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miércoles, 14 de marzo de 2012

HINDUISMO







HINDUISMO
Ananda K. Coomaraswamy
Museum of Fine Arts, Boston




CONTENIDO




HINDUISMO


                           

HINDUISMO


                «Ninguna enseñanza valdrá, sino sólo ser»
Jacob Boehme, De incarnationi Verbi, I.4.19.

                «Las Sagradas Escrituras declaran por todas partes que el hombre debe vaciarse de sí mismo. Cuando estás libre de ti mismo, entonces eres auto-controlado, y auto-controlado eres auto-poseído, y auto-poseído eres poseído de Dios y todo lo que Él ha hecho»
Meister Eckhart, Franz Pfeiffer, p. 598.

                «El que se conoce a sí mismo, conoce a su Señor con una unificación que transciende toda co-asociación»
Najmu‘dd´n Kutra (R. A. Nicholson, Notes on Mathnaw´ I.1958-9).

                «¿En qué punto no olvidarás a Dios?. Siempre que no te olvides de ti mismo; pues al recordar tu propia nada respecto de todo, recordarás también la trascendencia de Dios respecto de todo»
Filón, De Sacrificiis Abelis et Caini, 5.5.

                «Todas las sagradas escrituras que tienen la indagación del Sí mismo como objeto declaran: la aniquilación de la postulación-de-yo implica la Liberación».
êr´ Ramana Maharsi (ca. 1907), en Heinrich Zimmer, Der Weg zum Selbst, p. 199, 1954.

                «Pues conviene a la mente que quiera dejarse y liberarse, retirarse de la influencia de todo,… y finalmente de sí misma».
Filón, Legum Allegoriarum III.41

            «¿Qué es uno mismo?. Razón».
            «¿Qué es este sí mismo?. – La razón».
                                                      Marcus Aurelius 8.40

Introducción


El brahmanismo o hinduismo* no es sólo la más antigua de las religiones de misterios, o más bien de las disciplinas metafísicas, de las que tenemos un conocimiento pleno y preciso proveniente de fuentes literarias, y, en lo que concierne a los últimos dos mil años, también de documentos iconográficos, sino, quizás, también la única de éstas que ha sobrevivido con una tradición íntegra, y que es vivida y comprendida en el presente día por muchos millones de hombres, de quienes, algunos son campesinos, y otros hombres instruidos bien capaces de explicar su fe, tanto en lenguas europeas como en sus propias lenguas. Sin embargo, y aunque las escrituras y prácticas antiguas y recientes del hinduismo han sido examinadas por eruditos europeos durante más de un siglo, apenas sería una exageración decir que podría darse una estimación fiel del hinduismo en la forma de una negación categórica de la mayor parte de las afirmaciones que se han hecho a su respecto, tanto por los eruditos europeos como por los eruditos indios educados en nuestros modos modernos de pensamiento escéptico y evolucionista[1].

Por ejemplo, se podría comenzar observando que la doctrina védica no es ni panteísta[2] ni politeísta, ni un culto de los poderes de la Naturaleza, excepto en el sentido en que Natura naturans est Deus y todos sus poderes son sólo los nombres de los actos de Dios; que karma no es «fatum», excepto en el sentido ortodoxo del carácter y el destino que es inherente a las cosas creadas mismas, y que, comprendido rectamente, determina su vocación[3]; que mŒyŒ no es «ilusión», sino más bien la medida y los medios maternales esenciales a la manifestación de un mundo de apariencias cuantitativo**, y en este sentido «material», por el que nosotros podemos ser iluminados o engañados según el grado de nuestra propia madurez; que la noción de una «reencarnación», en el sentido popular del retorno de los individuos fallecidos a un renacimiento en esta tierra, sólo representa una incomprensión de las doctrinas de la herencia, la transmigración y la regeneración; y que los seis dar§anas de la «filosofía» sánscrita posterior no son otros tantos «sistemas» mutuamente exclusivos sino, como su nombre mismo implica, otros tantos «puntos de vista» que no son más mutuamente contradictorios que, digamos, la botánica y las matemáticas. También negaremos la existencia en el hinduismo de algo único y peculiar a él mismo, aparte del color local y de las adaptaciones sociales que deben esperarse bajo el sol, donde nada puede conocerse excepto en el modo del conocedor. La tradición india es una de las formas de la Philosophia Perennis, y como tal, encarna esas verdades universales de las que ningún pueblo o edad puede pretender la exclusiva. Por consiguiente, el hindú acepta de buena gana que otros hagan uso de sus propias escrituras, como «pruebas extrínsecas y probables» de la verdad como ellos también la conocen. Además, el hindú argumentaría que un verdadero acuerdo entre culturas diferentes sólo puede efectuarse sobre estas alturas.

Intentaremos exponer ahora los fundamentos positivamente: sin embargo, no como esto se hace usualmente, de acuerdo con el «método histórico»[4], que obscurece la realidad más que la ilumina, sino desde un punto de vista estrictamente ortodoxo, tanto en lo que concierne a los principios como a su aplicación; procuraremos hablar con precisión matemática, pero sin emplear nunca nuestras propias palabras[5], y sin hacer nunca afirmaciones para las que no pueda citarse una autoridad por capítulo y versículo; al trabajar de esta manera haremos nuestra técnica característicamente india.

No podemos intentar un examen de la literatura religiosa, puesto que esto equivaldría a una historia literaria de la India, historia literaria en la que no podemos decir donde acaba lo que es sagrado y donde comienza lo que es secular, y en la que incluso los cantos de los bardos y de los hombres de escena son los himnos de los Fieles de Amor. Nuestras fuentes literarias comienzan en el Rigveda (1.200 o más a. C.), y acaban sólo con los más recientes tratados teológicos Vai·öavas, êaivas y Tántricos. Sin embargo, debemos mencionar especialmente la Bhagavad G´tŒ [6], probablemente como la obra más importante producida nunca en la India; este libro de dieciocho capítulos no es, como a veces se ha llamado, una obra «sectaria», sino una obra que se estudia universalmente y que a menudo se repite de memoria a diario por millones de indios de todas las persuasiones; puede describirse como un compendio de toda la doctrina védica que se encuentra en los antiguos Vedas, BrŒhmaöas y Upani·ads; y debido a que es la base de todos los desarrollos posteriores, puede considerarse como el foco de toda la religión india. A esto debemos agregar que los seudo-históricos Krishna y Arjuna han de identificarse con los míticos Agni e Indra.

 

El Mito



Como la Revelación (§ruti) misma, debemos comenzar con el Mito (itihŒsa), la verdad penúltima, de la que toda la experiencia es el reflejo temporal. La narrativa mítica es de una validez atemporal y aespacial, es verdadera ahora-siempre[7] y por todas partes: de la misma manera que, en el cristianismo, «En el comienzo Dios creó» y «A través de él todas las cosas fueron hechas», independientemente de los milenios acontecidos entre las palabras fechables, equivale a decir que la creación tuvo lugar en el nacimiento eterno de Cristo. «En el comienzo» (agre), o más bien «en la sumidad», significa «en la causa primera»: de la misma manera que, en nuestros mitos, contados todavía hoy, «Hubo una vez un tiempo» no significa sólo «una vez», sino «una vez que es siempre»[8]. El mito no es una «invención poética», en el sentido que estas palabras entrañan ahora: por otra parte, y debido a su universalidad, puede contarse, y con igual autoridad, desde muchos puntos de vista diferentes.

