, y Apéndice B
26 El término nirv†ða de ningún modo pertenece exclusivamente a la tradición budista. La metáfora
deriva de la imagen de la llama. Nir-v† significa “apagar de un soplo; apagarse; dejar de tomar aire”.
Nirv†ða es “apagado”; es decir: el fuego del deseo, por falta de combustible, queda extinguido y
apaciguado.
27 Se considera que la duración ideal de la vida es la de cien años lunares. El santo sin tacha y hombre
virtuoso está dotado de perfecta salud en razón de su conducta pura y ascética, y en razón de sus
meritorios actos de sus vidas anteriores está favorecido por un karman brillante que le proporciona una
constitución bien equilibrada, de fuerza insuperable. Aunque cien años puede ser una exageración, P‡r¢va
probablemente alcanzó una ancianidad muy notable, lo mismo que el Buddha y muchos otros famosos
ascetas indios. Por lo tanto, puede ser que la tradición jaina de sus cien años de edad no esté muy lejos de
los hechos.
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
P‡r¢van‡tha había estado viviendo y reinando como Indra en el
decimotercer cielo28 cuando llegó su hora de reingresar al mundo de los
hombres, y descendió a la matriz de la reina V‡m‡, la hermosa consorte del
rey A¢vasena. Todos los que vieron al niño hacerse hombre quedaron
asombrados por su belleza y su fuerza, pero sobre todo por su indiferencia
ante los intereses, placeres y tentaciones del palacio. Ni el noble trono de su
padre, ni los encantos femeninos podían retener su atención. De mala gana,
la familia consintió en que el príncipe partiera, y en ese momento los dioses
descendieron para celebrar el “Gran renunciamiento”. Lo transportaron en
un palanquín celestial al bosque, donde tomó su voto de sanny†sa: el
completo renunciamiento al mundo, signo de su irrevocable decisión de
aniquilar su naturaleza mortal. Pasaron los años, y los dioses volvieron a
descender, porque P‡r¢van‡tha entonces había logrado la omnisciencia,
habiendo anulado su karman. Desde entonces enseñó y anduvo entre los
hombres como un T®rthá´kara, salvador viviente. Y cuando hubo cumplido
su misión en la tierra, a la edad de cien años, su mónada vital se separó de
su cuerpo terreno y se elevó al techo del universo, donde ahora vive para
siempre.
Tal es, en pocas palabras, el relato de la vida probable de este antiguo
maestro, adornado con algunos detalles mitológicos. Pero en la India, patria
de la reencarnación, una biografía no basta: a las vidas de los santos y de
los salvadores se les ponen preludios —que pueden ampliarse al infinito—
referentes a anteriores existencias de santidad, que, en general, siguen un
paradigma coherente. Primero muestran al héroe espiritual en planos de
existencia y de experiencia inferiores, aun animales, donde representan el
papel característico del ser magnánimo; luego siguen gradualmente su
progreso (con sus períodos de bienaventuranza entre sus vidas, pasados en
alguno de los cielos tradicionales, cosechando las recompensas de la virtud
terrena), hasta que, habiendo progresado a través de muchos niveles de
28 Nota del compilador: Los arios védicos, como los griegos homéricos, ofrecían sacrificios a
divinidades con forma humana pero de orden sobrehumano. Indra, como Zeus, era el señor de la lluvia, el
que arroja el rayo, el rey de los dioses; ningún ser humano podía pretender convertirse en Zeus o Indra.
Los pueblos no arios, dravídicos, de la India, por otra parte (cf. supra, pág. 58, la nota del compilador) ,
para quienes la reencarnación era una ley fundamental, consideraban a las divinidades como simples seres
anteriormente humanos o animales que habían merecido la beatitud. Cuando su mérito tocaba a su fin, sus
altas sedes quedaban vacantes y eran ocupadas por otros candidatos, y nuevamente descendían a formas
humanas, animales o demoníacas.
Después del período védico, una síntesis de estas dos creencias —la aria y la no aria— produjo un
sistema indio que obtuvo el reconocimiento general (reconocido por el budismo y el jainismo así como
por el hinduismo ortodoxo) en el cual los nombres y papeles de los dioses védicos ocupaban una posición
elevada, que las almas virtuosas llegaban a alcanzar. Además, como en el universo no ario había multitud
de cielos, los Indra (es decir, los reyes de los diversos reinos divinos) se acumulaban unos encima de
otros, en pisos superpuestos. De aquí que se diga que el santo P‡r¢van‡tha “había estado viviendo. y
gobernando como un Indra en el décimotercer cielo”.
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
experiencia, finalmente llegan al supremo estado de espiritualidad
encarnada que distingue a su biografía histórica, real. La tradición atribuye
al Buddha narraciones de tales nacimientos anteriores que ocupan varios
volúmenes, y la piedad legendaria ha inventado también una larga serie
para P‡r¢van‡tha.
Una de las características más notables de estas narraciones relativas a las
vidas anteriores de P‡r¢van‡tha es la importancia que atribuyen a la
despiadada oposición de un oscuro hermano del salvador, que es su
verdadera antítesis. A medida que P‡r¢van‡tha aumenta su virtud, su
oscuro hermano aumenta su maldad, hasta que el principio de la luz,
representado en el T®rthá´kara, finalmente triunfa, y aun el hermano es
salvado29. La enemistad entre ambos se supone que comenzó en la novena
encarnación anterior a la última. Entonces habían nacido como hijos de
Vi¢vabhãti, primer ministro de cierto rey prehistórico llamado Aravinda. Y
ocurrió que su padre un día pensó: “Este mundo sin duda es transitorio”, y
se marchó por el camino de la emancipación, dejando tras de sí a su mujer
con los dos hijos y una gran fortuna. El hijo mayor, Káma›ha, era
apasionado y ladino, mientras que el menor, Marubhãti, era eminentemente
virtuoso (desde luego, éste, en el último nacimiento, se convertirá en
P‡r¢van‡tha)30. Así, cuando el rey una vez tuvo que abandonar su reino en
una campaña contra un enemigo distante, no encargó al hermano mayor
sino al menor, Marubhãti, que velara por la seguridad del palacio; y el
mayor, dominado por culpable cólera, sedujo a la mujer de su hermano.
Habiéndose descubierto el adulterio, cuando el rey regresó le preguntó a
Marubhãti cuál tendría que ser el castigo. El futuro T®rthá´kara recomendó
29 Nota del compilador: Si la opinión de Zimmer acerca de la antigüedad de la tradición jaina es
correcta, este tajante dualismo arroja nuevas luces sobre el problema de los orígenes y la naturaleza de las
“reformas” del profeta persa Zoroastro. Ha sido corriente considerarlas, con su vigoroso acento moral y
su dualismo estrictamente sistematizado, como una innovación espiritual de una sola y grande
personalidad profética. Pero, si la opinión de Zimmer es correcta, la religión dravídica prearia era
rigurosamente moral y sistemáticamente dualista muchos años antes de que naciera Zoroastro. Esto
induce a creer que el zoroastrismo representa un resurgimiento de factores prearios en el Irán, después de
un período de supremacía aria, comparable al resurgimiento dravídico en la India bajo las formas del
jainismo y del budismo. En este sentido es importante el hecho de que el “hermano negro” persa —el
tirano Úaõõ‡k (o Azhi Dah‡ka)— es representado, como P‡r¢van‡tha (víde lám. VI), con serpientes que
brotan de sus hombros.
En el folklore y en la mitología de las antiguas civilizaciones prearias del Viejo Mundo, el motivo de
los hermanos contrarios no es de ningún modo raro. Recordemos simplemente, en el Antiguo Testamento,
las leyendas de Caín y Abel, Esaú y Jacob, y entre los cuentos más antiguos de Egipto que han llegado a
nosotros figura “La historia de los dos hermanos” (cf. G. Maspero, Popular Stories of Ancient Egypt,
Nueva York y Londres, 1915, págs. 1-20) donde encontramos no solo una estricta oposición del bien y el
mal, sino también una asombrosa serie de renacimientos mágicos.
30 También en las leyendas bíblicas de Caín y Abel, y de Esaú y Jacob, así como en la “Historia de
los dos hermanos” egipcia (cf. nota del compilador, supra), el hermano malo es el mayor, y el bueno el
menor.
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
perdón; pero el rey ordenó que pintaran de negro la cara del adúltero, lo
hizo sentar al revés sobre un asno que fue llevado por toda la capital y lo
expulsó del reino.
Privado de honor, hogar, propiedades y familia, Káma›ha sé dedicó en el
desierto a las más extremas austeridades, pero no con un espíritu humilde
de renunciamiento o de contrición, sino con intenciones de lograr poderes
sobrehumanos, demoníacos, con los cuales pudiera vengarse. Cuando
Marubhãti se enteró de estas penitencias, pensó que su hermano finalmente
se había purificado y por lo tanto, no obstante las advertencias del rey, le
hizo una visita, pensando invitarlo a su casa. Descubrió a Káma›ha de pie
—como solía estar noche y día— sosteniendo con las manos levantadas
una gran losa de piedra; con este doloroso ejercicio superaba los estados
normales de la debilidad humana. Pero cuando el futuro T®rthá´kara se
inclinó obedientemente a sus pies, el terrible ermitaño, al ver este gesto de
reconciliación sintió tanta rabia que arrojó la enorme piedra a la cabeza de
Marubhãti, matándolo en el momento en que hacía la reverencia. Los
ascetas del bosquecillo de la penitencia, de quienes el monstruo había
aprendido sus técnicas de autotormento, inmediatamente lo expulsaron de
su compañia y Káma›ha entonces buscó refugio entre los miembros de una
tribu salvaje de los bhil. Se hizo salteador y homicida, y a su tiempo,
murió, tras una vida de crímenes.
Esta extraña historia prepara una larga y complicada serie de encuentros,
llenos de sorpresas: situaciones típicamente indias de muertes y
reapariciones, que ilustran la teoría moral del renacimiento. El maligno
Káma›ha pasa por cierto número de formas paralelas a las de su virtuoso
hermano, el que madura progresivamente, y reaparece una y otra vez para
repetir su pecado de agresión, en tanto Marubhãti, el futuro T®rthá´kara, va
cobrando cada vez más armonía interior y llega a ser capaz de aceptar con
ecuanimidad su repetida muerte. Así el oscuro hermano de esta leyenda
jaina en realidad está al servicio de la luz, como el mismo Judas, en el
relato cristiano, sirve a la causa de Jesús31. Y así como el legendario
suicidio de Judas, que se ahorca, es un paralelo de la crucifixión de su
Señor, así también los descensos de Káma›ha a los diferentes infiernos
subterráneos indios son un paralelo de los complementarios ascensos de su
futuro salvador a los diversos pisos del cielo. Debe notarse, sin embargo,
que en la India los conceptos de infierno y de cielo difieren de los del
cristianismo, porque el individuo no reside en ellos eternamente. Son más
bien estaciones de purgatorio, que representan grados de realización
alcanzados en el camino hacia la trascendencia final de toda existencia
cualitativa. De aquí que el hermano oscuro no sea, como Judas, condenado
31 Judas, en verdad, aparece en muchas leyendas medievales representado como el hermano mayor de
Jesús.
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
eternamente por lo que hizo al Señor, sino que a la postre es redimido de su
esclavitud en las esferas de la ignorancía y el pecado.
De acuerdo, pues, con nuestra serie de relatos, aunque tanto Káma›ha como
Marubhãti han muerto, su muerte no pone fin a su aventura. El buen rey,
Aravinda, a quien Marubhãtí había servido de ministro, a la muerte de su
fiel servidor se sintió impelido, a abandonar el mundo y a adoptar la vida
de un ermitaño. La causa de esta decisión fue un accidente
comparativamente insignificante. Siempre piadoso, hacía planes para
construir un santuarío jaina, cuando un buen día vio flotando en el cielo
una nube que parecía un templo majestuoso que se movía lentamente.
Observándolo con extática atención, le inspiró la idea de dar justamente esa
forma al lugar de culto que pensaba edificar. Y así mandó buscar pinceles y
pinturas para copiarlo; pero cuando volvió a mirarlo, la forma ya había
cambiado. Entonces se le ocurrió una ominosa idea: “¿Es el mundo —
pensó— solo una serie de estados pasajeros? ¿Por qué voy a decir que algo
es mío? ¿De qué me sirve continuar en este cargo de rey?” Llamó a su hijo,
lo puso en el trono,:se hizo mendicante sin rumbo fijo y vagó por los
desiertos.
Y así ocurrió que un día se encontró en las espesuras de un bosque con una
gran reunión de santos que estaban sumidos en diversas formas de
meditación. Se unió a ellos; y no había estado mucho tiempo en su
compañía cuando un poderoso elefante enfurecido entró en el bosquecillo.
Ante el peligro, la mayor parte de los ermitaños huyeron en todas
direcciones. Aravinda, en cambio, permaneció rígidamente de pie, en un
profundo estado de contemplación. El elefante, que corría de un lado para
otro, en seguida marchó directamente hacia el rey meditabundo, pero, en
lugar de pisotearlo, de pronto se calmó al percibir su absoluta inmovilidad.
Bajando la trompa, flexionó las grandes rodillas delanteras en signo de
obediencia. Entonces se oyó la voz de Aravinda que inquiría: “¿Por qué
sigues haciendo daño? Tu encarnación en esta forma es el resultado de los
deméritos adquiridos en el momento de tu muerte violenta. Abandona estos
actos de pecado; comienza a practicar votos; entonces tendrás por delante
un estado feliz”.
La clara visión del contemplativo había percibido que el elefante era su
anterior ministro, Marubhãti. Debido a la violencia de la muerte y a los
penosos pensamientos que había albergado en el instante de dolor, el
hombre que había sido piadoso se hallaba ahora en una encarnación de
animal rabioso, inferior. Su nombre era Vajragho²a, “Voz tonante del rayo”
y su compañera era la que había sido esposa de su hermano adúltero.
Escuchando la voz del rey a quien había servido, recordó su reciente vida
humana, tomó los votos de ermitaño, recibió instrucción religiosa a los pies
de Aravinda y decidió no cometer más actos dañinos. Desde entonces la
bestia comió nada más que una pequeña cantidad de pasto, solo lo
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suficiente para mantener unidos su cuerpo y su alma; y, esta santa dieta,
junto con un programa de austeridades, le hizo bajar de peso al punto de
que se volvió muy delgado y tranquilo. Sin embargo, en ningún momento
dejó de contemplar con devoción a los T®rthá´kara, los “elevados”
(parame±šhin), ahora serenos en el cenit del universo.
De vez en cuando Vajragho²a iba a la orilla del río cercano a apagar su sed,
y en una de estas ocasiones fue muerto por una enorme serpiente. Ésta no
era otra que su hermano, el perenne antagonista de su vida, quien, después
de morir en profunda iniquidad, se había reencarnado en esta forma
maligna. El solo ver al santo paquidermo que se acercaba piadosamente al
río agitó el viejo espíritu de venganza, y la serpiente lo atacó. El mortal
veneno pasó como un fuego a través de la piel suelta y pesada. Pero, no
obstante el terrible dolor, Vajragho²a no olvidó sus votos de ermitaño.
Murió la muerte llamada “la pacífica muerte del absoluto renunciamiento”,
e inmediatamente nació en el duodécimo cielo en la forma del dios åa¢iprabh
‡, “Esplendor de la Luna”.
Así se completa un pequeño ciclo de tres vidas de santidad (humana,
animal y celestial), comparables a las tres del antagonista (humana, animal
e infernal). Todo, en la vida de los hermanos, ha sido contraste, aun su
ascetismo. En efecto, el vengativo Káma›ha no había adoptado las prácticas
rigurosas para trascender, sino para garantizar los proyectos del ego,
mientras que las del piadoso Vajragho²a representaban un espíritu de
absoluta antoabnegación. Debe observarse que Vajragho²a era aquí el
modelo del pío devoto de las primeras etapas de la experiencia religiosa: lo
que en el cristianismo se llamaría “una oveja del Señor”. En cambio, en la
India el ideal consiste en comenzar pero no en quedarse en este sencillo
plano de la devoción, y así las vidas del futuro T®rthá´kara siguen su
marcha.
“Esplendor de la Luna”, divinidad feliz, vivió entre los abundantes placeres
de su cielo durante dieciséis océanos (ságara) de tiempo, pero ni siquiera
allí dejó de cumplir regularmente actos piadosos. Renació, por lo tanto,
como un afortunado príncipe llamado Agnivega (“Fuerza de Fuego”) el
cual, a la muerte de su padre, ascendió al trono de sus dominios.
Un día apareció un sabio sin hogar pidiendo conversar con el joven rey, y
discurrió acerca del camino de liberación. De pronto, Agnivega sintió que
despertaba en él un sentimiento religioso y de golpe el mundo perdió para
él todo su encanto. Se unió a la vida monástica de su maestro y, siguiendo
regularmente la práctica de progresivas penitencias, consiguió que
disminuyeran en su interior tanto su apego como su aversión por las cosas
terrenales, hasta que finalmente alcanzó una sublime indiferencia. Se retiró
luego a una caverna en las alturas del Himalaya y allí, sumido en la más
profunda contemplación, perdió toda conciencia del mundo exterior; pero,
encontrándose en este estado, nuevamente fue mordido por una víbora. El
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veneno ardía, pero él no perdió su pacífico equilibrio. Dio la bienvenida a
la muerte y expiró en una actitud espiritual de sublime sumisión.
Desde luego, la serpiente era una vez más su enemigo usual que, después
de la muerte del elefante, había descendido al quinto infierno, donde sus
sufrimientos, durante un período de dieciséis océanos, habían sido
indescriptibles. Luego había regresado a la tierra, aun en forma de
serpiente, y al ver a Agnivega volvió a cometer su característico pecado. El
rey ermitaño, en el momento de morir, fue elevado a la categoría de dios;
pero esta vez por un período de veintidós océanos de años. En cambio, la
serpiente descendió al sexto infierno, donde sus tormentos fueron aún
mayores que en el quinto.
Una vez más se había completado un ciclo, que ahora comprendía una vida
terrena y un período intermedio celestial e infernal. El esquema tripartito
del primer ciclo hacía resaltar la transformación terrenal de un individuo
cuyo centro de gravedad espiritual acababa de trasladarse de lo material a
lo espiritual. En efecto, Marubhãti, el virtuoso hermano y ministro de
confianza del rey, era un hombre de noble disposición al servicio del
Estado, en tanto que Vajragho²a comenzaba una vida específicamente
santa. Aunque aparentemente en un plano inferior al del ministro del rey, el
elefante estaba en realidad en el primer peldaño de una serie superior. La
repentina muerte del hombre político y el nacimiento del infantil y dócil
elefante oveja del Señor simbolizan precisamente la crisis de quien ha
experimentado una conversión religiosa. Esta crisis comienza la serie de los
poderosos pasos que da el alma en su marcha ascendente; el primer paso es
el de la realización espiritual, como ocurre en la vida —recién relatada—
del rey ermitaño Agnivega; el segundo es el de Cakravartin, el que trae la
paz sobre la tierra; el tercero, toda una vida de milagrosa santidad; y el
último es el peldaño del T®rthá´kara, que se abre camino hacia el techo del
mundo.
Y, así, este relato de transformaciones refiere luego, cambiando de pronto
las circunstancias, cómo la reina Lak²m¯’vat¯, la pura y amante esposa de
cierto rey llamado Vajrav¯rya (“El que tiene el heroico poder del rayo”),
tuvo una noche cinco auspiciosos sueños, de los cuales su marido dedujo
que algún dios estaba por descender para ser su hijo. Dentro del mismo año
la reina dio a luz un varón en cuyo hermoso cuerpecito se hallaron los
sesenta y cuatro signos auspiciosos del Cakravartin. Fue llamado
Vajran‡bha (“Ombligo de diamante”), se destacó en todas las ramas del
saber y a su tiempo comenzó a gobernar el reino. La rueda del mundo
(cakra)32 se encontraba entre las armas de su tesoro real, en forma de un
disco de irresistible fuerza; y con ella el príncipe conquistó las cuatro
regiones de la tierra, obligando a otros reyes a inclinar sus cabezas ante su
32 Cf. supra, págs. 109-111.
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trono. El príncipe adquirió también las catorce joyas sobrenaturales que son
signo de la gloria del Cakravartin. Y, aunque estaba rodeado de supremo
esplendor, no olvidó ni un día los preceptos de la moralidad y continuó en
su culto de: los T®rthá´kara y de los preceptores jaina aún vivos, realizando
ayunos, oraciones, votos e innumerables actos de misericordia. Entonces un
ermitaño llamado K²emáµkara vino a la corte, y el Cakravartin, al oír las
deleitables palabras del santo, fue liberado de su último apego al mundo.
Renunció a su trono y a su fortuna y partió a practicar las santas penitencias
en el desierto, sin temer en absoluto el aullido de los elefantes, chacales y
duendes del bosque.
Pero su viejo enemigo había vuelto al mundo, esta vez como un bhil,
salvaje de la jungla. En cierto momento, el salvaje cazador llegó
accidentalmente al lugar donde meditaba el que había sido Cakravartin. Al
ver al santo entregado a la meditación, se le despertó su antiguo odio. El
bhil, recordando su última encarnación humana, sintió arder en su pecho la
pasión de la venganza, calzó su flecha más aguda en la cuerda del arco,
apuntó y disparó. Vajran‡bha murió pacíficamente, en completa calma. Así
ascendió a una de las más altas esferas celestiales, el cielo llamado
Madhyagraivéyaka, situado en el medio (madhya) del cuello (gr®v†) del
organismo cósmico con forma humana33, y allí se convirtió en un
AhamIndra (“Yo soy Indra”)34; mientras que el bhil, al morir lleno de viles
y pecaminosos pensamientos, descendió al séptimo infierno, nuevamente
por un período de indescriptible dolor.
La siguiente aparición del futuro T®rthá´kara tuvo lugar como persona de
un príncipe de la familia Ik²v‡ku (casa reinante de Ayodhy‡), y su nombre
era énandakum‡ra. Siendo siempre un jaina perfecto y ferviente adorador
de los T®rthá´kara, llegó a ser Rey de reyes en un extenso imperio. Los
años pasaron. Estando un día ante el espejo, advirtió que tenía una cana.
Inmediatamente hizo los arreglos necesarios para que su hijo asumiera el
trono y él se inició en la orden de los ascetas jaina, abandonando el mundo.
Esta vez su preceptor fue un gran sabio llamado S‡garadatta, bajo cuyas
orientaciones (y gracias a la persistente práctica de todas las austeridades
prescritas) se hizo dueño de poderes sobrehumanos. Por donde él iba, los
árboles se inclinaban con el peso de sus frutos, no había pesares ni dolores,
los estanques estaban llenos de lotos en flor y de agua cristalina, y los
leones retozaban con sus cachorros, inofensivos. énandakum‡ra pasaba el
tiempo meditabundo: por leguas a la redonda lo rodeaba una atmósfera de
paz. Los pájaros y los animales se congregaban en torno de él sin temor.
Pero un día, el santo de estirpe real fue asaltado por un león indómito (el
viejo enemigo) que lo hizo trizas y lo devoró. El santo, sin embargo, hizo
33 Esto será tratado infra, págs. 195-201.
34 Cf. supra, pág, 153, la nota del compilador.
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
frente a la muerte con una calma perfecta. Renació en el decimotercer cielo
como su Indra, supremo rey de los dioses.
El futuro salvador permaneció allí durante veinte océanos de años, muy
alto entre las moradas celestiales, pero siempre conteniéndose como un
verdadero jaina, practicando actos morales con ininterrumpida
concentración. Su desapego de los sentidos y los placeres había alcanzado
tal madurez que era capaz de soportar hasta la tentación de los más sutiles
deleites celestiales. Rendía culto a los T®rthá´kara, que todavía estaban
muy por encima de él, y daba a los dioses ejemplo de la luz de la verdadera
fe. En realidad, era más bien su maestro espiritual y salvador que su rey.
Así era evidente que ahora se hallaba listo para desempeñar el papel
supremo de salvador de los dioses y de los hombres. Solo una vez más
tenía que descender a la tierra; esta vez para la encarnación final que debía
señalar la culminación de su progreso a través de la ronda de los
nacimientos y las muertes.
Se dice que el Indra del palacio Sudharma (el plano celeste más próximo a
la tierra) se dirigió a Kubera, señor de los duendes, que controla todos los
tesoros y piedras preciosas ocultas en las montañas, y le dijo: “El Indra del
decimotercer cielo, que está muy por encima de mí, pronto bajará a la tierra
y se encarnará como hijo del rey de Benarés. Será el vigesimotercer
T®rthá´kara de la India. Dígnate, pues, hacer llover las Cinco Maravillas
sobre el reino de Benarés y sobre el piadoso monarca y la fiel reina que han
de ser los padres del T®rthá´kara”.
Así fue anunciado el comienzo de la encarnación (en su mayor parte quizá
histórica) que consideramos brevemente al comienzo de este capítulo.
Kubera, el rey de los duendes, se preparó para cumplir la orden, y como
resultado de sus actividades todos los días caían del cielo, durante los seis
meses que precedieron el descenso del salvador P‡r¢van‡tha al vientre de la
reina, no menos de treinta y cinco millones de diamantes, flores de los
árboles que hacen cumplir los deseos en los jardines celestiales de los
dioses, aguaceros de agua clara de dulcísima fragancia, divinos sonidos de
los grandes tambores —las muy auspiciosas nubes de lluvia— y la dulce
música cantada por las divinidades del cielo. El esplendor de Benarés
aumentó mil veces y el gozo de la gente no tuvo límites, porque estos
portentos son siempre señal de que comienzan las santas ceremonias
cósmicas que celebran la aparición de un T®rthá´kara sobre la tierra. Todo
el mundo se regocija y participa, con los dioses, haciendo coro,
glorificando cada sublime suceso de esta gran culminación de la vida de la
mónada en su carrera hacia la perfección, la omnisciencia y la liberación.
