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lunes, 8 de noviembre de 2010

Vida y Muerte -- Andrés Díaz Sánchez



Andrés Díaz Sánchez
Vida y Muerte




Krantor El Poderoso dominó a lo largo de su azarosa vida numerosos países. Conquistó gracias a su bravura y temeridad legendarias el corazón de incontables hombres y mujeres. Cuando sus ejércitos atacaban los enemigos huían o eran aplastados sin compasión. Él mismo, aunque estratega y emperador, avanzaba siempre a la vanguardia de sus huestes. Su espada hacía volar cabezas y se revolvía entre los adversarios con tales furia, valor y destreza que provocaba admiración en amigos y enemigos.
Fue también buen gobernante en la paz, implacable con los traidores, dadivoso con los justos y los honrados.
Su familia le amaba, su pueblo le quería, sus guerreros cabalgarían hasta el Infierno por él. Incluso los enemigos, en el fondo de sus corazones, le respetaban y envidiaban sin poder evitarlo, y por ello le aborrecían dos veces más y más aún se odiaban a si mismos.
El Imperio de Krantor El Poderoso se extendió como fuego sobre pasto seco. Nadie se atrevía a hacerle frente.
Así pues, en el seno de una prosperidad tan arduamente ganada, el Rey fue envejeciendo y las arrugas visitaron su rostro.
Sobrevivió a su amada esposa y a muchos de sus amigos y, con el transcurso de los años, llegó un momento en que alrededor suyo sólo encontraba desconocidos. Sus hijos le querían, mas no comprendían su forma de pensar; ellos habían nacido y sido criados en la paz, mientras que Krantor había forjado su carácter entre espadas, flechas y cadáveres.
Sintiéndose solo, los días pasaban largamente para el viejo rey. El hastío llenaba sus horas. Únicamente hallaba placer rememorando con dulce dolor las aventuras y gestas del pasado. Ahora ya nadie quería combatir, los jóvenes se dedicaban a la ciencia, la política o la
economía. La civilización extendía sus tentáculos y los aventureros comenzaban a extinguirse.
El anciano monarca, antaño poderoso, se había convertido en un anacronismo sin sentido. Todo le resultaba absurdo y vano. Ni siquiera podía confiar a nadie sus pensamientos, ya que todos sus viejos camaradas habían muerto tiempo ha.
Entonces, el mal llegó a Krantor. Los físicos de la Corte intentaron curarlo con sanguijuelas, ungüentos y reposo. Pero la corrupción se había engarfiado en su todavía fuerte cuerpo. A veces, experimentaba mareo y vomitaba sangre y hasta trozos de carne. Otras, los pies que antaño pisotearan reinos no podían sostenerle y se desplomaba miserablemente de rodillas.
El mal también corrompía su espíritu. Negras pesadillas pobla­ban sus noches. En tan febriles visiones los cadáveres se alzaban desde las tumbas y le pedían cuentas por todas las muertes que él había causado. Pero en la vigilia no había mejora, espesas depresiones aniquilaban su voluntad, hasta el punto de que el Imperio todo pensaba que Krantor iba a morir. Sus habitantes suspiraban por la suerte del anciano Señor y ya se preguntaban quién sería su nuevo amo...
Una noche especialmente tenebrosa, el Rey vio en sueños una calavera envuelta en un aura azulada. La testa espectral se expandía más allá de los límites del Tiempo y el Espacio. Abrió su quijada y rió profunda y burlonamente. Aquel sonido provocaba en Krantor una indeci­ble agonía.
Despertó, exhalando un ronco grito. Bañado en sudores, comprendió entonces que quien se le había aparecido en sueños era la mismísima Muerte, la Señora Parca, que se regocijaba contenta porque en días u horas le arrebataría el fresco hálito de la existencia.
Krantor saltó de la cama y paseó inquieto y angustiado por los solitarios y ve­tustos pasillos de palacio. Negras espadas hendían su alma. Contempló amargamente los cuadros de batallas, los escudos heráldicos, las espa­das que habían hecho posibles tantas gestas. El Rey sentía un espeso nudo en la garganta. De haber sido ésa su costumbre, habría llorado. Pero era duro de carácter y mostrar sus más íntimos sentimientos en público, incluso cuando él era todo el público que podía contemplarle, le resultaba impo­sible. ¡Sí aún tuviera enemigos contra quien batallar o una empre­sa arriesgada que llevar a término...!