En este comienzo sempiterno hay sólo la Identidad Suprema de «Ese Uno» (tad ekam)[9], sin diferenciación entre el ser y el no ser, entre la luz y la obscuridad, o sin separación entre el cielo y la tierra. El Todo está encerrado ahora en el principio primero, del cual puede hablarse como la Persona, el Progenitor, la Montaña, el Árbol, el Dragón o la Serpiente sin fin. Emparentado a este principio por filiación o hermandad menor, y alter ego más bien que otro principio, está el Matador del Dragón, nacido para suplantar al Padre y tomar posesión del reino, distribuyendo sus tesoros a sus secuaces[10]. Pues si tiene que haber un mundo, la prisión debe ser destruida y sus potencialidades liberadas. Esto puede hacerse de acuerdo con la voluntad del Padre o contra su voluntad; él puede «elegir la muerte por amor de sus hijos»[11], o puede ser que los Dioses le impongan la pasión, haciendo de él su víctima sacrificial[12]. Estas no son doctrinas contradictorias, sino maneras diferentes de contar una y la misma historia; en realidad, el Matador y el Dragón, el sacrificador y la víctima son un único junto sin dualidad detrás de la escena, donde no hay ninguna incompatibilidad de contrarios, pero son enemigos mortales en el escenario, donde tiene lugar la guerra sempiterna de los Dioses[13] y los Titanes. En cualquier caso, el Padre-Dragón permanece siempre un Pleroma, no más amenguado por lo que exhala que acrecentado por lo que inhala. Él es la Muerte, de quien depende[14] nuestra vida; y a la pregunta «¿Es la Muerte uno, o muchos?», se responde que «Él es Uno como es allí, pero muchos como es en sus hijos aquí»[15]. El Matador del Dragón es ya nuestro Amigo; pero el Dragón debe ser pacificado y hecho un amigo[16].

La pasión es a la vez una exhaustión y un desmembramiento. La Serpiente sin fin (speirama ai¯nos, espira de eternidad), que mientras era una única Abundancia permanecía invencible[17], es disjuntada y desmembrada como un árbol que se tala y se corta en troncos[18]. Pues el Dragón, como descubriremos ahora, es también el Árbol del Mundo, y es igualmente una alusión a la «madera» de la que el Carpintero[19] hace efectivamente el mundo. El Fuego de la Vida y el Agua de la Vida (Agni y Soma, lo Seco y lo Húmedo, êB. I.6.3.23), todos los Dioses, todos los seres, las ciencias y los bienes están constreñidos por la Pitón, que, como «Apresador» (Namuci), no les dejará salir hasta que se le hiera y se la haga abrir la boca y resollar[20]: y de este Gran Ser, como de un fuego apagado que aún humea, se exhalan las Escrituras, el Sacrificio, estos mundos y todos los seres[21]; dejándole exhausto de sus contenidos y como una piel vacía[22]. De la misma manera el Progenitor, cuando ha emanado a sus hijos, está vaciado de todas sus posibilidades de manifestación finita, y cae desencordado[23], vencido por la Muerte[24], aunque sobrevive a esta aflicción[25]. Ahora las posiciones están invertidas, pues el Dragón Ígneo no puede y no podrá ser destruido, sino que entrará en el Héroe, a cuya pregunta «¿Qué, quieres consumirme?», responde «Más bien voy a encenderte (a despertarte, a vivificarte), para que comas»[26]. El Progenitor, cuyos hijos emanados son por así decir como piedras dormidas e inanimadas, reflexiona «Entre yo en ellos, para despertarlos»[27]; pero mientras es uno, no puede hacerlo, y por consiguiente se divide a sí mismo en los poderes de percepción y de consumición, extendiendo estos poderes desde su guarida oculta en la «caverna» del corazón a través de las puertas de los sentidos hasta sus objetos, pensando «Coma yo de estos objetos»; de esta manera, «nuestros» cuerpos son levantados en posesión de consciencia, siendo él su movedor[28]. Y puesto que los Distintos Dioses o Medidas del Fuego, en los que está así dividido, son «nuestras» energías y poderes, ello equivale a decir que «los Dioses entraron en el hombre, que hicieron del mortal su casa»[29]. Su naturaleza pasible ha devenido ahora la «nuestra»: y desde este predicamento Él no puede recogerse o reedificarse a sí mismo fácilmente, entero y completo[30].

Nosotros somos ahora la piedra de la que puede hacerse saltar la chispa, la montaña debajo de la que Dios yace enterrado, la escamosa piel reptiliana que le oculta, y el combustible para su encendido. Que su guarida sea ahora una caverna o una casa, presupone la montaña o los muros por los que él está encerrado, verbogen y verbaut[31]. El «tú» y el «yo» son la prisión y el Constrictor psicofísico, en quien el Primero ha sido tragado, para que «nosotros» seamos[32]. Pues, como se nos ha contado repetidamente, el Matador del Dragón devora a su víctima, le traga y le bebe, y, por esta comida Eucarística, toma posesión del tesoro y de los poderes del Dragón primer nacido, deviniendo lo que él era. De hecho, podemos citar un texto destacable en el que a nuestra alma compuesta se le llama la «montaña de Dios», y donde se nos dice que el Comprehensor de esta doctrina tragará de la misma manera a su propio adversario malo y odioso[33]. Por supuesto, este «adversario» no es otro que nuestro sí mismo. El significado del texto sólo se comprenderá plenamente si explicamos que la palabra para «montaña», giri, deriva de la raíz gir, «tragar»[34]. Así pues Él, en quien nosotros estábamos aprisionados, es ahora nuestro prisionero; como nuestro Hombre Interior, él está sumergido en/y ocultado por nuestro Hombre Exterior. Es su turno ahora devenir el matador del Dragón; y en esta guerra del Dios con el Titán, luchada ahora dentro de vosotros, donde nosotros estamos «en guerra con nosotros mismos»[35], su victoria y resurrección serán también las nuestras si nosotros hemos sabido Quien somos. Le corresponde ahora a él bebernos a nosotros, y a nosotros ser su vino.
Hemos comprendido que la deidad es implícita o explícitamente una víctima voluntaria; y esto se refleja en el ritual humano, donde el consentimiento de la víctima, que debe haber sido originalmente humana, debe asegurarse siempre formalmente[36]. En uno y otro caso la muerte de la víctima es también su nacimiento, de acuerdo con la regla infalible de que a todo nacimiento debe haberle precedido una muerte: en el primer caso, la deidad nace múltiplemente en los seres vivos, en el segundo los seres vivos renacen en la deidad. Pero, incluso así, se reconoce que el sacrificio y desmembramiento de la víctima son actos de crueldad e incluso de traición[37]; y esto es el pecado original (kilbi·a) de los Dioses, en el que todos los hombres participan por el hecho mismo de su existencia separada, y de su manera de conocer en los términos de sujeto y de objeto, de bien y de mal; pecado por cuya causa el Hombre Exterior está excluido de una participación directa en «lo que los Brahmanes comprenden por Soma»[38]. La forma de nuestro «conocimiento», o más bien de nuestra «ignorancia» (avidyŒ), le desmembra a diario; y para esta ignorantia divisiva se proporciona una expiación en el Sacrificio, donde, por la entrega de sí mismo del sacrificador y la reedificación de la deidad desmembrada, íntegra y completa, los múltiples sí mismos son reducidos a su principio único (conscientemente si están «salvados», inconscientemente si ellos están «condenados»). Hay así una incesante multiplicación del Uno inagotable, y una unificación de los indefinidamente Muchos. Tales son los comienzos y los finales de los mundos y de los seres individuales: expandidos desde un punto sin posición ni dimensiones, y desde un ahora sin fecha ni duración, cumplen su destino, y cuando acaba su tiempo retornan a «casa», al Mar en el que se originó su vida[39].