En una noche superlativamente auspiciosa, la reina V‡m‡ tuvo catorce
auspiciosos sueños, y apenas el rey A¢vasena fue informado de ellos
comprendió que su hijo sería un salvador: un Cakravartin o un
T®rthá´kara. La pura mónada bajó al vientre real de su última madre
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terrestre en el auspicioso mes primaveral llamado vai¡†kha35; descendió en
medio de celebraciones celestiales e inmediatamente impartió vida al
embrión que ya había estado tres meses en la matriz, pues en ese momento
recibía su propia vida. Los tronos de todos los Indra temblaron en los cielos
y la futura madre sintió moverse a su niño por primera vez. Las divinidades
bajaron en aéreos carruajes palaciegos y entrando en la ciudad real,
celebraron el primer Kaly†ða, “el saludable suceso del descenso de la
mónada vital a su cuerpo material para dar vida al embrión” (garbhakaly
†ða). Sentando en tronos al rey y a la reina, alegremente vertieron
sobre ellos agua bendita de un jarro de oro ofreciendo plegarias al gran ser
que ocupaba el Oriente. Benarés resonaba con la música divina. Las más
eminentes diosas del cielo fueron enviadas para que cuidaran de la dama
encinta, y para distraerla le conversaban sobre los temas más entretenidos.
Por ejemplo, jugaban a los acertijos haciéndole preguntas difíciles; pero la
reina contestaba siempre al momento, porque dentro de ella estaba nada
menos que el personaje que había conquistado la omnisciencia. Además,
durante todo el período de su bienaventurado embarazo no sufrió ningún
dolor.
Cuando su hijo nació, temblaron los tronos de todos los Indra y los dioses
comprendieron que el Señor había visto la luz del día. Con pompa
descendieron a celebrar el segundo Kaly†ða, “el saludable suceso del
nacimiento del Salvador” (janma-kaly†ða). El chico era de una hermosa
piel azul-negra36 y pronto aumentó su fuerza y su belleza. De niño le
gustaba viajar a caballo y sobre los fuertes lomos de los grandes elefantes
reales. Frecuentemente jugaba en el agua con los dioses acuáticos, y en el
bosque, con los dioses de árboles y colinas. Pero en todos estos juegos
infantiles, aunque se entregaba a ellos con toda su alma, ya se manifestaba
la dulce pureza moral de su extraordinaria naturaleza. Adoptó y comenzó a
practicar los doce votos fundamentales del dueño de casa jaina cuando
cumplió ocho años, aunque eso era cosa de adultos37.
Ahora bien, el abuelo materno de P‡r¢va era un rey llamado Mah¯p‡la, que
al morir su mujer quedó tan desconsolado que renunció a su trono y se
retiró al desierto a practicar las más severas disciplinas conocidas en los
bosques penitenciales. Pero este hombre apasionado en realidad carecía de
35 Mes lunar que corresponde parcialmente a abril y mayo.
36 Es decir, era un descendiente del tronco no ario, aborigen de la India.
37 El dueño de casa jaina: 1. no debe destruir la vida; 2. no debe mentir; 3. no debe usar sin permiso la
propiedad ajena; 4. debe ser casto; 5. debe limitar sus posesiones; 6. debe hacer un voto perpetuo y un
voto diario de marchar sólo en ciertas direcciones y hasta cierta distancia; 7. no debe hablar ni actuar
inútilmente; 8. no debe pensar en cosas pecaminosas; 9. debe limitar los alimentos y goces de cada día;
10. debe rendir culto a horas fijas, de mañana. a mediodía y a la noche; 11. debe ayunar ciertos días; 12.
debe hacer caridad dando saber, dinero, etcétera, cada día. (Tattv†rth†dhígama Sâtra, trad. y comentario
de J. L. Jaini, Sacred Books of the Jainas, Arrah, s. f., vol. II, págs. 142-143).
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
espíritu de renunciamiento. Era un ejemplo del tipo arcaico de ascetismo
cruel —centrado en sí mismo aunque apuntando a altos fines— que había
de ser superado por el ideal jaina de compasión y autorrenunciamiento.
Con el cabello enmarañado y un taparrabos de piel de venado, lleno de
pasión y de oscura ignorancia, y con las enormes energías almacenadas por
los sufrimientos que se había infligido a sí mismo, Mah¯p‡la iba de bosque
en bosque, hasta que un día llegó a las cercanías de Benarés, practicando un
ejercicio espiritual particularmente difícil llamado la penitencia de los
“Cinco Fuegos”38. Aquí se encontró accidentalmente con su nieto, el
hermoso hijo de su bella hija V‡m‡.
El niño venía montado en un elefante, rodeado de compañeros de juego con
los cuales había entrado en la jungla y, cuando el animado grupo rompió la
adusta soledad del viejo y apasionado ermitaño que estaba entre los fuegos,
Mah¯p‡la se puso fuera de sí. Le gritó al príncipe, a quien reconoció en
seguida: “¿No soy el padre de tu madre? ¿No nací en una familia ilustre, y
no he abandonado todo para venirme al bosque? ¿No soy un anacoreta que
aquí practica las penitencias más severas posibles? ¿Qué jovencito
orgulloso eres, que no me saludas como es debido?
P‡r¢va y sus compañeros se detuvieron asombrados.
Entonces el viejo se levantó y tomó un hacha, con la cual se dispuso a
cortar un enorme pedazo de madera; sin duda para dar pábulo a su mal
humor, pero ostensiblemente para cortar combustible con el cual alimentar
su gran sistema de fuegos. El niño le gritó para detenerlo y luego le
explicó: “En ese tronco vive una pareja de serpientes; no la mates sin
motivo”.
Este perentorio aviso no mejoró los ánimos de Mah¯p‡la, que se volvió y
preguntó con hiriente sorna: “¿Y quién eres tú? ¿Brahm‡? ¿Vi²ñu? ¿åiva?39
Noto que tú puedes ver todo, en cualquier parte que esté”. Levantó el hacha
y deliberadamente la dejó caer sobre el tronco. El leño quedó roto y en su
interior había dos serpientes cortadas por la mitad.
Al ver las dos criaturas que se retorcían, moribundas, el corazón del niño
sangró. “¿No sientes compasión? —preguntó al viejo—. Abuelo, no sabes
nada. Estas austeridades tuyas no tienen ningún valor”.
Ante esto, Mah¯p‡la perdió todo control. “Ya veo, ya veo, ya veo —
gritaba—. Tú eres un sabio, un gran sabio. Pero yo soy tu abuelo. Además,
soy un ermitaño que practica la penitencia de los Cinco Fuegos. Me paso
días sobre una pierna con los brazos levantados. Sufro hambre y sed;
quiebro mi ayuno solo con hojas secas. ¡Sin duda será propio que un
38 En torno al penitente arden cuatro grandes fuegos, uno en cada una de las cuatro direcciones, en
tanto el calor del sol indio (el “quinto fuego”) palpita desde lo alto.
39 Los dioses hindúes fundamentales son comunes a todas las grandes religiones de la India: al
budismo y al jainismo, y a todas las sectas hindúes; cf. supra, pág. 153, la nota del compilador.
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jovenzuelo como tú diga que las austeridades de su abuelo son tontas y
estériles!”
El pequeño príncipe contestó con firmeza, pero con un tono dulce y
maravillosamente suave: “El espíritu de la envidia —dijo— infecta todas
tus prácticas, y todos los días matas animales aquí con tus fuegos. Hacer
daño a otros, aunque sea un poco, es ser culpable de un gran pecado; pero
hasta un pequeño pecado tiene por consecuencia un gran sufrimiento. Las
prácticas a que te entregas, divorciadas del conocimiento correcto, son tan
hueras como la paja separada del trigo. Abandona esta absurda autotortura,
sigue el camino de los T®rthá´kara y realiza actos justos con buena fe y
conocimiento cierto; porque solo éste es el camino de la emancipación”.
Entonces el Señor P‡r¢va cantó un himno a las serpientes moribundas, que
expiraron tranquilamente en su presencia. P‡r¢va regresó a su palacio y las
serpientes —después de esa muerte meritoria— renacieron inmediatamente
en el mundo subterráneo: el macho era ahora Dharañendra, “el señor de la
Tierra” (la serpiente cósmica, åe²a, que sostiene la tierra con su cabeza), y
la hembra, Padm‡’vat¯ (la diosa Lak²m¯). Ambos fueron ilimitadamente
felices.
El viejo y retorcido Mah¯p‡la —ahora hay que decirlo— no era otro que el
perverso hermano. Como león, había matado y devorado al salvador al final
de su anterior encarnación, y en consecuencia, arrojado a los sufrimientos
del quinto infierno, había permanecido allí por un período de diecisiete
océanos de tiempo. Después, durante un período de tres océanos
temporales, habiendo pasado por cierto número de encarnaciones en formas
de cuadrúpedos y realizado en ellas algunos actos meritorios, había
renacido en recompensa con la forma de este viejo brutal. Pero las palabras
del nieto no tuvieron eco y el ermitaño continuó con sus prácticas estériles
hasta su muerte.
El príncipe se convirtió en un joven adulto, y al llegar a la edad de dieciséis
años su padre deseó procurarle una esposa, pero el joven rechazó la idea.
“Mi vida”, dijo, “no será tan larga como la del primer T®rthá´kara, el Señor
ï²abha: solo alcanzaré los cien años. Dieciséis de mis breves años ya han
pasado en juegos juveniles; al llegar al trigésimo ingresaré en la Orden.
¿Debería casarme por un período tan corto, con la esperanza de conocer
algunos placeres, que, después de todo, son imperfectos?”
El rey comprendió. Su hijo se estaba preparando para el Gran
Renunciamiento; todos sus esfuerzos para detenerlo serían vanos.
El joven pensó en su corazón, ahora colmado por el espíritu del
renunciamiento: “Por muchos años gocé el estado de Indra; pero el deseo
de placer no fue abatido. ¿De qué le servirán unas gotas de agua terrena a
uno cuya sed no fue saciada por un océano de ambrosía? El deseo de placer
sólo aumenta con el goce, como aumenta la virulencia del fuego si se añade
combustible. Los placeres son sin duda agradables momentáneamente, pero
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
sus consecuencias son malas, pues para satisfacer los apetitos de los
sentidos tenemos que entrar en el reino del dolor, sin prestar atención a los
mandamientos morales y cayendo en los peores vicios. De aquí el alma se
ve obligada a emigrar naciendo y renaciendo, ingresando hasta en el reino
de las bestias y pasando por las esferas de los sufrimientos del infierno. Por
consiguiente, no perderé más años de mi vida en la vana persecución del
placer”.
Entonces el futuro T®rthá´kara comenzó a practicar las “Doce
Meditaciones” y observó que la cadena de las existencias carece de
principio, que es dolorosa e impura, y que el yo no tiene otro amigo que sí
mismo. Los tronos de todos los indra temblaron en los cielos, y los dioses
descendieron a celebrar el tercer Kaly†ða, “el saludable suceso del
Renunciamiento” (sanny†sa-kaly†ða), y se dirigieron al salvador
diciéndole: “El mundo duerme profundamente, envuelto en una nube de
ilusión. De este sueño no despertará, salvo que toques la clarinada de tu
enseñanza. Tú, el Iluminado, el despertador del alma infatuada, eres el
Salvador, el gran Sol ante quien nuestras palabras, lámparas de meros
dioses como somos nosotros, son insignificantes. Tú debes hacer ahora lo
que has venido a hacer: asumir los votos, aniquilar al enemigo karman,
alejar las tinieblas de la ignorancia y abrir el camino hacia la beatitud”.
Habiendo dicho estas palabras, esparcieron flores ante sus pies.
Cuatro Indra descendieron con sus séquitos; sonaron trompetas celestiales;
ninfas del cielo comenzaron a cantar y a bailar; las divinidades gritaron:
“¡Victoria al Señor!” y el Indra del cielo Sudharma condujo a P‡r¢va a un
trono que milagrosamente había aparecido. Así como un rey, en el
momento culminante del ceremonial de la “Vitalización del rey”
(r†jasâya), es consagrado con una aspersión de agua, así también lo fue
P‡r¢va, con un elixir del divino Océano Lácteo, vertido con un vaso de oro.
Ornado su cuerpo de adornos celestiales, volvió junto a sus padres, se
despidió de ellos y los consoló con suaves palabras. Luego los dioses lo
condujeron al bosque en un palanquín celestial.
El cortejo se detuvo bajo cierto árbol y P‡r¢va, descendiendo del palanquín,
se paró al lado de una losa de piedra. El tumulto de la multitud fue
aminorando a medida que con sus propias manos P‡r¢va comenzó a
quitarse los adornos y vestiduras, uno por uno. Cuando quedó
completamente desnudo, el renunciamiento llenó su corazón. Orientó su
cara hacia el norte y con las manos juntas se inclinó en honor a los
Emancipados, habiéndose liberado de deseos. Se arrancó cinco cabellos y
se los dio a Indra. El dios los aceptó y, regresando al cielo, con reverencia
los arrojó al Océano Lácteo. Así, durante el primer cuarto del undécimo día
de luna del mes pau±a (diciembre-enero), el salvador tomó sus últimos
votos. De pie en una postura rígida, ayunando con una resistencia absoluta
y observando con perfecto cuidado las veintiocho reglas primarias y las
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noventa y cuatro reglas secundarias de la Orden, P‡r¢va entró en posesión
de lo que se llama conocimiento manaôpary†ya: el conocimiento de los
pensamientos ajenos. Leones y cervatos jugaban en torno de él, en todas las
partes del bosque reinaba la paz.
Pero la meta final no podía obtenerse sin otro suceso, porque el antagonista
aún debía dar su último golpe. Un día, cuando el salvador estaba parado en
perfecta quietud, firme, absorto en la meditación, de pronto el carruaje de
un dios del orden luminoso, llamado SáÒvara40, detuvo su marcha por el
éter; pues ni siquiera un dios puede pasar por el resplandor de un santo de
la magnitud de P‡r¢va, absorto en la meditación. Con su saber clarividente,
SáÒvara se dio cuenta de lo que había ocurrido; pero en seguida supo que
el santo era P‡r¢van‡tha.
El personaje del carro era, una vez más, el viejo antagonista, ahora en
forma de una divinidad menor a consecuencia de los poderes obtenidos por
las penitencias del viejo Mah¯p‡la. El fastidiado dios decidió entonces
reanudar su vieja batalla, utilizando en esta oportunidad las fuerzas
sobrenaturales que había llegado a dominar. Así, produjo una densa y
terrible oscuridad e hizo aparecer un rugiente ciclón. Los árboles saltaban
por el aire hechos pedazos. La tierra se partió, abriéndose con gran ruido;
derrumbáronse los altos picos, haciéndose polvo. Cayó una lluvia
torrencial. Pero el santo seguía inmutable, sereno, absolutamente perdido
en su meditación. El dios, iracundo, se puso espantoso: la cara negra, la
boca vomitando fuego, y, como el dios de la muerte, se colocó alrededor
del cuello un collar de cabezas humanas. Se abalanzó contra P‡r¢va,
fulgurando en la noche y dando gritos de muerte; pero el santo no se
movió.
Todo el dominio subterráneo de la Serpiente que sostiene la tierra comenzó
a temblar, y el gran Dharañendra, “Rey de la Tierra”, dijo a su consorte, la
diosa Padm‡’vat¯: “El compasivo Señor a cuyas dulces enseñanzas en el
momento de nuestra muerte debemos nuestro actual esplendor, está en
peligro”. Los dos salieron, hicieron signo de obediencia al Señor, que
permanecía inconsciente de su llegada, y, colocándose a ambos lados de él,
levantaron sus formas prodigiosas, extendieron sus caperuzas y así ni una
gota del torrente pluvial tocó el cuerpo del santo. Las apariciones eran tan
grandes y terribles que el dios SáÒvara hizo girar su carruaje y huyó41.
40 Llamado también Mekham‡lin, por ejemplo en la obra de Bh‡vadevasãri, P†rsvan†tha Cáritra (cf.
Bloomfield, op. cit., págs. 117-118).
41 O, según otra versión: Cuando el Señor P‡r¢va va se colocó bajo un árbol a¡oka, decidido a obtener
la iluminación, un ásura llamado Megham‡lin lo atacó en forma de león y luego envió una tormenta de
lluvia para ahogarlo. Pero el rey serpiente Dháraña envolvió su cuerpo en torno a él y lo cubrió con su
caperuza. “Entonces el ásura, viendo tanta firmeza en el Señor, quedó atónito y su orgullo se calmó.
Obedeció al victorioso y se fue a su lugar. Dháraña también, viendo que el peligro había pasado, retornó a
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
P‡r¢va entonces quebró los grillos de su karman uno a uno, y quedó
absorto en la Contemplación Blanca, por la cual hasta las últimas y más
pequeñas trazas del deseo humano que procura obtener ventajas quedan
disueltas. Durante el auspicioso decimocuarto día de la luna menguante del
mes caitra (marzo-abril), se quebraron los sesenta y tres lazos asociados a
los cuatro modos del karman destructor, y el salvador universal logró la
pura omnisciencia. Había ingresado en el decimotercer estadio del
desarrollo psíquico: estaba “emancipado aunque encarnado”. Desde ese
instante, cada partícula del universo estaba al alcance de su mente.
Su principal apóstol, Svayambhu, rogaba respetuosamente que el
T®rthá´kara enseñara al mundo, y los dioses prepararon un salón de
reuniones de doce partes, que se llamó “congregación” (samavasáraða), en
el que había un lugar purificado para cada especie de ser. Vinieron
tremendas multitudes y a todos sin distinción —muy en contraste con el
procedimiento de los brahmanes— el compasivo Señor P‡r¢va dio su
instrucción purificadora. Su voz tenía un sonido misteriosamente divino. El
Indra supremo quería que predicara la verdadera religión hasta en las más
remotas regiones de la India, y él aceptó hacerlo. Dondequiera iba se erigía
una “congregación” que en seguida era colmada.
SáÒvara pensó: “¿Es realmente el Señor una fuente tan infalible de
felicidad y de paz?” Llegó a uno de los grandes salones y escuchó, P‡r¢va
estaba enseñando, e inmediatamente el espíritu de hostilidad que había
persistido a través de las encarnaciones fue apaciguado. Abrumado por el
remordimiento, SáÒvara se arrojó a los pies de P‡r¢van‡tha dando un grito.
Y el T®rthá´kara, con inagotable amor, consoló a quien en todos sus
nacimientos había sido su enemigo. La mente de SáÒvara, por la gracia de
su hermano, se abrió a la visión correcta y fue colocado en el camino de la
liberación. Junto con él, setecientos cincuenta ascetas que habían
practicado con terquedad su devoción a las crueles penitencias —las cuales,
según la concepción jaina, son inútiles— abandonaron sus vanas prácticas
y adoptaron la fe del T®rthá´kara.
P‡r¢van‡tha enseñó durante sesenta y nueve años y once meses, y
finalmente, habiendo predicado por todas las tierras de la India, llegó a la
colina Sammeda42. Hasta ese momento había estado en el segundo estadio
de la contemplación. Ahora pasó a la tercera etapa. Transcurrió un mes y
seguía absorto.
El período de la vida humana del T®rthá´kara estaba por concluir. Cuando
de ella no quedaba más que lo suficiente para pronunciar las cinco vocales,
P‡r¢van‡tha pasó al quinto estadio de la contemplación. Setenta y cinco
su lugar”. (Comentario de Devendra al Uttar†dhyáyana Sâtra 23, publicado y traducido por Jarl
Charpentier, Zeitschrift der Deutschen Morgenländischen Gesellschaft, LXIX, 1915, pág. 356.)
42 A causa de los muchos santos y sabios que han alcanzado la Iluminación allí, ese lugar es sagrado
para los jaina.
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
años antes sus karman destructores habían sido destruidos; ahora los
ochenta y cinco lazos asociados a los cuatro modos de karman no
destructivo fueron aniquilados. Esto ocurrió el séptimo día de la luna
menguante de ¡r†’vaða (julio-agosto) y el Señor P‡r¢va inmediatamente
pasó a su liberación final. La mónada vital se elevó a la Siddha-¢íl‡, la
pacífica región de eterna bienaventuranza en la cumbre del universo,
mientras su cadáver reposaba en la cumbre de la colina sagrada.
Encabezados por los diferentes Indra, los dioses bajaron a celebrar el
quinto y último Ka1yáða: “el saludable suceso de la Liberación” (mok±akalyá
ða). Colocaron los restos mortales en un palanquín de diamante,
rindiéronle reverente culto, vertieron sustancias de suave fragancia sobre el
cuerpo sagrado y se inclinaron en signo de obediencia. Entonces, de la
cabeza del dios Agni-kumár‡ (“El joven Príncipe del Fuego”) brotó una
llamarada del fuego celestial y el cuerpo fue consumido. Los dioses,
después de la cremación, se frotaron la cabeza y el pecho con las sagradas
cenizas y marcharon a sus celestes lugares con cantos y danzas triunfales.
Hasta hoy, el monte Sammeda es conocido con el nombre de Colina de
P‡r¢van‡tha, recordando así a las gentes la existencia del vigésimotercer
T®rthá´kara jaina, que allí consiguió su liberación y desde allí partió a la
Siddha-¢íl‡ para nunca regresar.
2. IMÁGENES JAINA
Hay varias correspondencias muy similares entre la leyenda de la última
vida de P‡r¢van‡tha y la biografía del Señor Buddha. Además, ciertas
imágenes del Buddha, que lo muestran protegido por una serpiente, apenas
pueden distinguirse de las del T®rthá´kara (vide lám. IV y V). Sin lugar a
dudas, ambas religiones comparten una tradición común. Los nacimientos
de ambos salvadores son muy parecidos; también lo son las anécdotas del
maravilloso conocimiento que poseían cuando niños. Los augures
predijeron a ambos un mismo futuro o como Cakravartin o como Redentor
del Mundo. Ambos crecieron como príncipes, pero abandonaron los
palacios de sus padres para irse al bosque con el propósito de dedicarse a
empresas similares de autorrealización ascética y, en los episodios
culminantes de estas biografías —el logro de la liberación—, el ataque de
SáÒvara a P‡r¢van‡tha corresponde al de M‡ra, el dios del deseo y de la
muerte, contra el meditabundo Gáutama å‡kyamuni.
Porque, como dice la leyenda, cuando el futuro Buddha se hubo sentado
bajo el árbol llamado Bo, en el Lugar Inconmovible, el dios cuyo nombre
es M‡ra (“Muerte”) y también K‡ma (“Deseo”)43 lo desafió, tratando de
sacarlo de su estado de concentración. Bajo el aspecto de K‡ma, desplegó
43 Cf. supra, págs. 121-123.
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ante el salvador meditabundo la mayor distracción del universo
representada por tres diosas tentadoras acompañadas de sus séquitos y,
cuando éstas no produjeron el efecto acostumbrado, recurrió a la terrible
forma de M‡ra. Con un poderoso ejército trató de aterrorizar y aun de
matar al Buddha, causando tormentas de viento, aguaceros, y arrojando
rocas llameantes, armas, brasas, cenizas calientes, arena, barro hirviendo y
finalmente una gran oscuridad, para acometerlo. Pero el futuro Buddha
permaneció inmóvil. Al entrar en el ámbito de su concentración, los
proyectiles se convertían en flores. M‡ra le arrojó un filoso disco, que se
transformó en un dosel florido. Entonces el dios cuestionó el derecho del
Bienaventurado a sentarse allí, bajo el Bo, en el Lugar Inconmovible, ante
lo cual el futuro Buddha sólo tocó la tierra con la punta de los dedos de su
mano derecha y la tierra tronó, atestiguándolo: “¡Yo soy tu testigo!”, tronó
la tierra con cien, con mil, con cien mil rugidos. El ejército de M‡ra se
dispersó, y todos los dioses de los cielos descendieron con guirnaldas,
perfumes y otras ofrendas en sus manos.
Esa noche, mientras del árbol Bo, bajo el cual estaba sentado, llovían flores
rojas, en su primera vigilia el Salvador adquirió el conocimiento de sus
existencias previas; en la vigilia media logró el ojo divino, y en la última la
comprensión de los orígenes interdependientes. Ahora era el Buddha. Los
diez mil mundos temblaron doce veces, hasta las costas del océano.
Banderas y gallardetes, brotaron en todas direcciones. Florecieron lotos en
todos los árboles, y el sistema de los diez mil mundos fue como un ramo de
flores que giraba por el aire44.
Evidentemente esta victoria final se parece mucho a la de P‡r¢van‡tha,
salvo que la serpiente “Señor de la Tierra” aún no ha aparecido. En cambio,
la Tierra misma defiende al héroe. Sin embargo, la leyenda del Buddha
prosigue relatando que el Bienaventurado se sentó con las piernas cruzadas
durante siete días al piedel Bo, después de esta hazaña, gozando la felicidad
de la emancipación, y luego fue hacia otro árbol, el banyan del Cabrero,
donde permaneció sentado durante otros siete días, y posteriormente se
dirigió al árbol llamado Mucalinda. Ahora bien, Mucalinda era, el nombre
de una gran serpiente, que moraba justamente en las raíces de ese árbol.
Mientras el Buddha experimentaba allí la bienaventuranza de la
iluminación, se oyó intempestivamente un poderoso trueno, sopló un viento
frío y la lluvia comenzó a caer. Entonces Mucalinda, el rey serpiente, salió
de su morada y, envolviendo el cuerpo del Bienaventurado siete veces con
sus pliegues, extendió su gran caperuza sobre su cabeza diciendo: “¡Que
ni el frío ni el calor, ni los mosquitos ni las moscas, ni el viento ni el sol, ni
los señores reptantes se acerquen al Bienaventurado!” Luego de siete días,
44 J†’taka 1. 68. (Abreviado de la traducción de Henry Clarke Warren, Buddhism in Translations,
Harvard Oriental Series, vol. III, Cambridge, Mass., 1922, págs. 76-83).
