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lunes, 8 de noviembre de 2010

Vida y Muerte -- Andrés Díaz Sánchez



Andrés Díaz Sánchez
Vida y Muerte




Krantor El Poderoso dominó a lo largo de su azarosa vida numerosos países. Conquistó gracias a su bravura y temeridad legendarias el corazón de incontables hombres y mujeres. Cuando sus ejércitos atacaban los enemigos huían o eran aplastados sin compasión. Él mismo, aunque estratega y emperador, avanzaba siempre a la vanguardia de sus huestes. Su espada hacía volar cabezas y se revolvía entre los adversarios con tales furia, valor y destreza que provocaba admiración en amigos y enemigos.
Fue también buen gobernante en la paz, implacable con los traidores, dadivoso con los justos y los honrados.
Su familia le amaba, su pueblo le quería, sus guerreros cabalgarían hasta el Infierno por él. Incluso los enemigos, en el fondo de sus corazones, le respetaban y envidiaban sin poder evitarlo, y por ello le aborrecían dos veces más y más aún se odiaban a si mismos.
El Imperio de Krantor El Poderoso se extendió como fuego sobre pasto seco. Nadie se atrevía a hacerle frente.
Así pues, en el seno de una prosperidad tan arduamente ganada, el Rey fue envejeciendo y las arrugas visitaron su rostro.
Sobrevivió a su amada esposa y a muchos de sus amigos y, con el transcurso de los años, llegó un momento en que alrededor suyo sólo encontraba desconocidos. Sus hijos le querían, mas no comprendían su forma de pensar; ellos habían nacido y sido criados en la paz, mientras que Krantor había forjado su carácter entre espadas, flechas y cadáveres.
Sintiéndose solo, los días pasaban largamente para el viejo rey. El hastío llenaba sus horas. Únicamente hallaba placer rememorando con dulce dolor las aventuras y gestas del pasado. Ahora ya nadie quería combatir, los jóvenes se dedicaban a la ciencia, la política o la
economía. La civilización extendía sus tentáculos y los aventureros comenzaban a extinguirse.
El anciano monarca, antaño poderoso, se había convertido en un anacronismo sin sentido. Todo le resultaba absurdo y vano. Ni siquiera podía confiar a nadie sus pensamientos, ya que todos sus viejos camaradas habían muerto tiempo ha.
Entonces, el mal llegó a Krantor. Los físicos de la Corte intentaron curarlo con sanguijuelas, ungüentos y reposo. Pero la corrupción se había engarfiado en su todavía fuerte cuerpo. A veces, experimentaba mareo y vomitaba sangre y hasta trozos de carne. Otras, los pies que antaño pisotearan reinos no podían sostenerle y se desplomaba miserablemente de rodillas.
El mal también corrompía su espíritu. Negras pesadillas pobla­ban sus noches. En tan febriles visiones los cadáveres se alzaban desde las tumbas y le pedían cuentas por todas las muertes que él había causado. Pero en la vigilia no había mejora, espesas depresiones aniquilaban su voluntad, hasta el punto de que el Imperio todo pensaba que Krantor iba a morir. Sus habitantes suspiraban por la suerte del anciano Señor y ya se preguntaban quién sería su nuevo amo...
Una noche especialmente tenebrosa, el Rey vio en sueños una calavera envuelta en un aura azulada. La testa espectral se expandía más allá de los límites del Tiempo y el Espacio. Abrió su quijada y rió profunda y burlonamente. Aquel sonido provocaba en Krantor una indeci­ble agonía.
Despertó, exhalando un ronco grito. Bañado en sudores, comprendió entonces que quien se le había aparecido en sueños era la mismísima Muerte, la Señora Parca, que se regocijaba contenta porque en días u horas le arrebataría el fresco hálito de la existencia.
Krantor saltó de la cama y paseó inquieto y angustiado por los solitarios y ve­tustos pasillos de palacio. Negras espadas hendían su alma. Contempló amargamente los cuadros de batallas, los escudos heráldicos, las espa­das que habían hecho posibles tantas gestas. El Rey sentía un espeso nudo en la garganta. De haber sido ésa su costumbre, habría llorado. Pero era duro de carácter y mostrar sus más íntimos sentimientos en público, incluso cuando él era todo el público que podía contemplarle, le resultaba impo­sible. ¡Sí aún tuviera enemigos contra quien batallar o una empre­sa arriesgada que llevar a término...!
Entonces, podría sentirse vivo y al menos gozar con intensidad del tiempo que le restaba hasta la muerte. Pero ya no quedaban adversarios y la guerra era un recuerdo turbulento del pasado.
Entonces, el viejo rey alzó su mirada. En ella chispeaba un fuego que él creía extinto. Había tenido una visión.
-Si no tengo enemigos y la Muerte me consume poco a poco...
musitó, para alzar la voz en un bravo juramento:- ¡Lucharé contra la misma Parca, ella será mi rival! ¡Y la venceré!
Exhaló una brutal y loca carcajada, impropia de un anciano.
Tal sonido reverberó entre las columnas de mármol y los muros de roca, despertando a los sirvientes y alarmando a la guardia.
Todos ellos descubrieron al Rey vistiendo su mejor armadura, pertrechado con la espada más afilada, el escudo más resistente y el más fiero hacha y se cubrió la cabeza con un pesado yelmo. Bajó a las caballerizas reales y ensilló al mejor caballo de combate, un macho
negro como el azabache y cuyo nombre era Tormenta.
Intentaron persuadirle para que volviera a sus aposentos, pero les apartó con rudeza. Todos temieron el fuego de su mirada.
Krantor había recuperado el vigor de otros tiempos.
Montó en el magnífico Tormenta y se dirigió a sus súbditos con voz de trueno:
-¡Apartaos! ¡Debo librar la más dura batalla de mi vida!
¡Pelearé contra la misma Muerte y triunfaré!
Los presentes menearon sus cabezas, incrédulos, pensando que el monarca sufría locura senil.
Pero lanzó otra carcajada demoníaca. Entonces, el mal se cebó en él, haciéndole vomitar sangre en un negro chorro. La debilidad casi lo arrojó del caballo, pero él endureció el mentón y resistió sobre la silla, sonriendo malignamente.
-Tormenta, la Muerte nos teme -dijo al fiel caballo-. Me ataca con todas sus fuerzas ahora que le he declarado la guerra. ¡Mas no me conoce si cree que voy a abandonar! ¡Adelante, amigo!
El noble bruto relinchó salvajemente, pues amaba profundamente a su señor. Después, echó a cabalgar.
Jinete y caballo salieron del castillo y atravesaron las calles de la capital imperial, provocando el asombro de los soñolientos ciudadanos.
Al salir a terreno abierto, Krantor descubrió que su propia caba­llería, más de treinta mil guerreros, le seguía los pasos.
-¡Míralos, Tormenta! -susurró el rey- Quieren devolverme a mi castillo, a mi cama, a los tratamientos de los físicos. ¡Corre, fiel amigo, galopa como el viento huracanado! ¡No permitas que nos atrapen!
El caballo aumentó su velocidad. Un furor salvaje, el espíritu de la vida, que también había poseído al animal, dio alas a los cascos. Su marcha se tornó tan rápida que el mundo alrededor de ellos dos devino un jirón confuso y multicolor. El rey su corcel se perdieron definitivamente de la vista de sus perseguidores.
Ya lejano el peligro, Krantor frenó a Tormenta y ambos descansaron en un fresco bosque. El rey cazó con su lanza. Después, co­mió la presa, un fuerte y joven venado, crudo. Aquel tosco manjar le satisfi­zo mil veces más que las exquisitas viandas de palacio.
Continuaron su imparable camino, siempre hacia Oriente, atrave­sando el Imperio y saliendo, por fin, de sus límites.
Surcaban ahora tierras desconocidas: estepas nevadas, praderas frescas y brillantes, pasos montañosos de arisca roca y un sinfín más de parajes libres, bellos, salvajes.
Peleó contra bandidos y asaltadores, vencién­dolos una y otra, ora gracias a la fuerza, ora a la astucia.
Mas a quien no podía derrotar era al Mal de la Muerte, que se cebaba en él con crueldad inusitada; entonces, el rey sentía sus ojos ciegos, de ellos caían sangre y mucosidades; las arcadas doblaban su cuerpo brutalmente, temblaba y sufría incluso espasmos y horrendas jaquecas le impedían pensar con claridad.
Durante tales estados Tormenta acariciaba con el hocico el ajado rostro y, a pesar del dolor, Krantor sonreía desafiante. Y decía:
-Mi buen Tormenta, la Muerte trata de aniquilarme por completo, mas yo resistiré. Mi cuerpo está maltrecho, sus golpes hacen retemblar todo mi ser... ¡Pero al final, yo venceré!
Tanta era su obstinación que en los momentos de mayor debili­dad lograba alzar su espada y golpear a los fantasmas del aire, aquellos espectros invisibles, servidores de la Muerte, que robaban el vigor a los fuertes. Así lo hacía hasta que caía al suelo sin sentido.
Cuando despertaba, notaba su cuerpo débil y maltrecho. Pero montaba sobre Tormenta, incapaz de rendirse.
No se detenía en aldeas o burgos. Los observaba a distancia con el ceño fruncido.
-Mi trato con los humanos ya ha pasado -solía murmurar a Tormen­ta, su único amigo-. Ahora me enfrento a enemigos más poderosos.
Y reía, poseído por la alegre locura de la que nada saben los hombres cabales.
Un día, se hallaba sobre una rompiente de rocas, observando al mar agitado destrozarse contra los colosos pétreos. El aire fresco y cargado de salitre golpeaba su rostro y nubecillas de brillan­te espuma salpicaban sus botas. Krantor había quedado embelesado, mientras contemplaban el infinito mar, dejando que los recuerdos fluyeran y trazaran dulces heridas sobre la piel del alma.
Entonces, el mal se fue. Inesperadamente, Krantor lo sintió salir de su cuerpo como un humor espeso e invisible, un gordo gusano húmedo exhalado por los poros de su piel.
Ahora volvía a experimentar la plenitud de la carne sana. La ceguera, los dolores, las jaquecas y las náuseas habían desaparecido. El rey cerró su puño y sintió la bendita potencia de músculos y tendones robustos y ágiles, el rápido fluir de la san­gre, la respiración profunda y la visión clara.
Sonrió, pensativo y triunfal.
-He ganado la primera batalla. He logrado que retroceda el enemigo. Pero la guerra sólo terminará cuando lo haya vencido definitivamente.
El caballo lo miró con sus negrísimos e inteligentes ojos.
Tal vez comprendiera o no la locura o la agudeza del rey. De cualquier modo, en ellos brillaban el cariño y la lealtad.
Continuaron camino, un viaje hacia ninguna parte.
Llegaron a un gigantesco y triste erial. En él no había vida, excepto ellos dos: ni siquiera las moscas o los gusanos se aventuraban en aquel reino, el Imperio de la Muerte.
Krantor desmontó. El silencio se espesaba sobre los sonidos de roces y pisadas como una serpiente aplastando lentamente a su presa.
Tal pesadez re­sultaba terrible, por momentos intolerable.
Krantor desenvainó su espada y enarboló en la otra mano el hacha de batalla. Alzó las dos armas hacia el cielo y su voz tronó:
-¡Yo, Krantor El Poderoso, te injurio a ti, Muerte, con la Maldición de la Vida! ¡Estoy poseído por el Espíritu de la Vida y te reto a luchar noblemente y sin piedad!
El silencio continuó durante unos minutos.
Entonces, se escuchó sobre el Universo una bestial carcajada y una voz maligna y antigua:
¿Quién eres tú, hombrecillo, que osa retarme a mí, que soy Aquélla a quien nadie puede escapar, la mayor fuerza del Cosmos?” Tormenta a punto estuvo de caer en la histeria. Se revolvía y relinchaba, aterrorizado. Mas continuó en su sitio. Krantor descubrió, recortada contra las sombras, una figura en pie. Era alta y delgada.
Vestía túnica rasposa y oscu­ra que la cubría desde la cabeza a los pies. La capucha estaba alzada y al observar la negrura de su interior Krantor experimentó crudo vértigo, como si se tambaleara al borde de insondables abismos. Tuvo que desviar su mirada y concentrarla en un
punto bajo el cuello del ser. De las amplias mangas surgían dos ma­nos de hueso desnudo que sujetaban el asta de una larga guadaña.
-¡Al fin has salido a recibirme! -exclamó Krantor, sacando fuerzas del puro miedo.
-Te lo aseguro, hombrecillo: sufrirás el más terrible fin que jamás ser inteligente alguno haya podido imaginar. Rebasarás um­brales de agonía más allá de toda comprensión. Concentraré mi inconmensurable crueldad en un tormento inacabable, y cuando me supliques a gritos el sueño eterno, afilaré el dolor hasta volverlo delirante, enloquecedor.
Krantor, de pronto, experimentó una tremenda debilidad. Al fin y al cabo, aunque él era un rey poderoso, sólo se trataba de un humano, peleando contra Aquélla que había hecho doblar la rodi­lla a todos los vivos sin excepción.
Pero sintió el salvaje fluir de la sangre en sus arterias y el violento galopar de su corazón. Su rostro se contorsionó, iracundo.
-¡Tú eres la Muerte, pero yo la Vida! ¡Tú permaneces, te mantienes inmóvil, pero yo vuelo y me elevo sobre las nubes oscuras! ¡No soy yo quien te reta, sino la Vida misma, y sin vida eres menos que nada!
La Muerte guardó silencio, como rumiando aquellas pala­bras.
Alzó una de sus cadavéricas manos y el suelo entre Krantor y Ella se abrió súbitamente, provocando un estruendo ensordecedor.
El rey se tambaleó. Tormenta relinchó, víctima del pánico.
Pero no sólo los humanos pueden realizar gestos heroicos: permaneció junto a su amo.
Por la grieta surgieron Pesadillas. No tenían otro nombre.
Eran los miedos agazapados en el fondo de la mente humana, convertidos en materia sólida. Surgieron de la grieta en legión, como una enjambre de insectos gigantes. Eran el mal, el mal puro. Los había de todas las formas, algunas capaces de quebrar la cordura del más se­reno. Los
Miedos Humanos, transmutados en músculos, carne, patas, seudópodos, ojos, colmillos y pelo, cerraron contra Krantor.
El rey se sintió a punto de desfallecer, el horror que supuraba tanta alimaña le golpeaba en el rostro como un puño de hiero.
Pero, sin explicarse cómo, afirmó las piernas en el suelo quebrado y abierto en múltiples grietas, alzó el hacha y la espada y golpeó sin piedad.
El glorioso metal hendió la carne y el hueso. Había que luchar y matar. Era un trabajo que Krantor conocía bien. Se abandonó a la batalla, como un guerrero joven y deseoso de honores. De nuevo experimentaba aquella loca euforia, como en épocas lejanas, cuando los días y las noches transcurrían nebulosamente entre lucha y lucha.
Empujaba, rajaba, pinchaba, aplastaba. Ellos eran muchos, pero una vez se les hacía frente, sin miedo, resultaba fácil vencerlos.
Al poco, el rey se halló rodeado de cadáveres informes, salpica­do de sangre multicolor, temblando el hacha y la espada entre sus fuertes dedos. Los Miedos Humanos habían retrocedido, asustados ellos mismos por el ímpetu y el salvajismo de su oponente.
La Muerte alzó de nuevo su mano y las criaturas volvieron a las entrañas del mundo. Las heridas de la tierra cerraron y cicatrizaron velozmente. Los labios de la gigantesca grieta fueron unidos y se transformaron en simple y llano erial.
-¿Y bien, Muerte? -rugió Krantor, con ojos desorbitados- ¡Ya he vencido a tus primeras huestes!
-Poco has hecho, hombrecillo -contestó la Parca-. Ahora te enfrentarás a tus semejantes.
Krantor notó que el suelo bajo él temblaba. Se apartó de un salto. De allá donde apoyara los pies surgió una cabeza macilenta, plagada de diminutos y reptantes carroñeros. Tras la testa surgió el resto del cuerpo, humano, pero decrépito, surcado por jirones y abierto en decenas de agujeros. Tal ser llegaba precedido por un hedor insoportable, el olor de la putre­facción. Era un cadáver, un muerto viviente regurgitado desde los intestinos del mundo por su Señora la Muerte. El muerto miró a Krantor, que se hallaba traspuesto a causa del horror, y sonrió malignamente, abriendo las quijadas ahítas de tierra.
-Míralos -ordenó la Muerte-. Son mis hijos, mis retoños, pero también tus semejantes, aquéllo en lo que sin duda te convertirás cuando ponga mi fría mano sobre tu nuca. Conócelos mejor. Intima con tus congéneres.
Por todo el erial surgían los cadáveres, como obscenos vegetales creciendo y desarrollándose a un ritmo anormal. Pronto Krantor se halló rodeado de cientos de muertos redivivos. El rey retrocedió, intentando ven­cer el alucinante horror. Su mente se convertía en agua mientras contemplaba a los niños, las mujeres, los hombres y los ancianos espectrales que se le acercaban mugiendo triste, estúpidamente.
Había allí soldados, sacerdotes, damas de alcurnia, mendigos, reyes, campesinos, comerciantes, prostitutas, caballeros, mercenarios,...
To­dos por igual habían muerto y ahora nacían de nuevo, impulsados por un malsano y tosco instinto, imbuido por La Parca.
Tormenta relinchaba agudamente junto a Krantor. El animal se alzaba sobre sus patas traseras y se revolvía, aterrorizado. El rey, ejecutando, un su­premo esfuerzo de voluntad, atravesó la barrera del miedo y car­gó contra los cadáveres animados.
De nuevo el hacha y la espada hacían volar miembros y cabezas, mas esta vez los enemigos no sucumbían, pues ya estaban muer­tos. Desmembrados, tullidos, decapitados, andaban o se arrastraban en su busca. El filo de las armas se manchó de tierra, gusano y sangre estancada. Aquél no era un combate honorable ni limpio. Krantor a duras penas reprimió un sollozo cuando hubo de partir a un niño espectral.
También, contra su costumbre, debía aniquilar a mujeres y ancianos. Sin embargo, procuraba pensar que aquellos seres ya habían fallecido, horas, meses o años antes de caer bajo sus armas.
Cuando ya el cerco se estrechaba peligrosamente, los cadáveres se detuvieron y separaron de él, rodeándolo. Sumidos en escalofriante silencio, se abrieron para dejar pasar a un compañero más.
Krantor vio llegar a su esposa, a su dulce mujer, fallecida años ha por culpa de unas fiebres malignas. No era como el resto, se presentaba tan bella y resplandeciente como el día que la desposó. Los rizos de oro caían sobre su rostro sereno y angelical.
-Esposo mío, únete a mí. Bebe la miel de mi boca y permite a tu cansada frente yacer en mi regazo.
Krantor se sintió de pronto exhausto. También ridículo y viejo. Al fin y al cabo, ¿qué era él? Sólo un hombre. Y el destino de todo hombre era la muerte. Libraba una batalla sin sentido, ahora lo comprendía. Deseó reposar entre los brazos de su esposa, añoraba sus cuidados, su amor, hacía demasiado tiempo desde que desapareció de su vida y el dolor de su pérdida había llena­do los últimos años con un negro peso. A lo largo de su azarosa existencia conoció a muchas, pero ella fue su favorita.
Tiró la espada y el hacha y recibió el abrazo. Acarició el suave cabello ensortijado. Los labios de su reina se entreabrieron para entregarle un largo y cálido beso.
Entonces, algo gritó dentro de su mente, algo a miles de leguas de distancia y al mismo tiempo tan cercano que parecía a punto de hacer reventar su cráneo. Aquéllo era el instinto de la supervivencia, que siempre lo había avisado cuando el peligro arreciaba. Al contrario que otros, él nunca lo tomó a la ligera.
Los labios del rey no llegaron a tocar a su esposa. Se­paró su cabeza de ella.
-¡Bésame! -ahora, aquella dulce voz se ha­bía tornado un crujido de piedra sobre piedra- ¡Abrázame, esposo mío!.
Krantor abrió sus ojos y contempló el pútrido cadáver de su mujer deshacerse entre sus brazos como lluvia de ceniza, gusa­nos y tierra.