Teología y Autología[40]


El Sacrificio (yajña) que se oficia aquí abajo es una mímesis ritual de lo que los Dioses hicieron en el comienzo, y, de la misma manera, es a la vez un pecado y una expiación. Nosotros no comprenderemos el Mito hasta que hayamos hecho el Sacrificio, ni haremos el Sacrificio hasta que hayamos comprendido el Mito. Pero antes de que podamos intentar comprender la operación, debe preguntarse, ¿Qué es Dios? y ¿Qué somos nosotros?.
Dios es una esencia sin dualidad (advaita), o, como algunos sostienen, sin dualidad, pero no sin relaciones (visi·ÊŒdvaita). Dios sólo ha de aprehenderse como Esencia (asti)[41], pero esta Esencia subsiste en una naturaleza doble (dvaitibhŒva)[42], a saber, como ser y como devenir[43]. Así, lo que se llama la Entereidad (k¨tsnam, pèröam, bhèman) es a la vez explícito y no explícito (niruktŒnirukta), sonante y silente (§abdŒ§abda), caracterizado y no caracterizado (saguöa, nirguöa), temporal y eterno (kŒlŒkŒla), partido y no partido (sakalŒkalŒ), en una semejanza y no en una semejanza (mèrtŒmèrta), manifestado e inmanifestado (vyaktŒvyakta), mortal e inmortal (martyŒmartya), perecedero e imperecedero (k·ara§cŒk·ara), y así sucesivamente. Quienquiera que le conoce en su aspecto próximo (apara), inmanente, le conoce también en su aspecto último (para), transcendente[44]; la Persona sedente en nuestro corazón, a saber, la Persona que come y que bebe, es también la Persona en el Sol[45]. Este Sol de los hombres, y Luz de las luces[46], «a quien todos los hombres ven, pero pocos conocen con la comprehensión»[47], es el Sí Mismo Universal (Œtman) de todas las cosas móviles o inmóviles[48]. Su ser lo que él es, es a la vez dentro y fuera (bahir anta§ ca bhutŒnŒm), pero ininterrumpidamente (anantaram), y, por consiguiente, es una presencia total, indivisa en las cosas divididas[49]. Él no viene de ninguna parte[50], ni deviene nunca alguien[51], sino que sólo se presta a todas las modalidades de existencia posibles[52].
La cuestión de sus nombres, tales como Agni, Indra, PrajŒpati, êiva, Brahma, etc.,[53] ya sean personales o esenciales, ha de tratarse de la manera habitual: «ellos le llaman muchos a quien es realmente uno»[54]; «como él parece, así deviene»[55]; «él toma las formas imaginadas por sus adoradores»[56]. Los nombres trinitarios —Agni, VŒyu y îditya, o BrahmŒ, Rudra y Vishnu— «son las incorporaciones más elevadas del Brahman sin cuerpo, inmortal, supremo… su devenir es un nacimiento recíproco, participaciones de un Sí mismo común definido por sus operaciones diferentes… Estas incorporaciones han de ser contempladas, celebradas, y finalmente revocadas. Pues por medio de ellas se sube cada vez más alto en los mundos; pero donde el todo acaba, se alcanza la simplicidad de la Persona»[57]. De todos los nombres y formas de Dios, la sílaba monogramática AUM, la totalidad de todos los sonidos y la música de las esferas cantada por el Sol resonante, es el mejor. La validez de un símbolo audible es exactamente la misma que la de un icono plástico, pues ambos sirven igualmente como soportes de contemplación (dhiyŒlamba); la necesidad de un soporte tal se impone porque lo que es imperceptible al ojo o al oído no puede aprehenderse objetivamente como ello es en sí mismo, sino sólo en una semejanza. El símbolo debe adecuarse naturalmente, y no puede elegirse al azar; lo invisible se aprehende o se infiere (Œve·yati, ŒvŒhayati) en lo visible, lo inaudito en lo que se escucha; pero estas formas son sólo medios con los que abordar lo que es sin-forma, y deben desecharse antes de que podamos devenir-lo.
Ya sea que lo llamemos Persona, o Sacerdotium, o Magna Mater, o por cualesquiera otros nombres gramaticalmente masculinos, femeninos o neutros, «Eso» (tat, tad ekam), de lo que nuestros poderes son medidas (tanmŒtrŒ) es una sizigia de principios conjuntos, sin composición ni dualidad[58]. Estos principios o sí mismos conjuntos, que no se distinguen ab intra, pero que son respectivamente auto-suficiente e insuficiente ab extra, sólo devienen contrarios cuando consideramos el acto de auto-manifestación (svaprakŒ§atvam) implícito cuando descendemos desde el nivel silente de la No-dualidad a hablar en los términos de sujeto y objeto, y a reconocer las múltiples existencias individuales y separadas que el Todo (sarvam = to pan) o Universo (vi§vam) presenta a nuestros órganos de percepción física. Y puesto que esta totalidad finita sólo puede separarse lógicamente, pero no realmente, de su fuente infinita, «Ese Uno» puede llamarse también una «Multiplicidad Integral»[59] y una «Luz Omniforme»[60]. La creación es ejemplaria. Los principios conjuntos, por ejemplo, el Cielo y la Tierra, o el Sol y la Luna, o el hombre y la mujer, eran originalmente uno. Ontológicamente, su conyugación (mithuöam, sambhava, eko bhava) es una operación vital, productiva de un tercero en la imagen del primero y la naturaleza del segundo. De la misma manera que la conyugación de la Mente (manas) con la Voz (vŒc) da nacimiento a un concepto (saºkalpa), así la conyugación del Cielo y de la Tierra enciende al Niño, a saber, el Fuego, cuyo nacimiento separa a sus padres y llena de luz el Espacio intermediario (antarik·a, Midgar)[61]; y de la misma manera, microcósmicamente, cuando se enciende en el espacio del corazón, es su luz. El Niño brilla en el seno de su Madre[62], en plena posesión de todos sus poderes[63]. Apenas nacido, atraviesa los Siete Mundos[64], asciende para pasar a través de la puerta del Sol, como el humo desde un altar u hogar central, ya sea afuera o adentro de vosotros, asciende para pasar a través del ojo del domo[65]. Este Agni es a la vez el mensajero de Dios, el huésped en todos los hogares de los hombres, ya sean construidos o corporales, el principio de la vida pneumático y luminoso, y el sacerdote misal que lleva el sabor de la Ofrenda quemada desde aquí al mundo más allá de la bóveda del Cielo, bóveda a cuyo través no hay ninguna otra vía excepto esta «Vía de los Dioses» (devayŒna). Como la palabra misma para «Vía»[66] nos recuerda, esta Vía deben seguirla, por las huellas del Precursor, todos aquellos que quieren alcanzar la «otra orilla» del río de la vida, espacial y luminoso[67], que separa esta orilla terrestre de aquella orilla celeste; estas concepciones de la Vía están en el fondo de todos los simbolismos detallados del Viaje y de la Peregrinación, del Puente y de la Puerta Activa.

Consideradas aparte, las «mitades» de la Unidad originalmente indivisa pueden distinguirse de diferentes maneras, acordemente a nuestro punto de vista; por ejemplo, políticamente, como el Sacerdotium y el Regnum (brahma-k·atrau), y, psicológicamente, como el Sí mismo y el No sí mismo, el Hombre Interior y la Individualidad Exterior, el Macho y la Hembra. Estos pares son dispares; e incluso cuando el subordinado se ha separado del superior con miras a la cooperación productiva, el subordinado permanece aún en el superior, más eminentemente. Por ejemplo, el Sacerdotium, es «a la vez el Sacerdotium y el Regnum» —una condición que se encuentra en la mixta persona del sacerdote-rey MitrŒvaruöau, o IndrŒgn´— pero el Regnum, en tanto que una función separada, no es nada sino él mismo, relativamente femenino, y subordinado al Sacerdotium, que es su Director (net¨ = hegemon). Mitra y Varuöa corresponden al para y al apara Brahman, y de la misma manera que Varuöa es femenino para Mitra, así la distinción funcional en los términos del sexo define la jerarquía. Dios mismo es macho para todo, pero de la misma manera que Mitra es macho para Varuöa, y como Varuöa, a su vez, es macho para la Tierra, así el Sacerdote es macho para el Rey, y el Rey es macho para su reino. De igual modo, el hombre está sujeto al gobierno conjunto de la Iglesia y del Estado; pero detenta la autoridad con respecto a su esposa, quien, a su vez, administra su estado. A todo lo largo de la serie, el principio noético es el que sanciona o prescribe lo que el principio estético hace o evita; y el desorden surge solamente cuando este último es apartado de su fidelidad racional por sus propias pasiones dominantes, e identifica esta esclavitud con la «libertad»[68].