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
cuando Mucalinda supo que la tormenta se había dispersado y que las
nubes habían desaparecido, desenrolló su espiral del cuerpo del
Bienaventurado y, convirtiéndose en un joven, se presentó ante él y con sus
manos juntas en la frente le hizo reverencia45.
No es posible reconstruir con precisión el vínculo que existe entre las
versiones jaina y budista. Ambas pueden haberse originado en el simple
hecho de que, cuando los acaudalados miembros laicos de ambas
confesiones comenzaron a emplear artesanos para esculpir imágenes de sus
salvadores, los principales modelos de las nuevas obras de arte tenían que
provenir de prototipos indios más antiguos, entre los cuales los más
importantes eran los yak±a y los n†ga, ejemplares del sabio ser
sobrenatural, dotado de intuición y poder milagrosos, que había figurado
destacadamente en el culto doméstico de la India desde tiempos
inmemoriales. El pueblo los consideraba como genios protectores y
dadores de prosperidad. Sus formas aparecen en todas las puertas y en la
mayoría de los templos locales. Los yak±a (espíritus de la tierra y de la
fertilidad) son representados como robustas figuras de pie, de forma
humana, en tanto que los n†ga (los semihumanos genios serpentinos),
aunque generalmente también se los representa en forma humana, con
frecuencia tienen la cabeza protegida por una gigantesca caperuza de
serpiente, como en la lámina III46. Cuando los artesanos que durante siglos
habían estado proporcionando imágenes para satisfacer las necesidades
generales del culto doméstico indio añadieron a su catálogo las figuras de
ciertos salvadores sectarios, P‡r¢va y Buddha, basaron sus concepciones en
las formas más antiguas, y algunas veces suprimieron, pero otras
retuvieron, los sobrehumanos atributos serpentinos. Estos signos
característicos del ser sobrenatural parecen haber proporcionado el modelo
del halo budista de épocas más recientes (vide lám. X); y no es nada
improbable que las leyendas especiales de Dharañendra y Mucalinda
tuvieran origen como posteriores explicaciones de la combinación de las
figuras de la serpiente y el salvador, que encontramos en las imágenes
jainistas y budistas.
La versión jainista de la leyenda es más dramática que la budista, y
concede a la serpiente un papel más importante. Más notables aún son las
imágenes jainistas de P‡r¢van‡tha que lo representan con dos serpientes
que salen de sus hombros (vide lám. VI a): esto apunta a alguna clase de
conexión con el antiguo arte mesopotámico (vide lám. VI c) y sugiere la
gran antigüedad de los símbolos incorporados al culto jaina. En el Cercano
Oriente, a continuación del período de Zoroastro (primera parte del primer
45 Mah†vagga, primeras secciones, de la traducción de Warren, op. cit., págs. 83-86.
46 Otras formas de n†ga son la serpiente, la serpiente de cabeza múltiple, y el torso humano con cola
de serpiente. Cf. Zimmer, Myths and Symbols in Indian Art and Civilization, págs. 59 y sigs.
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
milenio a. C.), cuando el panteón persa fue sistematizado en términos de
poderes buenos (celestes) contra poderes malignos (terrestres), la serpiente
quedó clasificada entre estos últimos. Como tal, la encontramos no solo en
la Biblia hebrea, en el papel de Satán, sino también en la leyenda y el arte
persas tardíos con la figura del Úaõõ‡k, el gran tirano malvado del poema
épico medieval Sh†hn†mah del poeta persa Firdaus¯ (1010 d.C.). En este
último papel, la figura presenta forma humana con serpientes que brotan de
sus hombros (vide lám. VI b)47, muy parecida a la de un hermano malo o
terrible de P‡r¢van‡tha.
El primero de los veinticuatro T®rthá´kara jaina, ï²abhan‡tha, que, según
la tradición, vivió y enseñó en el más remoto pasado prehistórico, aparece
en la lámina VII. Es una típica imagen jaina del santo perfecto,
completamente desapegado de la esclavitud del mundo porque está
absolutamente purificado de los elementos de karman que tiñen y deforman
nuestras vidas humanas normales. Esta escultura pertenece al siglo XI o
XII de nuestra era y está tallada en alabastro, material preferido para
representar el estado de claridad alcanzado por el T®rthá´kara, pues sugiere
muy bien la sublime transparencia de un cuerpo purificado de la escoria de
la materia tangible. Mediante prolongadas penitencias y abstinencias, el
santo jaina se purga sistemáticamente no solo de sus reacciones egoístas
sino también de su naturaleza biológica, y así se dice que su cuerpo es “de
admirable belleza y de una fragancia maravillosamente Pura. No
se.enferma ni transpira ni está sometido a las impurezas que resultan de la
digestión”48. Es un cuerpo similar al de los dioses, que no se alimentan de
comida burda, ni sudan ni conocen la fatiga. El aliento de los T¯rtháµkara
es como la fragancia de los lirios acuáticos; su sangre es blanca, como la
leche fresca de la vaca. De aquí que tengan el tono del alabastro; no
amarillo, rosado u oscuro, como la gente por cuyas venas corre sangre roja.
Y su carne no tiene olor a carne.
Todo esto está expresado por el material y la postura de esta estatua jaina
del primer salvador. La piedra es blanca como la leche y brilla con un
brillante resplandor de luz divina, mientras que la rígida simetría y la
completa inmovilidad de la postura le dan una expresión de alejamiento
espiritual. La manera preferida de representar un T®rthá´kara es, si no está
sentado en una postura de yoga, de pie, en actitud de “desprenderse del
cuerpo” (k†yotsarga): rígido, erecto e inmóvil, con los brazos duros hacia
abajo, las rodillas derechas y los dedos de los pies directamente hacia
47 Una forma más antigua de esta figura persa se conserva en la tradición armenia, en la que
Azhdahak (= avéstico Azhi Dah‡ka > pahlav¯k Dah‡k > persa moderno Úaõõ‡k), el Dragón rey, es
representado en forma hurnana con serpientes que le brotan de los hombros, Azhdahak es vencido por
Vahagn, así como el Ahi (o VÖtra) védico por Indra, el Azhi Dah‡ka avéstico por Atar (el dios Fuego, hijo
de Ahura Mazda), y la Serpiente del jardín del Edén por el Hijo de María.
48 Helmuth von Glasenapp, Der Jainisinus. eine indische Erlösungsreligion, Berlín, 1925, pág. 252.
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
adelante. El ideal físico de este superhombre es comparable al de un león:
pecho y hombros poderosos, nada de caderas, leves nalgas felinas, un
abdomen alto como una columna y dedos largos y bien formados, tanto, en
las manos como en los pies. El pecho, ancho y suave de hombro a hombro,
muestra los efectos de prolongados ejercicios respiratorios practicados
según las reglas del yoga. A este asceta se le da el nombre de “héroe” (v®ra)
porque ha conseguido la suprema victoria humana; éste es el sentido del
título de Mah†v®ra, “el gran (máhat) héroe (v®ra)”, que le fue conferido al
contemporáneo de Buddha, Vardham‡na, el vigesimocuarto T®rthá´kara.
Al santo se lo llama también Jina, el “vencedor” y a sus discípulos, por
ende, jaina, los “seguidores (o hijos) del vencedor”.
Antiguamente, los monjes jaina andaban completamente desnudos,
despojados de todas las marcas de casta y signos particularizadores que
pertenecen a la esencia de las vestiduras indias y simbolizan la
participación de quien las usa en la trama de la esclavitud humana. Más
tarde, en el período del Mah‡v¯ra, muchos comenzaron a usar un vestido
blanco como una concesión a la decencia, y se llamaron a sí mismos
¡vet†’mbara, “aquellos cuya vestimenta (ámbara) es blanca (¡veta)”.
Esta vestidura denotaba su ideal de pureza alabastrina, de modo que no se
apartaban mucho de la heroica costumbre de los conservadores, que
continuaron llamándose digámbara, “aquellos cuya vestimenta (ámbara) es
el elemento que llena las cuatro regiones del espacio (di¡)”49. Por
consiguiente, a los T®rthá´kara, unas veces se los pinta totalmente
desnudos y otras vestidos de blanco. ï²abhan‡tha, en el monumento de
alabastro que hemos mencionado, lleva una delgada túnica de seda que le
cubre las caderas y las piernas.
Pero un problema especial surge de la iconografía jaina como resultado de
la drástica pureza del ideal del T®rthá´kara. Al escultor no se le permite
perjudicar el sentido de su representación, modificando de alguna manera
el perfecto aislamiento de los seres liberados, ajenos a toda particularidad.
49 En la época de la incursión de Alejandro Magno a través del Indo (327-326 a. C.), los digámbara
eran todavía suficientemente numerosos como para atraer la atención de los griegos, que los llamaron
gimnosofistas, “filósofos desnudos” nombre sumamente adecuado. Continuaron floreciendo a la par de
los ¡vet†’mbara hasta después del año 1000 de nuestra era, cuando el gobierno musulmán los obligó a
vestirse.
Nota del compilador: La opinión de Zimmer acerca de la relación de los “vestidos de espacio” con
los “vestidos de blanco” difiere de la de los propios ¡vet†’mbara, que se estiman representantes de la
práctica jaina original y consideran que un cisma en el año 83 de la era cristiana dio origen a los
digámbara. Sin embargo, los testimonios griegos tienden a confirmar la existencia de gimnosofistas por
lo menos desde el siglo IV a. C. y prestan apoyo a la pretensión de los digámbara, según la cual son ellos
quienes han conservado la práctica más antigua. Según la tesis digámbara sobre el cisma, en tiempos de
Bhadrab‡hu, octavo sucesor de Mah‡v¯ra, surgió una secta de principios relajados, que en el año 80 de
nuestra era se convirtió en la actual comunidad de los ¡vet†’mbara (cf. Hermann Jacobi, “Digambaras”,
en Hastings, EncycIopaedia of Religion and Ethics, vol. IV, pág. 704).
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
Las prístinas mónadas vitales deben ser representadas sin defectos.
Entonces, ¿cómo puede el devoto distinguir a un “vencedor” de otro, si
todos —habiendo trascendido la esfera del cambio, el tiempo y la
especificidad— se parecen como gotas de agua? Para solucionar esta
dificultad se recurrió al sencillo expediente de proporcionar a cada imagen
un emblema que remite al nombre o bien a algún otro detalle distintivo de
la leyenda del T®rthá´kara correspondiente. Por esta razón la estatua de
ï²bhan‡tha —cuyo nombre significa literalmente “Señor (n†tha) toro
(Õ±abha)”— muestra un pequeño zebú macho bajo los pies del salvador.
Por efecto de esta yuxtaposición, en dramático contraste con estas figuras
acompañantes que recuerdan el mundo y la vida; abandonada por el
T®rthá´kara, se destaca el majestuoso desapego de la figura perfecta,
equilibrada y absolutamente independiente del santo en su triunfante
aislamiento. La imagen del liberado no parece ni animada ni inanimada,
sino penetrada de una extraña calma intemporal. Es humana por sus rasgos
y su forma, pero inhumana como un témpano; y así expresa perfectamente
la idea de haberse retirado con éxito de la ronda de la vida y de la muerte,
de los cuidados personales, del destino individual, los deseos, los
sufrimientos y los sucesos en general. Como una columna de alguna
sustancia supraterrena, el T®rthá´kara, el “autor del cruce”, el que abre
camino cruzando el río del tiempo, marchando hacia la liberación y
bienaventuranza finales de la otra orilla, se yergue olímpicamente inmóvil,
absolutamente despreocupado por las multitudes de jubilosos devotos que
se apiñan a sus pies.
En årávaña BeÑgoÑa, en el distrito de H‡san, Maisãr, hay una figura colosal
(vide lám. VIII) de esta clase, erigida alrededor del año 983 de nuestra era
por C‡muñ±r‡ya, ministro del rey R‡jamalla, de la dinastía Gaµga. Está
tallada en una aguja rocosa vertical, prodigioso monolito que se alza sobre
una colina a más de cien metros sobre el nivel de la ciudad. La imagen
mide unos diecinueve metros de alto y tiene algo más de cuatro de diámetro
en las caderas; es, pues, una de las mayores esculturas del mundo que se
mantienen en su posición sin soportes. Los pies descansan sobre una
plataforma baja. Unas vides que trepan por el cuerpo del salvador aluden a
un episodio de la vida de Gómma›a (también llamado Bahã’bali, “brazo
fuerte”), del primer T®rthá´kara, ï²han‡tha. Se dice que se pasó un año sin
moverse en esta postura de yoga. Las vides crecieron cubriéndole los
brazos y los hombros; alrededor de sus pies nacieron hormigueros; pero él
seguía como un árbol o una roca en el desierto. Hasta hoy, toda la
superficie de la estatua es ungida cada veinticinco años con manteca
derretida, por lo cual se mantiene limpia y parece nueva.
Según una leyenda, esta imagen se remonta hasta una fecha muy anterior al
año 983 de nuestra era, pero había sido olvidada durante siglos porque
nadie sabía dónde estaba. De acuerdo con esta tradición, la estatua fue
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erigida por Bhárata, que fue el primero de los míticos Cakravartin de la
India50; R‡’vaña, el fabuloso caudillo de los demonios de Ceilán, le rindió
culto y, cuando los hombres la olvidaron, quedó cubierta de tierra. La vieja
leyenda nos dice que C‡muñ±ar‡ya, informado por un mercader viajero
acerca de la existencia de la estatua, hizo un viaje al lugar sagrado con su
madre y algunos compañeros. Al llegar el grupo, una divinidad terrena
femenina, la yák±n® Ku²m‡nd¯ que había sido servidora del T®rthá´kara
Ari²›anemi se manifestó y señaló el sitio oculto. Entonces C‡muñ±ar‡ya,
con una flecha de oro, abrió la colina y pudo verse la colosal figura. La
tierra fue apartada y se trajeron artesanos para que limpiaran y restauraran
la imagen51.
Los emblemas de los T®rthá´kara son los siguientes: 1. ï²abha, un toro; 2.
Ájita, un elefante; 3. åámbhava, un caballo; 4. Abhinándana, un mono; 5.
Súmati, una garza; 6. Padmaprabha, un loto rojo; 7. Sup‡¢va, una cruz
gamada; 8. Candraprabha, una luna; 9. Suvidhi, un delfín; 10. 寒tala, el
signo llamado ¡r®vatsa en el pecho; 11. årey‡°sa, un rinoceronte; 12.
V‡supãjya, un búfalo; 13. Vímala un cerdo; 14. Ananta, un halcón; 15.
Dharma, un rayo; 16. å‡nti, un antílope; 17. Kunthu, una cabra; 18. Ara, un
diagrama llamado nandy†varta; 19. Malli, una jarra; 20. Súvrata, una
tortuga; 21. Nami, un loto azul; 22. Ar²›anemi, una caracola52; 23. P‡r¢va,
una serpiente; 24. Mah‡v¯ra, un león. La posición erecta en la que
generalmente se encuentran posee una característica rigidez de marioneta,
que se debe y alude al hecho de estar íntimamente absortos. A esta postura
se la llama “desprendimiento del cuerpo” (k†yotsarga).
El modelado evita los detalles, pero no es chato ni incorpóreo; el salvador
carece de peso y en él no palpita la vida ni hay promesa de placeres, pero,
con todo, es un cuerpo, una realidad etérea por cuyas venas corre leche en
lugar de sangre. Entre los brazos y el tronco, y entre las piernas, se dejan
50 Para la leyenda del nacimiento de Bhárata, véase la famosa pieza teatral de K‡lid‡sa, äakúntal†
(trad. inglesa en “Everyman’s Library”, nº 629). Bhárata era el antepasado de los clanes del
Mah†bh†’rata. A la India como país se lo llama Bhá’rata (“descendiente de Bhárata”), y lo mismo a sus
habitantes.
51 Glasenapp, op. cit., págs. 392-393. Según otra leyenda (también recogida por Glassenapp),
C‡muñ±ar‡ya mandó hacer esta imagen según un modelo invisible de Bhárata, alto en Potanapura.
Hay una estatua de Gómmata, de seis metros de alto, sobre una colina a 25 km al sudoeste de la
ciudad de Maisãr. Otra fue erigida en 1432 por el príncipe Virap‡ñ±ya de K‡’rkala, en Kána±a [Kánara]
meridional, Madr‡’s. Y en 1604, en el mismo distrito, en Vanur (Yenur), una tercera, de más de once
metros de alto, fue levantada por Timma R‡ja, que puede haber sido descendiente de C‡muñ±ar‡ya.
Algunas de estas figuras, según la tradición, nacieron sin esfuerzo humano. Otras fueran hechas por los
santos de las antiguas leyendas y luego, como el coloso de C‡muñ±ar‡ya, según se ha dicho antes, fueron
redescubiertas milagrosamente.
52 Ar²›anemi, o Nemin‡tha, el predecesor inmediato de P‡r¢va, está emparentado, en su biografía
semilegendaria, con KÖ²ña, el profeta de la Bhágavad-G®t† hindú. KÖ²ña pertenece al período épico del
Mah†bh†’rata, que señala la terminación de la época feudal aria (cf. supra, pág. 62, nota del compilador).
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espacios vacíos para destacar el espléndido aislamiento de la figura
sobrenatural. No hay un contorno de contraste ni rasgos individuales
interesantes ni un perfil que se destaque, sino una mística serenidad, una
calma anónima, que ni siquiera se nos invita a compartir. El desnudo está
tan alejado de la sensualidad como las estrellas o la nuda roca. En el arte
indio, el desnudo no tiene por finalidad sugerir un encanto sensible (como
las imágenes griegas de ninfas y Afroditas) ni un ideal de perfecta hombría
corporal y espiritual, desarrollada en las competencias deportivas (como en
las estatuas griegas de jóvenes atletas triunfadores en los juegos sagrados
de Olimpia y de otras partes). El desnudo de.las diosas indias es el de la
fértil e indiferente Madre Tierra, mientras que el de los rígidos T®rthá´kara
es etéreo. Hecha de alguna sustancia que no deriva del ciclo vital ni se
relaciona con él, la verdadera estatua jaina “vestida de cielo” (digámbara)
expresa el perfecto aislamiento del que se ha despojado de todos los
vínculos. Es un absoluto que “permanece en sí mismo”, un desapego
extraño y perfecto, un desnudo majestuosamente frío en su pétrea sencillez,
rígidos contornos y abstracción.
La forma de la imagen del T®rthá´kara es como una burbuja: a primera
vista su actitud inexpresiva parece un poco primitiva —sencillamente
parada sobre sus dos piernas—, pero en realidad es un trabajo muy
consciente y bastante complicado, pues evita todos los rasgos dinámicos,
exuberantes y triunfadores del arte hindú contemporáneo53 tal como lo
representan las maravillosas y vitales esculturas de Elãr‡, B‡d‡m¯ y otros
lugares. El santo y el artista jaina ignoran deliberadamente la sin tregua
vitalidad de los dioses hindúes y de su místico despliegue cósmico, como si
protestaran contra ello. El transparente silencio de alabastro revela la gran
doctrina que abre paso hacia el más allá: el camino jaina para escapar de la
universal multiplicidad de tentaciones e ilusiones54.
Es importante tener en cuenta que los T®rthá´kara y sus imágenes
pertenecen a una esfera totalmente diferente de la de los cultos ortodoxos
hindúes. Los dioses hindúes, que moran en los cielos trascendidos por
P‡r¢van‡tha, todavía pueden ser alcanzados por la plegaria humana,
53 Para ejemplos de arte hindú y budista, véanse las láminas I, II, III, IV, IX, X, XI, XII.
54 Por otra parte los jaina, al construir sus templos, generalmente seguían la tradición estructural de
las sectas hindúes. Los templos jaina de R‡jput‡na y Gujar‡t pertenecen al mismo período al que debemos
los magníficos monumentos hindúes de la India superior, construidos justamente antes de las invasiones
musulmanas de los siglos X al XIII de nuestra era. En esa época, los reyes Gaµga erigieron los templos
¡ikhara (“torres”) de Or¯s‡, y se construyeron en Khajur‡ho los templos en forma de torre. La fase jaina
de este rico período comienza con las estructuras de P‡lit‡na (960 de nuestra era) y se cierra con el templo
Tejahp‡la en el Monte ébã (1232 después de Cristo). Dos notables monumentos son el templo de Vímala
Sha en el monte ébã (ca. 1032) y el templo situado en Dabhoi, ambos en Gujar‡t (ca. 1254). Cf. Ananda
K. Coomaraswamy, History of Indian and Indonesian Art.
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mientras que la suprema liberación lograda por los T®rthá´kara los coloca
más allá de toda solicitud terrena.
No es posible sacarlos jamás de su eterno aislamiento. Superficialmente, su
culto puede parecerse al de las divinidades hindúes que no solo se dignan
prestar atención a las plegarias humanas sino que hasta condescienden a
bajar a las inanimadas imágenes de los templos —como si fueran su trono o
asiento (p®šha)55 —en respuesta a ritos consagratorios que los conjuran o
invitan. En efecto, los jaina guardan profundo respeto a las estatuas de sus
T®rthá´kara y cuentan leyendas acerca de su milagroso origen. Sin
embargo, no tienen una actitud de culto. La historia que vamos a narrar
referente al Señor P‡r¢va en su penúltima vida terrena da la clave del
carácter especial de la actitud jaina.
Como se recordará, el nombre del salvador era el de rev énandakum‡ra56.
Después de derrotar a los gobernantes de las naciones vecinas y hacerse
Cakravartin, su ministro le sugirió la conveniencia de celebrar una
ceremonia religiosa en honor del T®rthá´kara Ari²›anemi; pero, cuando el
rey entró al templo a rendir culto, fue asaltado por una duda. “¿De qué
sirve —pensó— inclinarse ante una imagen, si las imágenes son
inconscientes?” Pero en ese momento había en el templo un santo llamado
Vipulamati, que le disipó la duda. “La imagen —dijo al rey— afecta la
mente. Si ponemos una flor roja ante un vidrio, el vidrio será rojo; si
ponemos una flor azul oscuro, el vidrio será azul oscuro. Del mismo modo,
la mente cambia según la presencia de la imagen. Contemplando la forma
del desapasionado Señor en un templo jaina, la mente automáticamente se
colma de un sentimiento de renunciamiento, mientras que, al ver una
cortesana, se inquieta. Nadie puede mirar la forma pacífica y absoluta del
Señor sin reconocer sus nobles cualidades, y esta influencia cobra más
fuerza si uno rinde culto. La mente se purifica al instante y si se tiene la
mente pura, estamos en camino hacia la bienaventuranza final”.
El sabio Vipulamati ilustró esta lección que dio al rey con una metáfora que
guarda analogía con muchas otras de las diversas tradiciones de la India,
tanto jaina como no jaina. “En cierta ciudad —le dijo— había una hermosa
cortesana que murió, y su cuerpo fue llevado a la pira funeraria. Un hombre
licencioso que acertaba a pasar por el lugar miró su belleza y pensó cuán
afortunado hubiera sido si al menos una vez en su vida hubiera tenido
oportunidad de gozarla. Simultáneamente un perro que andaba por allí, al
ver que echaban el cuerpo al fuego, pensó qué sabrosas comidas habría
podido hacerse con él si no hubieran decidido desperdiciarlo arrojándolo a
las llamas. Pero un santo, también presente, pensó cuán lamentable era que
55 Cf. infra, págs. 279-454.
56 Cf supra, pág. 160. Véase también 151, nota 1.
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
alguien dotado de semejante cuerpo no lo hubiera aprovechado practicando
los difíciles ejercicios del yoga.
“Había un solo cadáver en ese lugar —prosiguió Vipulamati— pero
producía tres clases de sentimientos en tres testigos diferentes. Porque las
cosas externas producen efectos según la naturaleza y la pureza de la
mente. La mente —concluyó— se purifica con la contemplación y el culto
de los T®rthá´kara. Por tanto, las imágenes de los T®rthá´kara nos
capacitan para gozar de los placeres del cielo después de la muerte y hasta
pueden preparar nuestra mente para la experiencia del nirv†ða”.
3. LOS AUTORES DEL CRUCE
El jainismo niega la autoridad de los Veda y las tradiciones ortodoxas del
hinduismo. Por esta razón se lo considera como una de las religiones
heterodoxas de la India. No deriva de fuentes ariobrahmánicas, sino que
refleja una cosmología y una antropología mucho más antiguas, de las
clases superiores del noroeste de la India prearia, con arraigo en el mismo
subsuelo de arcaicas especulaciones metafísicas que el Yoga, el S†´khya y
el budismo, que constituyen los otros sistemas indios no védicos57. La
invasión aria, que dominó las provincias noroccidentales y norcentrales del
subcontinente en el segundo milenio a.C., no extendió todo el peso de su
impacto más allá de la parte media del valle del Ganges y, por lo tanto, no
toda la nobleza prearia de los estados del noreste fue barrida de sus tronos.
Muchas familias sobrevivieron y, cuando las dinastías de la raza invasora
comenzaron a mostrar síntomas de agotamiento, los vástagos de los
primitivos linajes nativos fueron capaces de imponerse nuevamente.
Candragupta el Maurya, por ejemplo58, provenía de una familia de esta
clase. Lo mismo el Buddha. Ik²v‡ku, el mítico antepasado de la legendaria
dinastía solar a la que pertenecía Ráma, héroe del R†m†’yana, lleva un
nombre que señala más el mundo de las plantas tropicales de la India que
las estepas de donde descendieron los invasores, pues ik±v†ku significa
“caña de azúcar” y sugiere un ambiente de totemismo vegetal aborigen.
Aun K£²ña, la encarnación divina celebrada en el Mah†bh†’rata, cuya
síntesis de enseñanzas arias y prearias se halla resumida en la Bhávagad
G®t†
59, no nació de linaje brahmánico sino k±átriya —del clan Hari—, al
que van asociadas ideas nada ortodoxas. La religión de K£²ña comprende
muchos elementos que originariamente no formaban parte del sistema
intelectual védico; y K£²ña, en la célebre leyenda que lo representa
levantando el monte Govardhan, aparece desafiando a Indra, el rey de los
57 Cf. supra, pág. 58, la nota del compilador, y Apéndice B. El Yoga, el S†´khya y el budismo serán
tratados más adelante, infra, cap. II y IV.