Retrocedió, espantado, y escuchó un alegre y maligno tronar.
Miró a la Muerte con amarga ira. Los cadáveres habían desaparecido y en el sombrío erial La Parca reía con voz cascada, profunda como las simas oceánicas.
-¡Estúpido! ¿Ves a lo que te ha llevado tu insensato juego?
Dolor en tus ojos, éso es lo que descubro. ¡Sólo un inútil sufrimiento!
-No... -musitó Krantor, confuso.
-¿Te consideras el paladín de la Vida? -continuó La Segadora- ¡Yo te enseñaré qué es la vida!
Krantor mantenía los ojos abiertos, y ante ellos el yermo campo desapareció y contempló animales y seres humanos heridos, sufrimiento físico y espiritual, miseria y desesperanza por doquier. Se hundía en un océano de lágrimas amargas. Divisó a los hombres batallando y muriendo, hermano contra hermano, padre contra hijo, amigo contra amigo, palpó su odio, descubrió la codicia y la lujuria que pervertían al inocente, el engaño que destruía la ilusión, la corrupción espi­ritual, el amargo desamor, las hirientes traiciones... Vio seres afanándose por continuar en pie un día, una hora, un segundo más,
resistiendo y aguantando el peso de su propia infelicidad y resultando, al fin, aplastados sin piedad. Asistió a penosos espectáculos, como el del joven idealista cuyos sueños languidecían y acababan por desintegrarse en un mar de cinismo, a medida que la realidad aplastaba sus convicciones. También lo observó envejecer y ambicionar más dinero y poder. De igual modo, la muchacha dulce, risueña y amorosa se convertía, al final de su vida, en una arpía envidiosa de las mocitas que po­seían lo que en ella se había secado y curtido. Rabia, cólera, desengaño, resignación... Incontables seres que caminaban arrastrando los pies, caían y se levantaban de nuevo, sobre una rueda sin principio ni fin, sufriendo una existencia implacable, hasta que caían desde el borde al eterno abismo.
¡Esto es la vida! -la voz de la Muerte acompañaba a todas aquellas imágenes- Dolor, agonía, desencantos... Una alegría aplastada por mil tristezas y rencores. Pero yo soy quien acaba con esta locura.
Mi mano trae el descanso y la placidez que tú, viejo débil y senil, deseas, te atreves a rehusar.
Eres el Campeón de la Vida. Pues entonces, experimenta lo que la vida es,... ¡siento el dolor de vivir!
Y el sufrimiento atravesó, arrasó y dominó a Krantor. La agonía física y espiritual de los seres aferrados a la vida se concen­tró en él. Gritó. Estaba ciego, en el paroxismo del malestar.
Aquéllo resultaba insoportable, pero la Muerte no le per­mitía morir.
Por el contrario, le mantenía plenamente consciente.
Tras una espantosa infinitud, las garras de La Parca solta­ron su torturado espíritu. El rey se desplomó en la tierra, medio loco, jadeante, farfullando ininteligibles sonidos. Sollozaba, como un niño desamparado.
Por contra, la Muerte, ante a él, emitía burlonas y eufóricas carcajadas.
-Hombrecito, ya has experimentado en qué consiste realmente la vida. ¿Te ha gustado la experiencia? ¿Sigues dispuesto a continuar tu patéti­ca existencia cuando has descubierto lo que verdaderamente entraña?
Un atisbo de voluntad quedaba en Krantor, y a él se agarraba el rey, como un náufrago a la tabla. Buscaba razones, buscaba el porqué.
Pero ya no podía encontrar las suficientes fuerzas como para seguir batallando.
De rodillas, derrotado e impotente, concentró su mirada angustiada en el negro suelo del erial. Y entonces descubrió algo brillante que surgía de la yerma tierra. Lo miro con atención y comenzó a reír estruen­dosamente.
La Muerte cesó sus carcajadas. Lo que Krantor había descubierto era un simple trébol, un trébol de cuatro hojas, brillante, verde y fresco. También La Parca percibió aquella excepción en su seco y oscuro reino.
-¡Esto es la vida! -bramó Krantor- ¡Oponerse a la muerte!
Luchar contra ella segundo a segundo, como este ser que ha nacido donde nada debería crecer! ¡Ha surgido de nuestra lucha, y constituye mi victoria y tu derrota!
Puedes hablar hasta el fin del mundo, Muerte. Puedes dar incontables razones sobre la conveniencia de morir, de abandonar la vida. Pero la vida no exige ni precisa motivos. La vida surge. No tiene un porqué, ella misma es fuerza pura, derrochadora y rebosante.
La muerte es debilidad, la vida es el Poder, el Poder de resistir, luchar... ¡y ganar!
Aquellas palabras llenaban la mente de Krantor. Sentía fuego en todo su ser. Agarró el hacha que había sol­tado y lo lanzó contra La Parca.
La Segadora desapareció y el hacha pasó allá donde se alzara su triste figura y chocó contra la tierra.
La Parca había huido. Krantor venció al fin.
Una majestuosa paz le invadía al hombre. De pronto, la inmortali­dad corrió a través de su arterias. Llegó hasta el fiel Tormenta y montó. El caballo relinchó, contento. Su dueño le palmeó el robusto cuello.
-¡Vámonos, amigo! -exclamó Krantor el Poderoso- ¡Aún nos queda mucho por vivir!
El caballo echó a trotar y los dos se alejaron, entre nubes de polvo y tierra, abandonando el negro y yerto erial.


Al Otro Lado De La Pared - AMBROSE BIERCE - ORIENTE

Al Otro Lado De La Pared
AMBROSE BIERCE
ORIENTE




Hace muchos años, cuando iba de Hong Kong a Nueva York pasé una semana en
San Francisco. Hacía mucho tiempo que no había estado en esa ciudad y durante todo
aquel periodo mis negocios en Oriente habían prosperado más de lo que esperaba. Como
era rico, podía permitirme volver a mi país para restablecer la amistad con los compañeros
de juventud que aún vivían y me recordaban con afecto. El más importante para mí era
Mohum Dampier, un antiguo amigo del colegio con quien había mantenido
correspondencia irregular hasta que dejamos de escribirnos, cosa muy normal entre
hombres. Es fácil darse cuenta de que la escasa disposición a redactar una sencilla carta de
tono social está en razón del cuadrado de la distancia entre el destinatario y el remitente.
Se trata, simple y llanamente, de una ley.
Recordaba a Dampier como un compañero, fuerte y bien parecido, con gustos
semejantes a los míos, que odiaba trabajar y mostraba una señalada indiferencia hacia
muchas de las cuestiones que suelen preocupar a la gente; entre ellas la riqueza, de la que,
sin embargo, disponía por herencia en cantidad suficiente como para no echar nada en
falta. En su familia, una de las más aristocráticas y conocidas del país, se consideraba un
orgullo que ninguno de sus miembros se hubiera dedicado al comercio o a la política, o
hubiera recibido distinción alguna. Mohum era un poco sentimental y su carácter
supersticioso lo hacía inclinarse al estudio de temas relacionados con el ocultismo.
Afortunadamente gozaba de una buena salud mental que lo protegía contra creencias
extravagantes y peligrosas. Sus incursiones en el campo de lo sobrenatural se mantenían
dentro de la región conocida y considerada como certeza.
La noche que lo visité había tormenta. El invierno californiano estaba en su apogeo:
una lluvia incesante regaba las calles desiertas y, al ser empujada por irregulares ráfagas
de viento, se precipitaba contra las casas con una fuerza increíble. El cochero encontró el
lugar, una zona residencial escasamente poblada cerca de la playa, con dificultad. La casa,
bastante fea, se elevaba en el centro de un terreno en el que, según pude distinguir en la
oscuridad, no había ni flores ni hierba. Tres o cuatro árboles, que se combaban y crujían a
causa del temporal, parecían intentar huir de su tétrico entorno en busca de mejor fortuna,
lejos, en el mar. La vivienda era una estructura de dos pisos, hecha de ladrillo, que tenía
una torre en una esquina, un piso más arriba. Era la única zona iluminada. La apariencia
del lugar me produjo cierto estremecimiento, sensación que se vio aumentada por el
chorro de agua que sentía caer por la espalda mientras corría a buscar refugio en el portal.
Dampier, en respuesta a mi misiva informándole de mi deseo de visitarlo, había
contestado: «No llames, abre la puerta y sube.» Así lo hice. La escalera estaba pobremente
iluminada por una luz de gas que había al final del segundo tramo. Conseguí llegar al
descansillo sin destrozar nada y atravesé una puerta que daba a la iluminada estancia
cuadrada de la torre. Dampier, en bata y zapatillas, se acercó, tal y como yo esperaba, a
saludarme, y aunque en un principio pensé que me podría haber recibido más
adecuadamente en el vestíbulo, después de verlo, la idea de su posible inhospitalidad
desapareció.
No parecía el mismo. A pesar de ser de mediana edad, tenía canas y andaba bastante
encorvado. Lo encontré muy delgado; sus facciones eran angulosas, y su piel, arrugada y
pálida como la muerte, no tenía un solo toque de color. Sus ojos, excepcionalmente
grandes, centelleaban de un modo misterioso.
Me invitó a sentarme y, tras ofrecerme un cigarro, manifestó con sinceridad obvia y
solemne que estaba encantado de verme. Después tuvimos una conversación trivial
durante la cual me sentí dominado por una profunda tristeza al ver el gran cambio que
había sufrido. Debió captar mis sentimientos porque inmediatamente dijo, con una gran
sonrisa:
—Te he desilusionado: non sum qualis eram.
Aunque no sabía qué decir, al final señalé:
—No, que va, bueno, no sé: tu latín sigue igual que siempre.
Sonrió de nuevo.
—No —dijo—, al ser una lengua muerta, esta particularidad va aumentando. Pero,
por favor, ten paciencia y espera: existe un lenguaje mejor en el lugar al que me dirijo.
¿Tendrías algún inconveniente en recibir un mensaje en dicha lengua?
Mientras hablaba su sonrisa iba desapareciendo, y cuando terminó, me miró a los
ojos con una seriedad que me produjo angustia. Sin embargo no estaba dispuesto a
dejarme llevar por su actitud ni a permitirle que descubriera lo profundamente afectado
que me encontraba por su presagio de muerte.
—Supongo que pasará mucho tiempo antes de que el lenguaje humano deje de
sernos útil —observé—, y para entonces su necesidad y utilidad habrán desaparecido.
Mi amigo no dijo nada y, como la conversación había tomado un giro desalentador y
no sabía qué decir para darle un tono más agradable, también yo permanecí en silencio.
De repente, en un momento en que la tormenta amainó y el silencio mortal contrastaba de
un modo sobrecogedor con el estruendo anterior, oí un suave golpeteo que provenía del
muro que tenía a mis espaldas. El sonido parecía haber sido producido por una mano,
pero no como cuando se llama a una puerta para poder entrar, sino más bien como una
señal acordada, como una prueba de la presencia de alguien en una habitación contigua;
creo que la mayoría de nosotros ha tenido más experiencias de este tipo de comunicación
de las que nos gustaría contar. Miré a Dampier. Si había algo divertido en mi mirada no
debió captarlo. Parecía haberme olvidado y observaba la pared con una expresión que no
soy capaz de definir, aunque la recuerdo como si la estuviera viendo. La situación era
desconcertante. Me levanté con intención de marcharme; entonces reaccionó.
—Por favor, vuelve a sentarte —dijo—, no ocurre nada, no hay nadie ahí.
El golpeteo se repitió con la misma insistencia lenta y suave que la primera vez.
—Lo siento —dije—, es tarde. ¿Quieres que vuelva mañana?
Volvió a sonreír, esta vez un poco mecánicamente.
—Es muy gentil de tu parte, pero completamente innecesario. Te aseguro que ésta es
la única habitación de la torre y no hay nadie ahí. Al menos...
Dejó la frase sin terminar, se levantó y abrió una ventana, única abertura que había
en la pared de la que provenía el ruido.
—Mira.
Sin saber qué otra cosa podía hacer, lo seguí hasta la ventana y me asomé. La luz de
una farola cercana permitía ver claramente, a través de la oscura cortina de agua que
volvía a caer a raudales, que «no había nadie». Ciertamente, no había otra cosa que la
pared totalmente desnuda de la torre.
Dampier cerró la ventana, señaló mi asiento y volvió a tomar posesión del suyo.
El incidente no resultaba en sí especialmente misterioso; había una docena de
explicaciones posibles (ninguna de las cuales se me ha ocurrido todavía). Sin embargo me
impresionó vivamente el hecho de que mi amigo se esforzara por tranquilizarme, pues ello
daba al suceso una cierta importancia y significación. Había demostrado que no había
nadie, pero precisamente eso era lo interesante. Y no lo había explicado todavía. Su
silencio resultaba irritante y ofensivo.
—Querido amigo —dije, me temo que con cierta ironía—, no estoy dispuesto a poner
en cuestión tu derecho a hospedar a todos los espectros que desees de acuerdo con tus
ideas de compañerismo; no es de mi incumbencia. Pero como sólo soy un simple hombre
de negocios, fundamentalmente terrenales, no tengo necesidad alguna de espectros para
sentirme cómodo y tranquilo. Por ello, me marcho a mi hotel, donde los huéspedes aún
son de carne y hueso.
No fue una alocución muy cortés, lo sé, pero mi amigo no manifestó ninguna
reacción especial hacia ella.
—Te ruego que no te vayas —observó—. Agradezco mucho tu presencia. Admito
haber escuchado un par de veces con anterioridad lo que tú acabas de oír esta noche.
Ahora sé que no eran ilusiones mías y esto es verdaderamente importante para mí; más de
lo que te imaginas. Enciende un buen cigarro y ármate de paciencia mientras te cuento
toda la historia.
La lluvia volvía a arreciar, produciendo un rumor monótono, que era interrumpido
de vez en cuando por el repentino azote de las ramas agitadas por el viento. Era bastante
tarde, pero la compasión y la curiosidad me hicieron seguir con atención el monólogo de
Dampier, a quien no interrumpí ni una sola vez desde que empezó a hablar.
—Hace diez años —comenzó—, estuve viviendo en un apartamento, en la planta
baja de una de las casas adosadas que hay al otro lado de la ciudad, en Rincón Hill. Esa
zona había sido una de las mejores de San Francisco, pero había caído en desgracia, en
parte por el carácter primitivo de su arquitectura, no apropiada para el gusto de nuestros
ricos ciudadanos, y en parte porque ciertas mejoras públicas la habían afeado. La hilera de
casas, en una de las cuales yo habitaba, estaba un poco apartada de la calle; cada vivienda
tenía un diminuto jardín, separado del de los vecinos por unas cercas de hierro y dividido
con precisión matemática por un paseo de gravilla bordeado de bojes, que iba desde la
verja a la puerta.
»Una mañana, cuando salía, vi a una chica joven entrar en el jardín de la casa
izquierda. Era un caluroso día de junio y llevaba un ligero vestido blanco. Un ancho
sombrero de paja decorado al estilo de la época, con flores y cintas, colgaba de sus
hombros. Mi atención no estuvo mucho tiempo centrada en la exquisita sencillez de sus
ropas, pues resultaba imposible mirarla a la cara sin advertir algo sobrenatural. Pero no,
no temas; no voy a deslucir su imagen describiéndola. Era sumamente bella. Toda la
hermosura que yo había visto o soñado con anterioridad encontraba su expresión en
aquella inigualable imagen viviente, creada por la mano del Artista Divino. Me
impresionó tan profundamente que, sin pensar en lo impropio del acto, descubrí mi
cabeza, igual que haría un católico devoto o un protestante de buena familia ante la
imagen de la Virgen. A la doncella no parecía disgustarle mi gesto; me dedicó una mirada
con sus gloriosos ojos oscuros que me dejó sin aliento, y, sin más, entró en la casa.
Permanecí inmóvil por un momento, con el sombrero en la mano, consciente de mi rudeza
y tan dominado por la emoción que la visión de aquella belleza incomparable me
inspiraba, que mi penitencia resultó menos dolorosa de lo que debería haber sido.
Entonces reanudé mi camino, pero dejé el corazón en aquel lugar. Cualquier otro día
habría permanecido fuera de casa hasta la caída de la noche, pero aquél, a eso de la media
tarde, ya estaba de vuelta en el jardín, interesado por aquellas pocas flores sin importancia
que nunca antes me había detenido a observar. Mi espera fue en vano; la chica no
apareció.
»A aquella noche de inquietud le siguió un día de expectación y desilusión. Pero al
día siguiente, mientras caminaba por el barrio sin rumbo, me la encontré. Desde luego no
volví a hacer la tontería de descubrirme; ni siquiera me atreví a dedicarle una mirada
demasiado larga para expresar mi interés. Sin embargo mi corazón latía aceleradamente.
Tenía temblores y, cuando me dedicó con sus grandes ojos negros una mirada de evidente
reconocimiento, totalmente desprovista de descaro o coquetería, me sonrojé.
»No te cansaré con más detalles; sólo añadiré que volví a encontrármela muchas
veces, aunque nunca le dirigí la palabra ni intenté llamar su atención. Tampoco hice nada
por conocerla. Tal vez mi autocontrol, que requería un sacrificio tan abnegado, no resulte
claramente comprensible. Es cierto que estaba locamente enamorado, pero, ¿cómo puede
uno cambiar su forma de pensar o transformar el propio carácter?
»Yo era lo que algunos estúpidos llaman, y otros más tontos aún gustan ser llamados,
un aristócrata; y, a pesar de su belleza, de sus encantos y elegancia, aquella chica no
pertenecía a mi clase. Me enteré de su nombre (no tiene sentido citarlo aquí) y supe algo
acerca de su familia. Era huérfana y vivía en la casa de huéspedes de su tía, una gruesa
señora de edad, inaguantable, de la que dependía. Mis ingresos eran escasos y no tenía
talento suficiente como para casarme; debe de ser una cualidad que nunca he tenido. La
unión con aquella familia habría significado llevar su forma de vida, alejarme de mis libros
y estudios y, en el aspecto social, descender al nivel de la gente de la calle. Sé que este tipo
de consideraciones son fácilmente censurables y no me encuentro preparado para
defenderlas. Acepto que se me juzgue, pero, en estricta justicia, todos mis antepasados, a
lo largo de generaciones, deberían ser mis codefensores y debería permitírseme invocar
como atenuante el mandato imperioso de la sangre. Cada glóbulo de ella está en contra de
un enlace de este tipo. En resumen, mis gustos, costumbres, instinto e incluso la sensatez
que pueda quedarme después de haberme enamorado, se vuelven contra él. Además,
como soy un romántico incorregible, encontraba un encanto exquisito en una relación
impersonal y espiritual que el conocimiento podría convertir en vulgar, y el matrimonio
con toda seguridad disiparía. Ninguna criatura, argüía yo, podría ser más encantadora
que esta mujer. El amor es un sueño delicioso; entonces, ¿por qué razón iba yo a procurar
mi propio despertar?
»El comportamiento que se deducía de toda esta apreciación y parecer era obvio. Mi
honor, orgullo y prudencia, así como la conservación de mis ideales me ordenaban huir,
pero me sentía demasiado débil para ello. Lo más que podía hacer —y con gran esfuerzo—
era dejar de ver a la chica, y eso fue lo que hice. Evité incluso los encuentros fortuitos en el
jardín. Abandonaba la casa sólo cuando sabía que ella ya se había marchado a sus clases
de música, y volvía después de la caída de la noche. Sin embargo era como si estuviera en
trance; daba rienda suelta a las imaginaciones más fascinantes y toda mi vida intelectual
estaba relacionada con ellas. ¡Ah, querido amigo! Tus acciones tienen una relación tan
clara con la razón que no puedes imaginarte el paraíso de locura en el que viví.
»Una tarde, el diablo me hizo ver que era un idiota redomado. A través de una
conversación desordenada, y sin buscarlo, me enteré por la cotilla de mi casera que la
habitación de la joven estaba al lado de la mía, separada por una pared medianera.
Llevado por un impulso torpe y repentino, di unos golpecitos suaves en la pared.
Evidentemente, no hubo respuesta, pero no tuve humor suficiente para aceptar un
rechazo. Perdí la cordura y repetí esa tontería, esa infracción, que de nuevo resultó inútil,
por lo que tuve el decoro de desistir.