La aplicación más pertinente de todo esto es al individuo, ya sea hombre o mujer: puesto que la individualidad exterior y activa de «este hombre o de esta mujer, Fulano», es naturalmente femenina y está sujeta a su propio Sí mismo interior y contemplativo. Por una parte, la sumisión del Hombre Exterior al Hombre Interior es todo lo que se entiende por las palabras «control de sí mismo» y «autonomía», y lo opuesto de lo que se entiende por «auto-afirmación»; y por otra, esto es la base de la interpretación del retorno a Dios en los términos de un simbolismo erótico, a saber, «Como uno abrazado por una querida esposa, no sabe nada de “yo” ni de “tú”, así, el sí mismo abrazado por el Sí mismo (solar) presciente, no sabe nada de un “mí mismo” adentro ni de un “tú mismo” afuera»[69]; todo ello, como observa êaºkara, a causa de la «unidad». Es a este Sí mismo a quien el hombre que realmente se ama a sí mismo o a otros, ama en sí mismo y en ellos; «todas las cosas se quieren sólo por amor del Sí mismo»[70]. En este verdadero amor del Sí mismo la distinción entre el «egoísmo» y el «altruismo» pierde todo su significado. Él ve al Sí mismo, al Señor, igualmente en todos los seres, y a todos los seres igualmente en ese Sí mismo Señorial[71]. «Amando a tu Sí mismo», en palabras del Maestro Eckhart, «amas a todos los hombres como a tu Sí mismo»[72]. Todas estas doctrinas coinciden con el dicho ·èf´, «¿Qué es amor?. Lo sabrás cuando tú devengas mí mismo»[73].

El matrimonio sagrado, consumado en el corazón, prefigura el más profundo de todos los misterios[74]. Pues éste significa a la vez nuestra muerte y nuestra resurrección beatífica. La palabra «casar» (eko bhè, devenir uno) significa también «morir», de la misma manera que en griego, teleo es ser perfecto, estar casado, o morir. Cuando «Cada uno es ambos», ya no persiste ninguna relación: y si no fuera por esta beatitud (Œnanda), no habría vida ni felicidad en ninguna parte[75]. Todo esto implica que lo que nosotros llamamos el proceso del mundo y una creación, no es nada sino un juego (kr´¶Œ, l´lŒ, paidia, dolce gioco) que el Espíritu juega consigo mismo, un juego como el de la luz del sol que «juega» en todo lo que ilumina y vivifica, aunque no es afectada por sus aparentes contactos. Nosotros, que jugamos tan desesperadamente el juego de la vida por apuestas temporales, podríamos jugar al amor con Dios por apuestas más altas —nuestros sí mismos, y el Suyo. Nosotros, que jugamos unos contra otros por las posesiones, podríamos jugar con el Rey, que apuesta su trono y lo que es suyo contra nuestras vidas y todo lo que nosotros somos: un juego en el que cuanto más se pierde, tanto más se gana[76].
Debido a la separación del Cielo y de la Tierra, se distinguen los «Tres Mundos»; el Mundo intermediario (antarik·a) proporciona el espacio etérico (ŒkŒ§a)[77] en el que pueden nacer las inhibidas posibilidades de manifestación finita, de acuerdo con sus diferentes naturalezas. De esta primera substancia etérica se derivan en sucesión el aire, el fuego, el agua y la tierra; y de estos cinco Seres elementales (bhètŒöi), combinados en diversas proporciones, se forman los cuerpos inanimados de las criaturas[78]; cuerpos en los que entra el Dios para despertarlos, dividiéndose a sí mismo a fin de llenar estos mundos y de devenir los «Distintos Dioses», sus hijos[79]. Estas Inteligencias[80] son la hueste de los «Seres» (bhètagaöa) que operan en nosotros, unánimemente, como nuestra «alma elemental» (bhètŒtman), o sí mismo consciente[81]; es decir, lo que se llama nuestros «sí mismos», ciertamente, pero ahora mortales e inespirituales (anŒtmya, anŒtman), ignorantes de su Sí mismo inmortal (ŒtmŒnam ananuvidya, anŒtmajña)[82], y que han de distinguirse de las deidades Inmortales que ya han devenido lo que son por su «mérito» (arhaöa), y a quienes se llama «Arhats» (= «Dignidades»)[83]. Por medio de las deidades mundanales y perfectibles, y de la misma manera que un Rey recibe tributo (balim Œh¨) de sus súbditos[84], la Persona en el corazón, nuestro Hombre Interior, que es también la Persona en el Sol (MU.VI.1, 2), obtiene el alimento (anna, ŒhŒra), tanto físico como mental, con el que debe subsistir cuando él procede desde el ser al devenir. Y debido a la simultaneidad de su presencia dinámica a todos los devenires pasados y futuros[85], los poderes emanados que trabajan en nuestra consciencia pueden considerarse como el soporte temporal de la providencia (prajñŒna) y omnisciencia (sarvajñŒna) atemporal del Espíritu solar. No que este mundo sensible de eventos sucesivos, determinados por causas mediatas (karma, ad¨·Êa, apèrva), sea la fuente de su conocimiento, sino más bien que este mundo mismo es la consecuencia de la presenciación, por el Espíritu, «de la diversificada pintura del mundo pintada por él mismo sobre el vasto lienzo de sí mismo»[86]. No es por medio de este Todo como él se conoce a sí mismo, sino que es por su conocimiento de sí mismo como él deviene este Todo[87]. Conocer-le por este Todo pertenece sólo a nuestra manera inferencial de conocer[88].