58 Cf. supra, pág. 41.
59 Tratado infra, págs. 299-322.
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dioses védico-arios, y hasta humillándolo60. Además, el padre de K£²ña,
Vasudeva, era hermano del padre del vigésimo segundo T®rthá´kara jaina,
el Señor Ari²›anemi y, por lo tanto, su conversión a la comunidad ortodoxa
tiene que haber sido reciente.
Como veremos en los capítulos siguientes, la historia de la filosofía india se
caracteriza sobre todo por una serie de crisis de interacción entre el estilo
de pensamiento y de experiencia espiritual de los invasores védico-arios y
el estilo primitivo dravídico no ario. Los brahmanes fueron los principales
representantes del primer estilo, en tanto que el otro fue conservado y
finalmente impuesto por las casas reales sobrevivientes de la población
india nativa, de prearios de piel oscura. El jainismo conserva la estructura
dravídica con mayor pureza que las otras grandes tradiciones indias y, en
consecuencia, es una manifestación directa, comparativamente sencilla,
clara y simple, del dualismo pesimista en el que reposa no solo el
pensamiento del S†´hya, del Yoga y del budismo primitivo, sino también
gran parte de los argumentos de las Upáni±ad, e inclusive el denominado
“nodualismo” del Ved†nta: por estas razones, en este capítulo nos
ocuparemos primeramente de él, y luego, en el capítulo VII, pasaremos a
los sistemas, muy afines, del S†´khya y del Yoga. El capítulo VIII será
dedicado al majestuoso desarrollo brahmánico, que constituye la línea
principal de la ortodoxia hindú y que es la columna vertebral de la vida y
del saber de la India, en tanto que el budismo será discutido en el capítulo
IX, primero como una vigorosa y demoledora protesta contra la supremacía
de los brahmanes, pero finalmente como una enseñanza no muy distinta de
la que imparten las escuelas brahmánicas ortodoxas. Finalmente, en el
capítulo X, presentaremos y reseñaremos brevemente el tema del Tantra,
que es una aplicación psicológica, sumamente complicada, de los
principios de la síntesis ariodravídica, que configuró a las filosofías y
prácticas budistas y brahmánicas en la época medieval y que hasta hoy
inspira no sólo la totalidad de la vida religiosa de la India sino también gran
parte de las enseñanzas populares y esotéricas de las grandes naciones
budistas: Tibet, China, Corea y Japón.
Pero volvamos a los T®rthá´kara. Como dijimos, representan lo más
vívidamente posible la victoria, destructora de la vida, del principio
trascendente sobre las fuerzas de la carne. P‡r¢va, y los otros colosos, cuyas
altas formas talladas en alabastro apuntan al cielo como flechas, se
liberaron de las esferas de los temores y deseos humanos pasando a un
reino alejado de las condiciones, victorias y vicisitudes del tiempo.
Erguidos en la posición de “desprenderse del cuerpo”, o sentados en la
recogida “postura del loto” propia del yogin concentrado, representan un
60 Sister Nivédit‡ y Ananda K. Coomaraswamy, Myths of the Hindus and Buddhists, Nueva York,
1914, págs. 230-232.
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
ideal en verdad muy diferente del tonante ideal védico que afirma el mundo
según la fórmula de “morir en torno al Poder sagrado”61.
Veintidós de estos T®rthá´kara jaina, negadores de la vida, pertenecen a
la antigua y semimítica Dinastía Solar, de la cual se considera que
descendió el salvador hindú R‡ma, y que por su ambiente está lejos de ser
aria, mientras que los otros dos pertenecen al clan Hari, la familia de K£²ña,
el héroe popular de piel azulnegra. Todas estas figuras, K£²ña, R‡ma y los
T®rthá´kara representan el resurgimiento de una concepción del mundo
totalmente distinta de la de los triunfantes pastores de ganado y jinetes
belicosos que habían entrado en la India desde las llanuras transhimalayas y
cuya forma de vida se había impuesto durante casi mil años a todos los que
la habían enfrentado. Los Veda, como los himnos homéricos de los griegos,
fueron productos de una conciencia dedicada a la acción, mientras que las
figuras de los T®rthá´kara se destacan como las expresiones más notables
de todo el arte representativo del ideal que niega el mundo y rechaza
absolutamente los atractivos de la vida. No encontramos aquí el dominio de
las fuerzas cósmicas puestas al servicio de la voluntad humana, sino, por el
contrario, la implacable trituración de las fuerzas cósmicas, tanto las del
universo externo como las que palpitan en el torrente de la sangre.
P‡r¢va, el vigesimotercer T®rthá´kara, es el primero de una larga serie que
podemos encuadrar en un marco histórico; Ari²›anemi —que lo precedió
inmediatamente, y cuyo hermano, Vasudeva, fue padre de K£²ña, el
popular salvador hindú— es apenas perceptible. Y aún así, hasta en la
biografía de P‡r¢va el elemento legendario es tan fuerte que nos cuesta
sentir la presencia de un ser humano realmente vivo y animado. La
situación es diferente, sin embargo en el caso del último T®rthá´kara,
Vardham‡na Mah‡v¯ra, porque éste vivió y enseñó en la época,
comparativamente bien documentada, del Buddha. Lo podemos imaginar
fácilmente moviéndose entre los innumerable monjes y maestros de esa
época de fermento intelectual. Tanto los textos budistas como los jaina nos
permiten captar reflejos de su presencia e influjo.
Como todos los T®rthá´kara anteriores y como su contemporáneo el
Buddha, Mah‡v¯ra tampoco era de ascendencia aria ni tenía el menor
parentesco con los semidivinos videntes, sabios, cantores y magos,
antepasados de las familias brahmánicas y fuentes de la tradicional
sabiduría védica ortodoxa. Era un k±átriya del clan Jñ‡ta (por lo que se lo
llamaba Jñ‡ta-putra, “hijo de Jñ‡ta”), había nacido en Kuñ±agr‡ma62
(kuðda, “agujero practicado en el suelo para almacenar agua”; gr†ma,
“aldea”), suburbio de la floreciente ciudad de Vais‡l¯ (la moderna Basarh, a
61 Cf. supra, págs. 63-69.
62 Ciudad gobernada por caudillos feudales indios, conocidos también por los antiguos documentos
budistas relativos al itinerario del Buddha (cf. Mah†parinibb†na-suttanta).
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
unos cuarenta kilómetros al norte de Patna, en la provincia nororíental de
Bih‡r), y sus padres, Siddh‡rta y Tri¢‡l‡, eran ya piadosos jaina, devotos
del Señor P‡r¢va. Mah‡v¯ra fue su segundo hijo, y sus padres le pusieron el
nombre de Vardham‡na, que significa “crecimiento, aumento”. A su
debido tiempo se casó con una joven que sus padres le habían elegido,
Ya¢od‡, que le dio una hija, Añojj‡. Cuando sus padres murieron, Mah‡v¯ra
tenía treinta años; habiendo tomado la dirección de la familia su hermano
mayor, Nandivárdhana, Vardham‡na le solicitó permiso para llevar a cabo
su resolución de hacerse monje, y su hermano le permitió cumplir el
proyecto por tanto tiempo acariciado. Las autoridades monásticas también
aprobaron su petición, e ingresó en la Orden cumpliendo los, usuales ritos
jaina.
Luego vinieron doce años de severas mortificaciones. Después de trece
meses descartó sus ropas y al final de una larga y dura prueba alcanzó el
estado de “aislamiento e integración” (kévaIa) que implica la omnisciencia
y la liberación con respecto a toda esclavitud terrena, correspondiente a la
“iluminación” (bodhi) de los Buddha. Mah‡v¯ra vivió en la tierra cuarenta
y dos años más, predicando universalmente la doctrina e instruyendo a sus
once discípulos principales, llamados gaðadh†ra, “cuidadores de la
multitud (de los seguidores)”. Cuando murió en P‡v‡, logrando así la
liberación final (nirv†ða), tenía setenta y dos años de edad. La secta
svet†’mbara sitúa esta fecha en el año 527 a.C., como comienzo de su era;
los digámbara la colocan en 509, y los investigadores modernos alrededor
de 480, pues Mah‡v¯ra falleció sólo unos años antes que el Buddha63.
Un diálogo que se conserva entre las sagradas escrituras de la secta
svet†’mbara64 afirma que las enseñanzas de P‡r¢va y de Mah‡v¯ra son
esencialmente las mismas. Ke¢i, adherente de P‡r¢va, hace preguntas a
Sudharma-Gáutama, uno de los discípulos del maestro más joven,
Mah‡v¯ra, y todas sus preguntas reciben respuestas que le parecen erróneas.
Finalmente Mah‡v¯ra lo apremia diciéndole: “Según P‡r¢van‡tha los
Grandes Votos son en número de cuatro; ¿por qué, entonces, Vardham‡na
dijo que eran cinco?” A lo cual Gáutama contestó: “P‡r¢van‡tha
comprendió el espíritu de su época y se dio cuenta de que a la gente de su
tiempo le convenía una enumeración de cuatro Grandes Votos; Mah‡v¯ra
presentó los mismos cuatro votos como si fueran cinco a fin de que la
doctrina jaina fuera más aceptable a la gente de su tiempo. No hay
diferencia esencial en las enseñanzas de ambos T®rthá´kara”.
El quinto voto, que Ke¢i, adherente de la enseñanza de P‡r¢va, ahora ponía
en cuestión, era el que se refería a las ropas y que había producido el cisma,
63 Esta biografía se basa en el relato que da Jacobi, en el artículo “Jainism”, en Hastings,
Encyclopaedia of Relígion and Ethics, vol. VII, págs. 466-467.
64 Uttar†dhyáyana Sûtra 23 (Sacred Books of the East, vol. XLV, págs. 119 y sigs.). La autenticidad
de este texto es negada por los digámbara.
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
pues implicaba una serie de revisiones de actitud y de conducta. Los
conservadores no solo insistían en permanecer “vestidos de cielo”, sino que
también rechazaban todas las demás reformas de Mah‡v¯ra. Por ejemplo,
Mah‡v¯ra permitía que las mujeres profesaran votos de ascetismo, en tanto
que en la secta “vestida de cielo” se les prohibía hacerlo y tenían que
esperar una posterior encarnación masculina. Sin embargo, es verdad que
Mah‡v¯ra no predicó nada absolutamente nuevo; solo modificó y desarrolló
lo que P‡r¢van‡tha ya había enseñado, y que a su vez seguramente había
sido enseñado por muchos santos y sabios de épocas anteriores65.
Las escrituras de los jaina mencionan como contemporáneos de Mah‡v¯ra a
los mismos reyes del noreste de la India que según fuentes budistas
reinaron durante la vida del Buddha. Los textos canónicos de los budistas,
que datan de los primeros siglos a. C., mencionan frecuentemente a los
jaina bajo su antiguo nombre de nirgrantha66, “sin nudo, lazo o atadura”, es
decir, “los desatados”, y se refieren a ellos como si constituyeran una secta
rival, pero en ninguna parte se los considera como de reciente fundación. A
su jefe lo llaman Jñ‡taputra Vardham‡na, (“Vardhám‡na, hijo del clan
Jñ‡ta”), Mah‡v¯ra (el “Gran Héroe”), y Jina (el “Vencedor”), y, en
contraste con el Buddha, nunca se lo presenta como discípulo de maestros
cuyas doctrinas no le satisficieron. Mah‡v¯ra permaneció fiel a la tradición
en que había nacido y que abrazó plenamente cuando se hizo monje jaina.
Al alcanzar la meta suprema perseguida por esta tradición —proeza muy
rara—, no la refutó sino que conquistó nueva fama para el viejo camino.
También en contraste con el Buddha, nunca se dice que la iluminación de
Mahávira le permitiera comprender un nuevo principio filosófico o le
proporcionara algún conocimiento especial que no fuera familiar a su
época. No fue el fundador de una nueva comunidad ascética sino el
reformador de una comunidad antigua. No enseñó una doctrina nueva; solo
se dice que en el momento de su iluminación adquirió el conocimiento
perfecto de algo que tanto él como su comunidad ya conocían imperfecta y
65 Nota del editor: Quizá el lector tenga dificultades para seguir la argumentación de Zimmer, pues en
el texto al cual se refiere (Uttar†dhyáyana Sâtra 23.29), la afirmación acerca de las ropas es precisamente
lo contrario de lo que podría esperarse. Dice: “La ley enseñada por Vardham‡na prohíbe usar ropas, pero
la del gran sabio P‡r¢va permite una prenda inferior y otra superior”. Confieso que no sé cómo Zimmer
había pensado tratar esta contradicción, pues no ha dejado notas al respecto, y no recuerdo haber
discutido con él este punto. Sus originales sobre esta parte de la historia del jainismo han quedado
incompletos. Sin embargo, como subraya el hecho de que “la autenticidad de este texto es negada por los
digámbara” (véase la nota supra), puede ser que se propusiera sugerir que los svet†’mbara invirtieron la
situación histórica para dar a sus costumbres el prestigio del maestro más antiguo. Esto daría a los
digámbara la apariencia de seguir una regla posterior y meramente temporaria, cuando en realidad, según
su tesis, eran los svet†’mbara quienes representaban la forma más reciente. Como se ha observado más
arriba (pág.172, en la nota del compilador), Zimmer se adhiere a la versión digámbara de la secuencia
histórica de las modas de los “vestidos de cielo” y de los “vestidos de blanco”.
66 Nirgrantha es palabra sánscrita; la voz páli, en los textos budistas es Nigaðša.
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parcialmente. Se limitó a entrar en un orden preexistente desde hacía
mucho tiempo y unos doce años más tarde alcanzó la realización. De este
modo cumplió plenamente lo que había sido prometido, lo que su tradición
siempre había indicado como última instancia de su sagrada, detallada y
compleja representación religiosa de la naturaleza del hombre y del
universo.
Por consiguiente, los documentos históricos budistas parecen abonar la
tesis jaina tradicional de que Mah‡v¯ra fue el último —no el primero, como
han afirmado hasta hace poco, con insistencia, los eruditos occidentales—
de los jaina “Autores del cruce del torrente del renacimiento a la otra
orilla”. Y, como hemos visto, hay buenas razones para conceder que el
“Autor del cruce” que le precedió, P‡r¢van‡tha, puede haber sido un
personaje histórico real.
Pero antes de P‡r¢van‡tha está Ari²›anerni (o Nemin‡tha), el vigésimo
segundo T®rthá´kara de la actual fase “descendente” (avasárpið®) del ciclo
universal del tiempo cósmico67, cuyo emblema distintivo es el clarín de
guerra hindú —la caracola—, y cuyo color iconográfico es el negro68. Su
existencia no está probada por documentos históricos ricos, pero se refleja
en narraciones legendarias que lo relacionan con los héroes del período
feudal de la caballería indoaria descrito en el Mah†bh†’rata y en la leyenda
de KÖ²ña. Se dice que era primo hermano de KÖ²ña; su padre,
Samudravíjaya (“Conquistador de toda la tierra, hasta las costas de los
océanos”), había sido hermano del padre de KÖ²ña, Vasudeva. Por ser
heterodoxo69, el ciclo hindú de KÖ²ña lo pasa por alto. Este ciclo, a pesar de
que también presenta rasgos heterodoxos, ha sido incorporado al gran
corpus de leyendas ortodoxas; pero los jaina pretenden que Nemin‡ha fue
muy superior a KÖ²ña, tanto por sus hazañas físicas como por sus
realizaciones intelectuales. Su disposición amable y modesta, así como su
rechazo del lujo y la adopción de la vida ascética, lo pintan como exacto
reverso de KÖ²ña. Su nombre completo, Ari²›anemi, es un epíteto de la
rueda solar y del carro solar, “cuya llanta (nemi) está indemne (ari±ša) = es
indestructible”; lo cual sugiere que pertenecía a la antigua dinastía solar70.
67 El ciclo del tiempo gira continuamente, según los jaina. El actual período “descendente”
(avasárpið®) fue precedido y será seguido por uno “ascendente” (utsárpið®). Sárpið® sugiere el
movimiento reptante de una “serpiente” (sarpin); ava- significa “abajo”, y ut- quiere decir “arriba”. El
ciclo serpentino del tiempo (la serpiente que envuelve al mundo, mordiéndose su propia cola) seguirá
dando vueltas siempre, a través de estos períodos “ascendentcs” y “descendentes”.
68 Así como cada T®rthá´kara tiene un emblema distintivo (cf supra, pág. 175), así también tiene un
color. El de Mah‡v¯ra, cuyo animal es el león, es dorado; el de P‡r¢van‡tha, azul (cf. Jacobi, loc. cit., pág.
466).
69 Cf. supra, pág. 58, la nota del compilador.
70 Cf. supra, pág. 92.
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
Con este T®rthá´kara, la tradición jaina pasa los límites de la historia
documental para internarse en el terreno del pasado mitológico. Pero de
aquí no se desprende que el historiador tenga derecho a afirmar que ningún
gran renovador y maestro de la religión jaina —quizá llamado
Ari²›anemi— precedió a P‡r¢van‡tha. Lo que ocurre es que no estamos en
condiciones de saber hasta dónde debe permitirse que la imaginación se
remonte siguiendo la línea de los T®rthá´kara. Pero evidentemente las
fechas asignadas por la tradición jaina deben rechazarse tan pronto como
vayamos más allá de P‡r¢van‡tha, porque se dice que Ari²›anemi vivió
ochenta y cuatro mil años antes que P‡r¢van‡tha, lo cual nos llevaría al
paleolítico inferior, en tanto que del T®rthá´kara precedente, Nami (cuyo
emblema es el loto azul y cuyo color es el del oro), se cuenta que murió
cincuenta mil años antes que Ari²›anemi, es decir, en la época eolítica; a
Súvrata, el vigésimo (cuyo animal es la tortuga y cuyo color es el negro) se
le fija una fecha anterior en un millón y cien mil años. Y con Malli, el
decimonono (cuyo emblema es una jarra y cuyo color es el azul) ya nos
internamos en las eras geológicas prehumanas, mientras que Ara, Kunthu,
å‡nti, Dharma, Ananta, Vímala y otros nos transportan aun más allá de los
cálculos geológicos.
Esta larga serie de salvadores semimitológicos, que se prolonga hacia el
pasado, época tras época, cada uno de los cuales ilumina el mundo de
acuerdo con las exigencias de su tiempo, pero adhiriéndose estrictamente a
la doctrina única, tiende a afianzar la creencia de que la religión jaina es
eterna. Una y otra vez ha sido revelada y renovada, en cada una de las
edades indefinidamente sucesivas, no solo por los veinticuatro T®rthá´kara
de la actual serie “descendente”, sino por un número infinito de mundos sin
término. La duración de la vida y la estatura de los T®rthá´kara mismos en
las fases más favorables de los ciclos que se repiten eternamente (los
primeros períodos de las series deseendentes y los últimos de las series
ascendentes) son fabulosamente grandes; en efecto, en los buenos tiempos
de antaño las dimensiones físicas del hombre, así como su fuerza y su
virtud, eran mucho mayores de las que hoy se conocen. Por esta razón, las
imágenes de los T®rthá´kara son colosales. Las proporciones enanas de los
hombres y héroes de épocas inferiores son resultado y reflejo de la
disminución de su valor moral. Hoy ya no somos gigantes; en realidad,
somos tan pequeños, física y espiritualmente, que la religión de los jaina se
ha tornado demasiado difícil, y en este ciclo no habrá más T®rthá´kara.
Además, a medida que se aproxime el momento en que ha de concluir
nuestra actual época descendente, la escala de la humanidad decaerá aún
más, la religión de los jaina desaparecerá, y finalmente la tierra se
convertirá en una indescriptible marisma de violencia, bestialidad y dolor.
Esta filosofía es profundamente pesimista. La ronda de los renacimientos
en el mundo es infinita, está llena de sufrimiento y no sirve de nada. Por sí
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
misma no puede proporcionar la liberación; carece de gracia redentora;
hasta los dioses están sujetos a su engañoso hechizo. Por lo tanto, el
ascenso al cielo, lo mismo que el descenso a los infiernos o purgatorios, es
una mera fase o etapa de la ilusión. Como resultado de una conducta
meritoria, uno renace como un dios entre dioses; como resultado de la mala
conducta, se renace entre las criaturas del infierno, o como un animal entre
las bestias; pero no hay escapatoria, por ningún lado, de esta perenne
circulación. Continuaremos girando siempre, a través de las diferentes
esferas de placeres sin importancia y de dolores insoportables, a menos que
de alguna manera consigamos liberarnos nosotros mismos. Pero esto sólo
puede realizarse por un esfuerzo heroico, por una larga y realmente terrible
prueba de austeridades y de progresiva autoabnegación.
4. LAS CUALIDADES DE LA MATERIA
Según la cosmología jaina, el universo es un organismovivo, animado en
todas sus partes por mónadas vitales que circulan por sus miembros y
esferas. Este organismo es inmortal y nosotros —es decir, las mónadas
vitales que constituyen la sustancia misma del gran cuerpo imperecedero—
también somos imperecederos. Ascendemos y descendemos pasando por
diversos estados del ser, ora humano, ora divino, ora animal; y los cuerpos
parecen morir y nacer, pero la cadena es continua, las transformaciones
infinitas, y todo lo que hacemos es pasar de un estado al siguiente. La
visión interior del santo y vidente jaina que ha sido iluminado percibe la
manera como las indestructibles mónadas vitales circulan por el universo.
Las mónadas vitales que gozan de los estados superiores del ser, es decir,
las que son temporariamente humanas o divinas, poseen cinco facultades
sensoriales, así como una facultad pensante (manas), duración de vida
(†yus), fuerza física (k†ya-bala), poder de la palabra (vácana-bala) y el
poder de respirar (¡v†socchv†sa-bala). En las otras filosofías clásicas de la
India —S†´khya, Yoga y Ved†nta— encontramos las mismas cinco
facultades sensoriales que aparecen en la fórmula jaina (tacto, olfato, gusto,
oído y vista); pero se añaden las “cinco facultades de acción”, que
comienzan con el habla (v†c, correspondiente a la jaina vácana-bala), para
proseguir con el acto de agarrar (p†n®, la mano), la locomoción (p†da, los
pies), la evacuación (p†yu, el ano) y la reproducción (upastha, el órgano de
la generación). Se conserva manas (la facultad de pensar) pero aparece
ligada a otras funciones psíquicas: buddhi (la inteligencia íntuitíva) y
aha´k†ra (la conciencia del ego). También se añaden los cinco pr†ða o
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
“alientos vitales”71. Al parecer, las categorías jaina representan un análisis
y descripción de la naturaleza humana relativamente primitivos, arcaicos,
muchos de cuyos detalles sirven de base y han quedado incorporados a la
concepción india clásica, de fecha posterior.
Las ranas, los peces y otros anímales que no provienen de un útero carecen
de la facultad de pensar (manas), y por consiguiente reciben el nombre de
a-sañjñin (“insensibles”), en tanto que los elefantes, los leones, los tigres,
las cabras, las vacas y el resto de los mamíferos, por tener facultad
pensante, son sañjñin. Los diferentes seres que están en los infiernos y los
dioses inferiores, lo mismo que los seres humanos, son también sañjñin.
En contraste con esas concepciones que representan el alma como algo
diminuto, como un átomo (aðu), o del tamaño de un pulgar, y con asiento
en el corazón, el jainísmo considera que la mónada vital (j®va) se difunde
por todo el organismo. El cuerpo constituye, por así decir, su atuendo; la
mónada vital es el principio que anima el cuerpo. Y la sustancia sutil de
esta mónada vital está mezclada con partículas de karman, como el agua
con la leche, o como el fuego con el hierro en una bola de hierro calentada
al rojo. Además, la materia kármica da seis colores (le¡y†) a la mónada
vital. Por esto se dice que hay seis tipos de mónada vital, en serie
ascendente, cada una con su color, olor, gusto y cualidad de tangibilidad72
como sigue:
6. blanca (¡ukla)
5. amarilla o rosada (padma, como un loto)
4. rojo fuego (tejas)
3. gris paloma (kapota)
2. azul oscuro (nila)
1. negro (k¢±ða)
Estos seis tipos se distribuyen en tres grupos de a dos, y cada par
corresponde precisamente a una de los tres guða o “cualidades naturales”
71 Estas categorías clásicas son tratadas infra, págs. 253-264. En el jainisino, el término pr†ða no se
usa en el sentido de “aliento vital” sino de “potencia corporal” y se refiere a las diez facultades citadas
más arriba. Zimmer sugiere que el análisis de la psique que prevaleció en el período clásico de la filosofía
india, en la síntesis de los llamados “seis sistemas”, no era originariamente una aportación brahmánica,
sino de origen no ario, introducida a través del S†´khya y del Yoga, y que sus categorías están
prefiguradas en la concepción jaina. Para los seis sistemas, véase el Apéndice A.
72 No es muy difícil, ni siquiera a nosotros, imaginarnos una mónada vital maloliente o agria, o dulce
y fragante.
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
de las escrituras clásicas del S†´khya y del Ved†nta73. Las l¡y† jaina que
llevan los números 1 y 2 son oscuras; corresponden al guða tamas,
“oscuridad”. La l¡y† 3 es de color gris humo, y la 4 es rojo color de llama;
ambas pertenecen al fuego y, así, corresponden al guða rajas (fuego =
rajas, “color rojo”; cf. rañj, “teñir de rojo”; rakta, “rojo”). Finalmente, las
l¡y† 5 y 6 son claras y luminosas, pues son estados de relativa pureza, y
constituyen las contrapartidas jaina del clásico guða sattva; “virtud,
bondad, excelencia, claridad; ser ideal; el estado supremo de la materia”.
En suma, las seis l¡y† jaina parecen representar algún sistema de prototipos
arcaicos de los cuales derivaron los elementos de la teoría de los guða, que
posteriormente ejerció gran influencia.