Entonces, podría sentirse vivo y al menos gozar con intensidad del tiempo que le restaba hasta la muerte. Pero ya no quedaban adversarios y la guerra era un recuerdo turbulento del pasado.
Entonces, el viejo rey alzó su mirada. En ella chispeaba un fuego que él creía extinto. Había tenido una visión.
-Si no tengo enemigos y la Muerte me consume poco a poco...
musitó, para alzar la voz en un bravo juramento:- ¡Lucharé contra la misma Parca, ella será mi rival! ¡Y la venceré!
Exhaló una brutal y loca carcajada, impropia de un anciano.
Tal sonido reverberó entre las columnas de mármol y los muros de roca, despertando a los sirvientes y alarmando a la guardia.
Todos ellos descubrieron al Rey vistiendo su mejor armadura, pertrechado con la espada más afilada, el escudo más resistente y el más fiero hacha y se cubrió la cabeza con un pesado yelmo. Bajó a las caballerizas reales y ensilló al mejor caballo de combate, un macho
negro como el azabache y cuyo nombre era Tormenta.
Intentaron persuadirle para que volviera a sus aposentos, pero les apartó con rudeza. Todos temieron el fuego de su mirada.
Krantor había recuperado el vigor de otros tiempos.
Montó en el magnífico Tormenta y se dirigió a sus súbditos con voz de trueno:
-¡Apartaos! ¡Debo librar la más dura batalla de mi vida!
¡Pelearé contra la misma Muerte y triunfaré!
Los presentes menearon sus cabezas, incrédulos, pensando que el monarca sufría locura senil.
Pero lanzó otra carcajada demoníaca. Entonces, el mal se cebó en él, haciéndole vomitar sangre en un negro chorro. La debilidad casi lo arrojó del caballo, pero él endureció el mentón y resistió sobre la silla, sonriendo malignamente.
-Tormenta, la Muerte nos teme -dijo al fiel caballo-. Me ataca con todas sus fuerzas ahora que le he declarado la guerra. ¡Mas no me conoce si cree que voy a abandonar! ¡Adelante, amigo!
El noble bruto relinchó salvajemente, pues amaba profundamente a su señor. Después, echó a cabalgar.
Jinete y caballo salieron del castillo y atravesaron las calles de la capital imperial, provocando el asombro de los soñolientos ciudadanos.
Al salir a terreno abierto, Krantor descubrió que su propia caba­llería, más de treinta mil guerreros, le seguía los pasos.
-¡Míralos, Tormenta! -susurró el rey- Quieren devolverme a mi castillo, a mi cama, a los tratamientos de los físicos. ¡Corre, fiel amigo, galopa como el viento huracanado! ¡No permitas que nos atrapen!
El caballo aumentó su velocidad. Un furor salvaje, el espíritu de la vida, que también había poseído al animal, dio alas a los cascos. Su marcha se tornó tan rápida que el mundo alrededor de ellos dos devino un jirón confuso y multicolor. El rey su corcel se perdieron definitivamente de la vista de sus perseguidores.
Ya lejano el peligro, Krantor frenó a Tormenta y ambos descansaron en un fresco bosque. El rey cazó con su lanza. Después, co­mió la presa, un fuerte y joven venado, crudo. Aquel tosco manjar le satisfi­zo mil veces más que las exquisitas viandas de palacio.
Continuaron su imparable camino, siempre hacia Oriente, atrave­sando el Imperio y saliendo, por fin, de sus límites.
Surcaban ahora tierras desconocidas: estepas nevadas, praderas frescas y brillantes, pasos montañosos de arisca roca y un sinfín más de parajes libres, bellos, salvajes.
Peleó contra bandidos y asaltadores, vencién­dolos una y otra, ora gracias a la fuerza, ora a la astucia.
Mas a quien no podía derrotar era al Mal de la Muerte, que se cebaba en él con crueldad inusitada; entonces, el rey sentía sus ojos ciegos, de ellos caían sangre y mucosidades; las arcadas doblaban su cuerpo brutalmente, temblaba y sufría incluso espasmos y horrendas jaquecas le impedían pensar con claridad.
Durante tales estados Tormenta acariciaba con el hocico el ajado rostro y, a pesar del dolor, Krantor sonreía desafiante. Y decía:
-Mi buen Tormenta, la Muerte trata de aniquilarme por completo, mas yo resistiré. Mi cuerpo está maltrecho, sus golpes hacen retemblar todo mi ser... ¡Pero al final, yo venceré!