Se debe haber comenzado a comprender que la teología y la autología son una y la misma ciencia, y que la única respuesta posible a la pregunta, «¿Qué soy yo?» debe ser «Eso eres tú»[89]. Pues, como hay dos en quien es a la vez Amor y Muerte[90], así, como toda la tradición lo afirma unánimemente, hay dos en nosotros; aunque no dos de él o dos de nosotros, ni uno de él y uno de nosotros, sino solamente un único de ambos. Como nosotros estamos ahora, entre el comienzo primero y el fin último, estamos divididos contra nosotros mismos, como entre esencia y naturaleza, y, por consiguiente, le vemos a él, igualmente, como dividido contra sí mismo y separado de nosotros. Vamos a describir la situación en dos figuras diferentes. De los pájaros conyugados, a saber, el Pájaro-Sol y el Pájaro-Alma, que están posados en el Árbol de la Vida, uno es omnividente, y el otro come de sus frutos[91]. Para el Comprehensor estos dos pájaros son uno[92]; en la iconografía encontramos un único pájaro con dos cabezas o dos pájaros con los cuellos entrelazados. Pero desde nuestro punto de vista hay una gran diferencia entre las vidas del espectador y del participante; uno no está implicado, el otro, inmerso en su alimentarse y guarecerse, sufre por su falta de dominio (an´§a) hasta que percibe a su Señor (´§a), y reconoce en él y en su majestad a su Sí mismo, cuyas alas jamás han sido cortadas[93].
En otra figura, la constitución de los mundos y de los individuos se compara a una rueda (cakra), cuyo centro es el corazón, cuyos radios son las facultades, y cuyos puntos de contacto en la llanta son nuestros órganos de percepción y de acción[94]. Aquí, los «polos» que representan a nuestros sí mismos, respectivamente el profundo y el superficial, son el punto axial sin movimiento a cuyo alrededor gira la rueda —il punto dello stelo al cui la prima rota va dintorno[95]— y el borde en contacto con la tierra al que la rueda reacciona. Esta es la «rueda del devenir, o del nacimiento» (bhava-cakra = ho trochos tes genese¯s = la rueda de la generación)[96].
A las moción colectiva de todas las ruedas dentro de las ruedas —donde cada una gira en torno a un punto sin posición, que es uno y el mismo punto en todas— que son estos mundos e individuos, se la llama la Confluencia (samsŒra), y, es en esta «tempestad del flujo del mundo», donde nuestro «sí mismo elemental» (bhètŒtman) está fatalmente implicado: fatalmente, porque todo lo que «nosotros» estamos naturalmente «destinados» a experimentar bajo el sol, es la consecuencia ineluctable de la operación ininterrumpida, pero invisible, de causas mediatas (karma, ad¨·Êa), causas de las que sólo el antedicho «punto» permanece independiente, puesto que, ciertamente, este «punto» está en la rueda, pero no es una «parte» de ella.
Pero no es sólo nuestra naturaleza pasible la que está implicada, sino también la suya. En esta naturaleza compatible, él simpatiza con nuestras miserias y con nuestras delectaciones, y está sujeto a las consecuencias de las cosas que se hacen tanto como lo estamos «nosotros». Él no elige sus matrices, sino que entra en nacimientos que pueden ser buenos para algo o para nada (sadasat)[97], y en los que su naturaleza mortal es la fructuaria (bhokt¨) igualmente del bien y del mal, de la verdad y de la falsedad[98]. Que «él es el único veedor, oidor, pensador, conocedor y usufructuario en nosotros»[99], y que «quienquiera que ve, es por su rayo que ve»[100], su rayo que (çk·vaku) presencia todo en todos los seres, equivale a decir que «el Señor es el único transmigrador»[101]; y de ello se sigue, inevitablemente, que por el mismo acto con el que él nos dota de consciencia, «él mismo se apresa a sí mismo como un pájaro en la red»[102], y se sujeta al mal, a la Muerte —o parece apresarse y sujetarse así.
Así pues, él está aparentemente sometido a nuestra ignorancia y sufre por nuestros pecados. ¿Quién, entonces, puede liberarse, y por quién, y de qué?. Con respecto a esta libertad absolutamente incondicional, sería mejor preguntar, ¿Qué es libre, ahora y siempre, de las limitaciones que se presuponen por la noción misma de individualidad (a saber, aha× ca mama ca, «yo y mío»; kartŒ’ham iti, «“yo” soy un hacedor»)?[103]. La liberación es siempre del sí mismo de uno, de este “yo”, y de sus afecciones. Sólo es libre de virtudes y de vicios, y de todas sus fatales consecuencias, quien jamás ha devenido alguien; sólo puede ser libre quien ya no es alguien; es imposible liberarse de uno mismo y seguir siendo uno mismo. La liberación del bien y del mal, que parecía imposible, y que es imposible para el hombre a quien nosotros definimos por lo que hace o piensa, y que a la pregunta, «¿quién es ése?», responde «soy yo», sólo es posible para quien, en la Puerta del Sol, a la pregunta «¿quién eres tú?», puede responder «tú mismo»[104]. El que se encadenó a sí mismo debe liberarse a sí mismo, y eso solo puede hacerse verificando la afirmación, «Eso eres tú». Así pues, nos incumbe a nosotros en igual medida liberarle a él, sabiendo Quien somos, como a él liberarse a sí mismo, sabiendo Quien es[105]; y por eso es por lo que, en el Sacrificio, el sacrificador se identifica a sí mismo con la víctima.
De aquí también la plegaria, «Lo que tú eres, eso sea yo»[106], y el significado eterno de la pregunta crítica «¿en la partida de quién, cuando yo parta de aquí, estaré yo partiendo?»[107], es decir ¿en mi sí mismo, o en «su Sí mismo inmortal» y «Conductor»?[108]. Si se han verificado las respuestas acertadas, si uno ha encontrado al Sí mismo, y ha hecho todo lo que tiene que hacerse (k¨tak¨tya), sin ningún residuo de potencialidad (k¨tyŒ, BG. III.17)[109], entonces se ha alcanzado efectivamente el fin último de nuestra vida[110]. Nunca se insistirá demasiado en que la liberación y la inmortalidad[111] pueden, no tanto «alcanzarse» como «realizarse», igualmente aquí y ahora como en cualquier más allá. El «liberado en esta vida» (j´van mukta) «ya no muere más» (na punar mriyate)[112]. «El Comprehensor de ese Sí mismo sin muerte, sin edad, contemplativo, a quien nada falta y que nada desea, no tiene miedo de la muerte»[113]. Habiendo muerto ya, como lo señala el ·èf´, es «un hombre muerto que anda»[114]. Un tal Comprehensor ya no ama más a sí mismo o a otros, sino que él es el Sí mismo en sí mismo y en ellos. La muerte al propio sí mismo de uno, es también la muerte a los «demás»; y si el «hombre muerto» parece ser «inegoísta», esto no será el resultado de motivos altruistas, excepto accidentalmente, y porque él es, literalmente, de-sí-mismado. Liberado de sí mismo, de todos los estatutos, de todos los deberes, de todos los derechos, ha devenido un Movedor-a-voluntad (kŒmacŒr´)[115], lo mismo que el Espíritu (VŒyu, ŒtmŒ devŒnŒm) que «se mueve como quiere» (yathŒ va§a× carati)[116], y, como lo expresa San Pablo, «ya no está más bajo la ley».
Esta es la imparcialidad sobrehumana de aquellos que han encontrado a su Sí mismo, —«él mismo “Yo soy” en todos los seres, de quienes no hay ninguno que yo ame y ninguno que yo odie»[117]; la libertad de aquellos que han cumplido la condición requerida por Cristo a sus discípulos, de odiar a padre y a madre e igualmente a su propia «vida» en el mundo[118]. Nosotros no podemos decir lo que el liberado (mukta) es, sino sólo lo que no es—, ¡Trasumanar significar per verba non si poria! [Paradiso I.70].

Pero puede decirse que aquellos que no se han conocido a sí mismos, no son libres ahora ni nunca serán libres, y que «grande es la destrucción» de estas víctimas de sus propias sensaciones[119]. La autología brahmánica no es más pesimista que optimista, sino sólo más autorizada que cualquier otra ciencia cuya verdad no dependa de nuestros deseos. No es más pesimista reconocer que todo lo que es extraño al Sí mismo es un desastre, que optimista reconocer que allí donde no hay ningún «otro» no hay literalmente nada que haya de temerse[120]. Que nuestro Hombre Exterior es «otro» aparece claramente en la expresión: «yo no puedo confiar en mí mismo» —¡pero cuán implícitamente confío en mi Sí mismo!— y «me olvidé de mí mismo». Lo que se ha llamado el «optimismo natural» de las Upanishads, es su afirmación de que nuestra consciencia de ser, aunque inválida en tanto que una consciencia de ser Fulano, es absolutamente válida, y su doctrina de que la Gnosis de la Deidad Inmanente, nuestro Hombre Interior, puede realizarse ahora: «Eso eres tú». En las palabras de San Pablo, «Vivo autem, jam non ego» (Gal. 2.20).

Que esto es así, o que «Él es», no puede demostrarse en la sala de clase, donde sólo se tratan tangibles cuantitativos. Al mismo tiempo, no sería científico negar una presuposición para la que es posible una prueba experimental. En el caso presente, se prescribe una Vía[121] para aquellos que consienten seguirla: y es precisamente en este punto, donde debemos volvernos desde los principios primeros a la operación a cuyo través, más bien que por la cual, pueden verificarse; en otras palabras, desde la consideración de la vida contemplativa a la consideración de la vida activa o sacrificial.