El color negro caracteriza a la gente cruel, despiadada y brutal que daña y
tortura a los demás seres. El azul oscuro caracteriza a las personas venales
y depravadas, codiciosas, insaciables, sensuales y veleidosas. El gris
paloma es típico de los temerarios, imprudentes, incontrolados e irascibles;
en tanto que el rojo fuego es el color de los prudentes, honestos,
magnánimos y devotos. El amarillo es signo de compasión, consideración,
ausencia de egoísmo, no violencia y autodominio. Las almas blancas son
desapasionadas, absolutamente desinteresadas e imparciales.
A través de los órganos físicos la materia kármica de seis colores afluye a
la mónada como el agua entra en un estanque a través de los canales. Los
actos pecaminosos producen un “influjo de karman malo” (p†pa-†’srava),
lo cual aumenta la materia negra de la mónada. Por el contrario, los actos
virtuosos producen un “influjo de karman bueno o sagrado” (puðya-
†’srava), que tiende a blanquear la mónada. Pero aun este karman santo
mantiene a la mónada atada al mundo74. Aumentando la materia kármica
amarilla y blanca, los actos virtuosos producen los lazos más suaves y
73 Nota del compilador: Aquí tambien Zimmer señala el hecho de que en el jainismo se prefiguran las
categorías indias clásicas. Sobre los guða se encontrará un extenso pasaje infra, págs. 236-238; al lector
que no esté farniliarizado con este concepto le convendrá volver al presente párrafo después de acabar la
lectura de aquella sección. Sin embargo, por adelantado puede afirmarse que, según la concepción clásica
hindú, la materia (prákÕti) se caracteriza por las tres cualidades (guða) siguientes: inercia (tamas),
actividad (rajas) y tensión o armonía (sattva) , que no son meramente facultades sino la materia misma
del universo, que se dice está constituido por los guða como una soga con tres cuerdas retorcidas: el guða
tamas es, por así decir, el negro; el rajas, rojo, y el sattva, blanco. Cuando predomina el tamas, la
disposición del individuo es torpe, perezosa y resentida; el rajas lo torna agresivo, heroico y orgulloso, y
el sattva lo conduce al reposo iluminado, a la bondad y el entendimiento.
74 Compárese Bhágavad-G®t† 14. 5-9: “Los guða —sattva, rajas y tamas— que nacen de la materia,
atan firmemente al inmortal morador-del-cuerpo al cuerpo. El sattva, por ser inmaculado, es luminoso y
posee la naturaleza de la paz y de la serenidad; ata creando apego a la felicidad y al conocimiento. El
rajas, esencia de la pasión, es causa de sed y de fascinación; ata al morador-del-cuerpo apegándolo a la
acción. Finalmente, el tamas nace de la ignorancia y aturde a todos los seres encarnados; ata por
inadvertencia, indolencia y sueño. Así, mientras el tamas oscurece el juicio y apega al error, el rajas
apega a la acción y el sattva a la felicidad”.
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
agradables; pero son siempre lazos, y no bastan para consumar la
liberación. Para obtener el nirv†ða hay que anular los “influjos” (†’srava)
de toda clase, y esta detención de la vida solo puede efectuarse
absteniéndonos de actuar en todo sentido. bueno o malo75.
Un hecho fundamental que los “adeptos” de la sabiduría india suelen pasar
por alto es el hecho de que los maestros indios y los que se han liberado de
las cadenas del mundo rechazan por entero todos los valores de humanidad.
La “humanidad”, en el sentido del ser humano, el ideal de su perfección y
el de la sociedad humana perfecta, tuvo suprema importancia para el
idealismo griego, como hoy lo tiene para el cristianismo occidental en su
forma moderna; pero, ante los ojos de los sabios y ascetas indios, los
Mah†tma y salvadores iluminados, la “humanidad” no era otra cosa que
una cáscara que debía ser perforada, destrozada y abandonada. En efecto, la
perfecta inactividad en el pensamiento, la palabra y la acción solo es
posible cuando uno ha muerto para todos los intereses de la vida: muerto al
dolor y al placer así como a todo impulso de poder; muerto a los atractivos
del ejercicio intelectual, muerto a las cuestiones sociales y políticas;
profunda y absolutamente desinteresado por el propio carácter del ser
humano. La sublime y suave cadena final, la virtud, es algo que también
habrá que cortar. No se la puede considerar como meta sino solo como
comienzo de la gran aventura espiritual del “Autor del cruce”, un escalón
en el camino hacia la esfera sobrehumana. Esta esfera, además, no es solo
sobrehumana sino también superdivina: está más allá de los dioses, de sus
cielos, de sus placeres, de sus poderes cósmicos. En consecuencia la
“humanidad”, tanto en su aspecto individual como en el colectivo, ya no
puede preocupar a nadie que se esfuerce seriamente por alcanzar la
perfección siguiendo el camino de la sabiduría india. La humanidad y sus
problemas pertenecen a las filosofías de la vida que hemos discutido más
arriba: las filosofías del éxito (artha), del placer (k†ma) y del deber
(dharma); pero éstas no interesan a quien literalmente ha muerto al tiempo,
y para quien la vida es la muerte.
75 El T®rthá´kara jaina, en virtud de su ilimitada intuición u omnisciencia, que se basa en la pureza
cristalina e infinita irradiación de la mónada: vital liberada de su sustancia kármica, percibe directamente,
en todas y cada una, el preciso color, sabor, fragancia y cualidad de la materia que infecta a la mónada
vital; sabe exactamente el grado de contaminación, oscuridad o brillo de cada individuo que el
T®rthá´kara ve, pues la luminosidad de la mónada atraviesa todo el organismo, y se concibe como algo
que emana aún más allá de la estricta circunferencia del cuerpo, de tal modo que forma a su alrededor un
halo, invisible a los mortales corrientes, pero claramente perceptible al santo iluminado. Aquí tenemos el
arcaico antecedente del halo —el “aura” de los teósofos— que envuelve a toda forma viviente y que por
sus matices, oscuridades o brillos denuncia el estado del alma, mostrando si uno se halla sumido en
pasiones animales oscurecedoras y en ofuscadoras propensiones egoístas, o si ha avanzado por el camino
hacia la purificación y hacia la liberación con respecto a las cadenas de la materia universal.
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
“Dejad que los muertos entierren a sus muertos76“; tal es la idea que
queremos expresar. Pero justamente por ello nos resulta muy difícil, a
nosotros los cristianos del Occidente moderno, apreciar y asimilar el
mensaje tradicional de la India.
La divinización heroica o sentimental del hombre según las líneas de los
ideales humanitarios clásicos y modernos es algo totalmente extraño a la
mentalidad india. Desde el punto de vista indio, la especial dignidad del ser
humano consiste solamente en el hecho de que es capaz de ser iluminado,
liberado de la esclavitud, y por ello, en última instancia, puede actuar como
supremo maestro y salvador de todos los seres, inclusive los animales y los
dioses. La mónada vital que ha alcanzado madurez suficiente para realizar
esta tarea superdivina desciende a la tierra desde el alto reino de la
bienaventuranza celeste, como lo hizo la mónada del Salvador jaina,
P‡r¢van‡tha77, pues ante su sabiduría los temporarios deleites y poderes de
los dioses carecen de importancia. Luego, en una existencia final entre los
hombres, el salvador mismo obtiene la iluminación perfecta, y con ella la
liberación; y con sus enseñanzas renueva la doctrina intemporal acerca del
camino para alcanzar esta meta.
Este pasmoso ideal, expresado en las legendarias biografías de los Buddha
y los T®rthá´kara, fue tomado en serio y al pie de la letra como un ideal
para todos. Se lo consideró como un ideal realmente abierto al hombre, y se
tomaron medidas para realizarlo. Al parecer, era una visión prearia y no
brahmánica del puesto del hombre en el cosmos, que se originó en el
subcontinente indio. El camino de perfeccionamiento enseñado por esta
doctrina era el del ascetismo del Yoga y el de la autoabnegación, y la
imagen que la visión interior debía tener siempre presente era la de un
salvador humano que habría de redimir a todos, inclusive a los dioses.
En Occidente, estas ideas han sido sistemáticamente reprimidas como
herejías: una herejía de titanismo. Ya para los griegos era la falta clásica
del héroe trágico, la  N + de los antidioses o titanes, mientras que la
Iglesia Cristiana se ha burlado de tal pretensión por considerarla
sencillamente increíble78. Sin embargo, en la poesía cristiana moderna se
puede señalar por lo menos un ejemplo importante de la idea de un ser
humano que va a rescatar a Dios. En efecto, cuando en el tercer acto de la
ópera de Wagner, Parsifal retorna con la lanza sagrada, cura a Amfortas, el
guardián del grail, que estaba enfermo, y devuelve el grail a sus benéficas
funciones, las voces de los ángeles cantan desde las alturas; “¡Redención
para el Redentor!” Es decir: la sagrada sangre de Cristo ha sido redimida de
76 San Mateo, 8: 22.
77 Supra, págs. 161-162.
78 Véase, por ejemplo, lo que dicen de Simón Mago, Justino el Mártir (Dial. cum Tryph. CXX, 16),
Tertuliano (De Idol. 9, De Fuga 12. De Anima 34, Apol. 13) y Orígenes (C. Celsum, 1 57, VI 11) o
cualquier otra exposición de misioneros cristianos actuales acerca de la religión india.
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
la maldición o el encantamiento que anulaba su acción. Y también en El
anillo de los Nibelungos, de Wagner, encontramos un paralelo pagano de
este motivo desarrollado en términos casi idénticos. Brunilda calma los
sufrimientos de Wotan haciendo descansar al Padre supremo de todo el
universo al devolver el anillo a las aguas primordiales, y canta a Wotan:
“Ruhe nun, ruhe, du Gott!” (descansa, ahora, descansa, tú, Dios!). El
individuo iluminado, perfeccionado por el sufrimiento, omnisciente por la
compasión, desapegado por la conquista de su Yo, redime el principio
divino que, por sí solo, es incapaz de desligarse de su propia fascinación
por el juego cósmico79.
5. LA MÁSCARA DE LA PERSONALIDAD
En la epopeya homérica, Ulises bajó al mundo subterráneo a pedir consejo
a los muertos y encontró en la lóbrega tierra crepuscular de Plutón y
Perséfona las sombras de sus antiguos amigos y compañeros que habían
caído en el sitio de Troya, o fallecido durante los años siguientes a la
conquista de la ciudad. No eran más que sombras en un reino de penumbra;
pero cada uno de ellos pudo ser reconocido al momento, pues todos
conservaban los rasgos que habían poseído en la tierra. Aquiles declaró que
preferiría la vida dura y sin gozos de un oscuro campesino a plena luz del
día entre los vivos, a la melancólica monotonía de su actual semiexistencia
como el más grande de los héroes entre los muertos; sin embargo, Aquiles
conservaba perfectamente su identidad. La fisonomía, la máscara de la
personalidad, había sobrevivido a la separación del cuerpo y al largo exilio
que lo había alejado de la esfera humana y de la superficie de la tierra.
En ningún pasaje de la epopeya griega encontramos la idea de que el héroe
muerto pierda su identidad con respecto a su existencia anterior, temporal.
Los griegos de la época homérica no tuvieron en cuenta la posibilidad de
que uno pudiera perder la personalidad histórica. Tampoco se le ocurrió a
la mentalidad cristiana medieval. Dante, como Ulises, fue un viajero que
recorrió el mundo de ultratumba. Conducido por Virgilio entre los círculos
del Infierno y del Purgatorio, subió a las esferas y por todas partes, en todo
el recorrido de su viaje, vio y conversó con amigos y enemigos personales,
héroes miticos y grandes figuras de la historia. Todos fueron reconocidos
enseguida, y todos satisficieron su insaciable curiosidad volviendo a contar
sus biografías, demorándose, con relatos y argumentos, en pequeños
detalles de sus breves y fútiles existencias individuales. Sus antiguas
personalidades parecen haberse conservado perfectamente bien a través de
sus largos vagabundeos por los vastos ámbitos de la eternidad.
79 Zimmer, The King and the Corpse, págs. 51-52.
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
Aunque definitivamente separados de los breves momentos de sus vidas
terrenas, todavía estaban preocupados por los problemas y molestias de sus
biografías y perseguidos por la idea de sus culpas, que los acuciaban en las
formas simbólicas de sus respectivos castigos. La personalidad los tenía a
todos en sus garras, tanto a los santos del Cielo en su gloria como a los
torturados y sufrientes habitantes del Infierno. En efecto: según los
cristianos medievales, la personalidad no había de perderse con la muerte
ni habría de desaparecer, purgada por las experiencias del más allá. La vida
de ultratumba habría de ser más bien una segunda manifestación y
experiencia de la esencia misma de la personalidad, realizada en una escala
más amplia y en un estilo más libre, y con un despliegue más notable de la
naturaleza e implicancias de las virtudes y de los vicios.
Para la mentalidad occidental, la personalidad es eterna, indestructible,
indisoluble. Ésta es la idea fundamental en que se basa la doctrina cristiana
de la resurrección de la carne, pues la resurrección significa que
reconquistamos nuestra querida personalidad en una forma más pura, digna
de presentarse ante la majestad del Todopoderoso. Y se supone que esa
personalidad perdurará siempre, aunque, por una curiosa falta de lógica, no
se cree que haya preexistido en ninguna parte, en cualquier forma o estado,
antes del nacimiento carnal del individuo mortal. La personalidad no existía
en las esferas extrahumanas, desde toda la eternidad, antes de manifestarse
temporalmente en la tierra. Se dice que ha nacido con el acto mortal de la
procreación, pero se supone que proseguirá después de desprendernos del
mortal atuendo procreado: temporal en su origen, inmortal en su fin.
El término “personalidad” deriva del sustantivo latino persona.
Literalmente, persona significa la máscara con que el actor del teatro
griego o romano se cubría la cara: la máscara “a través de la cual (per-)
dice (sonat) su parte”. La máscara es lo que lleva los rasgos y la
caracterización del papel: los que permiten reconocer al héroe o a la
heroína, al criado o al mensajero, mientras el actor mismo, detrás de la
caracterización, permanece anónimo, como un ser desconocido alejado del
drama y constitucionalmente despreocupado por los sufrimientos y
pasiones representados en el escenario. Originalmente el término persona,
en el sentido de “personalidad” debe de haber significado que la gente solo
está personificando lo que parece ser. La palabra da a entender que la
personalidad es solo la máscara de la parte que uno tiene que representar en
la comedia o en la tragedia de la vida y que no debe ser identificada con el
actor. No es una manifestación de su verdadera naturaleza sino un velo.
Pero la concepción occidental —que tuvo origen en los griegos y que luego
fue desarrollada por la filosofía cristiana— ha anulado la distinción,
implícita en el término, entre la máscara y el actor cuyo rostro oculta.
Ambos, por así decir, se han vuelto idénticos. Cuando el drama ha
terminado no es posible sacarse la persona, que queda adherida en la
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muerte y en la vida del más allá. Habiéndose identificado totalmente con la
personalidad representada en el momento que pasó en el teatro del mundo,
el actor occidental no puede quitársela cuando llega el instante de partir, y
la conserva indefinidamente, por milenios y hasta por eternidades, cuando
la pieza ha concluido. Perder su persona significaría para él perder toda
esperanza de futuro más allá de la muerte. Para él la máscara se ha fundido
y confundido con su esencia.
Por el contrario, la filosofía india subraya la diferencia, haciendo hincapié
en la distinción entre el actor y el papel. Siempre destaca el contraste entre
la existencia del individuo que se manífiesta y el ser real del actor anónimo,
oculto, velado, encubierto por las vestiduras del drama. En realidad, uno de
los esfuerzos dominantes del pensamiento indio a través de todos los
tiempos ha sido el de crear una técnica segura para mantener claramente
separadas ambas instancias. Durante siglos se han sucedido las minuciosas
definiciones de sus relaciones y cooperaciones recíprocas, y han perdurado
los esfuerzos prácticos, sistemáticos y denodados para pasar de los confines
de una a los insondables abismos de la otra, utilizando sobre todo los
innumerables procedimientos introspectivos del Yoga. Penetrando y
disolviendo todas las capas de la personalidad manifiesta, la conciencia
inexorablemente introvertida perfora la máscara y, descartándola
finalmente en todos sus estratos, llega al anónimo y curiosamente
indiferente actor de nuestra vida.
Aunque en los textos hindúes y budistas hay gráficas descripciones de los
tradicionales infiernos y purgatorios, cuyos detalles son minuciosamente
presentados, la situación nunca es la misma que encontramos en los
mundos escatológicos de Dante y de Ulises, colmados de celebridades
muertas hace mucho tiempo que aún conservan todas las características de
sus máscaras personales. En los infiernos de Oriente, aunque contienen
multitudes de seres que agonizan en medio de sufrimientos, ninguna de las
criaturas conserva los rasgos de sus individualidades terrenas. Algunas
pueden recordar que una vez estuvieron en alguna otra parte y saber a qué
acto se debe el castigo que están sufriendo, pero, en general, todos están
sumidos y perdidos en su miseria actual. Así como cualquier perro está
absorto en el estado de ser precisamente el perro que es, fascinado por los
detalles de su vida actual —y como nosotros mismos estamos en general
hechizados por nuestras actuales existencias personales— así también lo
están los seres en los infiernos híndúes, jaina y budistas. No pueden
recordar ningún estado anterior, ninguna vestidura usada en una existencia
previa, sino que se identifican exclusivamente con lo que son ahora. Y ésta
es, desde luego, la razón por la cual están en el infierno.
Tan pronto como esta idea india se hace presente al espíritu, se plantea la
cuestión de saber por qué uno está obligado a ser lo que es. ¿Por qué tengo
que llevar la máscara de esta personalidad que pienso y siento ser? ¿Por
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qué tengo que soportar este destino, las limitaciones, ilusiones y
ambiciones de este papel peculiar que estoy obligado a representar? O bien,
¿por qué, si me he desprendido de una máscara, estoy de nuevo llevando
otra ante las candilejas, representando otro papel en un escenario distinto?
¿Qué es lo que me impulsa a seguir así, a ser siempre algo particular, un
individuo, con todos estos particulares defectos y experiencias? ¿Dónde y
cómo podré alcanzar otro estado, el de no ser algo particular, acosado por
limitaciones y cualidades que obstruyen mi ser puro y sin límites?
¿Podemos convertirnos en algo carente de todo matiz y color específicos,
no definidos por una forma, no limitados por cualidades: algo que sea no
específico y, por lo, tanto, incapaz de ninguna vida específica?
Tales son las preguntas que conducen a los experimentos ascéticos y a la
práctica del Yoga. Surgen de un melancólico cansancio, de la voluntad de
vivir. La voluntad se ha fatigado, por así decir, de las perspectivas de este
infinito antes y después, como si un actor de pronto se aburriera de su
oficio. Esta carrera intemporal de trasmigraciones se presenta como una
condena a un pasado sin recuerdos y a un futuro sin proyectos. ¿Por qué
preocuparnos de ser lo que somos: hombre, mujer, campesino, artista, rico
o pobre? Si ya he representado, sin recordarlos, todos los papeles y
actitudes posibles, una y otra vez en el pasado irrecuperable y en mundos
que se han disuelto, por qué sigo andando?
Sin duda llegaríamos a aborrecer la trillada comedia de la vida si no
estuviéramos cegados, fascinados y engañados por los detalles del papel
que representamos. Si no estuviéramos hechizados por el argumento del
drama en que hemos sido atrapados en el presente, sin duda podríamos
decidirnos a renunciar, a abandonar la máscara, el vestido, la parte, todo.
No es difícil imaginar por qué, para algunos, podría llegar a ser fastidioso ir
con este permanente compromiso, representando personaje tras personaje
en este inacabable repertorio de la vida. Cuando se siente la. sensación de
fastidio o de náusea (como ha ocurrido repetidas veces en la larga historia
de la India), la vida se rebela, se levanta contra su elementalísima tarea o
deber de seguir automáticamente adelante. Al pasar del individuo a la
colectividad, este impulso da lugar a la fundación de órdenes ascéticas,
como las de las comunidades jaina y budistas de monjes sin hogar: huestes
de actores renegados, heroicos desertores, que se han exiliado a sí mismos
de la farsa universal que es la fuerza de la vida.
Si estos renegados se tomaran la molestia de justificarse, discurrirían así:
“¿Por qué tiene que importarnos qué somos? ¿Qué interés auténtico
tenemos con respecto a todos esos papeles que la gente continuamente está
obligada a representar? Es realmente lamentable la situación del que ignora
que uno ya ha represientado toda clase de papeles, una y otra vez, haciendo
de mendigo, de rey, de animal, de dios, y que la vida del actor no es mejor
en un caso que en otro. Porque el hecho más evidente acerca del
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
compromiso intemporal es que todos los objetos y situaciones del
argumento ya se han ofrecido y perdurado en repetición indefinida a través
de los milenios. Hay que ser completamente ciego para seguir
sometiéndose a los hechizos de las mismas seducciones de antaño;
sojuzgado por las engañosas tentaciones que han seducido a todo ser que
haya vivido; saludando con expectación, como a una nueva y emocionante
aventura, los mismos hechos triviales que han decepcionado
indefinidamente nuestros deseos y experiencias; apegándose a una u otra
ilusión. Y todo esto no es más que el resultado del hecho de que el actor
sigue representando papeles, cada uno de los cuales aparentemente es
nuevo, pero que ya ha sido desempeñado muchas veces, aunque con ropaje
ligeramente distinto y con otros repartos. Sin duda es una impasse ridícula.
La mente ha sido embrujada, atrapada por las presiones de una ciega fuerza
vital que arremolina a las criaturas en una incesante corriente cíclica. ¿Y
por qué? ¿Quién o qué lo produce? ¿Quién es el loco que mantiene esta
absurda comedia en las tablas?”
La respuesta que habría que dar a quien no fuera capaz de descubrirla por sí
mismo es: el hombre; el hombre mismo: cada individuo. La respuesta es
evidente, porque cada uno sigue haciendo lo que siempre ha hecho,
imaginando continuamente que hace algo diferente. Su cerebro, su lengua,
sus órganos de acción están incurablemente dominados por un impulso de
hacer algo; y el individuo lo hace. Así es como se crean nuevas tareas,
contaminándose a cada minuto con nuevas partículas de materia kármica
que ingresan en su naturaleza, afluyen a su mónada vital, mancillan su
esencia y oscurecen su luz. Estas complicaciones lo atan a una lóbrega
existencia de deseos e ignorancias, en la que atesora su transitoria
personalidad como si fuera algo sustancial —adhiriéndose al breve hechizo
de la confusa vida, que es lo único que conoce, acariciando este corto paso
de la existencia individual entre la cuna y la pira funeraria— y así prolonga
inconscientemente el tiempo de su esclavitud extendiéndolo
indefinidamente en el futuro. Con su activa persecución de lo que concibe
ser su propio bienestar o felicidad, o el de algún otro, solo consigue
estrechar sus propias ligaduras y las de los demás.
6. EL HOMBRE CÓSMICO
En el Cercano Oriente precristiano prevaleció la doctrina de que Dios tiene
forma humana. Los hebreos, por ejemplo, aunque les estaba prohibido
hacer imágenes de su divinidad, lo concibieron antropomórficamente.
Jehová creó al hombre a su imagen y semejanza, y todos tenemos forma
humana, como descendientes de Adán, porque Jehová tiene esa forma.
Jehová es el Primer Hombre, Divino y eterno, mientras que Adán es solo el
primer hombre, creado a imagen de Jehová, pero hecho de tierra y, por
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
consiguiente, perecedero. Finalmente, Jesús es el segundo hombre, o el hijo
del Hombre, que bajó de los Cielos para restaurar la perfección de la
imagen creada.
En contraste con estas concepciones del Cercano Oriente, de origen
sumerio y semítico, la tradición india aborigen, prearia —que es la
representada por la.religión de los jama— considera que el Primer Hombre
no es Dios (es decir, Dios como algo distinto de la materia, que crea el
universo sacándolo de la materia como de un segundo principio diferente
de la propia esencia divina) sino el organismo del universo. Según esta
creencia, el universo entero tiene forma humana, no tuvo principio y no
tendrá fin. El Primer Hombre no es el “espíritu” como algo distinto de la
“materia”, sino la “materia espiritual” o “espíritu materializado”. En este
sentido, la filosofía del jainismo es monista.
Por otra parte, en su análisis de la psicología y del destino del hombre, el
jainismo es dualista. A la mónada vital (j®va) se la considera como algo
absolutamente diferente de la “materia kármica” (a-j®va, “no j®va”) de las
seis coloraciones80 que la esclavizan y le impiden liberarse. El jainismo
comparte esta concepción con la filosofía del S†´khya, que tampoco es aria
ni védica y que también hunde sus raíces en la cosmovisión de la India
aborigen81. En efecto, en el S†´khya, las mónadas vitales (llamadas púru±a)
se distinguen estrictamente de la materia inanimada (llamada prák¢ti), y se
concibe que la meta de los esfuerzos espirituales del hombre consiste en
realizar la separación de ambas.
Este dualismo radical de las primitivas concepciones jaina y s†´khya ofrece
un notable contraste con el conocido “no dualismo” del brahmanismo
clásico, expresado en las Upáni±ad, en la Bhágavad G®t† y sobre todo en el
Ved†nta82. En efecto, según la enseñanza vedantina, la materia (prák¢ti) es
energía materializada (pr†ða, ¡akti), la cual a su vez es la manifestación
temporal de la esencia eterna, incorporal y supraespiritual que es el más
íntimo Yo (†tman) de todas las cosas. El Yo (†tman) despliega el reino
fenoménico de la materia (prák¢ti) y simultáneamente entra en él bajo la
forma de mónadas vitales o yoes individuales (j®va, púru±a). En otras
palabras: todas las cosas, en todos sus aspectos, son solo reflejos del único
eterno Yo —ètman-Brahman— que por esencia está más allá de toda
definición, nombre y forma83.