Tanta era su obstinación que en los momentos de mayor debili­dad lograba alzar su espada y golpear a los fantasmas del aire, aquellos espectros invisibles, servidores de la Muerte, que robaban el vigor a los fuertes. Así lo hacía hasta que caía al suelo sin sentido.
Cuando despertaba, notaba su cuerpo débil y maltrecho. Pero montaba sobre Tormenta, incapaz de rendirse.
No se detenía en aldeas o burgos. Los observaba a distancia con el ceño fruncido.
-Mi trato con los humanos ya ha pasado -solía murmurar a Tormen­ta, su único amigo-. Ahora me enfrento a enemigos más poderosos.
Y reía, poseído por la alegre locura de la que nada saben los hombres cabales.
Un día, se hallaba sobre una rompiente de rocas, observando al mar agitado destrozarse contra los colosos pétreos. El aire fresco y cargado de salitre golpeaba su rostro y nubecillas de brillan­te espuma salpicaban sus botas. Krantor había quedado embelesado, mientras contemplaban el infinito mar, dejando que los recuerdos fluyeran y trazaran dulces heridas sobre la piel del alma.
Entonces, el mal se fue. Inesperadamente, Krantor lo sintió salir de su cuerpo como un humor espeso e invisible, un gordo gusano húmedo exhalado por los poros de su piel.
Ahora volvía a experimentar la plenitud de la carne sana. La ceguera, los dolores, las jaquecas y las náuseas habían desaparecido. El rey cerró su puño y sintió la bendita potencia de músculos y tendones robustos y ágiles, el rápido fluir de la san­gre, la respiración profunda y la visión clara.
Sonrió, pensativo y triunfal.
-He ganado la primera batalla. He logrado que retroceda el enemigo. Pero la guerra sólo terminará cuando lo haya vencido definitivamente.
El caballo lo miró con sus negrísimos e inteligentes ojos.
Tal vez comprendiera o no la locura o la agudeza del rey. De cualquier modo, en ellos brillaban el cariño y la lealtad.
Continuaron camino, un viaje hacia ninguna parte.
Llegaron a un gigantesco y triste erial. En él no había vida, excepto ellos dos: ni siquiera las moscas o los gusanos se aventuraban en aquel reino, el Imperio de la Muerte.
Krantor desmontó. El silencio se espesaba sobre los sonidos de roces y pisadas como una serpiente aplastando lentamente a su presa.
Tal pesadez re­sultaba terrible, por momentos intolerable.
Krantor desenvainó su espada y enarboló en la otra mano el hacha de batalla. Alzó las dos armas hacia el cielo y su voz tronó:
-¡Yo, Krantor El Poderoso, te injurio a ti, Muerte, con la Maldición de la Vida! ¡Estoy poseído por el Espíritu de la Vida y te reto a luchar noblemente y sin piedad!
El silencio continuó durante unos minutos.
Entonces, se escuchó sobre el Universo una bestial carcajada y una voz maligna y antigua:
¿Quién eres tú, hombrecillo, que osa retarme a mí, que soy Aquélla a quien nadie puede escapar, la mayor fuerza del Cosmos?” Tormenta a punto estuvo de caer en la histeria. Se revolvía y relinchaba, aterrorizado. Mas continuó en su sitio. Krantor descubrió, recortada contra las sombras, una figura en pie. Era alta y delgada.
Vestía túnica rasposa y oscu­ra que la cubría desde la cabeza a los pies. La capucha estaba alzada y al observar la negrura de su interior Krantor experimentó crudo vértigo, como si se tambaleara al borde de insondables abismos. Tuvo que desviar su mirada y concentrarla en un
punto bajo el cuello del ser. De las amplias mangas surgían dos ma­nos de hueso desnudo que sujetaban el asta de una larga guadaña.
-¡Al fin has salido a recibirme! -exclamó Krantor, sacando fuerzas del puro miedo.
-Te lo aseguro, hombrecillo: sufrirás el más terrible fin que jamás ser inteligente alguno haya podido imaginar. Rebasarás um­brales de agonía más allá de toda comprensión. Concentraré mi inconmensurable crueldad en un tormento inacabable, y cuando me supliques a gritos el sueño eterno, afilaré el dolor hasta volverlo delirante, enloquecedor.