La Vía de las Obras



El Sacrificio refleja el Mito; pero como todo reflejo, lo invierte. Lo que había sido un proceso de generación y de división, deviene ahora un proceso de regeneración y de composición[122]. De los dos «sí mismos» que moran juntos, y que parten juntos de este cuerpo, el primero es nacido de mujer, y el segundo del Fuego sacrificial, de cuya matriz divina la simiente del hombre ha de nacer de nuevo como otro que el que era; y hasta que ha renacido así, el hombre no tiene más que un sí mismo, el «sí mismo» mortal[123]. Sacrificar es nacer, y puede decirse que, «Ciertamente, el hombre que no sacrifica es como si todavía no hubiera nacido»[124]. Nuevamente, cuando el Progenitor, nuestro Padre, «ha expresado a sus hijos y habita amorosamente (preöŒ, sneha va§ena) en ellos, no puede juntarse a sí mismo de nuevo (punar sambhè) desde ellos»[125]; y así proclama que «Florecerán quienes me edifiquen de nuevo (punar ci)[126] desde aquí»: Los Dioses le edificaron, y florecieron; y así también, hoy, el sacrificador florece a la vez aquí y en el más allá[127]. En su edificación del (altar del) Fuego[128], el sacrificador, «con todo su espíritu, con todo su sí mismo»[129] —«Este Fuego sabe que ha venido a entregarse a mí»[130]— «junta» (sa×dhŒ, sa×sk¨) a uno y el mismo tiempo a la deidad desmembrada y a su propia naturaleza separada: pues estaría bajo un gran engaño y sería meramente un bruto si sostuviera que «Él es uno, y yo otro»[131].