»Una hora más tarde, mientras estaba concentrado en algunos de mis estudios sobre
el infierno, oí, o al menos creí oír, que alguien contestaba mi llamada. Dejé caer los libros y
de un salto me acerqué a la pared donde, con toda la firmeza que mi corazón me permitía,
di tres golpes. La respuesta fue clara y contundente: uno, dos, tres, una exacta repetición
de mis toques. Eso fue todo lo que pude conseguir, pero fue suficiente; demasiado, diría
yo.
»Aquella locura continuó a la tarde siguiente, y en adelante durante muchas tardes, y
siempre era yo quien tenía la última palabra. Durante todo aquel tiempo me sentí
completamente feliz, pero, con la terquedad que me caracteriza, me mantuve en la
decisión de no ver a la chica. Un día, tal y como era de esperar, sus contestaciones cesaron.
«Está enfadada —me dije— porque cree que soy tímido y no me atrevo a llegar más lejos»;
entonces decidí buscarla y conocerla y... Bueno, ni supe entonces ni sé ahora lo que podría
haber resultado de todo aquello. Sólo sé que pasé días intentando encontrarme con ella,
pero todo fue en vano. Resultaba imposible verla u oírla. Recorrí infructuosamente las
calles en las que antes nos habíamos cruzado; vigilé el jardín de su casa desde mi ventana,
pero no la vi entrar ni salir. Profundamente abatido, pensé que se había marchado; pero no
intenté aclarar mi duda preguntándole a la casera, a la que tenía una tremenda ojeriza
desde que me habló de la chica con menos respeto del que yo consideraba apropiado.
»Y llegó la noche fatídica. Rendido por la emoción, la indecisión y el desaliento, me
acosté temprano y conseguí conciliar un poco el sueño. A media noche hubo algo, un
poder maligno empeñado en acabar con mi paz para siempre, que me despertó y me hizo
incorporarme para prestar atención a no sé muy bien qué. Me pareció oír unos ligeros
golpes en la pared: el fantasma de una señal conocida. Un momento después se repitieron:
uno, dos, tres, con la misma intensidad que la primera vez, pero ahora un sentido alerta y
en tensión los recibía. Estaba a punto de contestar cuando el Enemigo de la Paz intervino
de nuevo en mis asuntos con una pícara sugerencia de venganza. Como ella me había
ignorado cruelmente durante mucho tiempo, yo le pagaría con la misma moneda. ¡Qué
tontería! ¡Que Dios sepa perdonármela! Durante el resto de la noche permanecí despierto,
escuchando y reforzando mi obstinación con cínicas justificaciones.
»A la mañana siguiente, tarde, al salir de casa me encontré con la casera, que entraba:
»—Buenos días, señor Dampier —dijo—; ¿se ha enterado usted de lo que ha pasado?
Le dije que no, de palabra, pero le di a entender con el gesto que me daba igual lo
que fuera. No debió captarlo porque continuó:
—A la chica enferma de al lado. ¿Cómo? ¿No ha oído nada? Llevaba semanas
enferma y ahora...
Casi salto sobre ella.
»—Y ahora... —grité—, y ahora ¿qué?
»—Está muerta.
»Pero aún hay algo más. A mitad de la noche, según supe más tarde, la chica se había
despertado de un largo estupor, tras una semana de delirio, y había pedido —éste fue su
último deseo— que llevaran su cama al extremo opuesto de la habitación. Los que la
cuidaban consideraron la petición un desvarío más de su delirio, pero accedieron a ella. Y
en ese lugar aquella pobre alma agonizante había realizado la débil aspiración de intentar
restaurar una comunicación rota, un dorado hilo de sentimiento entre su inocencia y mi vil
monstruosidad, que se empeñaba en profesar una lealtad brutal y ciega a la ley del Ego.
»¿Cómo podía reparar mi error? ¿Se pueden decir misas por el descanso de almas
que, en noches como ésta, están lejos, «por espíritus que son llevados de acá para allá por
vientos caprichosos», y que aparecen en la tormenta y la oscuridad con signos y presagios
que sugieren recuerdos y augurios de condenación?
»Esta ha sido su tercera visita. La primera vez fui escéptico y verifiqué por métodos
naturales el carácter del incidente; la segunda, respondí a los golpes, varias veces
repetidos, pero sin resultado alguno. Esta noche se completa la «tríada fatal» de la que
habla Parapelius Necromantius. Es todo lo que puedo decir.»
Cuando hubo terminado su relato no encontré nada importante que decir, y
preguntar habría sido una impertinencia terrible. Me levanté y le di las buenas noches de
tal forma que pudiera captar la compasión que sentía por él; en señal de agradecimiento
me dio un silencioso apretón de manos. Aquella noche, en la soledad de su tristeza y
remordimiento, entró en el reino de lo Desconocido.

El espejo de Ko Hung -- E. Hoffmann Price

El espejo de Ko Hung
E. Hoffmann Price


1
La muchacha ignoró a Carver. Estaba inspeccionando la zona de recepción del templo taoísta y, más allá, a uno de los lados, el. estrecho pasillo entre el altar y la mesa de ofrendas delante de la cual había cojines para arrodillarse. Evidentemente, estaba buscando al reverendo doctor Tseng. Al ser ignorado, el guardián occidental de mediana edad dispuso de tiempo para envidiar al hombre joven y bien vestido que la acompañaba y para aprobar la elección de compañero de la muchacha. El joven llevaba una chaqueta de cachemira azul de buen corte, corbata rojo oscuro, pantalones grises y zapatos negros recién lustrados.
El hombre joven miraba a su alrededor, incómodo. Su rostro enjuto dejaba claro que tenía sus dudas acerca de todo el asunto, cualquiera que fuese. Observaba a la muchacha para que captara su siguiente indicación.
«Típico del barrio chino», fue la estimación de Simon Carver; se había acostumbrado a ver el sello distintivo de la mujer asiática en sus maneras sumisas e infalibles.
Finalmente, la muchacha lo descubrió a Carver.
¿Dónde está el reverendo Tseng? –preguntó ella.
Se fue a Taiwán anoche. No sé cuándo regresará –Carver percibió confusión en sus ojos: eran grandes, muy oscuros, y carecían de la sombra verdosa o azulada que en cierto modo era demasiado popular en el barrio chino de Frisco–. ¿Tenía usted una cita?
La muchacha asintió con una inclinación de la cabeza.
Soy Adeline Marie Liang. ¿Ha dejado algún mensaje?
Si la vista de un demonio extranjero de ojos grises y rostro algo cuadrado, vestido con una túnica azul larga hasta el tobillo y el sombrero negro de un seglar taoísta le resultaba inusual, su máscara candorosa de flor de magnolia no lo dejó traslucir. Antes de que la muchacha pudiera continuar su interrogatorio, Carver afirmó:
Tome asiento. Mi nombre budista es Tao Fa. Mi nombre norteamericano no le interesaría. Estoy a cargo hasta que regrese el doctor Tseng.
El rostro del hombre joven sé iluminó.
Soy Sang Chung Li. ¿Es usted un aprendiz taoísta?
Me agrada su forma de decirlo, señor Sang. ¡Novicio rayaría lo obvio! –Carver se acercó hasta la mesa junto al altar y cogió la agenda. Tras pasar algunas páginas, se detuvo para decir:
Adeline Marie Liang. ¿O prefiere que la llame Liang Lan Yin?
Ella avanzó unos pasos, contempló la página y miró a Carver.
¿Sabe leer chino?
Señorita Pétalo de Orquídea –ahora sonrió con amabilidad–. sé leer chino. Pero si tiene un problema, será mejor que consulte a un experto.
La mirada de Lan Yin se apartó de Carver dirigiéndose hacia el santuario, con sus imágenes de Lao Tse y de los Ocho Inmortales; se detuvo en un Buda bañado en oro y se elevó hacia las lámparas de cristal y los medallones de oración que colgaban del techo. De estos últimos había más de una docena de hileras, de modo que formaban un baldaquín que comenzaba en la mesa de ofrendas.
Si necesita una lámpara de los deseos, pruebe en otro sitio.
Por primera vez, los ojos de Lan Yin traslucieron calidez.
Podría haberme ofrecido la de veinticinco dólares.
La mas peligrosa de las mujeres asiáticas es aquella que se va mostrando, insidiosamente, de modo tal que quien se enfrenta con ella admita que es bastante bonita y, luego, que posee un aire de reposada distinción; luego, una exquisita estructura corporal y, por último, la zambullida fatal, como una caída desde el puente Golden Gate, o desde el reborde del cráter del Haleakala, o desde cualquier otro sitio muy elevado, una caída sin final.
Lan Yin, peligrosa, dejó que la sonrisa resbalara de sus ojos para concentrarse en las comisuras de una boca sumamente excitante.
Por fin, habló el señor Sang. Sugirió, esperanzadamente:
Tal vez debiéramos acudir a otro templo. El señor Tao Fa dice que no es un experto.
Querido, precisamente por eso me agrada el señor Tao Fa. –Señaló con el dedo su bolso de brocado–. ¿Cuál es su tarifa por una consulta?
Pregúnteselo al doctor Tseng.
Convencida de que podía confiar en aquel anciano que rondaría la treintena o la cuarentena, Lan Yin se relajó lo suficiente como para parecer tan confundida como su compañero. Sus ojos estaban atormentados, perturbados.
Quizás el I Ching le fuera de ayuda –dijo Carver.
¡Necesito algo más que el Libro de los Oráculos! Hay que hacer algo antes de que sea arrastrada y ya no regrese más. ¡He estado alejándome de mí misma e internándome en un mundo de sueños!
Desmayándose junto a su escritorio –añadió el señor Sang–. Por último la han incluido en la lista de no aptos para el trabajo.
Nuestra relación es terriblemente seria –dijo Lan Yin–. Ahora no sabemos hacia dónde vamos ni en qué dirección. Yo no tengo que trabajar. Chung Li sí, y trabaja. ¡Pero yo no sirvo para el matrimonio! Sería un desastre para los dos.
Carver cogió el teléfono.
Conozco a un homeópata. Se llama...
Ella le cogió la muñeca.
Esto es algo psíquico. Estoy embrujada... Alguien... alguien me está llamando. Todo comenzó con sueños normales mientras dormía; pero luego empezaron esos desmayos. Algo está tratando de separarnos.
Es un dios malo –dijo Carver comprensivamente–. Un dios malo. –Luego, abruptamente, dijo–: ¿Quién desea que Chung Li caiga muerto?
¿Por qué? Nadie.
¡No me diga que nadie! –Carver hizo un gesto amable–. Tranquilícese, o vaya con su problema a otra parroquia. No quiere saber lo que debe hacer; lo que le interesa es cómo derrotar a un enemigo, y mi opinión es que sabe perfectamente bien de quién se trata.
Pero no sabemos cómo. Ni a quién. Por eso queríamos que el doctor Tseng consultara el I Ching.
Chung Li, Lan Yin, Pétalo de Orquídea... Yo no sé si el reverendo Tseng se. fue realmente a Taiwán o no, y tampoco me importa. Tengo la sensación de que lo único que deseaba era no enfrentarse a este problema, que es demasiado denso, demasiado denso incluso para ir malgastando el tiempo por ahí con aire majestuoso.
«Le sugiero –continuó Carver– que vaya al templo de Waverly Place 146. Tal vez acabe por comprender que necesita un mago taoísta, con espejos y la espada espiritual de madera de melocotón, y todo eso. Para una lucha, no para una charla. ¡Yo no soy tao shih! Pero lo estudiaré. Ahora, permítame ofrecerle una taza de té.
Tomó las pequeñas tazas de jade blanco. Vertió el líquido de una jarra térmica en el antiguo recipiente de jade. No era un refresco. Era el permiso oficial de. Carver a Lan Yin y su prometido para que se marchasen.
Lan Yin le expresó con palabras su agradecimiento. Pero sus ojos le dijeron a Carver que aún no sabía de todo lo que era ella capaz.
Estuvo el resto de la tarde y todo el día siguiente obsesionado por la certeza de que había visto antes a esa pareja. Recordó los templos, las galerías de arte, los grupos de visitantes.. Sabía que nunca había cruzado ninguna palabra con ellos, puesto que en ese caso los recordaría; o, al menos, recordaría a Lan Yin.
De cuando en cuando los visitantes habituales interrumpían sus pensamientos. Algunos acudían para encender palillos para el altar de los dioses. Otros dejaban ofrendas de fruta, vino de arroz, pato o cerdo asados. Algunos echaban suertes adivinatorias y consultaban el libro. Cuando se marchaban, y con una respuesta positiva, dejaban dinero en la caja de donativos; eran para el doctor Tseng y para el mantenimiento del templo.
Se daba por sobreentendido que Carver comería los alimentos que había en el altar. El incienso era para los Inmortales. Una cosa para cada uno. Detrás de la fachada de lo que los demonios extranjeros denominaban superstición, había una antigua filosofía y era esto lo que monopolizaba Carver. Se pagaba sus gastos haciendo el trabajo rutinario del templo. Durante las comidas, el doctor Tseng lo aleccionaba. En sus horas de soledad, Carver estudiaba textos chinos.
El taoísmo era lo que uno deseaba que fuera: alquimia, adivinación, sabiduría esotérica, el diagrama del cableado del Cosmos, decir la buenaventura; le había dado al Zen lo que lo hacía diferente de otros budismos. Y estaba la Magia de los Espejos del maestro Ko Hung, quien había resumido su experiencia en un libro, el Pao P'u Tzu.
Tras consultar su reloj, Carver marcó en el teléfono un número conocido. La muchacha que atendió hablaba en un inglés norteamericano con entonación chino–hawaiana. Carver le dijo:
Hola, querida. Habla el tío Tao Fa.
Sally Wong invirtió diez minutos en lamentarse de la perversidad de su supervisor de la oficina. A continuación, quiso saber cómo le iba a su tío adoptivo. Por último, Carver fue al grano:
Me interesaría muchísimo saber si conoces a alguien que sepa algo sobre una chica que se llama Liang Lan Yin y su novio, Sang Chung Li. Ella es más o menos de tu mismo tipo y de tu misma edad, curvilínea como tú, sólo que no tan hermosa ni tan encantadora.
Eso último es lo que tú siempre llamas abono chino.
¿Cómo hubiera adoptado a una sobrina que no fuera hermosísima y llena de talento?
Yo te adopté a ti –le recordó la muchacha–. ¿Qué es lo que debo averiguar?
Simplemente todo. ¿Es católica o cristiana? ¿Cuáles son sus aficiones? ¿Cómo pasa los fines de semana, y con quién? ¿Con quién duerme, y quién está esperando su turno?
Ya hacía mucho tiempo que Carver estaba convencido de que cada uno de los 60.000 asiáticos del barrio chino lo sabían todo acerca de los otros 59.999.
Ahora contemplaba el bronce bruñido de un espejo que medía poco más de treinta centímetros de diámetro. Descansaba sobre una media luna tallada en teca, que a su vez estaba montada sobre un pedestal de la misma madera. Durante el año anterior, Carver había aprendido que un ojo adiestrado podía ver imágenes inusuales, que no siempre eran reflexiones de objetos situados delante del espejo. Habla algo peculiar en su curvatura. No obstante, la curvatura era tan leve que no tenía modo alguno de juzgar si era esférica en lugar de elíptica, parabólica o hiperbólica. Fantaseaba con la idea de que quizá fuera una que ni siquiera estuviera incluida en el apéndice del Cálculo Integral y Diferencial de Granville, que daba las ecuaciones de algunas curvas totalmente misteriosas.
Habiendo avanzado cuidadosamente a través de las trampas del Pao P'u Tzu, estaba preparado para hacer una prueba con el espejo, su primer paso para examinar lo que habían removido Lan Yin y Chung Li.
Antes de que comenzara a mirar, apareció Lan Yin en la puerta del templo, sola. Si bien su llegada no le causó sorpresa, no esperaba que trajera un maletín.
Cuánto tiempo sin verla. El señor Sang, ¿vendrá más tarde?
¡Espero que no!
Ese es un comienzo interesante –reconoció Carver–. ¿Dónde nos hemos visto antes?
Nunca nos hemos visto antes.
Mmmm... ¿Cuánto tiempo hace que vive en el barrio chino?
Llegué de Hong Kong hace dos años.
¡Un momento! ¡Nunca nadie aprendió inglés norteamericano en dos años.
Nací en China. Teníamos vecinos norteamericanos, una familia de misioneros. Mi padre nos dijo a mi hermano y a mí: «El señor y la señora Baker son unas personas estupendas, pero no están convirtiendo a nadie en absoluto. Y por eso se sienten desdichados. Vosotros, que sois jóvenes, id y haceos cristianos. A ellos les agradará muchísimo, ¡y no es necesario que vosotros os creáis todas sus tonterías!»
«De modo que aprendimos inglés norteamericano con ellos, y con su hijo y su hija, cuando regresaban con modismos coloquiales más nuevos.
Es una buena explicación. Y el otro día, ¿hizo usted una prueba para ver si realmente debía comprarme?
Bueno, sí, por supuesto; pero no era estrictamente necesario. He oído que tiene usted una sobrina adoptada que le llama tío Tao Fa. ¿Le molesta que yo también le llame así? Suena mejor que «señor Carver».
Muy bien, siempre que me diga quién y qué es lo que le preocupa.
Lo que deseo es que establezca una protección contra demonios y espíritus. Recitar mantras, cantar sutras... ¡Oh, nada del otro mundo, sólo hacer algo! Me estoy volviendo loca, no puedo resistirlo.
Cinco minutos cazando demonios y después usted se marcha... –Observaba la pequeña maleta–. A, esquiar... a hacer surf...
Estoy molesta con el doctor Tseng, de modo que me mudo. Voy a esconderme hasta que usted consiga algo de protección para mí.
Durante unos momentos, Carver observó a Lan Yin: una mujer diminuta y de aspecto frágil que, en virtud de alguna antigua magia china, no era estrecha de caderas ni tenía el pecho plano, como indicaría sin lugar a dudas una cinta métrica; en cambio, sus sutiles curvas eran pura lujuria, excitantes sin ninguna exageración.
Y las piernas elegantes se habían inventado en China, junto con el papel, la pólvora y la brújula: las suyas eran un par de demostraciones de ello, cosa que ella sabía y no disimulaba con pantalones. En cambio, el borde de su falda tenía aplicaciones sobrepuestas, evidentemente bordadas a partir de un diseño de alfombra persa, y era lo suficientemente llamativo como para guiar la mirada del observador desde el colgante de jade esmeralda que llegaba hasta la zona derecha del escote de una sugerente blusa, y desde allí hacia el sur del reborde... el bordado persa.
Ella supo escoger el momento oportuno:
No puede echarme. Protestaré y gritaré.
Y la gente pensará que yo estoy loco, y me encerrarán.
Carver se dirigió hasta la mesilla del teléfono, de donde cogió una tarjeta grande que llevaba escritas las palabras VUELVA MAÑANA y su equivalente en chino. Colgó la tarjeta en la puerta, y quitó la palanca del timbre manual. Hecho eso, recogió la maleta y se encaminó hacia las habitaciones de la parte trasera.
Éste es el estudio y la habitación más utilizada. Hacia allá está la cocina. El baño está al final del pasillo. –Abrió una puerta–. Esto es lo que dejó libre el doctor Tseng. Será su huésped; pero ocupe mi habitación y yo me quedaré con ésta. De este modo, si regresara de improviso, no tendrá que prodigar ningún trato que no le interese. Iré a preparar un poco de té mientras usted se retoca el maquillaje y decide qué es lo que debe guardarse antes de contármelo todo.
Se marchó a preparar el té. Encontró pasteles de almendras, un par de pasteles Moon. Cuando regresó con la tetera, ella lo estaba esperando.
¿Recuerda que quería enviarme a un homeópata? Eso estuvo bien. Al menos no me sugirió un psiquiatra,
¿Su novio sí?
Mmmm... bueno, no me lo dijo así.
A Chung Li no le agrada demasiado que usted vaya buscando respuestas. Ahora que él no está aquí, cuénteme lo que sospecha...