Krantor, de pronto, experimentó una tremenda debilidad. Al fin y al cabo, aunque él era un rey poderoso, sólo se trataba de un humano, peleando contra Aquélla que había hecho doblar la rodi­lla a todos los vivos sin excepción.
Pero sintió el salvaje fluir de la sangre en sus arterias y el violento galopar de su corazón. Su rostro se contorsionó, iracundo.
-¡Tú eres la Muerte, pero yo la Vida! ¡Tú permaneces, te mantienes inmóvil, pero yo vuelo y me elevo sobre las nubes oscuras! ¡No soy yo quien te reta, sino la Vida misma, y sin vida eres menos que nada!
La Muerte guardó silencio, como rumiando aquellas pala­bras.
Alzó una de sus cadavéricas manos y el suelo entre Krantor y Ella se abrió súbitamente, provocando un estruendo ensordecedor.
El rey se tambaleó. Tormenta relinchó, víctima del pánico.
Pero no sólo los humanos pueden realizar gestos heroicos: permaneció junto a su amo.
Por la grieta surgieron Pesadillas. No tenían otro nombre.
Eran los miedos agazapados en el fondo de la mente humana, convertidos en materia sólida. Surgieron de la grieta en legión, como una enjambre de insectos gigantes. Eran el mal, el mal puro. Los había de todas las formas, algunas capaces de quebrar la cordura del más se­reno. Los
Miedos Humanos, transmutados en músculos, carne, patas, seudópodos, ojos, colmillos y pelo, cerraron contra Krantor.
El rey se sintió a punto de desfallecer, el horror que supuraba tanta alimaña le golpeaba en el rostro como un puño de hiero.
Pero, sin explicarse cómo, afirmó las piernas en el suelo quebrado y abierto en múltiples grietas, alzó el hacha y la espada y golpeó sin piedad.
El glorioso metal hendió la carne y el hueso. Había que luchar y matar. Era un trabajo que Krantor conocía bien. Se abandonó a la batalla, como un guerrero joven y deseoso de honores. De nuevo experimentaba aquella loca euforia, como en épocas lejanas, cuando los días y las noches transcurrían nebulosamente entre lucha y lucha.
Empujaba, rajaba, pinchaba, aplastaba. Ellos eran muchos, pero una vez se les hacía frente, sin miedo, resultaba fácil vencerlos.
Al poco, el rey se halló rodeado de cadáveres informes, salpica­do de sangre multicolor, temblando el hacha y la espada entre sus fuertes dedos. Los Miedos Humanos habían retrocedido, asustados ellos mismos por el ímpetu y el salvajismo de su oponente.
La Muerte alzó de nuevo su mano y las criaturas volvieron a las entrañas del mundo. Las heridas de la tierra cerraron y cicatrizaron velozmente. Los labios de la gigantesca grieta fueron unidos y se transformaron en simple y llano erial.
-¿Y bien, Muerte? -rugió Krantor, con ojos desorbitados- ¡Ya he vencido a tus primeras huestes!
-Poco has hecho, hombrecillo -contestó la Parca-. Ahora te enfrentarás a tus semejantes.
Krantor notó que el suelo bajo él temblaba. Se apartó de un salto. De allá donde apoyara los pies surgió una cabeza macilenta, plagada de diminutos y reptantes carroñeros. Tras la testa surgió el resto del cuerpo, humano, pero decrépito, surcado por jirones y abierto en decenas de agujeros. Tal ser llegaba precedido por un hedor insoportable, el olor de la putre­facción. Era un cadáver, un muerto viviente regurgitado desde los intestinos del mundo por su Señora la Muerte. El muerto miró a Krantor, que se hallaba traspuesto a causa del horror, y sonrió malignamente, abriendo las quijadas ahítas de tierra.
-Míralos -ordenó la Muerte-. Son mis hijos, mis retoños, pero también tus semejantes, aquéllo en lo que sin duda te convertirás cuando ponga mi fría mano sobre tu nuca. Conócelos mejor. Intima con tus congéneres.
Por todo el erial surgían los cadáveres, como obscenos vegetales creciendo y desarrollándose a un ritmo anormal. Pronto Krantor se halló rodeado de cientos de muertos redivivos. El rey retrocedió, intentando ven­cer el alucinante horror. Su mente se convertía en agua mientras contemplaba a los niños, las mujeres, los hombres y los ancianos espectrales que se le acercaban mugiendo triste, estúpidamente.