80 Cf. supra, pág. 187.
81 Cf supra, pág. 58, la nota del compilador.
82 Nota de1 coniffilador: Este tema será tratado largamente infra, págs. 282-362. Zimmer por ahora se
limita a decir que aunque la concepción jaina y s†´khya es dualista, y la védica y vedantina. es no dualista
respecto de la relación de la mónada vital (j®va, púru±a) con la materia (karman, prák¢ti), ambas
tradiciones presentan al Hombre Cósmico como idéntico al universo, no como un externo Dios, creador
de algo absolutamente separado de él.
83 Cf supra, págs. 69-75.
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
En uno de los textos brahmánicos fundamentales84 leemos, por ejemplo: En
verdad, lo no-existente estaba aquí en el principio. Ese “no-existente” no
debe considerarse simplemente como una nada, porque si así fuera no se
hubiera dicho que “estaba”. Luego en el texto encontramos esta pregunta:
¿Qué era este no-existente? A lo cual se contesta: Energía vital (pr‡ña).
Hablando juntas, las siete energías vitales (pr†ða) dicen85 : En verdad, en
el estado en que ahora nos encontramos, nunca seremos capaces de
producir. Por lo tanto, de estos siete hombres [es decir, de ellas mismas]
hagamos un hombre. Convirtieron a los siete hombres [ellas mismas] en un
hombre (…) Fue él quien llegó a ser el Señor de la Progenie.
Y este Hombre, el Señor de la Progenie, sintió el deseo dentro de sí:
“¡Quisiera ser más! ¡Quisiera parir!” Se esforzó y creó calor interno.
Cuando se hubo esforzado y creado calor, sacó de sí, como su primera
creación, el Poder Sagrado, es decir “la triple sabiduría” [los Veda]. Esta
triple sabiduría se convirtió en una sólida “plataforma” sobre la cual pudo
pararse firmemente (…).
Sobre este sólido lugar estuvo luego firmemente parado y ardió
interiormente. Sacó de sí, del habla (v‡c), las aguas para que fueran el
mundo. En verdad, el habla era suya; fue nacida de él. El habla llenó todo
lo que hay aquí; todo lo que hay aquí lo llenó.
Éste es un ejemplo de la versión mitológica de la concepción brahmánica
clásica de la procesión de todo lo creado, en todos sus aspectos, a partir de
lo Uno. El habla (v‡c, es decir, la Palabra, o Verbo, lógos) y las aguas
(compárese con Génesis 1:2) son aquí la autoescisión de la única Realidad
ilimitada. El mundo de los nombres y las formas (n†marâpa)86, y de la
polaridad sujeto-objeto se ha producido, y el estado de “oposición dual” (es
decir, “espíritu” y “materia”) se ha creado, como una emanación o
autodivisión del Primer Hombre no dual. Todo toma parte y participa en su
ser. Lo que a la vista parecería ser una esfera de principios duales ha
procedido de esta Realidad única y es esa única Realidad. Por consiguiente
los brahmanes, en su meditación, tratan de reducirlo todo de nuevo a ese
“Uno sin segundo”, en tanto que los jaina, en las suyas, separan (dentro de
los límites de ese único Primer Hombre) el elemento espiritual (la mónada
vital, j®va) con respecto a la materia (karma, aj®va). Sin embargo, en ambos
casos —tanto según los jaina no arios como según los brahmanes
indoarios— el Dios Universal (que es al mismo tiempo el universo) es
simultáneamente “materia” y “espíritu”. Este monismo cósmico coloca
estas creencias muy lejos de la concepción judeocristiana ortodoxa.
84 äátapatha Br†’hmaða 6.1.1.109.
85 Pr†ða, “aliento vital”: los cinco (o generalmente siete) pr†ða constituyen las energías vitales de
cada criatura; su alejamiento señala la muerte del ser individual; cf. Infra, págs. 254-255. En el presente
pasaje están personificados como siete sabios santos, o î±i.
86 Cf. supra, págs. 23-24.
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
Los partidarios de Swedenborg, sin embargo, traducen la idea cristiana de
Dios como una gigantesca forma humana, en una figura que en cierto modo
sugiere el Hombre cósmico de los jainas. Emanuel Swedenborg (1688-
1772) experimentó en sus visiones la totalidad del cielo en esta forma
antropomórfica. Su obra El Cielo y sus maravillas, el mundo de los
espíritus y el Infierno; narración basada en cosas oídas y vistas87 afirma:
Un arcano que el mundo todavía no conoce pero es bien conocido en los
cielos, es que el cielo en su totalidad representa un solo hombre88.
Swedenborg continúa: En realidad los ángeles no ven todo el cielo,
colectivamente, en esa forma, porque la totalidad del cielo es demasiado
vasta para que un ángel pueda captarla con la vista; pero en ciertas
ocasiones los ángeles ven sociedades distantes, compuestas de muchos
miles de ángeles, como un solo objeto de esa forma; y basándose en una
sociedad, tomada como una parte, sacan conclusiones acerca del conjunto,
que es el cielo89 (…) Siendo así la forma del cielo, también es gobernado
por el Señor como un solo hombre, y, de este modo, como un solo
conjunto90.
En su obra Sabiduría angélica acerca del Amor divino y de la Sabiduría
divina (1763), el mismo gran visionario describe nuevamente los cielos
como un organismo humano, y dice: Los cielos se dividen en dos reinos,
uno llamado celestial, y el otro espiritual. En el reino celestial gobierna el
amor al Señor; en el reino espiritual reina la sabiduría proveniente de ese
amor. El reino donde gobierna el amor se llama reino cardíaco del cielo;
el reino donde impera la sabiduría se llama el reino neumónico. Hay que
saber que todo el cielo angélico en total representa un hombre, y ante Dios
aparece como un hombre; en consecuencia, su corazón constituye un
reino, y sus pulmones otro. En efecto: hay un movimiento neumónico y
cardíaco general por todo el cielo, y un movimiento particular en cada
ángel, originado en el movimiento general. El movimiento general
cardíaco y neumónico procede sólo de Dios, porque el amor y la sabiduría
solo provienen de Él91; es decir, el cielo tiene la forma de un hombre
gigantesco, y esta forma está animada en todas sus partes por el
movimiento cardíaco que es el amor divino, que procede incesantemente de
Dios, así como por el movimiento neumónico o respiratorio, que es la
razón divina. Dios no es idéntico al gigantesco organismo antropomórfico
formado por todos los estratos del cielo, pero lo impregna con su amor y
87 Publicado por primera vez en latín (Londres, 1758); trad. inglesa por el Rev. Samuel Noble, Nueva
York, 1883.
88 Ib. § 59.
89 Ib. § 62.
90 Ib. § 63.
91 Publicado por la American Swedenhorg and Publishing Society. Nueva York, 1912; § 381.
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
con su sabiduría, y éstos, a su vez, impregnan el organismo, como la sangre
del corazón y el aire de los pulmones impregnan el cuerpo humano.
La diferencia más importante entre este Hombre Cósmico occidental y el
llombre Cósmico indio reside en que en la revisión de Swedenborg
solamente el cielo está formado de acuerdo con la divina imagen humana
(que es semejante a la forma arquetípica de Dios mismo), mientras que en
el jainismo el divino organismo antropomórfico comprende la totalidad del
universo, incluyendo hasta sus estratos infrahumanos: animales y plantas
que carecen de las facultades humanas superiores —amor y
espiritualidad— y también la materia inorgánica y los elementos mudos.
Esto concuerda con la finalidad universal de la doctrina india de la
perfección, trasformación y redención, que no solo incluye a seres humanos
sino también a todo lo que existe. Aunque sumidos en las tinieblas, los
animales y hasta1os átomos buscan la salvación. Están destinados a ser
enseñados y guiados por los salvadores universales y a ser iluminados y
redimidos, porque son miembros de la universal hermandad de mónadas
vitales. Su destino consiste, finalmente,en trascender las servidumbres del
karman de las seis coloraciones.
Porque Dios es un Hombre —leemos también en El Amor divino la
Sabiduría divina de Swedenborg (y aquí resulta evidente que la forma
humana de los cielos puede identificarse con Dios mismo)— todo el cielo
angélico en conjunto parece un solo hombre y se divide en regiones y
provincias según los miembros, vísceras y órganos del hombre. Así, hay
sociedades del cielo que constituyen la provincia de todas las cosas que
están en el cerebro, de todas las cosas de los órganos faciales y de todas
las cosas de las vísceras del cuerpo. Estas provincias están separadas
entre sí como aquellos órganos lo están en el hombre; además, los ángeles
saben en qué provincia del hombre están. Todo el cielo se parece al
hombre porque “Dios es un hombre. Dios es también cielo”, porque los
ángeles, que constituyen el cielo, reciben del Señor el amor y la sabiduría,
y los recipientes son imágenes92. Desde luego, el corolario es que el
organismo humano es un reflejo de los cielos. La multitud de pequeñas
glándulas (que constituyen el cerebro humano) también puede compararse
a la multitud de sociedades angélicas de.los cielos, que son innumerables,
y que, según se me ha dicho, “tienen el mismo orden que esas
glándulas”93.
No me ha sido dado ver qué forma tiene el infierno en conjunto: solo se me
ha dicho que, así como el cielo universal, visto colectivamente, es como un
hombre, así también el infierno universal, colectivamente considerado, es
como un diablo y también puede presentarse a la vista en la forma de un
92 Ib., § 288. Entre comillas de Zimmer.
93 Ib., § 366. Entre comillas también de Zimmer.
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
diablo94 (…). Hasta ahora, en el mundo se ha supuesto que hay cierto
diablo individual, que domina los infiernos, y que fue creado como ángel
de la luz, pero que luego se rebeló y fue arrojado al infierno junto con su
cuadrilla. La razón por la cual ha prevalecido esta creencia es que en la
Palabra se menciona al Diablo y a Satán, y también a Lucifer; y en estos
pasajes la Palabra ha sido interpretada en sentido literal; pero la verdad
es que el Diablo y Satán en esos textos significan el Infierno. El Diablo
quiere decir el Infierno que está atrás, habitado por la peor clase de
espíritus, llamados genios malignos; y Satán quiere decir el infierno que
está adelante, cuyos habitantes no son tan malos y se llaman espíritus
malignos. Por otra parte, Lucifer quiere decir los habitantes de Babel o
Babilonia, que son los que pretenden extender su autoridad hasta el mismo
cielo95.
En el Gran Hombre, que es el cielo, los que están colocaos en la cabeza
gozan de cada bien mucho más que todos los otros, pues gozan de amor,
paz, inocencia, sabiduría e inteligencia y, por lo tanto, de alegría y
felicidad. Éstos influyen en la cabeza y en todo lo que pertenece a la
cabeza del hombre y corresponde a ella. En el Gran Hombre, que es el
cielo, los que están colocados en el pecho gozan el bien de la caridad y de
la fe (…) En el Gran Hombre o cielo, los que están colocados en los ijares
y en los órganos de la generación relacionados con ellos, son los que están
eminentemente establecidos en el amor conyugal. Los que están colocados
en los pies se hallan establecidos en el más bajo de los bienes del cielo,
llamado bien espiritual-natural. Los que se encuentran en los brazos y en
las manos están en el poder de la verdad derivado del bien. Los que están
en los ojos son eminentes por su entendimiento. Los que están en los oídos,
se destacan por su atención y su obediencia. Los que están en las narices,
se distinguen por su percepción. Los que están en la boca y en la lengua,
son los que sobresalen en el razonamiento basado en el entendimiento y en
la percepción. Los que ocupan los riñones están establecidos en una
verdad de carácter penetrante, discriminador y castigador. Los que se
encuentran en el hígado, el páncreas y el bazo están establecidos en la
purificación del bien y de la verdad por varios métodos. Y lo mismo con
respecto a los otros miembros y órganos. Todos influyen en las partes
similares del hombre y corresponden a ellas. El influjo del cielo alcanza a
las funciones y usos de los miembros, y como estos usos proceden.del
mundo espiritual, se revisten de formas mediante los materiales que se
encuentran en el mundo natural, y así se presentan en los efectos. Por esta
94 Swedenborg, Heaven and Its Wonders and Hell, § 553.
95 Ib., § 544.
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
razón hay correspondencia entre ellos96 (… En 1 general, el tercer cielo o
cielo supremo constituye la cabeza, hasta la altura del cuello; el segundo
cielo, o cielo intermedio, constituye el pecho o cuerpo hasta los ijares y
rodillas;el cielo inferior o primer cielo constituye las piernas y los pies
hasta las plantas, como también los brazos hasta los dedos, porque los
brazos y las manos son partes que pertenecen a los órganos inferiores del
hombre, aunque estén a los costado97.
La relación, asombrosamente estrecha, que esta imagen antropomórfica
guarda con respecto al Hombre Cósmico de la religión jaina raultará
evidente en la exposición, que haremos en el próximo capítulo, del método
jaina para ascender al hueco que ocupa la parte superior del cráneo del
Gran Hombre que es el universo de los jaina.
7. LA DOCTRINA JAINA DE LA ESCLAVITUD
Según la pesimista filosofía de los jaina, todo pensamiento y todo acto
ocasionan una acumulación de nueva sustancia kármica. Seguir viviendo
significa seguir siendo activo, tanto en el habla como en el cuerpo o la
mente; significa seguir haciendo algo cada día. Como resultado de ello, se
acumulan involuntariamente los “gérmenes” de la acción futura, que crecen
y maduran convirtiéndose para nosotros en “frutos” de futuros
sufrimientos, alegrías, situaciones y existencias. A estos “gérmenes” se los
representa como partículas que entran en la mónada vital y se alojan en
ella, donde, a su debido tiempo, se transforman en las circunstancias de la
vida que producen éxitos o calamidades y tejen la máscara —la fisonomía
y el carácter— del individuo que se desarrolla. El proceso de la vida misma
consume la sustancia kármica, quemándola como un combustible, pero al
mismo tiempo atrae nuevos materiales al centro ardiente de las operaciones
vitales. De este modo, la mónada vital vuelve a ser infectada por el karman,
pues se introducen nuevos gérmenes que darán fruto en el futuro. Así se
mantienen en funcionamiento dos procesos contradictorios pero
exactamente complementarios. Las simientes, los materiales kármicos, se
están desgastando siempre con rapidez, debido a los actos conscientes e
inconscientes del sistema psicosomático, pero esos mismos actos recargan
continuamente los acumuladores kármicos. De aquí que la conflagración
que es nuestra vida siga, crepitando.
Este doble y continuo proceso de autoabamecimiento (en el cual las
sustancias seminales kármicas de las seis coloraciones98 se consumen en los
96 Ib., § 96. Compárese con la idea india del microcosmo como asiento de fuerzas divinas que
desempeñan el papel de los sentidos y de las otras facultades; como, por ejemplo, en el himno del Atharva
Veda citado supra, págs. 20-21.
97 Ib., § 65.
98 Cf. supra, pág. 187.
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
sucesos que vuelven a colmarlas) se considera que tiene lugar —en un
sentido muy literal, físico— en el cuerpo o esfera sutil de la mónada vital
(j®va)99. La continua afluencia (†’srava)100 de materia sutil que entra en la
mónada vital se asemeja a la introducción de colorantes líquidos que la
tiñen, pues la mónada vital es un cristal sutil que, en su estado prístino,
antes de ser teñido por la materia kármica, es inmaculado, incoloro y
perfectamente transparente; la corriente que entra en el cuerpo claro lo
oscurece, lo infecta con el color (le¡y†) correspondiente al carácter moral
del acto realizado. Los actos virtuosos y los delitos menores, veniales,
confieren le¡y† relativamente leves, no muy oscurecedoras (desde suaves
tonos blanquecinos, amarillos y rojos víolentos, hasta matices ahumados,
como ya hemos visto), pero los pecados capitales producen manchas más
oscuras (azul oscuro y negras). Según la concepción jaina, el peor delito
que uno puede cometer es el de matar o herir a un ser vivo: hiÑs†, “el
intento de matar” (de la raíz verbal han-, “matar”). AhiÑs†, “no dañar” en
el sentido de no hacer mal a ninguna criatura, es, en consecuencia, la
primordial regla jaina de virtud.
Este bien definido principio se basa en la creencia de que todas las
mónadas vitales son fundamentalmente hermanas, y al decir “todas”
queremos decir no solo seres humanos sino también animales y plantas y
hasta las moléculas o átomos de materia que habitan en ellos. Si uno mata a
uno de estos prójimos, aun accidentalmente, este hecho oscurece el cristal
de la mónada vital con un tinte intensísimo. Por ello los animales de rapiña,
que se alimentan de las criaturas a las que han dado muerte, están siempre
infectados de le¡y† de tonos muy oscuros. Del mismo modo, las mónadas
vitales de quienes se ocupan profesionalmente en matar, como los
carniceros, cazadores y guerreros, carecen totalmente de luz.
El color del cristal monádico indica qué reino del universo —alto o bajo—
el individuo pasará a habitar. Los dioses y los seres celestiales tienen los
tonos más brillantes; los animales y los torturados inquilinos del infierno
son los más oscuros. A lo largo de toda la vida, el color del cristal cambia
continuamente de acuerdo con la conducta moral del ser vivo. En la gente
desinteresada y compasiva, inclinada a la pureza, la abnegación, la
iluminación y la liberación, el cristal se aclara continuamente, hasta que por
último los colores más suaves prevalecen; mientras que en los egoístas,
imprudentes y descuidados —que, en su futuro nacimiento, están
condenados a hundirse en las torturas del infierno o en los reinos inferiores
del mundo animal, donde se devorarán entre sí—, la oscuridad del cristal se
torna negra. Según su color, la mónada vital asciende o cae (literalmente)
en el cuerpo del Ser Uníversal.
99 Cf. supra. pág. 185-187.
100 Cf. supra. pág. 188.
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
Esta doctrina simple y literal acerca del vicio y la virtud universales fue
desarrollada por un grupo de hombres ascéticos y santos que, negándose a
sí mismos, renegaron de la lucha por la vida, y fue aceptada por una
pacífica burguesía vegetariana compuesta de mercaderes, cambistas y
artesanos. Aparentemente se remonta hasta las épocas más remotas de la
India. La teoría de los colores kármicos no es peculiar de los jaina, sino que
parece haber formado parte de la tradición general prearia, conservada en el
Mágadha (India nororiental), donde la había restablecido en el siglo V a. C.
cierto número de maestros no brahmánicos. Constituye una psicología
arcaica, ingenuamente materialista, diametralmente opuesta a las
principales doctrinas de la tradición védica. Y, sin embargo, la gráfica
metáfora del cristal teñido fue recogida por la compleja corriente de la
enseñanza clásica india, que se desarrolló cuando la antigua ortodoxia
brahmánica y las tradiciones no arias, no menos antiguas, finalmente se
unieron. En el S†´khya ocupa una posición destacada y sirve para ilustrar la
relación entre la monáda vital y el contexto de esclavitud que retiene a la
mónada hasta que el conocimiento discriminador finalmente surge y
disuelve las cadenas. Del S†´khya pasó al pensamiento budista y
brahmánico.
Tal como se lo representan los jaina, el progreso del individuo hacia la
perfección y emancipación es el resultado de un verdadero proceso físico
de limpieza que tiene lugar en la esfera de la materia sutil; literalmente, una
limpieza de la cristalina mónada vital. Cuando ésta se ha librado por
completo de toda contaminación producida por las coloraciones kármicas,
literalmente puede decirse que brilla con transparente lucidez, porque el
cristal de la mónada vital es, por sí mismo, absolutamente diáfano.
Además, cuando se lo limpia, puede revelar enseguida la suprema verdad
del hombre y del universo, reflejando la realidad tal como es. Tan pronto
como se quita la sustancia kármica de las seis coloraciones que oscurece el
cristal, desaparece también la ignorancia. Esto significa que la
omnisciencia coexiste con el supremo estado de absoluta claridad de la
mónada vital, y esto, precisamente, es la liberación. La mónada ya no está
obnubilada por oscuras pasiones, sino despejada, libre, sin las limitaciones
de las cualidades particularizadoras que constituyen la individualidad. Ya
no se siente la universal obligación de seguir usando la máscara de alguna
azorada personalidad: la máscara de hombre, animal, alma torturada o dios.
8.LA DOCTRINA JAINA DE LA LIBERACIÓN
La sabiduría trascendental que libera de la ronda de renacimientos y que se
identifica con la liberación misma, es considerada como una doctrina
secreta de la tradición brahmánica, en la que fue introducida como una
nueva revelación en el período, comparativamente reciente, de las
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
Upáni±ad. Los sabios arios de la edad védica ignoraban la doctrina de la
transmigración, la cual tampoco se mencionaba en ninguna de las partes
que componían el plan de estudios védicos ortodoxos que siglos más tarde
el sabio brahmán é’ruñi comunicó a su hijo åvetaketu101. La idea de la
rueda del infortunio pertenece en realidad a la tradición no aria, aborigen,
de los clanes nobles que en tiempos del Mah‡v¯ra y el Buddha criticaron las
limitaciones de la ortodoxia brahmánica, y fue impartida sin restricciones a
los brahmanes espiritualmente capacitados, cuando los altivos
conquistadores finalmente condescendieron a solicitar esa instrucción. En
efecto, la sabiduría de los sabios no arios nunca había sido exclusiva en el
mismo sentido en que lo era la de los brahmanes védicos. Las enseñanzas
jaina, budistas y otras afines de la heterodoxia hindú102 no se mantienen en
secreto como las poderosas fórmulas de las familias brahmánicas, Se
considera que pertenecen a todos, y que el único requisito para
comunicarlas es que el candidato haya adoptado una forma de vida ascética
después de haber cumplido con las disciplinas preliminares de sus deberes
seculares normales; es decir, su exclusividad no es genealógica sino solo
espiritual103.
En el brahmanismo védico, el culto doméstico presta servicios a los Padres
fallecidos que han sido enviados al Mundo de los Padres y que necesitan
ofrendas atávicas para no ser destruidos por la disolución absoluta (nivÕtti).
En otras palabras, el culto sirve para que la vida continúe: defiende al
muerto contra la terrible “nueva muerte” (púnar-mÕtyu) que pondría punto
final a su existencia. Estas ideas son diametralmente opuestas a la principal
preocupación de la India prearia aborigen, que, como hemos visto, era el
temor de que la ronda de dolores no acabara nunca Los ritos del culto
secular, en este caso, no se practicaban para prolongar la existencia sino
para mejorarla, para impedir los infortunios y sufrimientos durante esta
vida y evitar el descenso a los dolorosos purgatorios o el renacimiento en el
reino animal. La bienaventuranza celeste era deseada como infinitamente
preferible a las agonías de los ámbitos inferiores, pero más allá de ella
había todavía un bien superior, conocido por aquel que nunca volvería a
asumir ninguna forma.
Omnis determinatio est negatio: toda determinación de la mónada vital por
obra del influjo kármico que produce la individualización disminuye su
poder infinito y niega sus posibilidades supremas. De aquí que la finalidad
propia sea la restitutio in integrum, la restitución de la mónada vital a su
innato estado ideal. A esto en sánscrito se lo llama kaivalya, “integración”,
restauración de las facultades que temporariamente han sido paralizadas
101 Ch†ndogya Upáni±ad 6; cf. infra, págs. 266-268.
102 Sobre la significación de los términos “ortodoxo” y “heterodoxo”en este contexto, cf. supra, pág.
59, la nota del compilador.
103 Cf. supra, págs. 58-59.
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
por el oscurecimiento… Todos los entes que vemos en el mundo se
encuentran en diferentes grados de imperfección, pero pueden
perfeccionarse si hacen esfuerzos adecuados y obtienen el consiguiente
conocimiento. Todos los entes están destinados a ser omniacientes,
omnipotentes, ilimitados y libres: en esto consiste su íntima dignidad.
Potencialmente participan de la plenitud de la vida, que es divina;
esencialmente constituyen la riqueza y plenitud de la bienaventurada
energía. Y sin embargo viven penando. La finalidad de los. hombres tiene
que ser la de conseguir que se manifieste el poder que en ellos está latente,
quitando todos los obstáculos que se interpongan en el camino.
Aunque por cierto esta concepción no pertenecía originalmente a la religión
aria de los dioses védicos y era en realidad diametralmente opuesta a su
concepción de la naturaleza y destino del hombre, se fundió con ella
durante el primer milenio anterior a la era cristiana y desde entonces
constituye una de las doctrinas fundamentales de la filosofía clásica india.
Penetra en la totalidad del pensamiento brahmánico durante todo el período
de las Upáni±ad, en el que se proclama que la única actividad digna del que
ha nacido es procurar la realización del Yo divino interior. Sin embargo, es
importante observar que entre la concepción jaina y la del brahmanismo del
primer milenio (tal como lo representan típicamente las Upáni±ad) hay
tantas diferencias como similitudes. También la doctrina budista es muy
diferente, pues mientras que la filosofía jaina se caracteriza por un estricto
materialismo mecanicista con respecto a la sustancialidad sutil de la mónada
vital y el aflujo kármico, y al estado en que se encuentran los liberados, las
Upáni±ad y las escrituras budistas, en cambio, presentan una concepción
inmaterialista, psicológica, de las mismas cuestiones. Esta diferencia
fundamental afecta a todos los detalles; no solo los de la cosmología y la
metafísica en cuestión, sino también los de sus códigos morales.