El sacrificio es algo que ha de hacerse; «Nosotros debemos hacer lo que los Dioses hicieron antaño» (en el comienzo)[132]. De hecho, a menudo se habla del sacrificio simplemente como «Trabajo» (karma). Así pues, lo mismo que en latín operare = sacra facere = hieropoiein (hacer sagrado), así en la India, donde el énfasis sobre la acción es tan fuerte, hacer bien las cosas es hacerlas sagradas; y sólo no hacer nada, o lo que habiéndose hecho mal equivale a nada (ak¨tam), es vano y profano[133]. Será evidente cuan estrictamente análoga es la operación a toda otra labor profesional, si recordamos que los sacerdotes sólo han de ser remunerados cuando ofician en beneficio de otros, y que cuando los hombres sacrifican juntos en su propio beneficio está fuera de todo orden una recepción de dones[134]. El Rey, en tanto que el Patrón supremo del Sacrificio en beneficio del reino, representa al sacrificador «in divinis», y es el tipo mismo de todos los demás sacrificadores[135].
Una de las más extrañas controversias en la historia del Orientalismo, ha girado en torno al «origen de bhakti», como si la devoción hubiera sido en algún momento dado una idea nueva y de ahí en adelante una idea de moda. Habría sido más simple observar que la palabra bhakti significa principalmente una parte que se da[136], y, por consiguiente, también la devoción o el amor que toda liberalidad presupone; y así, en tanto que uno «da a Dios su parte» (bhŒgam), es decir, el sacrificio, uno es su bhakta[137]. Así pues, en el himno, «Si tú me das mi parte» equivale a decir «Si tú me amas»[138]. A menudo se ha señalado que el Sacrificio se consideraba como un comercio entre los Dioses y los hombres[139]: pero muy a menudo igualmente no se ha entendido que al introducir en las concepciones tradicionales del comercio, nociones derivadas de nuestras propias transacciones comerciales, mutuamente destructivas, hemos falsificado nuestra comprensión del sentido original de un tal comercio, que, de hecho, era del tipo potlatsh, a saber, una competición mucho más para dar, que como son nuestras competiciones mucho más para sacar. El sacrificador sabe que por todo lo que da, recibirá a su vez una medida plena; o más bien, una medida colmada, pues mientras su propio tesoro es limitado, el de la otra parte es inagotable[140]. «Él es el Imperecedero (monosílabo, Au×), pues derrama a todos estos seres, y porque no hay ninguno que pueda derramar más allá de Él»[141]. Dios da tanto como podemos tomar de él, y eso depende de cuanto de «nosotros mismos» hayamos entregado. Lealtades feudales, más bien que obligaciones de negocios, es lo que implican las palabras de los himnos: «Tú eres nuestro y nosotros somos tuyos», «Oh Varuöa, seamos nosotros tus propios íntimos amados» y «Tuyos podamos nosotros ser para que nos des el tesoro»[142]: Estas son relaciones de barón a conde y de vasallo a señor, no de banqueros. El lenguaje del comercio sobrevive incluso en himnos tan recientes y profundamente devocionales como el de M´rŒ BŒi.
                        A kŒnh he comprado. El precio que pedía, di.
                        Algunos exclaman, «Es mucho», y otros sonríen, «Es poco»—
                        Yo di todo, pesado hasta el último grano,
                        Mi amor, mi vida, mi alma, mi todo[143]
Si recordamos también, lo que vamos a tratar ahora, que la vida sacrificial es la vida activa, se verá que la conexión de la acción con la devoción está implícita en el concepto mismo de operación; y que todo lo que se hace perfectamente debe haberse hecho amorosamente, y que todo lo que se hace mal, se hace descuidadamente.
El Sacrificio, como las palabras de la liturgia que le son indispensables, debe comprenderse (erlebt) si ha de ser completamente efectivo. Los actos meramente físicos, como cualquier otra labor, sólo pueden asegurar ventajas temporales. De hecho, la celebración ininterrumpida del Sacrificio mantiene la «corriente de riqueza» sin fin (vasor dhŒrŒ) que cae desde el cielo como la fertilizante lluvia, pasa a través de plantas y animales, deviene nuestro alimento, y se devuelve al cielo en el humo de la Ofrenda quemada; que la lluvia y este humo son los presentes nupciales en el matrimonio sagrado del Cielo y la Tierra, del Sacerdotium y el Regnum, eso está implícito en toda la operación[144]. Pero se requiere más que los meros actos si ha de realizarse su propósito último, propósito del que los actos son sólo símbolos. Pues es explícito que «ni por la acción ni por los sacrificios puede Él ser alcanzado» (naki·Êa× karmaöŒ na§adna yajñaiú)[145], Él, cuyo conocimiento, es nuestro bien supremo[146]: y al mismo tiempo se afirma repetidamente que el Sacrificio se hace, no sólo en voz alta y visiblemente, sino también «intelectualmente» (manasŒ)[147], es decir, silente e invisiblemente, dentro de vosotros. En otras palabras, la práctica es solo el soporte y la demostración externos de la teoría. Por consiguiente, se hace la distinción entre el verdadero sacrificador de sí mismo (sadyŒj´, sati§ad, ŒtmayŒj´) y el que está meramente presente en un sacrificio (sattrasad) y espera que la deidad haga todo el trabajo real (devayŒj´)[148]. Se afirma incluso, en multitud de dichos, que «Quienquiera que, siendo un Comprehensor de ello, hace el buen trabajo, o es simplemente un Comprehensor (sin hacer efectivamente ningún rito), junta de nuevo a la deidad desmembrada, entera y completa»[149]; es por la gnosis y no por las obras, como ese mundo es alcanzable[150]. Tampoco puede pasarse por alto que el rito, en el que se prefigura el fin último del sacrificador, es un ejercicio de muerte, y, por consiguiente, una empresa peligrosa[151], en la que el sacrificador podría perder efectivamente su vida prematuramente; pero «el Comprehensor pasa de un deber a otro, como de una corriente a otra, o de un refugio a otro, para obtener su bien, a saber, el mundo celestial»[152].
No podemos describir en detalle «los páramos y los vergeles» del Sacrificio, y sólo consideraremos esa parte, la más significativa de la Ofrenda quemada (agnihotra), en la que la oblación de Soma se vierte en el Fuego como dentro de la boca de Dios. ¿Qué es el Soma?. Exotéricamente, es una bebida embriagante, que se extrae de las partes jugosas de diversas plantas, que se mezcla con leche y miel, y que se filtra, y que corresponde a la carne o al vino o a la sangre de otras tradiciones. Sin embargo, este jugo no es el Soma mismo hasta que «por medio del sacerdote, de la iniciación y de las fórmulas», y «por medio de la fe» se le hace ser Soma, transubstancialmente[153]; y «Aunque los hombres imaginan cuando machacan la planta que están bebiendo del verdadero Soma, de él que los BrŒhmaöas comprenden por “Soma” nadie saborea, nadie saborea de los que moran en la tierra»[154]. Las plantas que se usan no son la planta del verdadero Soma, la cual crece en las rocas y montañas (giri, a§man, adri), en las que está incorporada[155].
A la «pacificación» o matanza del Rey Soma, el Dios, se le llama acertadamente la Oblación Suprema. Sin embargo, no es Soma mismo lo que se mata, «sino sólo su mal»[156]: en efecto, Soma es purificado[157] sólo como preparación para su entronización y soberanía; y éste es un modelo que se sigue en los ritos de coronación (rŒjasèya) y una narrativa descriptiva de la preparación del alma para su propia autonomía (svarŒj). Pues nunca debe olvidarse que «Soma era el Dragón» y que se extrae sacrificialmente del cuerpo del Dragón lo mismo que la savia viva (rasa) que se extrae de un árbol descortezado. La procesión de Soma se describe de acuerdo con la regla de que los «Soles son Serpientes» que han desechado y abandonado sus reptilianas pieles muertas[158]: «Como la Serpiente de su piel inveterada, así (de los brotes machacados) brota el áureo chorro de Soma, como un brioso corcel»[159]. Justamente de la misma manera, la procesión y liberación de nuestro Sí mismo inmortal, de sus envolturas psico-físicas (ko§a, griego endumata = vestiduras), es como un desvestirse de cuerpos[160], o como uno saca un junco de su vaina, o una flecha de su carcaj para encontrar su blanco, o como se muda una piel de serpiente; «como la serpiente desecha su piel, así uno desecha todo su mal»[161].
Ahora podemos comprender más fácilmente la identificación del jugo de Soma con el Agua de la Vida, la de nuestra alma elemental compuesta (bhètŒtman) con los brotes de Soma de los que ha de extraerse el elixir regio[162], y cómo, y por quien, «lo que los BrŒhmaöas comprenden por Soma», es consumido en nuestros corazones (h¨tsu)[163]. Es la sangre de la vida del alma draconiana la que, dominados sus poderes, ofrece ahora a su Señor Soberano[164]. El sacrificador hace la Ofrenda quemada  de lo que es suyo y de lo que él es, y se vacía de sí mismo[165], deviniendo un Dios. Y cuando se abandona el rito vuelve a sí mismo, desde lo real a lo irreal[166]. Pero, aunque al volver así, dice «Ahora yo soy quien yo soy», la afirmación misma muestra que él sabe que esto no es realmente, sino solo temporalmente, verdadero. Él ha nacido de nuevo del Sacrificio, y no está realmente engañado. «Habiendo matado a su propio Dragón»[167] él ya no es realmente alguien; el trabajo se ha hecho, de una vez por todas; él ha llegado al fin de la senda y al fin del mundo, «donde el Cielo y la Tierra se abrazan», y en adelante puede «trabajar» o «jugar» según quiera; es a él a quien se dirigen las palabras, Lo tuo piacere omai prende per duceper ch’io te sopra te corono e mitrio [Toma en adelante tu delectación por guía… porque yo te corono rey y papa de ti mismo][168].
Nosotros, que estábamos en guerra con nosotros mismos, estamos ahora reintegrados y auto-compuestos: el rebelde ha sido dominado (dŒnta) y pacificado (§Œnta), y donde había habido un conflicto de voluntades ahora hay unanimidad[169]. Podemos aludir sólo muy brevemente a otro aspecto muy significativo del Sacrificio, aspecto que se ha puesto de relieve al señalar que la reconciliación de los poderes en conflicto, para la que se ofrece continuamente el Sacrificio, es también su matrimonio. Hay más de una manera de «matar» a un Dragón; y puesto que la flecha (vajra) del Matador del Dragón es un dardo de luz, y puesto que «la luz es el poder progenitivo», su significación no es sólo militar, sino también fálica[170]. Es la batalla del amor lo que se ha ganado cuando el Dragón «expira». En tanto que Dragón, Soma se identifica con la Luna; en tanto que Elixir, la Luna deviene el alimento del Sol, por quien ella es tragada[171] en las noches de su cohabitación (amŒvŒsya); y «lo que es comido se llama por el nombre del comedor y no por el suyo propio»[172]; en otras palabras, la ingestión implica la asimilación. En palabras del Maestro Eckhart, «Allí el alma se une con Dios, como el alimento con el hombre, el cual se cambia en ojo para el ojo, y en oído para el oído; así el alma en Dios se cambia en Dios»; pues «lo que me absorbe, eso soy, más bien que mi propio sí mismo»[173]. De la misma manera que el Sol traga a la Aurora, o devora a la luna, visible y exteriormente, diaria y mensualmente, tal es el «matrimonio divino» que se consuma dentro de vosotros, cuando las Personas solar y lunar de los ojos derecho e izquierdo, el Eros y la Psique, la Muerte y la Señora, entran en la caverna del corazón y allí se unen, lo mismo que un hombre y una mujer se unen en el matrimonio humano, y eso es su «beatitud suprema»[174]. En esa síntesis del rapto (samŒdhi), el Sí mismo ha recobrado su condición primordial, «como de un hombre y una mujer estrechamente abrazados»[175], y sin consciencia de ninguna distinción entre un adentro y un afuera[176]. «Ese Sí mismo eres tú».
Así pues, no hay que sorprenderse de que encontremos dicho que «Si uno sacrifica, sin conocer esta Ofrenda quemada interiormente, es como si pusiera a un lado las brasas e hiciera la oblación en las cenizas»[177]; que éste no es un rito que haya de hacerse sólo en los tiempos fijados, sino cada uno de los treinta y seis mil días de toda una vida de cien años[178]; y que, para el Comprehensor de esto, todos los poderes del alma edifican incesantemente su Fuego incluso mientras duerme[179].
Esta concepción del Sacrificio, como una operación incesante, y la suma del deber del hombre, encuentra su consumación en una serie de textos donde todas y cada una de las funciones de la vida activa, incluidos nuestra respiración, nuestra comida, nuestra bebida y nuestro descanso se interpretan sacramentalmente, y donde la muerte no es nada sino la catarsis final[180]. Y esto es, finalmente, la famosa «Vía de las Obras» (karma mŒrga) de la Bhagavad G´tŒ, donde el cumplimiento de la propia vocación, determinada por la propia naturaleza de uno (svakarma, svabhŒvatas = to heautou prattein, kata phusin = atender a la propia práctica de uno, de acuerdo con su propia naturaleza), sin motivos auto-referentes, es la vía de la perfección (siddhi). Hemos completado así el círculo, no por una «evolución del pensamiento», sino por nuestra propia comprensión, desde la postura de que la perfecta celebración de los ritos es nuestra tarea, hasta la postura de que el perfecto cumplimiento de nuestras tareas, cualesquiera que sean, es la celebración del rito mismo. Comprendido así, el Sacrificio no es una cuestión de hacer cosas específicamente sagradas sólo en ocasiones particulares, sino de sacrificar (hacer sagrado) todo lo que hacemos y todo lo que somos; es decir, se trata de santificar todo lo que se hace naturalmente, por una reducción de todas las actividades a sus principios. Decimos «naturalmente» adrede, entendiendo la implicación de que todo lo que se hace naturalmente puede ser sagrado o profano dependiendo de nuestro propio grado de consciencia, y que todo lo que se hace in-naturalmente es esencial e irrevocablemente profano.