Había allí soldados, sacerdotes, damas de alcurnia, mendigos, reyes, campesinos, comerciantes, prostitutas, caballeros, mercenarios,...
To­dos por igual habían muerto y ahora nacían de nuevo, impulsados por un malsano y tosco instinto, imbuido por La Parca.
Tormenta relinchaba agudamente junto a Krantor. El animal se alzaba sobre sus patas traseras y se revolvía, aterrorizado. El rey, ejecutando, un su­premo esfuerzo de voluntad, atravesó la barrera del miedo y car­gó contra los cadáveres animados.
De nuevo el hacha y la espada hacían volar miembros y cabezas, mas esta vez los enemigos no sucumbían, pues ya estaban muer­tos. Desmembrados, tullidos, decapitados, andaban o se arrastraban en su busca. El filo de las armas se manchó de tierra, gusano y sangre estancada. Aquél no era un combate honorable ni limpio. Krantor a duras penas reprimió un sollozo cuando hubo de partir a un niño espectral.
También, contra su costumbre, debía aniquilar a mujeres y ancianos. Sin embargo, procuraba pensar que aquellos seres ya habían fallecido, horas, meses o años antes de caer bajo sus armas.
Cuando ya el cerco se estrechaba peligrosamente, los cadáveres se detuvieron y separaron de él, rodeándolo. Sumidos en escalofriante silencio, se abrieron para dejar pasar a un compañero más.
Krantor vio llegar a su esposa, a su dulce mujer, fallecida años ha por culpa de unas fiebres malignas. No era como el resto, se presentaba tan bella y resplandeciente como el día que la desposó. Los rizos de oro caían sobre su rostro sereno y angelical.
-Esposo mío, únete a mí. Bebe la miel de mi boca y permite a tu cansada frente yacer en mi regazo.
Krantor se sintió de pronto exhausto. También ridículo y viejo. Al fin y al cabo, ¿qué era él? Sólo un hombre. Y el destino de todo hombre era la muerte. Libraba una batalla sin sentido, ahora lo comprendía. Deseó reposar entre los brazos de su esposa, añoraba sus cuidados, su amor, hacía demasiado tiempo desde que desapareció de su vida y el dolor de su pérdida había llena­do los últimos años con un negro peso. A lo largo de su azarosa existencia conoció a muchas, pero ella fue su favorita.
Tiró la espada y el hacha y recibió el abrazo. Acarició el suave cabello ensortijado. Los labios de su reina se entreabrieron para entregarle un largo y cálido beso.
Entonces, algo gritó dentro de su mente, algo a miles de leguas de distancia y al mismo tiempo tan cercano que parecía a punto de hacer reventar su cráneo. Aquéllo era el instinto de la supervivencia, que siempre lo había avisado cuando el peligro arreciaba. Al contrario que otros, él nunca lo tomó a la ligera.
Los labios del rey no llegaron a tocar a su esposa. Se­paró su cabeza de ella.
-¡Bésame! -ahora, aquella dulce voz se ha­bía tornado un crujido de piedra sobre piedra- ¡Abrázame, esposo mío!.
Krantor abrió sus ojos y contempló el pútrido cadáver de su mujer deshacerse entre sus brazos como lluvia de ceniza, gusa­nos y tierra.
Retrocedió, espantado, y escuchó un alegre y maligno tronar.
Miró a la Muerte con amarga ira. Los cadáveres habían desaparecido y en el sombrío erial La Parca reía con voz cascada, profunda como las simas oceánicas.
-¡Estúpido! ¿Ves a lo que te ha llevado tu insensato juego?
Dolor en tus ojos, éso es lo que descubro. ¡Sólo un inútil sufrimiento!
-No... -musitó Krantor, confuso.
-¿Te consideras el paladín de la Vida? -continuó La Segadora- ¡Yo te enseñaré qué es la vida!