De pronto dejó de hablar. Le estaba hablando a una muda. La muchacha tenía una expresión vacía. Sus dedos laxos dejaron caer la taza. Tenía la boca abierta. Los ojos estaban fijos. Parecía a punto de desplomarse, inclinándose ligeramente, con las piernas estiradas, los talones raspando la alfombra. Por último, pudo controlar sus movimientos.
Entonces... era eso lo que ella había intentado explicarle. Carver, aunque ya estaba sobre aviso, luchaba contra el pánico. Le cogió la muñeca, pero no consiguió sentirle el pulso. Escuchó su respiración. A pesar de todo, no había necesidad de primeros auxilios. Carver trajo el espejo del Santuario. Colocándose detrás de la silla de respaldo bajo, bajó el espejo. No había ninguna imagen, ni del rostro de ella ni de él mismo.
El metal no quedaba empañado por su respiración. El vapor se arremolinaba como si estuviera detrás de la pulida superficie. Decidió no aguardar a que los vapores se convirtieran en formas reconocibles. Colocó e! espejo y el pedestal sobre la mesa. El metal brillaba otra vez.
Carver levantó a Lan Yin de la silla y la acostó en la antesala. Se sentó lejos de ella y miró el bruñido metal. Su reflexión era nítida y normal.
Entre Lan Yin y el espejo de Ko Hung, Carver tendría suficiente para mantener ocupado su departamento de meditaciones durante. mucho tiempo...
2
Aunque Carver tenía la certeza de que el espejo en sí mismo no constituía amenaza alguna, estaba inquieto por lo que había detrás del mismo. Durante los instantes en que lo contempló, de pié detrás de Lan Yin, había tenido la sensación de que el hiperespacio había estado arrastrándolo hacia un torbellino. Esta sensación no había sido física: había sido una cierta compulsión que le nublaba los ojos y lo impulsaba a realizar una zambullida mental. Recordaba que en las ocasiones en que el doctor Tseng se había permitido dejarse provocar e iniciar una charla con el espejo, se había mostrado evasivo.
Quitándose los zapatos, Carver se sentó con las piernas cruzadas sobre su silla, en la postura habitual de los monjes chinos. Al ser delgado y fuerte, sentarse en la posición de medio loto le resultaba cómodo. Con la columna vertebral recta y la cabeza erguida, «siguió» su respiración al modo taoísta. Sus ojos, sin embargo, no estaban cerrados. El maestro Ko Hung había descrito una percepción no visual comparable a la del espadachín ciego que ganaba todos los duelos porque veía con la mente: una percepción directa. Aunque, en relación al espejo, Carver no esperaba «ver» imágenes en él. En cambio, podría obtener impresiones, conciencia de hechos, tales como aquellas que estaba obteniendo Lan Yin durante sus incursiones en la tierra de los desmayos. Todo ello quizá fuera como el Zen o, como lo llamaban los chinos, meditación Ch'an, durante la cual uno no obtenía ningún conocimiento específico en absoluto, sino que la capacidad de uno mismo para aprender aumentaba, se ampliaba enormemente.
Tenía que evitar alcanzar, captar, ansiar con avidez lo específico. Busca y encontrarás era el método de los niños, el camino hacia la furia y la frustración. Quien busca algo da un nombre a lo que busca. Con sus definiciones, limita, restringe y convierte el algo en irreal, destruyéndolo antes de encontrarlo..
El sonido del teléfono sustrajo a Carver de la primera etapa, aquella de no estar replegado ni no replegado. Era Sally Wong quien llamaba.
¡Tío. Tao Fa! Tengo algo para ti.
Muy bien, veamos.
Ella está todo el tiempo con el hombre que mencionaste, y. con nadie más. Oh, sí, nació en Hangchow. Estudió para monja budista, pero nunca se cortó el pelo.
¿Se cansó de la religión?
¡Oh, no, tío Tao Fa! Se cansó de dormir sola. Déjame ver... ah, sí, padres muertos, un hermano vivo. Solía trabajar para la Pacific Coast Insurance. Pertenece a una asociación musical clandestina.
¿Cómo es eso? Clandestina...
Nada político. Está en un sótano. –Le dio una dirección de Clay Street, entre Grant y Brenham Place–. Cosas clásicas. Una música que no es ni folk, ni moderna, ni nada de ópera; música realmente buena.
Sally se quedó sin palabras y sin aliento. Carver le preguntó:
¿Cómo conseguiste esa información en tan poco tiempo?
Conozco a un casamentero. Ellos saben más cosas acerca de las chicas que las propias chicas acerca de sí mismas o de las demás.
Mmmm... Bien, si alguna vez quiero un informe confidencial sobre ti, ya sé a quién recurrir.
Tendrías que pagar una enoooorme cantidad de dinero. Y te digo, confidencialmente, que en estos días no necesitas un intermediario casamentero. Simplemente cásate con ella, o búscate un sitio en Cuncubine Alley para pasártelo bien. Su novio es un buen chico, pero excesivamente joven; ella preferiría un hombre mayorcito.
¡Tú y tu sucia mente! A mí ella no me interesa.
Tantas molestias y no hay ningún interés...
Sally, eres una pequeña bribona.
Oh, sí, siempre diabólica. La antigua costumbre. Adiós, tío Tao Fa.
Carver retornó su experimento con el espejo. No había alcanzado la primera fase de equilibrio cuando escuchó un crujido, un resuello, una exclamación. Lan Yin estaba sentándose y tratando de bajarse la falda hasta las rodillas. Lo habría conseguido si la colorida aplicación que comenzaba en la línea del dobladillo e iba hacia arriba hubiera estado dispuesta para alargar la falda.
Luego pudo enfocar los ojos.
Ah... cuánto tiempo... he estado ida... ida...
¡Mire ese espejo ahora mismo... por favor!
Aún aturdida, obedeció. Carver miraba por detrás de sus hombros. Por un instante el metal estuvo nebuloso y los rasgos de ella, difusos y ondulantes. Luego se asentaron, envueltos en una débil niebla. Al poco tiempo el reflejo fue normal.
Después de servirle una taza de té, Carver le habló a Lan Yin acerca de la magia del maestro Ko Hung. Finalizó diciendo:
Algunos de sus espejos reflejaban a la persona tal como era realmente, y no mostraban lo que los ojos veían. Cuando se desmayó, usted, no estaba presente, de modo que su cuerpo visible no se veía. ¿Cómo era todo, dondequiera que haya estado?
Era como estar en todas las direcciones al mismo tiempo, todo se confundía, se distorsionaba, como en las pinturas modernas.
Carver se dirigió a un escritorio, del que cogió algunas fotografías de ocho por diez con brillo. Se las puso a ella en las manos. La mención de Sally a la asociación de música clásica le había despertado una cadena de recuerdos.
El reverendo doctor Tseng con el k'ín –comenzó Carver–. El señor Sang Chung Li, con el san hsien. La señorita Pétalo de Orquídea, con el p'i p'a. Y ¿quién es el hombre apuesto de los ojos intensos, las cejas tupidas...? Alguien que también sabe tocar el p'i p'a
La señorita Pétalo de Orquídea no sabía qué decir.
¿Ve por qué pensaba que usted me resultaba familiar? Y creo que no estoy muy errado del todo cuando digo que, puesto que el doctor Tseng conoce al menos a dos del reparto, no desea verse involucrado en sus problemas. Y ninguno de los maestros taoístas del barrio chino quiere tener ninguna participación. Una cuestión de cortesía, por así decirlo.
La persona cuyo nombre no sabe se llama Kwan Tai Ching. Él y Sang Chung Li son amigos desde hace años. Son hermanos jurados. Yo no puedo, no debo, causar ningún problema. En última instancia, ellos seguirán siendo hermanos, y la perdedora sería yo.
Ambos la quieren a usted, y para siempre. Y Kwan Tai Ching ha metido en el asunto a un tao shih experto... usted ya no está en condiciones de trabajar, y lo siguiente que ocurrirá es que ya no estará en condiciones de casarse... excepto con Kwan –resumió Carver–. De modo que yo soy el aprendiz de mago que debe ahuyentar a los demonios. Ya sea desbaratar el juego de Kwan, o bien...
¡Lo ha comprendido!
¡Tengo que hacerlo! Algunos amigos íntimos chinos me dicen cosas de las que el demonio extranjero corriente jamás oye hablar.
Demonio –resumió Lan Yin–, es exactamente eso. Usted emplea la palabra a nuestra manera, no con el significado que le otorgan los misioneros. Cuando yo esté aislada y la fuerza, el poder, no pueda llegar hasta mí, tendrá que marcharse. –Pero antes de que Carver pudiera responder, ella prosiguió–. Lo interrumpí cuando usted estaba diciendo «... ya sea desbaratar el juego de Kwan, o bien...». ¿Puede ser que su otro método tenga sus ventajas?
Carver hizo una inhalación profunda. Recordó a Lan Yin como cuando, unos minutos antes, él sostenía el espejo de Ko Hung: y esto, aunque apenas consciente, era una secuela de su intento de escrutar las extrañas profundidades de la superficie. La expresión de ella cambió, como si no lo hubiera hecho simplemente a voluntad, algo así como la expresión de los ojos de Kwan en el momento de tomarle la fotografía.
No tiene que decírmelo –dijo ella titubeando.
Sí que podría hacerlo. Este asunto del hermano jurado (o hermana jurada, para el caso es lo mismo), es algo que Occidente tiene olvidado desde hace siglos.
Por eso mi preocupación es tan profunda. Yo jamás he intentado separarlos. Me repugna incluso pensar...
La otra alternativa –dijo Carver, hablando con gran lentitud–, es que yo la saque a usted de circulación... la haga desaparecer para siempre... la hermandad no se resentiría, y...
Kipling dijo algo...
Algo así como pero un buen cigarro es humo.
La espiración de ambos fue larga, casi como un suspiro. Se estudiaron el uno al otro.
Por último Carver tomó la palabra.
Relájese, Lan Yin. Yo haré mi papel, persiguiendo demonios y siguiendo el libro del maestro Ko Hung. ¿Todavía desea quedarse aquí?
Sí. Cada vez es más fuerte. En cualquier momento me ordenará que vaya a donde está él, y yo iré. ¡Cierre siempre la puerta con llave!
Él la cogió por los hombros, sacudiéndola de la cabeza a los pies:
¡Ahora escuche esto! ¡No se trata de un juego! ¡Los dos nos estamos haciendo más fuertes! ¡Y usted va a ayudarme!
Revolviendo en un cajón, encontró un lápiz, un pedazo de tiza, un trozo de cuerda. Empujó la mesa hasta un rincón. Dándole a Lan Yin el lápiz para que lo sostuviera contra el piso a modo de marca central, Carver dibujó un círculo, y dentro del círculo una estrella de cinco puntas. Las líneas que conectaban los vértices formaban un pentágono. En uno de los lados de esta figura colocó el espejo de Ko Hung.
Reafirmando sus palabras con gestos, dijo:
Usted se sienta aquí... Yo me sentaré a su derecha... Ambos miraremos él espejo.
Lan Yin se estremeció.
Ese espejo...
Es la puerta... corrección, una de los millones de millones de puertas que dan al Espacio Más Allá del Espacio, al Tiempo Más allá del Tiempo.
Un momento, ¡usted ya me ha perdido!
¡Bienvenida al Club Ko Hung! Usted y yo obtendremos respuestas.
Carver puso una cinta en el magnetófono. Puso tres sahumerios en cada vértice de la estrella. En respuesta a su gesto, Lan Yin se sentó, sin ningún esfuerzo, en la posición de loto completo.
Muévase lentamente hasta que pueda ver mi reflejo en el ojo, pero sin verse a usted misma. Es como la foto de la boda en la cual la novia se mira en el espejo mientras su madre le arregla el velo. Ella aparece, pero la cámara que «ve» a las dos no sale en la fotografía.
Y después, ¿qué?
Mantenga los ojos abiertos. Hay un inconveniente: no hay nadie para sentarse en los puntos tres–cuatro–cinco.
¿Qué harían?
Mire a lo largo de las líneas de la estrella, y cante. Ni usted ni yo conocemos los cánticos, por eso pongo el magnetófono.
Carver pulsó el botón. En un lado de la cinta había el cántico de una veintena o más de estudiantes chinos. En el otro lado estaba el tintineo de un sistro, el toc–toc–toc de un «cabeza de pez», la nota argentina de una campanilla, todo sobre el fondo profundo de los tambores.
Electrónica esotérica... La incongruencia estremeció a Carver, pero sólo durante un instante. Las voces grabadas apagaban los sonidos más insistentes de la ciudad. El entonó sus instrucciones, aleccionando a Lan Yin mientras entraban en armonía con el pensamiento. El sonido se cuidaría de sí mismo.
...Alcanzar al nadie, alcanzar la nada –recitaba monótonamente–. El pensamiento viene de ningún lugar... El pensamiento va hacia ningún lugar... El sonido no oído es el Camino... El espejo no visto es la Puerta...
Los ojos de Lan Yin reflejados en el espejo estaban cambiando, o eran las percepciones de Carver las que estaban cambiando. Detalles de segundo plano se desdibujaban y ondulaban a medida que los ojos de la muchacha se ampliaban. La perspectiva y la distancia se alteraban. Un remolino de niebla llenó el espejo, nublándolo todo excepto el oscuro fuego de sus ojos sesgados. Carver se ladeó y recuperó el equilibrio. Con un esfuerzo, evitó irse directamente en espiral hacia el espacio.
Finalmente, supo que Lan Yin estaba experimentando lo que él experimentaba, cuando menos porque había comenzado a tener percepciones que debían ser de ella. No podrían haber sido de él. Poco a poco, la distinción entre él y ella se volvió irreal. Se desdibujó.
Ya no había Lan Yin. Los crípticos ojos se dilataron para convertirse en un único ojo. Y tampoco había ya Carver. Paradójicamente, él, cualquiera que fuese, donde quiera que estuviese o cuando quiera que fuese, aún existía. Aunque no estaba aniquilado, «él» no era ni Carver, ni Lan Yin, ni una mezcla;
Era como si en un abrazo totalizador de dos amantes, cada uno hubiera sido totalmente absorbido por el otro, pero sin perder su identidad.
Y la música: eso jamás había sido grabado en el estudio mejor equipado de todos los templos chinos, el de Albany Crescent, junto a la Calle 23, en el Bronx. Las flautas plañían, los violines gemían, los platillos retumbaban. Traqueteantes ráfagas de cohetes disparados por la banda, por los instrumentos de cuerda, enmascaraban la música. De la sacudida saltaban y tironeaban patrones de niebla. Y luego la vehemencia de las plañideras, plañideras profesionales cuyo orgullo era que ni siquiera un forastero recién llegado a la ciudad pudiera oír sus lamentaciones sin echarse a llorar y, sollozando, gimiendo, unirse luego a la procesión.
Canto fúnebre del Caballo Blanco: Carver–Lan Yin no resistían las voces que desgarraban el corazón. Pero la más devastadora era Rocío en la Hoja de Ajo que sólo se cantaba en los funerales de personas excesivamente exaltadas.
Un funeral.
Un doble funeral.
Dos retratos a vuelo de pájaro: jóvenes, de veinte o treinta años, dinastía Táng, un milenio atrás, a juzgar por el tocado de la muchacha, la túnica y el gorro del muchacho... Vestidos para una boda... No, para el compromiso...
Tiempo... lugar... espacio, entremezclándose.
Él y ella, dos jóvenes encantadores. Se intercambiaban copas de vino. El le ponía a ella dos pasadores en el pelo para indicarle que le gustaba.
Canto fúnebre del Cabal/o Blanco: la procesión de su funeral.
Un torbellino, una espiral, una danza de transformación del diablo, y luego una procesión de boda.
La campanilla y el canto fúnebre...
Una tristeza mortal acuchilló a Carver. Los gritos de las plañideras eran sus propios gritos. La pena de toda la familia era su propia pena. La desdicha de Lan Yin... Pero ése no era el retrato del funeral de Lan Yin. Sin embargo, él estaba en el grupo del funeral, y ella participaba igualmente.
En lo que sucedió a continuación no hubo participación. No era una visión del espejo, no era una proyección en el Espacio Más Allá del Espacio. Lan Yin gritó:
¡Tai Ching! –Su voz penetró en la conciencia de Carver. Ese desgarrador grito de miseria, de la angustia más profunda... La sensación de regresar a su espacio y tiempo normales hizo que Carver comprendiera cuán lejos había estado.
La imagen del espejo desaparecía. Carver escuchaba la música de la cinta. Lan Yin abandonó su posición de loto. Intentó ponerse de pie. Carver se puso de rodillas. La cogió por debajo de los brazos. Arrodillados, se balanceaban, zigzagueaban, manteniéndose el uno al otro en equilibrio. Después él se puso de pie, arrastrándola consigo. Ella se colgó de él, sollozando, mientras la guiaba hacia la antesala.
Yo estaba en mi propio funeral... y lamentándome por él.
Por Tai Ching, Kwan Tai Ching.
Si, pero él no se le parecía, ni ella se parecía a mí.
¡Maldición! –Carver no siguió adelante.
Ella debería haberse parecido, él debía haberse parecido, a mí y a Kwan Tai Ching. Ceremonia de compromiso... funeral... la boda. –Su risa era histérica–. Tao Fa, estamos, oh, locos...
Se aferraron el uno al otro, boca a boca, con pasión, con incoherencia. Su separación fue... Carver fue incapaz de percibir qué había roto el encantamiento. No estaba seguro de nada, excepto de que, en otro momento, Sang Chung Li y Kwan Tai Ching no hubieran tenido a ninguna mujer interponiéndose entre ellos, amenazando la armonía fraternal.
Carver señaló la ceniza de los sahumerios, que no habían sacudido.
No hemos estado idos más de unos cuarenta minutos, tiempo terrestre. Estábamos vislumbrando su anterior encarnación, y yo lo estaba viviendo a través de ti... Aún estamos entremezclados, con nuestras psiques mezcladas.
Pero, si yo estaba muerta, ¿cómo podría recordar, ver, mi funeral?
Siendo china, has de tener en cuenta que nunca estás completamente fuera de contacto. El cuerpo en el féretro, y tú, contemplándolo todo, llorando por Tai Ching.
Pero yo no era yo. Él no parecía él.
Hubiera sido sorprendente que tú o él lo fuerais. Si te maquillaras toda para hacer el papel de Su Chung en Blanco y Verde, no serías una mujer serpiente, aún serías Lan Yin. Independientemente de cuál fuera tu aspecto.
¡Ahora lo entiendo! Todos somos una reencarnación de algún otro.
Querida Pétalo de Orquídea, maldición. ¡No! Tú siempre eres tú. Nunca fuiste lady Wu, ni la esposa número uno de un adinerado comerciante... ni nadie más en tus vidas anteriores. Simplemente TÚ sin más. Los nombres y los cuerpos eran accidentales, temporales. Lo mejor que se me ocurre es que el espejo tomó nuestras psiques tan mezcladas que nos intercambiamos sensaciones y pensamientos, de modo que yo atisbé en una vida que tú estabas reviviendo, un playback.
Tal vez estuvimos sobrevolando el plano astral, o el plano akashic. –Se encogió de hombros–. ¡No son más que palabras que les encantan a los hindúes!
La muchacha miró el espejo.
¡Esa cosa es un dios malo! ¿Adónde hemos ido?
O bien el espejo es una Puerta, o bien Tai Ching te ha vendido, mediante hipnotismo o algo así, la idea de que vosotros dos estuvisteis casados hace mil años. Tal vez te haya hecho creer eso durante tus pérdidas de conciencia. Él tiene muchísimo poder. Podría contarme una o dos cosas acerca de la magia taoísta. Dime una cosa: ¿después de cuánto tiempo abandonaste la asociación musical?
Unos seis meses.
¿Alguna vez el doctor Tseng y Chung Li faltaron a alguna reunión?
Ella asintió con la cabeza; una sombra de aprensión nubló su rostro.
¿Y tú fuiste a casa de Tai Ching para practicar más con el p'i p'a?
Oh, sí. Él tiene un gran talento.
Y, al poco tiempo, os metisteis en la cama. Nada planeado de antemano; no por parte tuya, pero, de todos modos, allí estabais. Tú te mantenías alejada, pero descubriste que estabas siendo manejada por control remoto. No te estoy preguntando, te lo estoy diciendo. Si realmente puedo ayudarte (¡y no confíes demasiado en mí!), tengo que saber qué es lo que estoy haciendo.