Por ejemplo, si un monje jaina ingiere inadvertidaniente un bocado de
carne al tragar la comida que ha recogido en su escudilla durante su diario
recorrido de mendicante (a las puertas de la ciudad o aldea por donde pase
en el curso de su errático peregrinaje), el cristal de su mónada vital queda
automáticamente manchado por un aflujo oscuro, como efecto mecánico
del hecho de haber comido la carne de un ser sacrificado. Dondequiera
camine el ascético jaina, tiene que barrer el camino con una escobilla a fin
de que sus pies no pisen ninguna pequeña criatura viva. El monje budista,
por el contrario, anda sin escobas. Se le enseña a prestar constante atención
no a dónde pone el pie sino a sus sentimientos e intenciones. El monje
budista tiene que ser “plenamente consciente y lleno de autocontrol”
(smÕ’timant sampraj†nan), cuidadoso, atento y con su sentido de la
responsabilidad constantemente alerta. Con respecto a la carne, es culpable
sólo si la desea o si el animal ha sido sacrificado o expresamente para él y
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
él lo sabe. Si accidentalmente recibe algunos trozos junto con el arroz que
de le ofrece, puede comerlos con el resto del plato sin contaminarse.
La concepción budista del progreso hacia la pureza, el desapego y la
iluminación final se basa en un principio de vigilia fundamentalmente
moral, es decir, en la vigilancia de los propio sentimientos e inclinaciones.
Lo que importa no es el hecho sino la actitud que asumimos con respecto a
él. En otras palabras, el camino budista es una disciplina de control
psicológico; por lo tanto, la doctrina budista carece de teorías acerca del
aflujo kármico sutil o el sutil cristal imperecedero de la mónada vital. Estas
dos ideas son descartadas como errores materialistas, causados por la
ignorancia del primitivismo y no verificados por la experiencia interna. Se
considera que pertenecen a la gran marisma de abstracto saber metafísico y
biológico que solo sirve para envolver y atrapar la mente humana; ideas
que, más que para liberarnos de las esferas del dolor y el nacimiento, sirven
para encadenarnos a ellas. En efecto, la concepción de la realidad psíquica
que tiene quien practica el budismo se basa en sus experiencias de yoga
(técnicas para desprenderse de toda clase de idea fija y actitud mental
permanente), las cuales lo llevan inevitablemente a una completa
espiritualización no solo de la idea de liberación sino también de la de
esclavitud. El budista consumado no se aferra, en última instancia, a
ninguna clase de idea, ni siquiera a la del Buddha ni a la del camino
doctrinal ni a la de la meta que ha de alcanzarse.
El jainismo, por el contrario, es ingenuamente materialista en su
concepción simple y directa del universo, de las huestes de mónadas que
llenan la materia como si fueran sus moléculas o elementos vivos y del
problema de la liberación. Según este sistema de positivismo arcaico, el
cristal de la mónada vital es realmente (es decir, físicamente) manchado y
oscurecido por los diferentes colores de la afluencia kármica, y así ha
ocurrido desde los tiempos más remotos. Para llevar a la mónada a su
estado propio hay que cerrarle todas las puertas por donde pueda entrar
nueva sustancia kármica y mantenerla así para interrumpir el proceso del
automático “aflujo de las seis coloraciones” (†’srava). Cerrar las vías de
acceso significa abstenerse de toda clase de actividad. Entonces la materia
obnubiladora que ya se halla en el interior se irá consumiendo lentamente,
transformándose automáticamente en los sucesos naturales del proceso
biológico104. Las actuales semillas kármicas crecerán y darán sus inevitables
frutos en forma de sufrimientos y experiencias físicas, y así la mancha irá
desapareciendo gradualmente. Por último, si no se permite que ingresen
nuevas partículas, se conseguirá automáticamente la translúcida pureza de
la mónada vital.
104 Cf supra, págs. 201-202.
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El monje jaina no responde de ninguna manera a los sucesos que afligen a
su persona o que tienen lugar ante su vista. Somete su físico y su psique a
una extremada preparación de ascético retraimiento y llega a ser realmente
indiferente a los asaltos del placer y del dolor y a todos los objetos, tanto
deseables como repugnantes o aun peligrosos. Se opera en él un incesante
proceso de limpieza, una severa y difícil disciplina mental de concentración
interior, cuyo calor (tapas) consume las semillas kármicas que quedaban de
antes. Así la mónada vital gradualmente se aclara y alcanza su intrínseca
pureza cristalina, mientras el actor obstinadamente se niega a seguir
participando en el drama que se representa en el teatro de la vida. Su meta
es alcanzar un estado de parálisis psíquica intencional. Rechazando toda
clase de máscara y manteniéndose con sublime terquedad en su invencible
negativa a colaborar, finalmente triunfa. La activa hueste de actores que
llena el universo, todavía encantados con sus papeles y deseosos de seguir
rivalizando ante las candilejas, cambiando máscaras y papeles de vida en
vida, representando todos los sufrimientos, hazañas y sorpresas, de sus
biografías, se apartan de él y lo dejan ir. Ha escapado. Por lo que al mundo
atañe, es un tonto inservible.
Como hemos dicho, al estado final así alcanzado por el monje jaina se lo
llama kaivalya, “aislamiento”, “perfección por la integración”, lo cual
significa liberación absoluta, pues cuando todas las partículas de sustancia
kármica se han consumido y no se ha permitido la entrada a nuevos
gérmenes, ya no queda ninguna posibilidad de que madure una nueva
experiencia. Hasta el peligro de convertirse en un ser celestial ha quedado
conjurado; por ejemplo, el de ser un rey de los dioses, un Indra que
gobierna al rayo y que en dominios de sublime felicidad, durante períodos
de océanos de tiempo, goza los deliciosos frutos de su virtuosa conducta en
vidas anteriores. Todos los lazos que ataban la mónada vital a reinos de
existencia superior o inferior han quedado disueltos. No queda coloración
como marca de parentesco que obligue a asumir el atuendo.de algún
elemento, planta, animal, ser natural o sobrenatural; ni mancha de
ignorancia que obligue a proseguir la marcha. Y aunque el cuerpo pueda
quedar intacto por unos días más, hasta que su metabolismo haya cesado
por completo, el centro de atracción de la mónada vital ya se ha elevado
muy por encima de los sinsabores de la vida.
En efecto: aunque la materia kármica es sutil, posee un peso que tira a la
mónada hacia abajo, reteniéndola en alguna de las esferas de la acción
ignorante; la ubicación precisa de la mónada en estas esferas depende de su
densidad o peso específico, dado por su coloración. Las le¡y† más oscuras
—azul intenso, negras— mantienen a la mónada en los pisos más bajos del
universo, en las cámaras subterráneas del infierno o en los mundos de la
existencia mineral o vegetal, en tanto que, al aclararse el color, la mónada
pierde una parte de su peso y sube a alguna de las esferas más altas,
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
llegando acaso al reino humano —situado en la superficie de la tierra,
plano intermedio del universo de múltiples estratos— o aun a las sublimes
moradas superiores de los seres divinos. Pero cuando alcanza el supremo
estado de aislamiento (kaivalya) y ha quedado absolutamente depurada,
descargada del último gramo de lastre kármico, la mónada se eleva con
irresistible empuje atravesando todos los estratos correspondientes a los
seis colores y llega al cenit, como una burbuja de aire ingrávida. Allí
permanece por encima del ciclo de corrientes de vida que agitan de uno u
otro modo todos los reinos inferiores. Ha dejado atrás para siempre el
activo teatro de máscaras que cambian continuamente.
En los textos jaina se emplea con frecuencia la metáfora de la burbuja. La
mónada vital se eleva, pasando por las regiones celestiales de los dioses,
donde hay seres luminosos que, aún cargados con el peso de su virtuoso
karman, gozan de los frutos de sus vidas anteriores donde realizaron
buenas acciones y tuvieron buenos pensamientos. Iluminado con luz
propia, transparente, el globo sube hasta la cúpula del universo, la esfera
más alta, llamada “levemente inclinada” (®±at-pr†gbh†ra), más blanca que
la leche y que las perlas, más resplandeciente que el oro y el cristal, con la
forma de una divina sombrilla. Otra metáfora compara a la mónada vital
con una calabaza convertida en frasco o botella, a la que se le ha quitado la
pulpa y se le ha cubierto la cáscara con capas de barro para aumentar su
solidez; pero, a medida que la cubierta se va disolviendo, la calabaza
recobra su natural liviandad y, como está llena de aire, se torna más liviana
que el agua y automáticamente se eleva del fondo del estanque.a la
superficie. Con un movimiento automático similar, una vez desembarazada
de sustancia kármica, la mónada vital se eleva desde las profundidades de
su prisión: este mundo submarino de capas encubridoras y de máscaras de
la existencia individual. Despojada de los rasgos característicos de
cualquier forma de existencia particular —la naturaleza de este u otro
hombre, animal o ser divino— se torna anónima, completamente ingrávida,
absolutamente libre.
Al universo a través del cual asciende la burbuja o calabaza se lo representa
en forma de un colosal ser humano: un varón o hembra prodigioso, cuyo
organismo macrocósmico comprende las regiones celeste, terrestre e
infernales, todas ellas habitadas por innumerables seres105. El coloso
masculino condice con el viril ascetismo de los monjes y santos jaina, en
tanto que la figura femenina refleja el antiguo concepto preario de la Madre
Universal. El culto de la Diosa madre se remonta a la época neolitica, en la
que se había difundido por toda el Asia occidental y las tierras que rodean
el Mediterráneo. Se han encontrado imágenes de estas diosas inclusive en
yacimientos del período paleolítico. Y hasta hoy su culto sobrevive en el
105 Compárese con la visión de Swedenborg, supra, págs. 197-201.
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hinduismo popular. La concepción jaina representa una prodigiosa forma
humaina, masculina o femenina, cuyos límites constituyen los confines del
universo. A la superficie de la tierra, escenario de la especie humana, se la
considera situada a nivel de la cintura. La regiones infernales ocupan un
plano inferior, en la cavidad pelviana, los muslos, las piernas y los pies, en
tanto que las de la beatitud celeste, estratificadas unas sobre otras, se
encuentran en el pecho, los hombros, el cuello y la cabeza106. La región del
supremo aislamiento (kaivalya) está en la coronilla, por dentro, en la cúpula
de la bóveda craneana107.
Tras este peregrinaje de innumerables existencias por los diferentes estratos
inferiores, la mónada vital se eleva a la zona craneana del ser
macrocósmico, liberada del peso de las sutiles partículas kármicas que
anteriormente la retenían impidiéndole ascender. Ya no puede ocurrirle
nada, porque ha dejado a un lado los rasgos de la ignorancia, los pesados
velos de la individualidad que son las causas que precipitan los sucesos
biográficos. Decididamente, de una vez para siempre, se ha liberado del
torbellino. Ahora, carente de nacimiento y de muerte, está suspendida más
allá de la ley cíclica de la causalidad kármica, como una gota de agua
destilada lo está de un cielo raso o de la parte inferior de la tapa de un
hervidor. Allí, suspendida en el interior de la cúpula del divino Ser cósmico
con todas las otras mónadas vitales liberadas, permanece para siempre.
Desde luego, todas las mónadas que alcanzan este estado se parecen entre
sí como otras tantas gotas. En efecto: son partículas puras, existencias
serenas purgadas de las imperfecciones que constituyen la individualidad.
Las máscaras, los anteriores rasgos personales, han sido eliminados junto
con la materia seminal que hubiera madurado convirtiéndose en futuras
experiencias. Libres de coloración, sabor y peso, los sublimes cristales son
ahora absolutamente puros, como las gotas de la lluvia que caen de un cielo
claro, inmaculado e insípido.
Además, como han sido exoneradas de las facultades sensoriales inherentes
a todos los organismos (que causan sonidos, vistas, olores, sabores y
sensaciones de tacto), las mónadas vitales liberadas están más allá del
entendimiento condicionado que determina los modos de ser de las
diferentes especies, humana, animal, vegetal y aun inorgánica. No perciben
ni piensan, pero se percatan directamente de todo. Conocen la Verdad
precisamente como es. Son omniscientes, como lo sería la mera fuerza vital
106 Hay, por ejemplo, una clase de eminentes seres divinos llamados graivéyaka, “pertenecientes al
cuello (gr®v†) o alojados en él”. Cf supra, pág. 160.
107 Estas esferas interiores al cuerpo del ser macrocósmico tienen como paralelos aproximados
(aunque no exactamente iguales) los “centros” (cakra) del cuerpo humano descritos por el HaÄha-Yoga y
el Kuð°alini-Yoga (cf. infra, págs. 450-451). Las técnicas de yoga se remontan, como las doctrinas de los
jaina, a la antigüedad india prearia. No están incluidas entre las doctrinas védicas originales de la
ortodoxia ario-brahmánica.
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si pudiera ser liberada de las oscuridades modificadoras de los organismos
específicos, cada uno de los cuales tiene facultades sensoriales e
intelectuales de alcances limitados. Porque tan pronto como se eliminan las
limitaciones que hacen posibles las experiencias particulares, se logra la
intuición perfecta de todo lo cognoscible. La necesidad de experiencia se
disuelve en conocimiento infinito. Tal es la significación positiva del
término y del estado de kaivalya.
Esto nos recuerda la protesta del poeta y filósofo francés contemporáneo,
Paul Valéry, que en su ensavo Monsieur Teste escribe: Hay personas que
tienen la sensación de que sus sentidos las separan de lo real, del ser. Esta
sensación les infecta sus demás sentidos. Lo que veo me ciega. Lo que digo
me ensordece. Lo que sé me vuelve ignorante. En tanto y en la medida en
que sé soy ignorante. Esta iluminación que brilla ante mí es una venda que
recubre una noche o una luz más… ¿Más qué? Aquí se cierra el círculo de
esta extraña inversión: el conocimiento como una nube sobre el ser; el
mundo brillante, como una niebla y opacidad. Sacad todo, para que pueda
vers108. Este grito de protesta y la teoría del conocimiento en que se funda
se hallan notablemente cerca de la vieja idea sostenida por el jainismo: la
de que las diferentes facultades del entendimiento humano nos limitan.
Pero los T®rthá´kara han perdido hasta la facultad de sentir, pues ésta
también pertenece a la estructura de la carne, al sufriente ropaje de sangre y
de nervios. De aquí que sean completamente indiferentes para todo lo que
ocurre en los mundos de los estratos que han dejado atrás, en los planos
inferiores. No los conmueve ninguna plegaria ni ningún acto de devoción.
Tampoco descienden ni intervienen en la Ronda universal pomo lo hace,
por ejemplo Vi²ñu, la divinidad suprema de los hindúes, que
periódicamente envía una partícula de su esencia trascendente como
Encarnación para que restaure el orden divino del universo trastornado por
tiranos temerarios y demonios egoístas109. Los T®rthá´kara jaina están
totalmente separados. Pero el devoto jaina les rinde culto sin cesar,
concentrando su piadosa atención en sus imágenes, como medio de
progresar en su purificación interior. Y a veces los celebra junto con los
dioses populares hindúes del hogar y de la aldea; pero esta celebración no
tiene el mismo sentido en el caso de los T®rthá´kara, porque los dioses
108 “Il’y a des personnages qui sentent que leurs sens les séparent du réel, de l’être. Ce sens en eux
infecte leurs autres sens.
Ce que je vois m’aveugle. Ce que j’entends m’assourdit. Ce en quoi je sais, cela me rend ignorant.
J’ignore en tant et pour autant que je sais. Cette illumination devant moi est un bandeau et recouvre ou
une nuit ou une lu mière plus… Plus quoi? Ici te cercle se ferme, de cet étrange renversement: la
connaissance, comme un nuage sur l’être, le monde brillant, comme une taie et opacité.
“Ôtez toute chose que j’y voie.” (Paul Valéry, Monsieur Teste, nueva edición, París, 1946, págs. 60-
61.)
109 Zimmer, Myths and Symbols in Indian Art and Civilization, índice, s v.: “Vishnu: avatars of”.
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
proporcionan bienestar temporal, protegiéndonos de los demonios que
producen enfermedades y desastres, en cambio el culto de los T®rthá´kara
—los “Vencedores” los “Héroes”, los “Autores del cruce”— impulsa a la
mente hacia su bien supremo, que es la paz eterna, allende las alegrías y
sufrimientos de la ronda universal.
9. LA DOCTRINA DE MÁSKARIN GOSéLA
Los ascetas indios llevan un bastón: máskara, dað°a. Por esta razón, los
monjes vedantinos a veces son llamados eka-dað°in, “portadores de un
bastón”; o, también, haÑsa, “ganso salvaje o cisne”, por ser vagabundos
como los grandes pájaros que emigran de las selvas del sur a los lagos del
Himalaya, sintiéndose como en su casa lo mismo en el alto cielo que sobre
las aguas de la llanura terrestre Dað°in, “el portador de un bastón”, denota,
en general, al peregrino asceta (sanny†sin), tanto si es de las órdenes
brahmánicas como si es de las jaina. Los monjes budistas también llevan un
bastón, pero el suyo se llama khákkhara porque tiene un conjunto de anillos
que producen un monótono chacoloteo (khak) que anuncia la proximidad
del silencioso mendicante que camina por la calle o viene con su platillo en
busca de su comida diaria. El monje budista nunca pide limosna:se detiene
silenciosamente en el umbral esperando a ver si le dan algo, y cuando la
escudilla ha sido llenada vuelve a partir, sin decir palabra. Solo se oye el
ruido de su khákkhara, que es como el sonido del bastón del Bodhisattva
llamado K²iti-garbha, “Aquel cuya matriz fue la tierra” o “el que nació de
la tierra”. K²iti-garbha con su khákkhara vaga eternamente a través de las
esferas del infierno, consolando a los seres torturados y rescatándolos de
las tinieblas con su sola presencia, y hasta con el mero sonido de su
bastón110.
Máskarin Gos‡la (“Gos‡la el del bastón de peregrino”) fue contemporáneo
del Mah‡v¯ra y del Buddha. Su enciclopédica sistematización del universo
era afín a la tradición de los jaina. Aparentemente, ambas doctrinas se
relacionan, pues derivaban de alguna tradición principal de la ciencia
natural y la psicología prearias. A juzgar por los datos que poseemos, tiene
que haber sido un panorama muy minucioso que clasificaba todos los
aspectos del mundo natural. La interpretación que Gos‡la hacía de estas
enseñanzas puede reconstruirse en sus líneas principales y en algunos de
sus detalles, sobre la base de los informes y las críticas contenidos en los
primeros textos budistas y jaina.
Los discípulos de este insultado y calumniado maestro eran los llamados
†j®’vika, es decir, los que profesan la doctrina llamada †-j®va. J®va es la
mónada vital. El prefijo †- significa aquí “en tanto que”. Parece tratarse de
110 El concepto de Bodhisattva será tratado extensamente infra, págs. 413-426.
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
una referencia a la notable doctrina de Gos‡la, según la cual “en tanto que
la mónada vital” (†-j®va) no haya completado el curso normal de su
evolución (pasando por un número fijo de inevitables renacimientos) no
puede haber realización El progreso biológico natural no puede ser
apresurado por medio de la virtud y del ascetismo ni atrasado por el vicio,
porque el proceso tiene lugar según su propio ritmo. Aparentemente,
Gos‡la al principio colaboró con el Mah‡v¯ra. Ambos compartieron la
dirección de una misma comunidad durante muchos años; pero más tarde
no se pusieron de acuerdo acerca de ciertos puntos importante de disciplina
y doctrina, disputaron y se separaron. Gos‡la dirigía el movimiento de
secesión. Sus partidarios parecen haber sido muchos y haber representado
una fuerza considerable en la vida religiosa india durante muchos años111.
Su existencia e importancia aún en el siglo III a. C. está documentada en
una dedicatoria real grabada en los muros de tres cavernas excavadas en la
roca, pertenecientes a un monasterio del monte N‡g‡’rjun¯
112. Tanto los
budistas como los jaina las consideraban muy peligrosas.
Aun en vida de Máskarin Gos‡la, sus enemigos no escatimaron palabras
para atacarlo. Se dice que el Buddha mismo declaró que la enseñanza de
este tremendo antagonista era la peor de todas las falsas doctrinas de su
tiempo. El Buddha la compara con un vestido de cáñamo, que no solo es
desagradable a la piel sino que no protege ni del frío del invierno ni del
calor estival113. Es decir, que el vestido (o la doctrina) no sirve para nada.
El Buddha se refería especialmente al determinismo del credo principal de
Gos‡la, que no reconocía el esfuerzo humano voluntario.
En efecto, la doctrina †j®’vika de que ninguna cantidad de esfuerzo moral o
ascético puede acortar la serie de renacimientos, no daba esperanzas al que
quería salir del campo de la ignorancia mediante ejercicios de santidad. Por
el contrario, un amplio y completo panorama de todos los reinos y partes de
la naturaleza manifestaba que cada mónada vital debía pasar, en una serie
de ochenta y cuatro mil nacimientos exactamente, por toda la gama de
variedades del ser, partiendo de los átomos elementales del éter, aire,
fuego, agua y tierra, y progresando gradualmente a través de las diferentes
esferas de formas de existencia geológica, botánica y zoológica, para llegar
al reino del hombre; y cada nacimiento estaba ligado a los otros según un
111 Otra interpretación del origen y significado del nombre †j®’vika señala esta riña de las sectas.
Entre las diferentes reglas contra la profanación de la santidad de la vida, tal como la definen los jaina,
hay una llamada †j®va, que prohíbe al monje ganarse la vida, cualquiera sea el modo. Se dice que los
seguidores de Gos‡la se pusieron a ganarse la vida, desatendiendo esa regla del †j®va, y entonces los jaina
los llamaron †j®’vika.
112 Cf. G. Bühler, “The Bar‡bar and N‡g‡rjun¯ Hill Cave Inscriptions of A¢oka and Dasaratha”, The
Indian Antiquary, XX (1891), págs. 361 y sigs.
113 A´gúttara-Nik†ya I 286. (Traducido por T. W. Rhys Davids, The Gradual Dialogues of the
Buddha, P‡li Text Society, Translation Series nº 22 Londres, 1932, pág. 265).
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
orden evolutivo, precisa y minuciosamente graduado. Todas las mónadas
del universo pasaban laboriosamente por este único camino inevitable.
De acuerdo con este sistema, el cuerpo vivo del átomo es el organismo más
primitivo del cosmos, y está provisto solamente de una facultad sensorial:
la del tacto, es decir, la que permite sentir el peso y la presión. Cada
mónada vital (j®va) parte de este estado. A medida que progresa, recibe
cuerpos dotados de más facultades sensoriales y de poderes intelectuales y
sensibles más elevados. Elevándose naturalmente y por sí misma, pasa por
la larga y lenta serie de transmigraciones adoptando las diversas formas
vegetales, los estadios inferiores y luego los superiores de la vida animal y
los múltiples niveles de la esfera humana. Cuando, por último, llega el
momento en que alcanza el término final de la serie de ochenta y cuatro mil
existencias, ocurre sencillamente la liberación, como ha ocurrido todo lo
demás: por sí misma.
El destino del hombre es forjado por la inflexible ley que rige la evolución
de la mónada vital. Gos‡la compara el largo ascenso automático con la
trayectoria de una madeja arrojada al aire, que se devana hasta el último
trozo de hilo: la curva termina cuando la hebra se ha devanado por
completo. No hay gracia divina ni empeño humano que pueda interrumpir
o impedir este inalterable principio de esclavitud, evolución y liberación.
Es una ley que teje toda vida, conecta la materia elemental aparentemente
inanimada con los reinos de los insectos y del hombre, recorre todas las
cosas, se pone y se quita todo el guardarropa de máscaras y atavíos de
encarnaciones, y no puede ser forzada, apresurada, burlada ni negada.
Esta doctrina nos brinda un espectáculo de sombría grandeza, que abarca
todas las cosas: una fría visión científica del universo que impresiona por
su coherencia. Ningún rayo de luz redentora atempera la melancolía del
reino natural. Por el contrario, esta estupenda perspectiva cósmica deprime
el espíritu por la lógica implacable que no tiene en cuenta para nada las
esperanzas intrínsecas del alma humana. No se hace absolutamente ninguna
concesión al pensamiento afectivo, ningún ajuste favorable a nuestra innata
conciencia de una posible libertad.
Por otra parte, los triunfantes competidores de esta doctrina —el jainismo y
el buddhismo— concuerdan en recalcar la posibilidad de una acelerada
liberación del ciclo como consecuencia del esfuerzo. Ambos protestan por
igual contra la mecánica inflexibilidad de la ley evolutiva enunciada por
Gos‡la, en la medida en que afecta la esfera de la voluntad humana. El
Buddha, por ejemplo, se expresa muy categóricamente: “Hay en el hombre
—dice— un esfuerzo heroico” (v®ryam); existe la posibilidad de un “conato
HEINRICH ZIMMER, FILOSOFIAS DE LA INDIA, LAS FILOSOFIAS DE LA ETERNIDAD
eficaz” (uts†ha) que consiga sacar al hombre del torbellino de
renacimientos, con tal que se aplique sinceramente a ese fin114“.
El solemne panorama científico de Gos‡la, al excluir el libre albedrío,
convierte a todo el universo en un vasto purgatorio con muchas etapas de
larga duración. La creación se convierte en una especie de laboratorio
cósmico en el cual innumerables mónadas, por un largo y lento proceso de
transformación alquímica, gradualmente se van refinando, enriqueciendo y
purificando, pasando de los modos de ser más oscuros e inferiores a los
superiores —a través de sufrimientos siempre renovados— hasta que
finalmente alcanzan la discriminación moral y el conocimiento espiritual,
en forma humana, en el umbral de la liberación.
Es ficil comprender por qué semejante filosofía desaparecíó del escenario
histórico después de unos siglos. Resultó intolerable. Al predicar una
paciencia fatalista en una esclavitud virtualmente interminable, al solicitar
resignación sin compensación, al no conceder nada al poder de la voluntad
espiritual y moral, no ofrecía ninguna respuesta a las candentes cuestiones
de las almas humanas que indagaban desde su vacío. No tenía sentido
practicar la virtud con el propósito, normal entre los hombres, de obtener
alguna recompensa; no ofrecía campo alguno al ejercicio de la voluntad de
poderío, ni motivo para hacer proyectos, ni daba esperanzas de
compensación, pues la única fuente de purificación era el proceso natural
de la evolución, el cual se cumplía solo, aunque tardara un poco —eones de
tiempo—, prosiguiendo lenta y automáticamente, indiferente a los
esfuerzos del espíritu humano, como un proceso bioquímico.