Krantor mantenía los ojos abiertos, y ante ellos el yermo campo desapareció y contempló animales y seres humanos heridos, sufrimiento físico y espiritual, miseria y desesperanza por doquier. Se hundía en un océano de lágrimas amargas. Divisó a los hombres batallando y muriendo, hermano contra hermano, padre contra hijo, amigo contra amigo, palpó su odio, descubrió la codicia y la lujuria que pervertían al inocente, el engaño que destruía la ilusión, la corrupción espi­ritual, el amargo desamor, las hirientes traiciones... Vio seres afanándose por continuar en pie un día, una hora, un segundo más,
resistiendo y aguantando el peso de su propia infelicidad y resultando, al fin, aplastados sin piedad. Asistió a penosos espectáculos, como el del joven idealista cuyos sueños languidecían y acababan por desintegrarse en un mar de cinismo, a medida que la realidad aplastaba sus convicciones. También lo observó envejecer y ambicionar más dinero y poder. De igual modo, la muchacha dulce, risueña y amorosa se convertía, al final de su vida, en una arpía envidiosa de las mocitas que po­seían lo que en ella se había secado y curtido. Rabia, cólera, desengaño, resignación... Incontables seres que caminaban arrastrando los pies, caían y se levantaban de nuevo, sobre una rueda sin principio ni fin, sufriendo una existencia implacable, hasta que caían desde el borde al eterno abismo.
¡Esto es la vida! -la voz de la Muerte acompañaba a todas aquellas imágenes- Dolor, agonía, desencantos... Una alegría aplastada por mil tristezas y rencores. Pero yo soy quien acaba con esta locura.
Mi mano trae el descanso y la placidez que tú, viejo débil y senil, deseas, te atreves a rehusar.
Eres el Campeón de la Vida. Pues entonces, experimenta lo que la vida es,... ¡siento el dolor de vivir!
Y el sufrimiento atravesó, arrasó y dominó a Krantor. La agonía física y espiritual de los seres aferrados a la vida se concen­tró en él. Gritó. Estaba ciego, en el paroxismo del malestar.
Aquéllo resultaba insoportable, pero la Muerte no le per­mitía morir.
Por el contrario, le mantenía plenamente consciente.
Tras una espantosa infinitud, las garras de La Parca solta­ron su torturado espíritu. El rey se desplomó en la tierra, medio loco, jadeante, farfullando ininteligibles sonidos. Sollozaba, como un niño desamparado.
Por contra, la Muerte, ante a él, emitía burlonas y eufóricas carcajadas.
-Hombrecito, ya has experimentado en qué consiste realmente la vida. ¿Te ha gustado la experiencia? ¿Sigues dispuesto a continuar tu patéti­ca existencia cuando has descubierto lo que verdaderamente entraña?
Un atisbo de voluntad quedaba en Krantor, y a él se agarraba el rey, como un náufrago a la tabla. Buscaba razones, buscaba el porqué.
Pero ya no podía encontrar las suficientes fuerzas como para seguir batallando.
De rodillas, derrotado e impotente, concentró su mirada angustiada en el negro suelo del erial. Y entonces descubrió algo brillante que surgía de la yerma tierra. Lo miro con atención y comenzó a reír estruen­dosamente.
La Muerte cesó sus carcajadas. Lo que Krantor había descubierto era un simple trébol, un trébol de cuatro hojas, brillante, verde y fresco. También La Parca percibió aquella excepción en su seco y oscuro reino.
-¡Esto es la vida! -bramó Krantor- ¡Oponerse a la muerte!
Luchar contra ella segundo a segundo, como este ser que ha nacido donde nada debería crecer! ¡Ha surgido de nuestra lucha, y constituye mi victoria y tu derrota!
Puedes hablar hasta el fin del mundo, Muerte. Puedes dar incontables razones sobre la conveniencia de morir, de abandonar la vida. Pero la vida no exige ni precisa motivos. La vida surge. No tiene un porqué, ella misma es fuerza pura, derrochadora y rebosante.
La muerte es debilidad, la vida es el Poder, el Poder de resistir, luchar... ¡y ganar!
Aquellas palabras llenaban la mente de Krantor. Sentía fuego en todo su ser. Agarró el hacha que había sol­tado y lo lanzó contra La Parca.
La Segadora desapareció y el hacha pasó allá donde se alzara su triste figura y chocó contra la tierra.
La Parca había huido. Krantor venció al fin.
Una majestuosa paz le invadía al hombre. De pronto, la inmortali­dad corrió a través de su arterias. Llegó hasta el fiel Tormenta y montó. El caballo relinchó, contento. Su dueño le palmeó el robusto cuello.
-¡Vámonos, amigo! -exclamó Krantor el Poderoso- ¡Aún nos queda mucho por vivir!
El caballo echó a trotar y los dos se alejaron, entre nubes de polvo y tierra, abandonando el negro y yerto erial.


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