Un largo silencio.
¿Has sacado eso del I Ching? ¿O es que tienes poderes para leer la mente?
Él se encogió de hombros.
Ninguna de las dos cosas. Tú y yo hemos estado muy unidos durante nuestra incursión en el espejo. De modo que tal vez lo haya sabido, simplemente, y aún lo sé.
¿Podrás hacer algo para liberarme?
Vuelvo a prometértelo: lo intentaré con todas mis fuerzas. De todos modos, ¿cómo te sientes ahora, después de ese viaje a través del espejo?
Un poco crispada. Pero, aparte de eso, bien.
Entonces háblame de Tai Ching. Dedicaré algo de tiempo a estudiar su vecindario. Si consigo escuchar algo, o echar una mirada, quizás (y sólo quizás) pueda cogerlo desprevenido. Cuanto más sepa acerca de él, más posibilidades tendremos. Sí, y esto es importante, ¿sabe Chung Li que tú estás aquí?
No. Dije que iría a un refugio a pensar sobre todo esto. Cuando nos dijiste que el doctor Tseng se había marchado de la ciudad, o que había actuado como si fuera a hacerlo, eso fue terrible para Chung Li. Lo que lo calmó fue una charla de pocas palabras que tuvimos con otro tao shih muy bueno.
A un refugio. Meditar, recitar sutras, cánticos grupales, oración... ¿Como, por ejemplo, aquel sitio de Page Street, o fuera de la ciudad, Tassajara Hot Springs?
Ella asintió.
Una especie de mentira verdadera... Este templo y la forma en que has hecho las cosas... Esto es un refugio..
3
La estrecha calle de un sólo sentido, Grant Avenue, las brillantes luces de neón de Chop Suey Lane, la callejuela donde las trampas para los turistas, las «mandíbulas de cocodrilo», permanecen abiertas día y noche, era un bulevar en comparación con la zona por donde merodeaba Carver, los senderos que conformaban una red paralela a Grant, y hacia arriba de la marcada cuesta en donde se asientan Stockton y Taylor. Aquella red era un gran trozo del barrio chino, y estaba tan apartada del resto de San Francisco y era tan extraña como la tierra natal asiática. Era la mayor aproximación occidental de lo que es una villa china. Era allí donde Carver había ido a acechar a Tai Ching, a espiarlo. Eran casi vecinos.
Para Carver, la religión y la fe, y sus contrarios, se habían vuelto conceptos carentes de todo significado. Eludiendo tales señuelos occidentales, uno simplemente iba hacia adelante y se ponía a trabajar. Como lo haría, por ejemplo, el hombre que hornea pasteles Moon, o que prepara dim sum para una casa de té. Una cosa funciona o no funciona. Por consiguiente, nociones tales como superstición y acientífico no le suponían preocupación alguna cuando se disponía a abordar a un mago taoísta, quizás un adepto cabal. Habiendo sido testigo de unos pocos ejemplos de magia menor, habría sido acientífico en extremo racionalizar acerca de la existencia de los desmayos y del espejo.
Y allí estaba...
Cuatro plantas hacia arriba y después al techo.
De allí, a la escalera de incendios para descolgarse al balcón.
De allí, al techo inferior; una vista del apartamento de Tai Ching.
Carver tenía un juego de llaves y un trozo de acero para hacer saltar una cerradura común. Aquel primer reconocimiento sólo era para familiarizarse con el edificio y con los hábitos de Tai Ching.
Acuclillado en la sombra del antepecho, Carver podía observar a través del angosto resquicio el apartamento del ángulo. La siguiente vez, cuando Tai Ching estuviera fuera, subiría las escaleras, taladraría agujeros a través de los paneles de la puerta de entrada, los taparía con masilla y volvería más tarde a observar al hombre.
No pasaba nada. Se relajó y miró hacia Coit Tower, que se levantaba desde Telegraph Hill, y de allí hacia arriba, arriba hasta el resplandor de la Luna. Los psiquiatras, sin duda alguna, lo consideraban un símbolo fálico. Al rato Carver percibió movimiento: un hombre cruzaba la sala de estar. Se sentó en una butaca grande o en un sillón chesterfield, Carver no estaba seguro, puesto que sólo veía un brazo. La postura sugería que Kwan Tai Ching no estaba acompañado.
No estaba leyendo. La posición de la cabeza era demasiado elevada como para que lo estuviera haciendo. De pronto se levantó con brusquedad, como si el timbre; del teléfono o de la puerta lo hubiesen puesto en movimiento, ó cómo si hubiera sido una mirada a su reloj lo que lo hubiera alertado. No había nada que ver. Pero ahora había algo que escuchar.
El tambor tenía un sonido profundo. El ritmo no coincidía con ninguno que Carver hubiese oído nunca. Escucharlo era perturbador. Descubrió que le resultaba difícil mantener una respiración normal. Su mente lo puso sobre aviso para no dejarse llevar por el diabólico tambor. Como cada vez necesitaba más esfuerzo para mantener el control, su ánimo oscilaba entre la irritación y la aprensión. Por momentos parecía que la cadencia estaba estampada en su pulso. Se concentró en su respiración, que era mas fácil de controlar y que estaba en estrecha relación con el pulso.
Cerró los ojos, preparando su conciencia de modo que «siguiera» a su respiración; evocó una carrera puramente imaginaria, la fase final de espiración arriba y a través de la columna vertebral. Esto exigía relajación. La resolución, la determinación del control, eran contraproducentes.
Carver aún no estaba preparado para salir del apuro, pero el momento estaba cercano.
Entonces Kwan comenzó a cantar, lo que empeoró las cosas. El mantra era una ráfaga de poder. El tambor resultó ser sólo una onda portadora para la marejada masiva que el hombre puso en movimiento. Era incapaz de entender ni una sola palabra, pero aun así sentía que la orden partía de su cuerpo y se aproximaba.
Luchando por desobedecer, no le quedaban fuerzas para huir.
El doctor Tseng había evidenciado tener buen juicio al evitar el enfrentamiento.
Súbitamente el tambor y el mantra cesaron. Carver sintió que estaba aislado, en un vacío. Era absurdo, puesto que oía los coches que subían la abrupta cuesta de Washington Street, el ruido de las bocinas, el chirriar de las ruedas antes de enderezarse con una sacudida. Tales intrusiones eran música, un alivio temporal. Todos aquellos sonidos estaban atenuados, como si provinieran de un mundo del cual él estaba saliendo, había salido.
El silencio se volvió tan abominable como lo había sido el sonido. Su pulso y su respiración se estaban replegando hacia el punto de desaparición. Era la ocasión para marcharse... Hazlo, si puedes.
Tai Ching volvió a colocarse al alcance de la vista. Su pelo negro brillaba como el barniz. Algo... alguien se deslizó detrás de él. Tenía una visita. Una mujer.
Incluso antes de que la mujer se pusiera momentáneamente de frente a Carver, supo que era Lan Yin. Podría no haber reconocido los rasgos adivinados a través del cristal, pero la falda con el bordado de diseño persa era inconfundible.
Su rostro era inexpresivo, estaba inmóvil. Un instante después, su sonrisa floreció en repentino y feliz reconocimiento. Lan Yin extendió los brazos. Se volvió, realizando lo que podría haber sido un paso de baile, y se alejó de la vista de Carver. Tai Ching también se desplazó fuera de su vista.
Carver pasó una pierna sobre el antepecho. «¿Cómo ha hecho ella para llegar aquí antes que yo? ¿Y por qué, maldita sea, por qué ha venido?»
Se sintió aliviado de estar al margen de todo ello y, al mismo tiempo, la desolación y la soledad lo deprimieron. Empezó a comprender la fuerza del vínculo que aún lo unía a Lan Yin. Con amargura, se recordó a sí mismo que era un vínculo unilateral. ¡El siguiente movimiento sería alejarse, alejarse, alejarse!
Estirando sus largas piernas, se puso en marcha a un paso vivo para alejarse cuanto antes de aquel lugar. La magia del espejo hizo que la muchacha tomara conciencia del vínculo que la unía a Kwan y la había impulsado hacia el mago taoísta. Al menos él podía menospreciarla, pero se encaminó hacia el templo y, una vez allí, al santuario. La octava parte final de una varilla para los dioses humeaba aún entre dos velas. Ella no había perdido el tiempo.
Ahora que Lan Yin se había ido, podía recuperar su propia celda. Se preguntó cuánto tiempo persistiría su perfume en el cuarto.
Había algo más que perfume aguardándolo.
Junto a la lámpara de lectura había una muchacha sentada. Sobre el suelo, una edición de bolsillo de La naturaleza del I Ching. Estaba encogida; demasiada silla para tan poca muchacha.
«De modo que Lan Yin envía una sustituta. Prueba ésta, y no me echarás tanto de menos. ¡No, recurriré a Sally para que se ocupe de ella!»
Carver iba pensando todo esto hasta que se detuvo en seco y la mente se le puso en blanco. No podía afrontar el hecho de que la muchacha no era otra que Lan Yin. Y entonces se planteó la pregunta que no podía ni considerar ni evitar: «¿Quién... qué... era lo que he visto en casa de Kwan?»
Cerrando la puerta, se dirigió hacia el santuario. Echó una mirada, con la barbilla hacia afuera, y frunció el ceño. Hubiera sido una bendición tener a alguien con quien debatir el asunto. Por último, cogió el espejo de Ko Hung y se encaminó hacia la parte trasera. Una vez más, lo mantuvo para ver si podía obtener el reflejo del rostro de ella.
Como antes, la ondulante niebla tomó forma, solidificándose aquí, separándose allá: y luego, una clara imagen de Kwan Tai Ching. Estaba realizando gestos rituales. Junto a él, una figura vaga, oculta tras el espacio claro que se contraía, se nublaba, como una cortina. ¿La despedida de Lan Yin?
Carver regresó al santuario para devolver el espejo a su sitio.
El ruido del picaporte lo sorprendió. Fue hasta el corredor. Lan Yin salía de su dormitorio temporal, andando con inseguridad. Sus ojos no se centraron hasta que llegó a un brazo de distancia de Carver.
Debo de haber sufrido otro desmayo. –Miró hacia el altar. En el rojo tallo de la varilla para los dioses había sólo un pedacito de incienso sin quemar y apenas un hilo de humo.
Ahora recuerdo, lo encendí para darte suerte. No has tardado mucho en volver.
Tú has. tardado incluso menos –replicó Carver.
¿Que he tardado menos...? –Ella lo miraba con perplejidad.
Menos tiempo en regresar de casa de Tai Ching.
Dándose la vuelta, Carver volvió a poner el espejo en su asiento de media luna.
En volver de casa de Tai Ching –repitió ella–. ¡Oh, aquella loca noche! Pero yo digo esta noche, ahora...
Quiero decir esta noche, exactamente ahora. Has estado allí.
Tao Fa, no comprendo, ¿qué es todo esto? Yo no he salido. Apenas te marchaste, cogí tu libro sobre el I Ching y me senté a leer. Al cabo de un rato, perdí el conocimiento.
Era obvio que ella se lo creía a pie juntillas.
¿Sabes de alguien que se parezca muchísimo a ti? ¿Y que tenga una falda como la tuya? ¿Bordada,. con un gran bordado en el dobladillo, el mismo dibujo?
Tengo un tipo bastante común. Quizás haya docenas de mujeres que vistas de lejos se parezcan a mi, y más con luz artificial. Esta falda... copié el dibujo de un libro... ¿Qué sucede? ¡Estoy tan confundida!
Carver suspiró.
¡Yo también!
Le contó que había estado espiando, le habló del siniestro tambor y del cántico y de la doble de Lan Yin.
Cuando te vi a ti, o a tu doble, o lo que sea que haya visto, bueno, ¡lo tenía claro! Algo te poseía y te hizo salir del templo e ir a verlo... Como sea, regresé de prisa. Sabiendo que estabas en aquel sitio, después de todo lo que habíamos hablado y decidido hacer, estaba seguro de que no regresarías, de modo que me metí en mi cuarto, ese que tú ya no volverías a usar.
Yo no me he movido del templo. Es así de simple. Vayamos a ver a esa chica. Has pasado un mal rato, y viéndome a mí por allí... ¡cualquiera se sentiría crispado!
Si tiene una mujer con él, no nos dejará entrar.
Llamaré por teléfono.
Eso lo hará muy feliz. ¿Te pedirá que vayas en seguida?
Le diré que voy con un amigo. De esa forma, quienquiera que sea esa mujer, no se sentirá turbado ni enfadado. Ella se dejó ver más o menos cuando comenzaste a espiar. No llevamos mucho tiempo hablando. No estaríamos interrumpiendo nada.
Querida, ¡tienes talento! Esto es lo que haremos: hay un teléfono público a menos de cincuenta metros de la entrada de la casa. Yo vigilaré mientras tú llamas. No habrá posibilidad de que ella se marche sin que nosotros la veamos.
¡Piensas en todo!
Así es –admitió–. Incluyendo la mayoría de las cosas malas en primer lugar.
4
Carver entró detrás de Lan Yin en la desordenada sala de estar de Kwan Tai Ching.
Buenas tardes, señor Carver. Lan Yin ha sido muy amable al concederme este placer. –Apartó un abrigo, varios libros, los ejemplares de una semana del China Daily Times, para hacerle un sitio en el sillón chesterfield.
Siéntese, siéntese. –Y a Lan Yin–: ¡Qué agradable sorpresa! A pesar de la intensidad de los ojos oscuros debajo de sus espesas cejas, a pesar del aire imperativo de su nariz claramente corva y del rostro cuadrado, severo, Kwan era una persona amable, expansiva, cordial. Carver fue incapaz de imaginarse un cartel rojo que dijera ¡PELIGRO! MAGO TRABAJANDO. Aún más difícil era verlo en el papel de amigo traicionero. Tenía que establecer bien su punto de vista acerca de Kwan antes de que su encanto y magnetismo minaran su inteligencia y su voluntad. Carver echó una mirada por el cuarto.
Todo estaba lleno de polvo, a excepción de los instrumentos musicales: p'i p'a, varios tambores, un violín. Estos estaban resplandecientes.
Se entreabrió una puerta que daba a un dormitorio, dejando al descubierto el caos: libros, ropa, botellas, muebles, todo ello unido mediante un apretado dibujo de senderos de suelo despejado que interconectaban las islas de cosas acumuladas.
A través de una arcada, Carver vio una compacta cocina. Su mirada se desvió al santuario taoísta, las altas urnas, la cerámica Kwan Yin tamaño natural y los rollos de pergamino en las paredes de la sala de estar.
«No queda sitio para ella», pensó Carver, «excepto el suelo o esa butaca... Ningún lugar donde esconderla, excepto debajo de la basura...».
Sobre la gran mesa había un arreglo floral, un proyector de diapositivas, un tintero, media docena de pinceles y muchas hojas de papel.
Caligrafía –aventuró Carver–. ¿Además de la música?
Hay tantas cosas, y la vida es tan corta... Uno sólo puede. ocuparse superficialmente.
Carver hizo un gesto señalando una de las tiras de papel.
Dragón remontándose: Fénix danzando –leyó, y se inclinó más de cerca–. Un único trazo ininterrumpido, ¡cuatro caracteres!
¡Insólito! –exclamó Kwan–. Es sorprendente que este tipo de escritura no le represente ningún problema.
Carver ignoró el cumplido.
Es uno de los ejercicios favoritos del doctor Tseng. Ha debido de recibir lecciones de usted.
Por el contrario, fue él quien me enseñó a mí.
Una mirada de soslayo, captando el ojo de Lan Yin, convenció a Carver de que ella ya había acabado su inspección y había catalogado a la mujer, ya fuera real o imaginaria, como otro de aquellos fenómenos que no requerían explicación. Sin duda Lan Yin le había dicho a Tai Ching que él y Carver tenían mucho en común; y, fuera lo que fuese, finalmente llegarían a ello, o bien se ocultaría cuidadosamente. Mientras tanto, sin interrumpir sus comentarios acerca de la gira de conciertos del profesor Ho por América Latina, Tai Ching se dirigió hacia la cocina a calentar agua para el té.
Luego despejó un poco la mesa para servir el té y una pequeña caja de rollitos fung wong.
Carver había captado todo lo que pudo. Antes de que él y aquel amable personaje se hicieran cómplices, se arriesgaría y jugaría al estilo del demonio extranjero.
Señor Kwan; me encantaría retomar esta conversación en algún otro momento. Ahora, usted podría ayudarnos, a mí y a Lan Yin; estamos tratando de averiguar si usted y ella tuvieron algo que ver con un funeral que tuvo lugar a finales de la dinastía Tang.
Kwan sonrió y asintió, como si hubiera oído una pregunta sobre los espacios para aparcar o sobre el Año Nuevo Chino.
Es hora de hablar de cosas que les han afectado a usted y a Lan Yin más de lo que deberían. Mi amigo Sang Chung Li también ha tenido su parte en ello.
Se dirigió a Lan Yin:
No sabía cómo empezar. Pero tuve la sensación de que ustedes dos se hallaban en un estado de ánimo muy similar al mío.
¿Un funeral? ¿O era una boda, señor Kwan?
Ambas cosas. Por favor, no piense que soy escabroso si le digo que el funeral tuvo lugar antes de la boda.
Insólito, incluso durante la dinastía Tang. Por favor, cuéntenos algo más.
Dado que usted lee chino y posee un conocimiento poco frecuente sobre nuestras costumbres, no necesita tomar se las palabras de nadie al pie de la letra. Las palabras escritas de los Ancestros nos impiden tener escrúpulos antisociales. –Se puso de pie–. Por favor, discúlpenme, voy a buscar un escrito.
Lan Yin se inclinó y susurró:
Muy fácil, ¿no? No somos crípticos, inmutables ni sutiles. o, en esta casa no ha estado una mujer desde hace semanas o meses.
Espera a ver con qué aparece.
Al cabo de un minuto, Tai Ching había vencido al caos. Regresó con documentos y un libro con pliegues en acordeón. Estas cosas no estaban llenas de polvo. Desató la cuerda que las aseguraba. De la parte de abajo cogió un rollo que estaba enrollado en una varilla de un centímetro de diámetro. Los extremos de la varilla estaban rematados con bolitas de ágata. Le ofreció a Carver el rollo de seda de color damasco.
Carver sacudió la cabeza.
Esto es histórico. Si no es una reliquia sagrada, está muy cerca de serlo. Si no fuera porque no es del color adecuado, diría que es una proclamación imperial. Manéjelo usted.
Tai Ching desenrolló unos treinta centímetros de damasco con caracteres pintados en columnas, de lado a lado. Dijo:
Tómese su tiempo, por favor. No debe apresurarse. Finalmente, Carver dijo:
Cierta rama de la familia Kwan y cierta rama de la familia Liang realizaron una boda. Los dos protagonistas estaban representados por poderes. Ello se debió a que la futura novia y el futuro novio habían fallecido con pocos días de diferencia. Esto sucedió varios años antes de que alcanzaran la edad suficiente para casarse.
«El contrato de compromiso se había firmado cuando eran muy jóvenes. –Ahora se estaba dirigiendo a Lan Yin–. En esto no hubo nada del estilo norteamericano, un chico que conoce a una chica y se enamoran. Era muy similar al matrimonio europeo, como en Francia y muchos otros sitios. Se trataba de unir a dos familias, financiera y políticamente. Ambas eran ricas e importantes.
Ahora añadiré algunas palabras que no están escritas aquí –dijo Kwan–: a causa de las guerras y las pestes no quedaban miembros de ninguna de las dos familias que pudieran casarse para unir a los dos grupos. De modo que, volviendo a la palabra escrita, un hombre y una mujer de las respectivas familias representaron a los fallecidos. La boda tuvo lugar en la estación apropiada del año en la cual la hija de Liang y el hijo de Kwan hubieran sido suficientemente mayores para casarse, si hubiesen estado vivos.
Ahora veo –le dijo a Kwan– cómo fue que el chico y la muchacha asistieron a sus funerales antes de casarse.
Se produjo un silencio, hasta que Tai Ching dijo, muy suavemente:
Señor Carver, está usted en lo cierto hasta donde ha llegado. Pero hay más.