Y sin embargo, según esta doctrina de Gos‡la, que había sido comparada a
una camisa de cáñamo, la conducta moral del hombre no carece de
importancia, pues todo ser vivo, por su característico sistema de reacciones
al medio, revela toda su historia multibiográfica, junto con todo lo que aún
tiene que aprender. Sus actos no son causa del aflujo (†’srava) de nueva
sustancia kármica, como en la concepción jaina, sino que solo indican su
posición o clasificación en la jerarquía general, mostrando cuán hundido se
encuentra o cuán próximo a la liberación. Es decir: nuestras palabras y
nuestros actos nos anuncian —y también anuncian al mundo en cada
minuto, a qué jalón hemos llegado. Así, el ascetismo perfecto, aunque
carezca de valor causal, tiene una importancia sintomática: es el modo de
vida característico de un ser que está a punto de alcanzar la meta del
aislamiento (kaivalya), e inversamente, quienes no son fácilmente atraídos
a él ocupan un lugar relativamente bajo en la escala humana. Una
pronunciada incapacidad para cumplir con las normas ascéticas más
114 Nota del compilador: En las escrituras budistas hay muchos pasajes que alaban el esfuerzo y la
diligencia; pero no he podido localizar el pasaje que Zimmer cita aquí.
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exigentes proclama cuán lastimosamente lejos se encuentra uno de la cima
hacia donde todos realizan el ascenso cósmico.
Los actos piadosos no son, pues, causas sino efectos; no producen, sino
predicen el futuro. Con la desapegada austeridad de su conducta, el asceta
perfecto muestra que está muy cerca de la salida. Muestra que le falta muy
poco para terminar su larga carrera y que ahora está absolutamente
inconmovible en su exaltada despreocupación por sí mismo y por el
mundo: igualmente indiferente a lo que el mundo piensa de él que a lo que
es y a lo que va a ser.
10. EL HOMBRE CONTRA LA NATURALEZA
El jainismo concuerda completamente con Gos‡la en su concepción de que
la personalidad es como una máscara. En forma de elemento, planta,
animal, ser celestial o atormentado inquilino del infierno, la forma visible
no es más que el atavío temporario de una vida que se abre camino a través
de las etapas de la existencia hacia la meta que habrá de liberarla de todo
esto. Aparentemente esta representación de las transitorias formas de vida
como si fueran otras tantas máscaras que un gran ejército de mónadas
vitales individuales se ponen y se sacan —ejército cuyas mónadas
constituyen la sustancia misma del universo— fue uno de los principales
dogmas de la filosofía prearia en la India. Es fundamental en la psicología
del Sá´khya y en el Yoga de Patáñjali, y constituyó el punto de partida de
las enseñanzas budistas115. Absorbida por la tradición brahmánica, se
mezcló con otras ideas de modo que aún hoy en la India sigue siendo una
de las imágenes fundamentales de todo pensamiento filosófico, religioso y
metafísico. Así, el jainismo y la doctrina de Gos‡la pueden considerarse
ejemplos de cómo la mentalidad india, fuera de la ortodoxia brahmáníca y
de acuerdo con las líneas de una estructura mental arcaica arraigada en
suelo indio, ha concebido el fenómeno de la personalidad desde tiempos
antiquísimos. En contraste con la idea occidental del individuo
imperecedero, que de los griegos pasó al cristianismo y a los tiempos
modernos, en la tierra del Buddha la personalidad siempre ha sido
considerada como una máscara transitoria.
Pero el jainismo y el budismo discrepan con la interpretación de Gos‡la
acerca de los papeles jerárquicamente establecidos en el drama, pues
sostienen que cada individuo es libre de escapar por sus propios medios.
Mediante un sostenido acto de autorrenunciamiento podemos eludir esta
melancólica esclavitud, que prácticamente equivale a un castigo eterno y no
guarda ninguna proporción con la culpa en que podamos haber incurrido
por el mero acto de estar vivos. La interpretación estrictamente
115 Cf. supra, pág. 59. la nota del compilador, y las exposiciones infra. caps, II y IV.
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evolucionista de Gos‡la es rechazada sobre la base de la reiterada
experiencia de liberación realizada por los santos de todas las épocas. Estos
maestros, como el Mah‡v¯ra, comenzaron ingresando en la orden religiosa
de los monjes jaina y terminaron siendo modelos de salvación. Sus vidas
nos ofrecen una garantía primordial de la posibilidad de liberación y un
ejemplo de cómo pasar por la estrecha puerta de salida. En lugar del orden
biológico mecanicista representado por Gos‡la, que funciona lenta pero
automáticamente durante ochenta y cuatro mil encarnaciones, el jainismo
afirma el poder y el valor de la entereza individual: la fuerza, de
pensamientos, palabras y actos que, si son virtuosos, conducen a la mónada
vital hacia la iluminación; pero si son malos, egocéntricos y
desconsiderados, la arrojan a condiciones más oscuras y primitivas,
condenándola a vivir en el reino animal o entre los torturados habitantes de
los infiernos.
Sin embargo, también el jainísmo presenta una interpretación científica,
prácticamente atea, de la existencia. En efecto, los dioses no son, más que
mónadas vitales que usan interinamente máscaras favorables en un
ambiente sumamente afortunado, en tanto que el universo material es
increado y eterno. El universo se compone de los seis elementos siguientes:
1. J®va: el conjunto de las innumerables mónadas vitales. Cada una de ellas
es increada e imperecedera, omnisciente por naturaleza, dotada de infinita
energía, llena de beatitud. Intrínsecamente, todas las mónadas vitales
guardan una semejanza absoluta, pero han sido modificadas, disminuidas y
mancilladas en su perfección, debido al perpetuo aflujo del segundo
elemento del universo, que tiene caracteres, y que es:
2. Aj®va: “todo lo que no (a-) es la mónada vital (j®va)116“. Aj®va es, ante
todo, el espacio (†k†¡a), al que se considera como un recipiente que abarca
todas las cosas: no solo el universo (loka) sino también lo que no es
universo (aloka). El aloka es lo que está más allá de los contornos del
enorme Hombre o Mujer macrocósmico117. El aj®va comprende, además,
incontables unidades espaciales (prade¡a), y es indestructible. Además de
ser espacio, el aj®va también se manifiesta como los cuatro elementos del
universo que mencionamos a continuación, y que se distinguen como los
diversos aspectos de este único antagonista del j®va:
116 La filosofía del S†´khya continúa esta elemental dicotomía de j®va y aj®va bajo las categorías de
púru±a y prákÕti. PrákÕti es la materia del universo, el material psicofísico que envuelve al púru±a.
117 Cf. supra, pág. 209.
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3. Dharma: el medio por el cual es posible el movimiento. El dharma es
comparable al agua, en la cual y por la cual los peces. pueden moverse118.
4. Adharma: el medio que hace posible el reposo y la inmovilidad. El
adharma es comparable a la tierra, en la cual las criaturas yacen y se
mantienen quietas.
5. K†la: el tiempo; lo que hace posible el movimiento.
6. Púdgala: la materia, compuesta de pequeños átomos (param†ðu). El
púdgala está dotado de olor, color, sabor y tangibilidad.
Según los jaina, la materia existe en seis grados de densidad: a) “sutil-sutil”
(sâk±ma-sâk±ma), que es la sustancia invisible de los átomos; b) sutil
(sâk±ma), invisible también, y sustancia de los ingredientes del karman; c)
“sutil-burda” (sâk±ma-sthâla), invisible pero experimentable, que
constituye el material de los sonidos, olores, contactos (por ejemplo, del
viento) y sabores; d) “burda-sutil” (sthâla-sâk±ma), que es visible pero
imposible de asir, como la claridad, la oscuridad, la sombra; e) “burda”
(sthâla), que es a la vez visible y tangible pero líquida, como el agua, el
aceite y la manteca derretida; y f) “burda-burda” (sthâla-sthâla): los
objetos materiales que poseen existencias separadas y distintas, como el
metal, la madera y la piedra.
La materia kármica se pega al j®va como el polvo se adhiere a un cuerpo
untado de aceite. Impregna y tiñe al j®va como el calor a una bola de hierro
calentada al rojo. Por sus efectos, se dice que la materia kármica puede
encontrarse en ocho estados: a) El karman que envuelve u oculta el
verdadero conocimiento (jñ†na-†varaðakarman). Como un velo o tela
colocada sobre la imagen de una divinidad, este karman se interpone entre
la verdad y la mente, quitando, por así decir, la innata omnisciencia. b) El
karman que envuelve u oculta la verdadera percepción (dar¡ana-†varanakarman).
Como un portero evita que la gente llegue hasta el rey que está en
la sala de audiencias, este karman impide la percepción de los procesos del
universo, haciendo difícil o imposible ver lo que pasa; así, con sus efectos,
tiende un velo sobre el j®va. c) El karman que crea sensaciones agradables
o desagradables (vedan®ya-karman), comparable al filo de una espada muy
cortante cubierta de miel y colocada en la boca. Debido a este karman,
todas nuestras experiencias de la vida son un compuesto de placer y dolor.
d) El karman que causa las ilusiones y confusiones (mohan®ya-karman).
Como el alcohol, este karman embota y ofusca las facultades
discriminadoras del bien y del mal. (El kévalin, el “aislado”, no puede ser
118 Esta acepción específicamente jaina del término dharma no debe confundirse, claro está, con la
tratada supra, págs. 128-147.
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embriagado. La iluminación perfecta es un estado de suprema y sublime
templanza.) e) El karman que determina la duración de la vida individual
(†yu±-karman). Como una cuerda que impide a un animal alejarse
indefinidamente de la estaca a la que está atado, este karman es el que fija
el número de nuestros días. Determina el capital de vida, la fuerza vital que
hemos de gastar en nuestra actual encarnación. f) El karman que establece
la individualidad (n†makarman). Este karman determina el “nombre”
(n†man), que denota, en la forma “sutil-burda” del sonido, el principio
mental y espiritual, o la idea esencial, de la cosa. El nombre es la
contrapartida mental de la forma (râpa)119 visible y tangible; por esta razón
los nombres y hechizos verbales pueden producir efectos mágicos. Éste es
el karman que determina hasta en los últimos detalles tanto la apariencia
exterior como el carácter interno de la cosa, el animal o la persona. Es el
que da forma a la actual máscara perecedera. Sus efectos son tantos, que los
jaina han distinguido en él noventa y tres subdivisiones. Este “karman del
nombre propio” determina todos los detalles; por ejemplo, si nuestra
próxima encarnación tendrá lugar en el cielo, entre hombres y animales, o
en los purgatorios; si tendremos cinco sentidos, o menos; si perteneceremos
a alguna clase de seres de buen porte y andar majestuoso (como la de los
toros, elefantes y gansos) o de paso desagradable (como los asnos y
camellos) o con orejas y ojos móviles o inmóviles; si, dentro de nuestra
especie, seremos bellos o feos, y si despertaremos simpatía o provocaremos
desagrado, ganándonos fama y honor o acarreándonos mala reputación. El
n†ma-karman es como el retoque que el pintor da con su pincel a los rasgos
distintivos de un retrato, haciendo que su figura sea reconocible y peculiar.
g) El karman que establece en qué familia nacerá el individuo (gotrakarman).
En realidad, este karman es una especie del género anterior, pero
a causa de la enorme importancia que tienen las castas en la India, se le ha
concedido una categoría especial. El destino y todas las perspectivas de la
vida están muy limitadas por la casa en que uno nace. h) El karman que
produce obstáculos (antar†ya-karman). Esta categoría incluye varias
subdivisiones: 1. (D†na-antar†ya-karman), que nos impide ser tan
desprendidos y generosos como desearíamos al dar limosna a los pobres y a
los religiosos; 2. L†bha-antar†ya-karman que no nos deja recibir limosna;
es un karman particularmente maligno, pues los religiosos dependen de los
regalos que se les haga, como ocurre con las instituciones religiosas. (En
Occidente, por ejemplo, una universidad que sufriera de esta mala
influencia se vería obligada a cerrar sus puertas por falta de fondos.) 3.
Bhoga-antar†ya-karman, que nos impide gozar de las cosas. Por ejemplo,
nos hace llegar tarde para una fiesta. O mientras estamos comiendo la torta
no dejamos de pensar que también podríamos guardárnosla para más tarde.
119 Cf. supra, págs. 31-32.
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4. Upabhoga-antar†ya-karman, por obra del cual no podemos gozar de los
objetos placenteros que nos rodean: nuestras casas y jardines, vestidos y
mujeres. 5. V®rya-antar†ya-karman, que paraliza la voluntad,
impidiéndonos actuar.
En conjunto hay exactamente ciento cuarenta y ocho variedades y efectos
del karman, que, en suma, actúan en dos direcciones: 1, el gh†ti-karman
(“el karman que golpea, hiere y mata”) disminuye los infinitos poderes de
la mónada vital, y 2, el agh†ti-karman (“el karman que no golpea”) añade
cualidades limitadoras que no le pertenecen. Todas estas dificultades
kármicas han estado afectando al j®va de toda eternidad. El sistema jaina no
necesita explicación del comienzo del universo, pues no hay noción de un
tiempo en el cual el tiempo no existía: el mundo ha existido siempre.
Además, lo que interesa no es el comienzo de este lío sino determinar su
naturaleza y aplicarle una técnica para despejarlo.
La esclavitud consiste en la unión del j®va y el aj®va; la salvación, es la
desunión de ambos. Este problema de la unión y desunión se expresa en la
declaración de los siete tattva o “principios”.
1) J®va y 2) Aj®va han sido tratados más arriba. Aj®va incluye las categorías
2-6 de los seis elementos que acabamos de describir.
3) è’srava: “aflujo”, el acto de verter materia kármica en la mónada vital,
que ocurre a través de cuarenta y dos canales, entre los cuales están las
cinco facultades sensoriales receptoras, las tres actividades de la mente, el
habla, los actos físicos, las cuatro pasiones (cólera, orgullo, engaño y
codicia) y las seis “no pasiones” (alegría, placer, aflicción, congoja, temor
y aversión)120.
4) Bandha: “atadura”: el hecho de que el j®va esté atado y sofocado por la
materia kármica.
5) SáÑvara: “detención”, la represión del aflujo.
6) Nirjar†: “efusión”, la eliminación de la materia kármica mediante
austeridades depurativas, que la consumen con el calor interior de las
prácticas ascéticas (tapas), como por medio de una cura de transpiración.
120 Estos seis, junto con otros dos —resolución y admiración— son los modos fundamentales o
“sabores” (rasa) de la poesía, la danza y el teatro hindúes. Todos ellos son exhibidos por åiva, el Dios
Supremo, en las diferentes situaciones de sus manifestaciones míticas, y de este modo se hallan
sancionados en el hinduismo devoto como aspectos del “juego cósmico” del Señor, como revelaciones de
su divina energía bajo diferentes modos. Según el jainismo, por otra parte, deben ser suprimidos, pues
atraen y aumentan la provisión de materia kármica y de este modo nos distraen de la perfecta indiferencia
que conduce a la purificación de la mónada vital.
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7) Mok±a: “liberación”.
“El j®va y el no-j®va juntos constituyen el universo —leemos en un texto
jaina—. Si están separados, no se necesita nada más. Si están unidos, como
lo están en el mundo, solo cabe considerarlos con vistas a su detención y
gradual destrucción de la unión hasta deshacerla por completo121.”
El universo jaina es indestructible; a diferencia del universo de la
cosmologia hindú, no está sujeto a disoluciones periódicas122. Además, no
hay indicios del primordial matrimonio sagrado en tre el Padre Cielo y la
Madre Tierra, que dio origen al mundo y que constituye un tema capital en
la tradición de los Veda. En el gran Sacrificio del Caballo (a¡vamedha),
practicado por los indoarios, cuando la reina principal que representa la
Madre Tierra, esposa del rey del mundo (cakravartin), yacía en la fosa del
sacrificio al lado del animal sacrificado, que simboliza la fuerza del sol
celeste (recuérdese que el caballo acaba de concluir su triunfal año solar de
vagabundeo sin ser molestado)123, ese acto de la reina era la reconstrucción
mística del sagrado matrimonio cósmico. Pero en el jainismo el varón
primordial (o la hembra primordial) es el universo. No hay historia de un
período de gestación, ni “germen de oro” (hiraðyagarbha), ni huevo
cósmico que se divida por el medio de la cáscara, cuya mitad superior es el
Cielo y la inferior la Tierra, ni un ser primordial sacrificado y
desmembrado (púru±a), cuyos miembros, sangre, pelo, etcétera, se
transforman y pasan a constituir los elementos del mundo; en una palabra,
no hay mito cosmogónico, porque el universo ha existido siempre. El
universo jaina es estéril, está calcado sobre una doctrina ascética. Es una
madre universal que todo lo contiene, pero que carece de marido; o bien es
un gigante solitario sin consorte; es una persona primordial siempre entera
y viva. Los ciclos universales “ascendentes” y “descendentes”124 son las
mareas del proceso vital de este ser, proceso continuo y permanente.
Nosotros constituimos las partículas de ese gigantesco cuerpo, y la tarea de
cada uno consiste en evitar ser llevado a las regiones infernales que ocupan
la parte inferior del cuerpo, y, por el contrario, subir lo más rápidamente
posible a la suprema gloria de la pacífica cúpula del prodigioso cráneo.
Esta doctrina evidentemente contraría la representación cósmica de los
videntes brahmánicos, pero llegó a desempeñar un papel importante en el
hinduismo posterior125, concretamente en los mitos de Vi²ñu Ananta¢‡yin,
el gigante divino que sueña el mundo, lleva el universo en su vientre, lo
121 Tattv†rth†dhigama-sâtra 4. (Sacred Books of the Jainas, vol. II, pág. 7).
122 Cf. Zimmer, Myths and Symbols, págs. 3-22.
123 Cf. supra, págs. 114-115.
124 Supra, pág. 183, nota 44.
125 Sobre el término “hinduismo” a diferencia de “brahmanismo” cf. supra, pág. 71, nota 35.
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deja que salga de su ombligo en forina de flor de loto y lo retoma y asimila
a su eterna sustancia126. Igualmente notable es su contraparte femenina, la
Diosa Madre que todo lo contiene y que saca a todos los seres de su matriz
universal, los alimenta y, devorándolos de nuevo, recupera todo127. Estas
figuras han sido adaptadas en el hinduismo al mito védico del Matrimonio
Cósmico, pero sigue siendo evidente la incompatibilidad de ambos
conjuntos de mitos, porque, aunque se dice que el mundo de las criaturas
nace, también se dice que constituye el cuerpo del ser divino, mientras que
en la doctrina jaina no hay tal incongruencia, pues los j®va son los átomos
de vida que circulan por el organismo cósmico. Un adivino y santo que
todo lo sabe y todo lo ve (kévalin) puede efectivamente contemplar el
proceso de incesante metabolismo que tiene lugar en toda la estructura,
observando las células en sus continuas transmutaciones, pues su
conciencia individual se ha ampliado a tal punto que corresponde a la
conciencia infinita del gigantesco ser universal. Con su ojo espiritual
interno ve los átomos vitales, en número infinito, que circulan
continuamente, cada uno de ellos con su propia duración de vida, fuerza
corporal y poder respiratorio, inhalando y exhalando perpetuamente.
Las mónadas vitales que se encuentran en el nivel elemental de la
existencia (en estado de éter, aire, fuego, agua y tierra) poseen la facultad
del tacto (spar¡a-indriya). Todas sienten y responden a la presión, pues
ellas están dotadas de una minúscula extensión, por lo cual reciben el
nombre de ekéndriya; “dotadas de una (eka) facultad sensorial (índriya)”.
Los átomos de las plantas también están dotados de una facultad sensorial
(el sentido del tacto) aunque tienen cuatro hálitos vitales (carecen del poder
de la palabra). Estas existencias mudas, dotadas de un solo sentido, son
máscaras o revestimientos de los j®va en el mismo sentido en que lo son las
formas, más complejas, de los reinos animal, humano y celeste. El kévalin
lo sabe y lo ve gracias a su conciencia universal. También conoce y percibe
que las facultades de los seres superiores son diez: 1. Fuerza vital o
duración (†yus). 2. Fuerza corporal, sustancia, peso, tensión y elasticidad
(k†ya-bala). 3. Poder de hablar, o capacidad de pronunciar sonidos
(vácana-bala). 4. Poder de razonamiento (mano-bala). 5. Poder de
respiración (†n†pana-pr†ða, ¡v†socchv†sa-pr†ða). Y 6-10. Los cinco
sentidos receptivos: tacto (spar¡éndriya), gusto (raséndriya), olfato
(ghr†ðéndriya), vista (cak±uríndriya) y oído (¡ravanéndriya). Algunos
vegetales, como los árboles, están dotados de una colectividad de j®va.
Imparten j®va separados a sus ramas, vástagos y frutos, como se comprueba
plantando un fruto o un gajo que luego se convierte en un ser individual.
Otros, como las cebollas, tienen un solo j®va común a cierto número de
126 Zimmer, Myths and Symbols, págs. 35-53.
127 Ib., págs. 189-216.
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tallos separados. Los animales pequeños, como los gusanos, insectos y
crustáceos, que representan el nivel siguiente de los seres organizados,
poseen, además de duración vital, fuerza corporal, poder de respirar y
sentido del tacto, la facultad de hablar o el poder de articular sonidos
(vácana-bala) y el sentido del gusto (raséndriyc). La duración de su vida es
de doce años, pero la de las clases anteriores varía notablemente. Por
ejemplo, la duración de un átomo de fuego puede ser un momento
(sámaya) o setenta y dos horas; la de un átomo de agua, unos momentos
(de uno a cuarenta y ocho) o siete mil años; la de un átomo de aire, un
momento o tres mil años.
Esta minuciosa sistematización de las formas de vida, que los jainas
comparten con Gos‡la, se basa en la distribución de las diez facultades
entre los diversos seres, desde los átomos vivos elementales hasta los
organismos de los dioses y de los hombres. La sistematización no es nada
primitiva. Aunque muy curiosa y arcaica, es, pedante y extremadamente
sutil, y representa una concepción fundamentalmente científica del
universo. En realidad, su perspectiva de la larga historia del pensamiento
humano es aterradora: ofrece una visión mucho más amplia e imponente
que la fomentada por nuestros humanistas occidentales e historiadores
académicos con sus breves historias de Grecia y el Renacimiento. El
vigesimocuarto T®rtha´kara jaina, Mah‡v¯ra, fue aproximadamente
contemporáneo de Tales y de Anaxágoras, los primeros de la línea clásica
de la filosofía griega, pero el sutil, complejo y detallado análisis y
clasificación de los rangos de la naturaleza que la enseñanza de Mah‡v¯ra
dio por supuestos y sobre los cuales hizo variaciones, ya tenía siglos y
acaso milenios. Esta sistematización hacía mucho tiempo que había
acabado con las huestes de los poderosos dioses y magos brujos de la
tradición sacerdotal aún anterior, la cual a su vez había estado tan por
encima del nivel realmente primitivo de la cultura humana como las artes
de la agricultura, la ganadería y la elaboración de lacticinios lo están con
respecto a las de la caza y la pesca y a la recolección de raíces y bellotas. El
mundo ya era antiguo, muy sabio y muy docto, cuando las especulaciones
de los griegos produjeron los textos que en nuestras universidades se
estudian como si fueran los primeros capítulos de la filosofía.
De acuerdo con la ciencia arcaica, todo el cosmos está animado y las leyes
fundamentales de su vida son constantes en todas partes. Por lo tanto, hay
que practicar la “no-violencia” (ahiÑs†) aun respecto del más pequeño,
mudo e inconsciente de los seres. Así, por ejemplo, el monje jaina evita en
lo posible estrujar o tocar los átomos de los elementos. No puede dejar de
respirar, pero, con el fin de causar el menor daño posible, debe taparse la
boca con un velo, lo cual suaviza el choque del aire contra la parte interior
de la garganta. Y no debe hacer castañetear los dedos ni abanicar el aire,
porque estos son actos de perturbación que hacen daño. Si, yendo en un
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barco, unos hombres perversos por alguna razón arrojan, por la borda a un
monje jaina, éste no debe ganar la costa con brazadas enérgicas y violentas,
como un valiente nadador, sino que debe dejarse llevar por la corriente,
como un leño, permitiendo que las aguas lo acerquen gradualmente a tierra,
pues no debe perturbar ni lastimar a los átomos del agua. Y luego debe
dejar que el agua chorree de su piel o se evapore, pero no debe secarse ni
sacudirse con una violenta conmoción de sus miembros.
Así la no-violencia (ahiÑs†) es llevada al extremo. La secta jaina sobrevive
como una especie de vestigio muy fundamentalista en una civilización que
ha pasado por muchos cambios desde la remota época en que nació esta
ciencia y religión universal que enseñaba cómo es el mundo de la
naturaleza y cómo podemos escapar de él. Aun los jaina laicos tienen que
tener cuidado para no causar inconvenientes innecesarios a sus semejantes.
Por ejemplo, no deben beber agua después que ha oscurecido, para no
tragar algún insecto que pueda haber caído en ella. No tienen que comer
carne de ninguna clase, ni matar los bichos que revolotean y fastidian. En
realidad, obtienen mérito dejando que los bichitos se posen sobre ellos y los
piquen. Todo ello ha llevado a una costumbre de lo más grotesca, que aún
hoy puede observarse en las calles centrales de Bombay, y que describimos
a continuación:
Un par de hombres llevan un catre liviano lleno de chinches. Se detienen
ante la puerta de la casa de una familia jaina y gritan: “¿Quién quiere
alimentar a las chinches? ¿Quién quiere alimentar a las chinches?” Si
alguna señora devota arroja una moneda desde una ventana, uno de los
pregoneros se coloca cuidadosamente en la cama y se ofrece a sí mismo
como pasto a sus semejantes. Así la señora de la casa obtiene mérito y el
héroe del catre la moneda.

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