Por favor, cuéntenoslo. Yo lo deseo. Ella también.
Él se sofocó, parpadeó, trató de contenerse. Al igual que Lan Yin, estaba reviviendo nuevamente. la boda y el funeral en aquellas tierras al otro lado del Espejo. El rostro de ella se crispó. Le caían lágrimas por las mejillas. Tai Ching suspiró, asintiendo.
Sé cómo se siente usted, señor Carver; pero por qué está tan profundamente conmovido dista mucho de estar claro. Déjeme continuar, empezando por la historia de la familia Kwan
«La hija de Liang y el hijo de Kwan se veían mucho durante aquellos primeros años, antes de que su encuentro se hubiera considerado impropio. Después de haber alcanzado esa edad, se las arreglaban para robar unos momentos, unas palabras, en cada ocasión que los festivales unían a sus respectivas familias.
«Con el carácter emotivo propio de su juventud, aquellos adolescentes estaban enamorados y ansiosos aguardando el momento de su boda. Uno falleció a causa de una epidemia. El otro murió al cabo de unos días, sin ningún síntoma aparente de enfermedad física.
Carver reunió fuerzas y dijo:
Lan Yin y yo vimos fugazmente todo eso a través del espejo del maestro Ko Hung. La identidad de los nombres de familia significa muchísimo más para los chinos que para los occidentales. Pero hay tantos centenares de millones de chinos, y tan pocos apellidos en ese idioma, que esto no puede, como no sea por pura coincidencia, establecer una relación con esta Liang Lan Yin de aquí y ahora.
Una corrección, si me lo permite. –Tai Ching hizo una inclinación de cabeza–. Hay aquí algo que escapa a su comprensión, algo más que la similitud de apellidos. –Sus ojos cobraron intensidad, luminosidad; el magnetismo del hombre obligaba a creerle, reforzaba la aceptación de lo que decía–. Usted no comprende nada en absoluto.
A Lan Yin se le estaba yendo el color de la cara. Su respiración se volvió imposiblemente lenta, apenas perceptible.
Yo, Kwan Tai Ching, fui durante doce o trece años ese joven Kwan del contrato de compromiso. Liang Lan Yin fue durante doce años esa señorita Liang Hua Lan, hace un millar de años.
«Ahora hemos vuelto a nacer con nuevos cuerpos, con cerebros incapaces de recordar los nombres y formas de anteriores encarnaciones. Aún así, existen formas de recordar. En algunas, hay un crecimiento hacia la conciencia espontánea. En otras, llega a partir del estudio de lo oculto y de una larga práctica. Yo estuve algunos años en el Monasterio de Lion Mountain, en Taiwán.
«De modo que, cuando ella y yo finalmente nos encontramos aquí, en San Francisco, reconocí a Liang Lan Yin, una vez Liang Hua Lan. Mi reconocimiento se produjo en mi conciencia normal. Ella percibió que estábamos unidos, pero no era una sensación de su conciencia común; quizás usted prefiera hablar de inconsciente, o tal vez utilice esa palabra que todos los norteamericanos se intercambian con ligereza, subconsciente.
Miró fijamente a Carver:
Ahora que sabe que ella y yo nos pertenecemos el uno al otro, usted puede ayudarla a que vea por sí misma, ayudarla a mirar hacia atrás, hacia adentro, a dejar que la sabiduría del alma, del inconsciente, alcance su conciencia cotidiana.
Lan Yin se inclinó. Antes de que Tai Ching pudiera sostenerla, se desplomó sobre Carver. El la levantó y la estiró sobre el sofá. Dándose la vuelta, exclamó con voz áspera:
¡Maldición, señor Kwan! Puedo dar por cierta su historia, realmente puedo creerla, he visto suficiente... Pero no puedo... –Se interrumpió, recuperando el control de sí mismo, y continuó con voz más calmada–. No puedo aceptar sus métodos. Perdone mi crudeza. Lo siento. Le ofrezco mis más sinceras disculpas.
Mil años es mucho, mucho tiempo –dijo Tai Ching, con tristeza y en un tono que Carver reconoció como aceptación y también como refutación de su acusación–. Un traguito de brandy y ella se pondrá bien. –Después, de regreso con una botella y una cuchara sopera de porcelana, le dijo–: Será mejor que se la lleve otra vez al templo. Ayúdela a mirar más profundamente en el espejo.
¡Usted podría ayudarla poniendo fin a esos desmayos! Lo dejo en sus manos. Le pido por favor que lo piense.
Kwan Tai Ching frunció el ceño.
Esos desmayos la llevaron hacia usted. Hasta ahora, lo ha hecho usted muy bien. Por favor, continúe.
Y luego vertió el líquido de la botella, sin derramar ni una gota, hasta llenar por completo la cuchara.
5
Tras permanecer sentado una hora o más con Lan Yin y Chung Li en el estudio del templo, Carver dijo:
No lo culpo por desear hablar acerca de todo esto; pero el hecho es que no hemos llegado a nada. Existen muchas razones para creer que los documentos son auténticos registros familiares. Todos estamos inclinados a aceptar la reencarnación como algo tan plausible como cualquier otra doctrina sobre la vida y la supervivencia o el regreso. El hecho de que Kwan Tai Ching sea verdaderamente un modelo reciente del joven que iba a casarse con Liang Hua Lan hace mil años es interesante, ¡pero totalmente irrelevante! Lo único que nos debe preocupar es lo que podemos hacer para liberar a Lan Yin. Concretémonos en eso, ¡y olvidemos la especulación y el razonamiento!
Chung Li y Lan Yin se intercambiaron miradas. Ella dijo:
Mis anhelos no han cambiado en lo más mínimo. Tao Fa vio la boda y el funeral, tal como Tai Ching nos ha contado que fueron. No cabe duda de que él está ganando control sobre mí... como él mismo ha admitido.
¡Volvemos a lo mismo! –interrumpió Carver–. Lan Yin, hasta dónde piensas llegar, con eso que llamas tus anhelos, o autodefensa, o...?
Por último ella dijo:
No lo ha dicho con palabras, pero estaba pensando en ellas... ¿te citarás con él, lo matarás; dirás que fue para impedir que te violara?
Me estaba preguntando precisamente eso –asintió Carver–. Pero no te lo he preguntado. Bien, ¿qué vamos a hacer?
Ella se desplomó ante la magnitud del desafío.
Tengo miedo... No puedo deshonrar a mis antepasados... No puedo permitir que incumplan su palabra. –Miró a Chung Li–. ¡Y tú te sentirías mal si lo hiciera!
Carver intervino:
Chung Li, ¡diga lo que piensa!
El joven de rostro amable estaba aún más deprimido. La urgencia de Carver lo hizo retroceder, hundirse, agitar la cabeza con sazón.
Sería propio de un mal dios. ¿Cómo podría enfrentarme a mi hermano jurado y pedirle a mi esposa que luchara contra los recuerdos de su alma? Sería malo para ella, ella sería mala para mí.
Carver hizo un gesto condescendiente.
Estaría mal que se abandonaran el uno al otro, y también estaría mal que no lo hicieran. ¿Correcto? –Agitó la mano–. ¡No se molesten en responder! Sus caras han hablado por ustedes. Nosotros, los tres, somos humanos, y también lo es Kwan Tai Ching. Ahora, ¡escúchenme!
La orden hizo que ambos se pusieran de pie.
El I Ching es un libro. También es una persona. Es la sabiduría antigua... pero no es humano. Vamos a consultarlo.
Una vez en el santuario, Carver puso una mesita lacada delante de la mesa de ofrendas que estaba frente al altar. Abrió un armario y sacó de él un libro y una caja larga y estrecha. Estaban envueltos en seda roja bordada. Colocó la seda a modo de mantel Encendió sahumerios, colocando tres a la derecha, tres a la izquierda y tres en el medio del borde más alejado de la mesa.
De pie junto a una papelera de plástico, le hizo señas a Lan Yin y extendió las manos. Ella tomó una vasija que se hallaba sobre un pedestal al lado del altar, y echó algunas gotas en las manos de Carver, el lavado ceremonial. Después él tomó la vasija y vertió agua sobre las palmas vueltas de Lan Yin y Chung Li Una vez hecho todo ello, Carver cogió el vaso y un ramito de arreglo floral que había sobre la mesa de ofrendas. Describió por tres veces un círculo alrededor de la mesa más pequeña A cada paso, sumergía las hojas en el vaso y arrojaba algunas gotas de agua «magnetizada» hacia su derecha y hacia su izquierda.
Tao Fa, ¿realmente eso ahuyenta a los demonios?
No estamos ahuyentando a los demonios. Al igual que los sahumerios para los dioses malos, el arrojar agua magnetizada es algo simbólico. Reverenciar el Libro no es idolatrarlo. Todo esto es para que el interrogador se ponga grave, a tono con el I Ching. Uno se acerca a él tal como se acercaría a sus antepasados. Ahora colóquense delante de la mesa.
Hizo sonar la pequeña campanilla. Los tres se arrodillaron con la frente inclinada hacia el suelo. La siguiente llamada de campanilla era la señal para levantarse. Finalizada la tercera reverencia, Carver dijo:
Vamos a ser estrictamente modernos. En lugar de la larga rutina de manipular los tallos de milenrama en la caja, echaremos monedas. Entender la sustancia del I Ching, su finalidad, eso es realmente lo que importa... De modo, pues, que deben tratar de empaparse de cuanto les estoy diciendo. Los sesenta y cuatro hexagramas representan cada condición básica, fundamental. Los Juicios establecieron la forma correcta de responder a las condiciones. El Libro del Cambio (el I Ching) ofrece la esencia de una situación. Le dice a uno cómo actuar en relación a aquello que es, en lugar de hacerlo de acuerdo a lo que una vez se dijo que era en realidad diferente, si bien, al enfrentarse a ello, parecía lo mismo.
«Uno puede moldear su destino si sabe cuál es. Pero, antes que nada, uno debe enunciar una pregunta. Cuando acudieron por primera vez al templo, su pregunta no fue si casarse o separarse. La pregunta fue: ¿cómo puede liberarse Lan Yin?
«Ahora, Lan Yin, habla sobre ti misma. No te sientas extraña por hablarle a un libro. No dejes que eso te distraiga.
Ella frunció la frente.
¿Simplemente debo preguntarle qué hacer para liberarme? ¿Tal como te lo pregunté a ti, solamente que no con tantas palabras?
Tú debes preguntarle lo que tú, y yo, y Chung Li (estamos trabajando juntos) debemos hacer.
Muy bien, eso es lo que pensaba realmente.
Háblale al Libro, en voz alta.
Ella se inclinó, dando un corto paso hacia la mesa. Lan Yin contempló el altar y el Libro. Abrió los labios y sacudió la cabeza, como para despejarla.
¡Venerable Libro! ¿Qué podemos hacer el tío Tao Fa, Chung Li y yo para liberarme del poder de Tai Ching?
Carver tomó tres antiguas monedas chinas de la caja. Cada una de ellas tenía una cara grabada y otra lisa. Se las entregó a Lan Yin.
Échalas. Tíralas de modo que golpeen la caja y giren.
Ella lo hizo. Cuando las monedas quedaron quietas, Carver explicó:
Cada cara lisa se cuenta como tres. Cada cara grabada vale dos. Tu tiro muestra dos doses y un tres, que es siete... Una línea sólida, yang, y que no cambia. Esta es la primera línea del hexagrama.
Lan Yin no se movió.
Él la urgió.
Vuelve a tirar.
Hagamos un tiro cada uno –dijo ella–. Mi pregunta fue qué debíamos hacer los tres.
Chung Li, tírelas usted –dijo Carver.
Cuando las monedas se detuvieron, leyó:
Un dos y dos treses, que es ocho; una línea quebrada, yin, y que no cambia.
Sobre la línea sólida, dibujó a lápiz una línea quebrada. Recogió las monedas, las lanzó y registró el resultado. Así, tiro a tiro, construyeron el hexagrama, el patrón del seis líneas.
Carver abrió el I Ching por el hexagrama titulado Shih Ho y dijo:
Esto significa mordiendo. Las tres líneas superiores se llaman li, que es fuego. El trigrama inferior se denomina chen, el trueno, lo que surge.
«Mordiendo... nuestro movimiento es hacer algo. Para evitar un daño grave, hemos de actuar. La oposición deliberada del tipo que hemos estado efectuando no libera espontáneamente. No obstante, hemos de actuar de la manera correcta. Aunque el trueno simboliza la violencia, esto no significa necesariamente fuerza física. Puede ser mental o emocional. Y no debemos ser demasiado severos. Li, el fuego, es productivo... Pero si llegáramos demasiado lejos con nuestra suavidad sería un desastre. Shih Ho, para expresarlo literalmente, significa unión mediante mordisco, ir royendo lo que causa la separación.
Cuando Carver hizo una pausa, Lan Yin y Chung Li lo observaron: su estupefacción era patente.
Pero, ¿qué se supone que debemos hacer? –urgió ella.
El Libro expone la naturaleza de la situación, no los detalles relativos a qué hacer. Hemos estado abordando sustitutos para la magia de Tai Ching. Ahora es el momento de morder, morder hasta que los dientes se encuentren.
¿Pero no puede decirnos algo concreto? –preguntó Lan Yin.
Puedo, pero no lo haré. Tengo mucho sobre lo que meditar. Ustedes, los dos, hagan lo mismo. Lo mío es hablar. Lo que ustedes hagan es asunto suyo. Pero si van a hablar, no lo hagan aquí.
Tío Tao Fa, no puedes echarme. ¡Patearé y gritaré!
Ya lo creo que lo harías, si supieras sólo la mitad de lo que estoy pensando hacer.
¿La dejará encerrada? –preguntó Chung Li. Y luego dijo: Es tarde, y yo soy un obrero asalariado.
Podría cerrar la puerta del salón –respondió Carver–, pero hay una salida de incendio, ¿y qué diría el jefe de bomberos si obstruyera una salida de emergencia?
6
Con la mayor cortesía, habían pasado de «señor Carver» y «señor Kwan» a «tío Tao Fa» y «Tai Ching». Este último repetía, con voz firme pero tranquila, sin ánimo de disputa:
Lan Yin y yo estamos unidos de un modo que está más allá de su apreciación. Su entendimiento es puramente intelectual. Si no rindiéramos honores a un contrato que realizaron nuestros antepasados, nos quedaríamos postrados bajo una losa de culpa.
Carver asintió.
Usted y Chung Li son hermanos jurados, una relación que nosotros, los occidentales, tuvimos en algún tiempo, pero que ya hemos olvidado. Y nosotros somos los perdedores. No necesitamos preparar el pequeño altar de tierra, ni mezclar la sangre de un ave y un perro. Ni siquiera tenemos que recitar:
Si yo llevara una sombrilla de mercachifle
y te encontrara a ti montando a caballo,
tú desmontarías y me saludarías.
Si tú vagabundearas con un abrigo rústico de paja
y yo viajara en una litera cargada por lacayos,
me bajaría y te saludaría.
«Pero nosotros los occidentales estaríamos mejor si los amigos hablaran más o menos así, en lugar de devorar románticos seriales televisivos de chico conoce a chica, o poesía igualmente romántica y vacía. –Se encogió de hombros, con un gesto descuidado–. Pero estoy sobreestimándolo, Tai Ching. Usted apartó a su hermano jurado de su novia.
Kwan replicó, con fiereza:
Yo no soy libre! Lan Yin no es libre. Odio tener que herir a mi amigo, ¡pero estoy obligado! Cuando la conocí, no sabía que ella pertenecía a Chung Li. El antiguo vínculo fue imperativo. ¡Hubo un reconocimiento desde lo más profundo de la conciencia! ¿Puede creer que esto no empezó como un agravio premeditado?
Sé que eso es ci erto. Y cuando ella se fue a la cama con usted...
Tai Ching estuvo a punto de hablar, pero se contuvo.
Carver prosiguió:
Hace bien en no preguntarme quién vino a hablar conmigo. ¡Un desliz es un desliz! Pero como ella no regresó, usted la sobrecogió con el poder de sus mantras taoístas, con la ciencia del sonido y la vibración. ¡Eso no fue una seducción honesta! Los antepasados firmaban contratos honestos. ¡Usted los deshonra!
«Sí, yo lo espié. La vi introducirse en su apartamento, vi su imagen, y supe que lo que veía no podía ser ninguna forma humana. –Le describió el vestido exclusivo de Lan Yin–. Cuando ella pierde el sentido, el espejo de Ko Hung no refleja su rostro. Su verdadero yo está ausente. Ese yo ha salido de su cuerpo y se ha ido a seguir sus órdenes. Usted le está infligiendo un daño emocional y mental.
Miró fijamente a Tai Ching con una mirada fiera e imperturbable. Esta acusación lo había conmocionado; era el «trueno». ¿Sería necesario un último golpe?
Por último, Tai Ching dijo:
No he causado ningún daño permanente. –Sonrió con amargura–. Su espejo funciona... Cuando los tres estábamos sentados aquí, supe, por la presencia de ella, que por primera vez había vuelto a sentir y a vivir verdaderamente aquellos días de hace ya tanto tiempo.
Carver sonrió.
¡De modo que usted y yo somos cómplices! Estoy aquí para ayudarle a poner sus ideas en claro. Dejemos que ella se marche, antes de que el daño sea permanente. En aquel contrato, ¿sus honorables antepasados estipularon que usted le hiciera daño a Lan Yin?
Pero ya no lo haría, una vez que estuviésemos casados.
Ese contrato de hace mil años hacía referencia sólo a los cuerpos del señor Kwan y la señorita Liang. El inmortal, el que se reencarna, no puede permanecer sujeto por los siglos de los siglos. El vínculo murió junto con aquellos cuerpos jóvenes.
Eso hizo callarse a Tai Ching, pero la rigidez de su rostro dejaba claro que, interiormente, no se había rendido. Carver se encogió de hombros, sonrió con pesar y dijo:
Entonces estamos en un punto muerto, ¿verdad? Usted es el objeto inamovible, ¡y nadie parece tener la fuerza irresistible para sacudirlo!
«Pero (usted lo sabe) podemos superar el punto muerto. Al fin y al cabo, es un asunto triste. Lan Yin se halla en una penosa situación, en un apuro desastroso. Aunque ella no tenga la culpa, está causando una ruptura entre dos hermanos jurados. Sea quien fuere el que ella acepte, estará enfrentando a uno de ustedes con el otro. Odio pensarlo. Usted también. Él también.
«Así y todo, existe una forma de salir de todo ello. Una forma en la cual ninguno de ustedes dos ha pensado... La manera segura de proteger la fraternidad.
La ansiedad (la curiosidad) iluminó el rostro de Tai Ching, e hizo que se relajara, lleno de nuevos bríos y esperanzas.
Por favor, hágame partícipe de su sabiduría.
Yo me casaré con Lan Yin. Fin del problema.
Durante un brevísimo instante, Kwan permaneció allí como atontado por unas palabras que no podía considerar como una amenaza ni tampoco descartar por absurdas. En ese instante durante el cual Kwan fue incapaz de hacer nada ni de decir nada, Carver salió a la calle.
Eso fue chen... trueno, choque;.. –se dijo a sí mismo, y después comprendió que el culatazo lo había dejado a él tan aturdido como a Kwan. Desde la puerta de la calle vio la cabina desde donde Lan Yin había telefoneado para arreglar el primer encuentro de él con Kwan. Algo mareado, se encaminó hacia ella y marcó el número de la oficina de Sang Chung Li.
Habla Tao Fa. Venga al templo tan pronto como pueda. Acabo de ver a Kwan. Oyó el trueno.
Cuando Carver penetró en el santuario, encontró a Lan Yin junto al altar, encendiendo sahumerios. Ella lo vio y le leyó el rostro.
¿Qué ha sucedido?
Acabo de telefonear a Chung Li. Vendrá en seguida.
¿Qué has estado haciendo?
Le he dado a Tai Ching su primer tratamiento de choque. Como habíamos planeado. Si tengo que marcharme, Chung Li estará aquí para asegurar que nada te moleste.
Ella lo cogió por los hombros. Sus uñas se clavaban en ellos.
¿Qué has estado haciendo?
Durante un largo instante, se miraron el uno al otro, frente a frente.
¿Hasta dónde llegarás conmigo?... ¡Yo ya lo he dado todo!
«¡Morderemos hasta que los dientes se encuentren! –Los labios de ella enflaquecieron, sus dientes blancos resplandecían–. ¿Recuerdas? –Poniéndose de puntillas, lo agarró con ambos brazos, acercándose más a él–. Tao Fa... estuvimos juntos a través del espejo.
Luego sus bocas se tocaron y Carver aprendió algo sobre el modo de besar de los chinos.
Sea lo que sea... por peligroso que pueda ser.. ¡cualquier cosa para volver a ser libre! –Ella volvió a apoyarse sobre los talones, recobró el aliento y susurró–: Cuéntame...
Vas a casarte conmigo. Él no puede embrujarme, y entonces perderá parte de su poder sobre ti. No puedo prometerte...
No me prometas nada... Intentémoslo...
Se escurrió de entre sus brazos. Y mientras la seguía hasta una de las banquetas tapizadas que habla a lo largo de la pared, Carver dijo:
¡Has estropeado la sorpresa que tenía reservada para ti y para Chung Li!
No te preocupes. Cuando lo digas por segunda vez, abriré los ojos con un gesto de absoluta incredulidad. ¿Y cuál será su reacción?
Sentado allí, esperando la llegada de Chung Li, Carver tuvo tiempo de tomar conciencia de lo que había tramado. Miró de soslayo a Lan Yin. Aunque sus ojos tenían una expresión lejana y sus labios estaban ligeramente entreabiertos con la tenue sombra de una sonrisa, ella estaba completamente presente y preparada.
Finalmente, le dio un suave codazo. Ella parpadeó.
Parece como si durante meses hubieras estado casándote con un demonio extranjero.
Me estaba preguntando cómo hacer para parecer sorprendida, y me imaginaba la cara que pondría Chung Li. ¿Cómo lo tomará Kwan?
Me marché antes de que pudiera decir algo. Estaba de pie, pero ausente.
Un largo silencio, tras el cual ella lo interrumpió mientras miraba el reloj.
Ahora todo será mucho más fácil para ti. No tendrás... que vigilarme. –Le palmeó la mano–. Lo superarás...
Sonó el timbre de la puerta. Volvió a sonar.
Es Chung Li.
Espero que lo sea –dijo Carver, y se dirigió hacia la puerta.
Era Chung Li. Parpadeó, mirando en derredor.
¿Qué ha sucedido?
Tuve una charla con Kwan. Uno de nosotros va a ascender y maldita sea si puedo aventurar quién. Escuche esto: Lan Yin no va a marcharse de este lugar. Si hay un incendio o un terremoto, vaya con ella, no deje que se escape de su alcance. Y otra cosa: no llame por teléfono a nadie... no conteste al teléfono... Quiero que Kwan Tai Ching se mantenga en ascuas... no debe cruzar ni una palabra con ninguno de ustedes, repito, no debe saber nada de ninguno de ustedes. Y mientras usted piensa en todo esto, yo voy a hacer una llamada, sólo una.
Carver marcó el número de su sobrina adoptiva.
El tío Tao Fa otra vez.
¿Otra vez? ¡Sí, después de siglos! ¿Todavía con esa chica metida en la cabeza?
¿Puedes cancelar todos tus planes para la cena de esta noche, tu cita para pasar la noche, todo, e ir al Pot Sticker y esperarme allí para charlar y tomar un bocado?
¿De cuántos suicidios quieres hacerte responsable este fin de semana? Yo siempre tengo cinco o seis citas arregladas para la noche de los viernes.
Muy bien. Haremos un pacto. Te concederé un malicioso anciano. ¿Conoces a Sam Chan?
¿Te refieres al Hombre Número Uno del Canton Building & Loan?
Ése es Joe Chan. Yo me refiero al amigo del doctor Fung. Sam lleva una tienda de comestibles en Commercial Street.
Ah, ¿quieres decir ése sitio donde puedes comprar pato disecado por seis dólares?
Exacto. De todos modos, es notario público, y cuando no está bebiendo ng ka pay está traduciendo el Sutra del Sexto Patriarca. Si no consigues contactar con él, búscate algún otro. Algún erudito, y haz que se lleve su chop y un sello notarial, el suyo o el de alguien a quien se lo pueda pedir.
Empiezas a parecer ilegal... un sello notarial... el de alguna otra persona...
Esto es confidencial, y estoy en un apuro.
Si realmente quieres un abortista, ¿por qué no lo dices? –Y luego añadió: ¡Muy bien! Eres tozudo. De no ser Sam Chan, un sustituto razonable... Será fantástico, me lo pasaré en grande. ¡El suspense es terrible!
Si te hago esperar demasiado tiempo, pide la comida. Y a partir de este momento ya no me pondré al teléfono. De modo que no me llames.
Chung Li y Lan Yin hablaban apresuradamente en susurros. Carver interrumpió el tête–à–tête:
Iré al Dragon Barbecue a buscar un pato asado. Ustedes ocúpense del arroz.
No te olvides de la salsa de ciruelas –le recordó Lan Yin mientras se iba.
Desde el Dragon, Carver enfiló en diagonal a través de Waverly Place y entró en el Pot Sticker. Le dijo al Hombre Número Uno:
Cuando venga Sally Wong, sola o con un amigo... –Le dio tres billetes de diez–...tómale el pedido y dile que si fuera a llegar muy tarde, telefonearé.
Una vez arreglado eso, cogió una botella de shao hsing y desanduvo el camino.
Además de tener el arroz hirviendo en la cocina eléctrica Lan Yin tenía una marmita de agua hirviendo en donde colocó la botella de vino. Antes de que estuviera suficientemente caliente como para servirlo, llenó tres pequeñas tazas de jade.
La primera ronda, para Tao Fa. Antes de que nos pongamos terriblemente serios.
Chung Li levantó su taza.
Sea lo que sea que haya hecho, brindo por ello.
Lan Yin dijo:
Comamos más tarde.
Buena idea –asintió Carver, y la siguió hacia el santuario.
Lan Yin volvió a llenar las tazas. Sobre la tabla de ofrendas puso una taza de vino, un pequeño cuenco de arroz y una rodaja de pato. Los tres, de frente al altar, hicieron tres reverencias.
Después Carver hizo una inhalación profunda y se templó para la prueba.
Siéntense. Les contaré mi charla de una hora con Kwan Tai Ching. Lan Yin, ¿recuerdas que estábamos diciendo, tu estabas diciendo, que tanto si siguieras adelante con Chung Li, como si volvieras a Kwan sería un desastre?
Los enamorados se miraron entre sí, pero no dijeron nada.
Le dije a Kwan Tai Ching que había una forma de salir de esta situación.
Chung Li permanecía sentado, con el rostro impertérrito.
Finalmente fue Lan Yin quien preguntó:
¿Cómo?
Te casas conmigo, y no hay ningún problema.
El rostro de Chung Li permanecía imperturbable, vacío. Carver se preguntó si ella lo habría puesto al tanto. Continuó.
Lan Yin, llama a Kwan Tai Ching y dile que nos sentiríamos ofendidos si no asistiera a nuestra boda. Y dile también, y esto es importante, que aún no has decidido la fecha del feliz día. Pero que será pronto.
¿Entiendes mandarín?
Sólo cantonés.
Ella fue hasta el teléfono y habló brevemente. Tras una pausa que no fue todo lo prolongada que Carver había esperado, volvió a hablar, muy lentamente. Fuera lo que fuese lo que dijo, pareció una repetición de lo que le había dicho en primer lugar a Kwan. Luego, otras palabras, pronunciadas con suavidad; una pausa, y una frase de despedida.
Lan Yin se volvió hacia Carver:
Sería una cortesía de tu parte que no volvieras a hablar con Kwan Tai Ching.
Gracias. –Observó a su futura esposa e intentó comprender su serenidad–. El me buscará para hablar conmigo y tendré que responderle. Ahora voy a encontrarme con mi sobrina y mantendré una conversación con el anciano erudito Sam Chan. El contrato ha de celebrarse ahora mismo, sin pretextos.
Tanto si nos casamos por el rito chino como por el norteamericano, tienes mi palabra. –Luego, con deliberación, añadió–: Si no me libero definitivamente, necesitaré de tu ayuda más que nunca.
Sang Chung Li había estado paseándose por el santuario. Indeciso, avanzó hacia la puerta, se detuvo en seco, luego siguió avanzando.
Hay en esto algo que escapa a su comprensión, Chung Li. Ahora que él lo sabe, nunca la deje alejarse fuera de su vista o de su alcance.
7
Apenas echó una mirada a su alrededor, Carver vio a Sally Wong y a su compañero sentados frente a una mesa en un rincón del atestado comedor del Pot Sticker. La diminuta Sally lo saludó con la mano.
¡Tío Tao Fa!
Para los turistas y otros norteamericanos comunes y corrientes, ella no era más que otra muchacha china medianamente agraciada de veintipico años, caracterizada básicamente por unos rasgos singularmente pícaros y una mirada en consonancia con esa picardía. Para los nativos de la ciudad china, había algo menos obvio en sus ojos, en la estructura de su rostro y en su ondulado pelo: en conjunto, tras una sola mirada, el dictamen era: «sangre hawaiana».
Su compañero, malicioso o no, tenía al menos noventa aunque por su aspecto no parecía haber pasado de los setenta. Su tercera descendencia estaba ya a comienzos de la treintena; San Chan, erudito, bebedor empedernido, notario, y, en sus ratos libres, suficientemente buen tendero como para ganarse la vida.
Tío Tao Fa, ¿vas a casarte realmente con la muchacha?
Sí.
¿Y tenias que esperar hasta el último minuto para darme la noticia?
Te llamé apenas supe que sucedería.
A partir de la experiencia que le había dado su familia, que ya alcanzaba tres generaciones, Sam Chan asintió con su calva cabeza y dijo, con aire condescendiente:
Más vale tarde que nunca.
Carver le hizo el pedido al camarero que se acercó a la mesa:
Tomaremos sopa agria con especias, pot stickers a la cacerola, un pato ahumado y una escorpina bien frita... mmm, sí, y salsa marrón picante. Y una. botella de shao hsing.
¡Cuéntanos todo! –exigió Sally.
Ella es un poco menor que tú, y casi tan hermosa.
Apuesto a que es ella la más hermosa. ¿Cómo es la historia?
¡Alguien que contempla a la muchacha y se queda atrapado! ¡Estas peligrosas mujeres orientales! Doctor Chan...
Doctor no. Hombre culto, y moderadamente.
Eso es lo que creo a juzgar por lo que he oído acerca de sus traducciones. Y su caligrafía es famosa.
Y yo he oído hablar de usted...
Era inevitable, teniendo aquí a Sally...
En honor de la verdad, no fue Sally. Un demonio extranjero aprendiz de tao shih es famoso, por mucho que se oculte. De lo contrario, yo no estaría aquí. Tan sólo estoy fingiendo no sentir ninguna curiosidad acerca de todo esto...
Lo que necesito –comenzó Carver–, es un contrato de matrimonio chino. Al antiguo estilo. Las palabras... muy formales; dinastía Tang, si puede.
He traído pinceles y otras cosas. –Señaló un maletín–. Sally me dijo que lo podía escribir usted mismo.
Quizás, pero no habría tantas preguntas si lo escribiera usted. Hay algunas cosas extrañas en todo esto. Por ejemplo, y esto es estrictamente confidencial, noticias acerca de que podría ser peligroso. Para otras personas
¿No para usted?
Carver se encogió de hombros.
Si lo fuera, me ocuparía de ello. Pero mi futura esposa se halla en una situación muy peculiar.
El camarero sirvió la sopa. Carver la probó, añadió a su cuenco tres gotas de aceite con pimienta y dos chorritos de vinagre de arroz.
¡Tío Tao Fa! ¿Cómo puedes quedarte tan tranquilo?
La creación de suspenso forma parte de este proyecto.
¿Para usted? –Sam Chan levantó un párpado–. ¿Para la novia? De todos modos, es una actitud muy relajada.
Tenemos un enemigo. Si él es lo suficientemente impaciente, las posibilidades de boda mejorarán.
Llegó un pato ahumado con guarnición de bolas de harina, seguido por una escorpina que bien medía más de un palmo. El manejo de los palillos les llevó casi dos horas.
¡Es usted un sádico, haciéndola esperar de este modo!
Ella está en buena compañía.
¿La madre? –preguntó Sam Chan–. ¿Una hermana mayor?
Ninguna de las dos cosas. El hombre con el que ella deseaba casarse se merece un poco de tiempo para acostumbrarse a su cambio de planes. Le he dicho que esta boda no deberá salir en ninguno de los periódicos del barrio chino.
¡Pero debe salir en los seis!
Con los mejores bocados del pescado, incluyendo la cabeza de la escorpina, en una bolsa y los restos del pato asado en otra, Carver los guió hasta el templo.
Tan serena como si se casara con un demonio extranjero cada semana, Lan Yin les dio la bienvenida a los visitantes y les sirvió vino caliente.
En el estudio, Sam Chan abrió su maletín, del cual extrajo una plancha para tinta, una barra de tinta y cinco chops, enormes, cortados cada uno de ellos de una piedra especial en forma de cuadrado de cuatro centímetros de lado. Había un sello para cada uno de sus nombres. Seleccionó un pincel. Tras poner agua en la depresión de la plancha, se puso a trabajar ablandando la tinta.
Entonces Carver recordó algo.
¿Sonó el teléfono?
Sonó mucho, mucho rato –respondió Lan Yin–, dos veces en la última hora.
La mirada de Carver se dirigió a Chung Li.
Creo que está dando resultado.
Quienquiera que sea, lo tienes atrapado –dijo Sally.
Lan Yin se acercó a Carver y susurró:
Ningún desmayo hasta ahora. ¡Estamos ganando!
¡No vayas tan rápido, tai–tai! Cuando se calme lo bastante como para poder concentrarse, estaremos en apuros.
Finalmente, la tinta alcanzó una viscosidad que satisfizo a Chan. Las pinceladas de prueba que dio sobre un trozo de papel iban desde líneas del grosor de un cabello a manchas triangulares, ideogramas formales tan exactos como si estuvieran hechos con instrumentos de precisión.
El estilo de la dinastía Tang –anunció–. ¿Qué tengo que escribir?
Carver respondió:
Liang Lan Yin designa a mi sobrina, Wong Mei Ling, para que sea su apoderada y actúe en su representación en este asunto.
A Sally, Wong Mei Ling, los ojos se le abrieron como dos platillos.
De modo, entonces, señor Chan –continuó Carver–, que si sucediera que Liang Lan Yin estuviera muy lejos de mí, ella y yo podríamos casarnos si Wong Mei Ling ocupara su lugar en la ceremonia. –Sally se humedeció los labios como si fuera a hablar. Carver le palmeo la mano–. No hay ningún problema, muñeca. Una vez terminada la ceremonia, el apoderado no tiene nada más que hacer para conferirle legalidad.
Oh. –Sally se encogió de hombros–. La vida no es más que un disgusto detrás de otro.
Carver se dirigió al escriba:
Y luego el contrato: Simon Carver, también conocido como Tao Fa, y Liang Lan Yin, también llamada Adeline Marie Liang, acuerdan contraer matrimonio el uno con el otro. Abuse de las frases solemnes, al estilo de la Dinastía Tang. Y ahora nos iremos y lo dejamos tranquilo; avísenos cuando haya terminado con el trabajo de pincel.
Chan asintió con simpatía.
Pero antes de dejarme solo, por favor déjenme una pequeña jarra de shao hsíng...
El teléfono sonaba y sonaba y sonaba.
Chung Li, ¿dónde está aparcado su coche?
En el aparcamiento de Contract, Portsmouth Square.
Carver respondió a la pregunta sin formular:
Kwan sabe dónde está su coche. Será mejor que lo cambie de sitio. Para Lan Yin será mejor que él crea que usted está fuera de la ciudad.
El señor Chan anunció que los escritos estaban listos.
Lan Yin firmó el poder en chino y en inglés. Después de fijar chop y el sello notarial, el señor Chan dijo:
El contrato está listo.
Mientras Lan Yin avanzaba hacia la mesa, Carver preguntó:
Hay algo que debe quedar claro. ¿Esta firma no nos une en matrimonio a mí y a ella?
No. Es un compromiso para casarse. Una vez que ella firme, queda sujeta al trato. Si se casa con algún otro, usted puede demandarla. Si usted se casa con alguna otra...
¡Estaría loco!
Pero ella no es su mujer, no antes de que...
Sé cómo va todo... reverenciar a los Inmortales, a los Cielos, a la Tierra y el uno al otro. Ella vierte una taza de vino y cada uno bebe la mitad.
Y –añadió el señor Chan–, ella se corta el flequillo para demostrar que es una matrona.
¿Y yo qué debo hacer? –preguntó Sally–. Como apoderada, ¿he de dejar también que me corten el flequillo?
Medió Chan, con un gesto, y las partes contratantes firmaron.
Ahora ustedes están comprometidos. Ninguno de los dos se puede casar con otro, a menos que el otro dé su aprobación. Mientras estampaba sellos y chop, añadió–: No, no me deben nada, pero pueden enviarme un presente.
Carver advirtió a Sally:
No quiero que mi línea dé señal de ocupado. Llama desde la cabina que hay bajando la calle para que envíen un taxi que os lleve a ti y al señor Chan a casa.
Cuando Sally y el escriba se marcharon, Carver dijo:
Chung Li, permítame sus llaves para llevar su coche al aparcamiento de St. Mary's.
Sacó del bolsillo de su chaqueta un papel doblado y se lo entregó a Lan Yin.
Suceda lo que suceda, no te apartes de él.
8
Carver y Kwan Tai Ching estaban frente a frente en el estudio del templo. Entre ellos había una mesa y, sobre ella, la caligrafía de Sam Chan, ahora montada sobre una tira de seda de color damasco. El encuentro no había sido tan tenso como ambos habían supuesto. Lo peor había pasado...
Pero aún no ha comenzado, no todavía, pensaba Carver mientras decía:
Me pregunto si tengo el mismo aspecto cansado de usted.
Esto no ha sido fácil –reconoció Kwan.
Tai Ching, ésta no es una declaración de guerra, pero tampoco es un tratado de paz. Estamos retomándolo desde donde lo habíamos dejado, para un mejor entendimiento. Por nosotros mismos, y por ellos.
Kwan espiró pausadamente.
Usted no facilita las cosas, Tao Fa.
Carver extendió el pergamino. Kwan dijo:
Lo sé. Sí. Ella firmó. Está el sello del notario. Estoy aquí para rogarle que no se case con ella.
¿El mismo espíritu que me guiaba a mí cuando usted y yo hablamos hasta llegar al punto muerto? No volvamos a empezar. Adelante, Tai Ching.
Ella firmó el contrato para escapar; era su única salida, exactamente lo que usted me dijo. Tres días, y no pude aceptarlo. Me cansé de llamarlo por teléfono, pero usted no estaba.
Carver suspiró.
Tenía mucho en qué pensar.
Le estoy rogando que no la obligue a respetar ese contrato. Hora tras hora... temía... que fuera demasiado tarde...
Ella y yo podríamos haber ido a Reno. Sin esperar, sin demora de tres días. Pero no lo hicimos.
¡Esa es la razón por la qué estoy aquí! No hubiera esperado ni tres minutos. ¡Tampoco Chung Li lo hubiera hecho! El que ustedes esperaran... hizo que alimentara una pequeña esperanza... de que usted me escuchara...
Carver no era ni pescador ni torero: pero había visto una enorme trucha agobiada por la lucha con una línea delgada como un cabello sobre una caña de pescar de cien gramos. Y el toro había de agotarse antes de que un hombre pudiera matarlo.
No quiero ofenderlo... ella se casará con usted para salir de una situación imposible... lo está utilizando como un medio para alcanzar un fin...
No me ofende, Tai Ching. Sé que ella no deja a Chung Li porque lo desee. Pero he de decirle algo: recuerde que yo le espié, la vi en su apartamento, donde no era posible que hubiera estado, ¡no en ese momento! Lo que vi era su sombra, su forma astral, lo que quiera que sea que pueda abandonar el cuerpo cuando el cuerpo duerme o está en trance... Yo lo vi... se lo dije... y ambos lo dimos por sentado, lo tomamos como algo natural. Ahora bien... ¿cómo podría yo ver lo invisible?
Tai Ching contuvo la respiración, se reclinó.
Carver continuo.
Usted estaba tan sumergido en su propio poder que fue incapaz de ver que yo poseía... bueno... percepción extrasensorial... ¡llámelo como quiera! Pero... yo vi lo que usted vio y que la mayoría de las personas no pueden ver.
Eso... eso jamás me sucedió a mi.
Sólo ha escuchado el principio. ¡Ahora escuchará el resto!
Se inclinó hacia adelante, mirándolo fijamente–. Ella y yo nos hemos introducido en el tiempo y el espacio juntos, a través del espejo de Ko Hung... vimos el funeral que hubo antes de la boda... Sea lo que fuere lo que nos ocurrió a ella y a mí, ¡Lan Yin y yo estuvimos más juntos de lo que podríamos haber estado de haber ido a Reno o a Carson City para una ceremonia rápida en el Sil–ver Queen y luego tres días en la cama! Aún seríamos extraños que deberían habituarse el uno al otro...
«Pero penetrar juntos en el tiempo y el espacio... ¡Separarse de ella no es tan fácil como usted piensa! –Luego, lentamente, muy lentamente, preguntó–: ¿Empieza a comprender lo que me está pidiendo que haga?
Kwan no tenía la respuesta.
No se trata de lo que yo quiera o no quiera hacer –continuó Carver–, se trata de lo que se pueda o no se pueda hacer. Separarnos a ella y a mí es algo así como separar a dos siameses, con la diferencia de que en este caso la cirugía es psíquica.
Carver agarró el contrato por la varilla enrollable con remates de jade.
El contrato que usted nos mostró pretendía unir a dos adolescentes después de su muerte Éste me une a mí a una mujer viva, que habla por sí misma y ante testigos. Mientras viva conmigo, usted no podrá dominarla. Soy un bárbaro... no tengo, como usted, cinco mil años de tradición... Carezco de la sensibilidad de los asiáticos. Usted dominaba a Lan Yin porque, a través de ella, también dominaba a Chung Li. Su poder se quebraría si intentara el mismo truco con ella y conmigo.
Si yo renunciara, renunciara cabalmente a ella, ¿la dejaría en libertad?
Estoy profundamente encariñado con Lan Yin. Tanto, que si supiera que usted iba a dejar de separarla de su propio cuerpo, le daría un beso de despedida y le desearía suerte, ¡y hablo en serio!
Kwan se puso de pie y, de pronto, su porte era majestuoso, Poderoso.
Quemaré esos escritos de hace mil años...
No, entrégueselos a ella. Entonces ella sabrá que usted nunca más va a ordenarle nada. Entréguele los escritos, y que sea ella quien decida quemarlos o conservarlos.
¿Dónde está ella ahora?
Lo conduciré hasta su puerta. –Carver enrolló el escrito de damasco en su varilla con puntas de jade y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.
Yo le daré a ella este contrato. Una liberación de usted, una liberación de mí.
Durante un largo momento se miraron. Kwan dijo:
Ninguno ha perdido, ninguno ha ganado, ninguno está derrotado.
Carver frunció el ceño con seriedad.
Usted pierde más de lo que yo sepa. Y yo pierdo más de lo que sabe usted.
Kwan le tendió la mano. Carver la aceptó.
Lan Yin –le dijo Carver– está en una casita de campo cerca de la desembocadura del Russian River, allí donde sale del pinar y encuentra el mar. Está con su hermano jurado, Chung Li.
Kwan tragó dos veces, absorbiendo aire cada vez.
Carver le enseñó el poder.
Ahora mismo, si Wong Mei Ling viniera al templo y reverenciáramos a los Inmortales, a las cuatro direcciones y todo el resto, y si ella y yo compartiéramos una taza de vino, Chung Li no tendría esposa. No por las normas chinas.
Kwan, mago taoísta, necesitaba más de un momento para digerir eso. Carver no le concedió tiempo.
Le he dado a su hermano un poder. Si está en la cama con mi prometida, está actuando por mí.
El parpadeo de Kwan se fue convirtiendo lentamente en unos ojos abiertos como una luna llena.
Ese es un razonamiento chino. Somos hermanos en la pena y en la pérdida. Ciertamente, usted ama a esa muchacha. Vayamos allí... si no es demasiado tarde...
Partieron; y se detuvieron en el apartamento de Kwan para recoger los documentos de familia... y una botella de shao hsing.
Después de pasar por el puente Golden Gate, Carver y Tai Ching siguieron el camino que bordeaba el océano desde muy arriba. La neblina era como un velo que ocultaba los acantilados enrojecidos por el sol, hasta eclipsar luego la luz del atardecer. Para cuando habían recorrido Bodega Bay, la llovizna se convirtió en una lluvia que mantenía ocupado el limpiaparabrisas. El agua inundaba la carretera en ráfagas producidas por los coches. Por último, después de una veintena de kilómetros con fuerte viento, Carver cruzó la desembocadura del río, dirigiéndose corriente arriba.
No estamos buscando un pueblo –comentó–. Sólo un grupo de casitas y cabañas. Un lugar que pertenece a uno de los amigos de Chung Li. Ella me telefoneó... me habló de esto... electricidad para las luces, gas en bombona para la cocina, leños caídos para la chimenea.
¡Perfecto, perfecto! Un tiempo horrible. El río levantando espuma por las rocas del canal... esta luz, casi mortecina... tremendo.
La vista sería mucho más tremenda a la luz del día –gruñó Carver–. Para mí no es más que otro camino escarpado, que se va empeorando a cada kilómetro. Si ustedes, los orientales, amantes de la naturaleza, se pasaran más tiempo detrás del volante, ¡comprenderían la realidad de la vida!
El coche se abría paso chapoteando. La cortina de lluvia entremezclada con el reflejo de los focos delanteros le impedía ver bien. Ya hacía un buen trecho que habían pasado el río cuando Carver comprendió que aquél era un cambio de dirección importante, no un desvío menor de la carretera.
Nos hemos pasado. ¿Ve alguna luz, por allá?
Sí, una o dos, cerca del río. Una entre los árboles, otra junto a la carretera, cuesta arriba.
¡Bien! Veamos dónde podemos dar la vuelta. Si nos salimos del arcén estamos perdidos porque no nos servirán ni los impermeables.
Una expresión muy florida –señaló Tai Ching–. No tenemos ni abrigos, ni impermeables.
¡Nadie como los chinos para apreciar el buen humor! Kwan parecía incapaz de comprender que las cosas se estaban poniendo difíciles. Recitó en chino y, en ocasiones, traducía las palabras al inglés. Carver pasó lo suyo mientras maldecía, giraba el volante, se contorneaba y culebreaba y batallaba.
Un viento sopla algodón del diablo, endulza la tienda,
una muchacha de Wu sirve vino, urgiéndome a compartirlo
con camaradas que han venido a despedirme...
Carver no pudo, no quiso, ignorar el estado de ánimo que le había suscitado el encuentro. Participó. «... Ve a preguntarle al río si puede viajar mas lejos que el amor de un amigo...»
¡Ah!, ¿lo conoce usted? –exclamó Tai Ching, con alegría–. Li Po...
Apenas unos minutos más, y usted y Chung Li estarán juntos nuevamente, otra vez los mismos viejos amigos...
Sí, y no. Saliendo de una casa de licores en Nan–King, pensando en Li Po, tengo buenas perspectivas en Taiwán. Estaba tratando de convencer a Lan Yin de que viniera conmigo... ahora, me marcharé en seguida, y solo.
Los versos de Li Po adquirieron más significado que nunca. Carver, conmovido por la tristeza que emanaba de toda la situación, repitió un fragmento:
«Le hablo al despedirlo...» ¡Maldición! ¡Ahora sí que la he hecho buena!
Había efectuado el giro en U en un punto tan traicionero como parecía: se había salido de la superficie dura, una rueda giró, salpicando barro. La otra permanecía inmóvil.
Tai Ching se hizo cargo.
Tao Fa, durante dos; tres días, o más, usted se ha estado preocupando por nosotros. Quédese aquí, yo encontraré la casa.
Carver se apartó del volante de modo que su pasajero pudiera salir sin tener que vadear la cuneta.
Chung Li puede traicionarnos
Gritó para superar el fuerte rumor del río. La luz de la luna se introducía por las fisuras de las negras nubes y alcanzaba la espuma allí donde el agua golpeaba contra las rocas que afloraban o contra los pilares. Un árbol caído tropezó, se soltó, volvió a ser arrastrado por la corriente. Los maderos muertos desfilaban flotando uno tras otro.
Coja la linterna eléctrica. Hay un indicador. Pone WAN FU en inglés y en chino. Oh, sí, un Chrysler blanco en un camino particular.
Tai Ching se fue andando por la carretera.
Carver apagó el motor y se estiró en el asiento posterior. La tormenta se iba alejando tierra adentro. Misión cumplida. Relajarse y descansar.
El regreso de Tai Ching sobresaltó a Carver. Se había quedado profundamente dormido.
Encontré Wan Fu y el Chrysler blanco, pero... no había luces. Ni se oían voces. Es posible que se estuvieran recuperando del ajetreo de la luna de miel. Mientras usted descansa, vigilaré. Veré cuando se encienden las luces.
De acuerdo... Estoy muy cansado... dejémosles... Sus palabras se confundieron en sus rostros y en lo que pensaban y no decían–...que se diviertan y jueguen... es seguro que se tomarán un tiempo... para tomar té... o respirar...
La tormenta se alejaba tierra adentro... la luna brillaba sobre los restos de oscuridad... no había ningún problema... Hasta que el clic de la cerradura lo despertó, Carver había estado en un estado intermedio entre el sueño y la vigilia.
Tai Ching estaba junto a la carretera, del lado del río. Por sobre el rugir de la corriente se escuchó un sonido crujiente, astillado. Tai Ching profirió una exclamación. Carver se sentó. Puso un pie sobre el pavimento y volvió a levantarlo. Se había olvidado de que se había quitado los zapatos.
Tai Ching corría. Le gritó algo en chino.
¿Qué diablos...? No hay luces encendidas...
Entonces Carver captó el mensaje. Algo que iba corriente abajo había puesto a Tai Ching al borde del pánico. Carver se puso los zapatos. Luchó con los cordones, abandonó el intento y salió.
Caminar con los zapatos a medio poner le costaba tiempo. Se ató los cordones y prosiguió la persecución.
Seguían sin verse luces. La luz de la luna se reflejaba como un espejo sobre el techo mojado. Saliendo del pavimento, Tai Ching se lanzaba directamente hacia la casita. A cada salto salpicaba agua. Se cayó de cabeza. Levantándose, profirió un grito. Se agachó, removió la tierra y arrojó algo. Una piedra se estrelló contra la casita de campo.
Carver, acercándose, empezó a comprender lo que Tai Ching había percibido desde el principio. Había un árbol flotante trabado contra los pilares que soportaban las dos terceras partes de la casa. Otras maderas flotantes más pequeñas se estaban acumulando. La espuma contorneaba la creciente franja de desechos. El hecho de que la tormenta estuviera desplazándose tierra adentro lo había tranquilizado... pero en la parte más estrecha del valle, corriente arriba, se estaba concentrando la lluvia. Volviendo a mirar, apenas percibió la espuma de la cresta, disparándose hacia el mar. Tai Ching arrojó otra piedra. El cristal se hizo añicos.
La casita se estaba doblando, se tambaleaba. Tai Ching chapoteó hasta el pórtico. Se tambaleó contra la puerta y entró en la oscuridad. Carver tropezó, enterrándose hasta las muñecas en el fango. Se arrodilló. Maltrecho, hizo vanos esfuerzos por volver a ponerse de pie.
Los muebles se venían abajo. El cristal se despedazaba. Las luces se encendieron. Carver se relajó. Todo estaba bajo control... O así lo creyó hasta que la cresta de la inundación se acercó aún más Logró ponerse. en pie, gritando mientras avanzaba con paso vacilante:
¡Tai Ching! Sal... sal de ahí...
Se cerró una puerta.
¡Chung Li! ¡Chung Li! –Se oyó el ruido de otra puerta que se cerraba–. Hermano, despiértate... una inundación... sal.
Tai Ching sabía lo que estaba haciendo. Lo sabía muchísimo mejor que Carver. Las luces se apagaron. Una pared de agua desprendió la casita de sus cimientos y se la llevó junto con su convoy de maderas flotantes hacia la corriente. En medio de la corriente, enfiló hacia el mar.
9
El agua, que le llegaba a Carver hasta la altura de la rodilla, lo empujaba, lo balanceaba, se le pegaba, hasta que al fin pudo acceder hasta el camino, para abrirse paso hasta la carretera.
¡O mi to fu! –murmuró jadeando–. Todos... los tres...
Aturdido, Carver se detuvo en la carretera, con el agua hasta los tobillos. La casita se meneaba ligeramente, como un corcho. Sus tejas de madera húmedas reflejaban la luz de la luna. En el techo no quedaba ni una sola mota negra. Sin esperanza, Carver había buscado algún superviviente. El río hacía una curva. Las protuberancias rocosas romperían la casita en pedazos antes de que llegara al mar.
Dudaba que la Guardia Costera llegara a encontrar a los tres. Confiaba en que no los hallara. Nostálgicos chinos, unidos a su tierra. Era mejor así. Centellearon los focos delanteros de un coche. Rociando agua, se detuvo un jeep. Se asomó el cañón de una escopeta. Carver levantó las manos. Un pasajero gritó:
¡Tao Fa! ¡Earl, está bien! Oh... ¿qué le ha sucedido?
Pensé que ustedes dos estaban en la casa. Vi la cresta de la inundación.
La escopeta volvió a su funda. Lan Yin, Chung Li y Earl, el conductor occidental, se le acercaron.
¡De modo que eso es lo que ha sucedido! Intentaba avisarnos. Vimos las luces –dijo Lan Yin, mientras los hombres se reunían junto a ella–. Nosotros bajamos...
Pensamos que había problemas –terció Earl–. Gamberros o saqueadores. Espero que se los haya llevado la corriente. Vale la pena perder una casa, ¡sólo para ahogar a un par de esas ratas!
Earl es nuestro vecino –dijo Lan–. Allá, subiendo la colina.
Un camino para jeeps –explicó Earl–. Bajé para recogerlos, ellos no podían conducir hasta arriba para tomar unas copas con nosotros. Luego empezó la lluvia... bonito lío. Su coche está completamente cubierto por el agua.
La casa se ha ido... –dijo Carver–, todo se ha ido. Earl, mi coche está subiendo por la carretera, con una rueda en el barro. Déme un empujón y podré salir con facilidad. Estos jóvenes que están en su luna de miel deben regresar a casa, para buscar algo de ropa. –Contempló a Lan Yin durante unos instantes. La Luna estaba blanca y redonda–. Vine aquí –le comentó a Earl– para darles algunas noticias.
El hombre del jeep contempló los dos rostros chinos, y también el de Carver.
En ese caso, lo haremos así, no hay problema. Será mejor que usted regrese por la costa. No se imagina cómo está de bloqueada la carretera, desde aquí hasta Gurneville... Qué diablos, este jeep es un todo terreno. No hay problema... ¡Subid, y os lo mostraré!
Sin más, Carver, Lan y Chung se pusieron en camino.
Tai Ching –dijo Carver– me pidió que te trajera los documentos de la familia Kwan. También su bendición, y tu libertad.
¡Lo ha hecho! ¡Es maravilloso!
Yo no hice nada. Fue el antiguo sentido de la amistad, el antiguo juramento. Tai Ching recitó los versos. Recitó un par de poemas. Algo crujió. Se rompió. Dijo que era hora de que también él se liberara. Tenía buenas perspectivas en Taiwán. Se marcharía en seguida. Bueno, lo hizo. Repentinamente.
Lan Yin respiró profundamente, en un prolongado suspiro.
Respetar la Antigua Tradición –dijo Chung Li– era mejor que enzarzarse en una lucha. Antes de que nos lleve a mi casa, detengámonos en el templo, para hacer una ofrenda de incienso.
Muy bien –Carver se mostró de acuerdo–. Tai Ching me dio una botella de vino para que la novia entibiara. El hornillo de ustedes ha ido a parar al río, así que el del templo servirá.
Contarles toda la historia, con más de la mitad de su atención concentrada en los giros de la carretera, habría sido más que inadecuado, pensó Carver. De modo que revivió los detalles, para fijarlos en su memoria... En el templo, encendieron nueve sahumerios. Hicieron tres reverencias. Entraron en el cuarto de uso común. Carver buscó el espejo de Ko Hung mientras Lan Yin calentaba el vino. Cuando ella trajo la jarra, él dijo:
Antes de beber, miremos en el espejo. No creo que necesitemos trazar el círculo, el pentágono y la estrella. Con nosotros tres, sentados juntos, será suficiente.
Le ofrezco una mano a cada uno. Miraremos en las tierras del espejo.
¿Es una ceremonia de agradecimiento a nuestro amigo ausente?
Sí, y en recuerdo del juramento que él recordó y honró. Esta vez no habrá música ni cánticos. El silencio será mejor.
Silencio. Un silencio tan absoluto que imbuía fuerza. Los sonidos del barrio chino eran lejanos, irreales, y no podían perturbar el silencio psíquico que los tres habían creado. A Carver le resultó fácil, más fácil que nunca, sentarse allí, en un estado en el que no estaba pensando ni no pensando. Su mente era como un viajero que, habiendo llegado a su destino, deja de caminar.
Por la lasitud, la fatiga, se balanceaba suavemente. De ese modo, en e] espejo algunas veces se veía a sí mismo, otras a Lan Yin, otras veces a Chung Li; porque la curvatura del metal bruñido derivaba de una geometría que Euclides jamás había conocido.
Al fin, el metal se empañó ligeramente. Los tres rostros se mezclaron y se convirtieron en un solo rostro compuesto... un porte profundo, ojos ardientes, cejas espesas, una majestuosa nariz... Tai Ching estaba frente a Carver y, seguramente, también frente a los otros... Los duros ojos se volvieron suaves y resplandecientes de afecto, con felicidad, la majestuosidad se desvaneció y cayeron todas las barreras.
A menudo Carver se había preguntado si en chino sería posible leer los labios, dado que el significado dependía tanto de los tonos como del contexto. Y luego escuchó, proveniente de aquella lejana época, la música funeraria y la música de la fiesta de compromiso, y la música de la boda... El espejo de Ko Hung proyectaba luz y sonido, y quién sabe qué otras sensaciones, si uno estuviera entrenado, se podrían percibir.
Tai Ching estaba hablando... Lan Yin sólo pudo emitir una exclamación; se quedó sin palabras.
Chung Li habló unas pocas palabras. Tartamudeó, volvió a hablar. Se inclinó tres veces, con esa reverencia geométricamente perfecta, en ángulo recto, como cuando uno se enfrenta al ataúd de un antepasado u otra persona venerable.
La imagen se difuminó, se desdibujó. El espejo resplandecía y Carver vio solamente su propio rostro hasta que, inclinándose un poco, vio a Chung Li, a quien las lágrimas le corrían por las mejillas. Los tres se miraron entre sí. Carver dijo:
Pensé que era él mismo quien debía decírselo. Ahora ustedes saben que él vino conmigo, para despedirse de ustedes. Quizá no les haya dicho que conocía el peligro mucho más claramente que yo. Que entró en la casa, buscándolos. Pensaba que ustedes estarían ebrios de alcohol, ebrios de besos, ebrios de luna de miel. No cabe narrar los salvajes juegos que pueden poner en práctica los amantes, y él los buscaba...
Chung Li, has perdido a un auténtico amigo. Ni una vez, durante aquellos momentos de búsqueda en una casa vacía, mientras yo forcejeaba con el lodo y tropezaba, un anciano chapoteando en el barro y en el agua, ni una vez llamó a Lan Yin. Hasta el fin, él gritaba: «Chung Li, despiértate... Hermano, ¡despiértate!»
Chung Li se inclinó en una reverencia.
Estoy feliz, pero no sorprendido.
Lan Yin miró a Carver a los ojos. Su mirada era cálida y amorosa, y la sonrisa de sus ojos se asentó en las comisuras de su boca. El tío Tao Fa había enterrado a Tai Ching para siempre.

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