El Orden Social


La ética, como prudencia o como arte, no es nada sino la aplicación científica de las normas doctrinales a los problemas contingentes; hacer u obrar con rectitud no son sólo incumbencia de la voluntad, sino principalmente de la consciencia o del conocimiento, puesto que una elección sólo es posible entre la obediencia y la rebelión. En otras palabras, las acciones son ordenadas o desordenadas precisamente de la misma manera en que la iconografía puede ser correcta o incorrecta, formal o informe[181]. El error es fallar el blanco, y ha de esperarse en todos los que actúan instintivamente, para complacerse a sí mismos. La pericia (kau§alya = gr. sophia), es la virtud, ya sea en los hechos o en las obras: una cuestión que hay que señalar debido a que ahora se pasa por alto generalmente que puede haber pecado artístico tanto como pecado moral. «El Yoga es pericia en las obras»[182].
Donde hay acuerdo en cuanto a la naturaleza del fin último del hombre, y donde la Vía por la que pueden realizarse los fines presente y supremo de la vida es la de la operación sacrificial, es evidente que la forma de la sociedad estará determinada por los requerimientos del Sacrificio; y ese orden (yathŒrthatŒ) e imparcialidad (samad¨·Êi) significarán que a cada hombre se le facilitará devenir, y por ninguna mala dirección se le impedirá de devenir, lo que tiene en él devenir. Hemos visto que es a aquellos que mantienen el Sacrificio, a quienes se hace la promesa de que florecerán. Ahora bien, el Sacrificio, cumplido in divinis por el Omni-hacedor (Vi§vakarman), cuando se imita aquí requiere una cooperación de todas las artes (vi§vŒ karmŒöi)[183], por ejemplo, las de la música, la arquitectura, la carpintería, la agricultura y la de la guerra para proteger la operación. Las políticas de las comunidades celestial, social e individual son gobernadas por una y la misma ley. El modelo de la política celestial, se revela en la escritura y se refleja en la constitución del estado autónomo y en la del hombre que se gobierna a sí mismo.
En este hombre, en quien la vida sacramental es completa, hay una jerarquía de poderes, a saber, sacerdotal, real y administrativo; y una cuarta clase que consiste en los órganos físicos de sensación y de acción, que manejan el material crudo o «alimento» que ha de prepararse para todos; y está claro que si el organismo ha de florecer, lo cual es imposible si está dividido contra sí mismo, los poderes sacerdotal, real y administrativo, en su orden de rango, deben ser los «señores», y los trabajadores en los materiales crudos sus «servidores». Y precisamente de la misma manera, la jerarquía funcional del reino se determina igualmente por los requerimientos del Sacrificio, del cual depende su prosperidad. Las castas, literalmente, «nacen del Sacrificio»[184]. En el orden sacramental hay una necesidad y un sitio para el trabajo de todos los hombres: y no hay ninguna consecuencia más significativa del principio, el «Trabajo es Sacrificio», que el hecho de que, bajo estas condiciones, y por alejado que esto pueda estar de nuestros modos de pensamiento seculares, toda función, desde la del sacerdote y el rey hasta la del alfarero y el barrendero, es literalmente un sacerdocio, y, toda operación, un rito ministerial. Por otra parte, en cada una de estas esferas nos encontramos con «éticas profesionales». El sistema de castas difiere de la «división del trabajo» industrial, con su «fraccionamiento de la facultad humana», en que presupone diferencias en los tipos de responsabilidad, pero no en los grados de la responsabilidad; y se debe justamente a que una organización de funciones tal como esta, con sus lealtades y deberes mutuos, es absolutamente incompatible con nuestro industrialismo competitivo, por lo que el sistema de castas, monárquico y feudal, se pinta siempre con colores tan sombríos por el sociólogo, cuyo pensamiento está determinado mucho más por su entorno efectivo que por una deducción de los principios primeros[185].
Que las capacidades y las vocaciones correspondientes son hereditarias, se sigue necesariamente de la doctrina del renacimiento progenitivo: el hijo de cada hombre está cualificado y predestinado por su natividad para asumir el «carácter» de su padre y para ocupar su sitio en el mundo; por esto es por lo que se le inicia en la profesión de su padre y por lo que, finalmente se le confirma en ella por los ritos de transmisión en el lecho de muerte, después de lo cual, aunque el padre sobreviva, el hijo deviene el cabeza de la familia[186]. Al reemplazar a su padre, el hijo le libera de la responsabilidad funcional con la que cargaba en esta vida, al mismo tiempo que, con ello, se provee una continuación de los servicios sacrificiales[187]. Y por el mismo motivo, el linaje familiar se acaba, no por falta de descendientes (puesto que esto puede remediarse con la adopción), sino siempre que se abandona la vocación y tradición familiar. De la misma manera, una confusión de castas total es la muerte de una sociedad, puesto que entonces no queda nada sino una turba informe donde un hombre puede cambiar su profesión a voluntad, como si la profesión hubiera sido algo enteramente independiente de su propia naturaleza. De hecho, es así como se matan las sociedades tradicionales y como se destruye su cultura por el contacto con las civilizaciones industriales y proletarias. Lo que el oriente ortodoxo estima de la civilización occidental puede expresarse adecuadamente en estas palabras de Mathew Arnold,
                        Oriente se inclinó ante occidente
                        En paciente, y profundo desdén.
Sin embargo, debe recordarse que los contrastes de este tipo sólo pueden detectarse entre el oriente todavía ortodoxo y el occidente moderno, y que no habrían sido válidos en el siglo trece.
Por su integración de las funciones, el orden social está diseñado para proporcionar al mismo tiempo a una prosperidad común y para permitir a cada miembro de la sociedad realizar su propia perfección. En el sentido en que la «religión» ha de ser identificada con la «ley» y distinguida del «espíritu», la religión hindú es, hablando estrictamente, una obediencia; y que esto es así aparece claramente en el hecho de que a un hombre se le considera un buen hindú, no por lo que cree sino por lo que hace; o en otras palabras, por su «pericia» en el buen hacer bajo la ley.
Pues si no hay ninguna liberación por las obras, es evidente que la parte práctica del orden social, por muy fielmente que se cumpla, no puede considerarse, en mayor medida que cualquier otro rito, o que toda la teología afirmativa, como nada más que un medio hacia un fin más allá de sí mismo. Queda siempre un último paso, en el que el ritual se abandona y se niegan las verdades relativas de la teología. De la misma manera que fue por el conocimiento del bien y del mal por lo que el hombre cayó de su elevado estado primero, así debe ser del conocimiento del bien y del mal, de la ley moral, de lo que debe liberarse finalmente. Por lejos que uno pueda haber llegado, queda dar un último paso, un último paso que implica una disolución de todos los valores anteriores. Una iglesia o una sociedad (una religión o una cultura) —y el hindú no haría aquí ninguna distinción— que no proporciona una vía de escape de su propio régimen, y no quiere dejar que sus gentes partan, está contraviniendo su propio propósito último[188].
Precisamente para este último paso se hace provisión en el último de lo que se llama los «Cuatro Estados» (Œ§ramas) de la vida[189]. El término mismo implica que cada hombre es un peregrino (§ramana, asketes), cuya única divisa es «seguir adelante» (caraiva). El primero de estos estados es el de la disciplina de estudiante; el segundo es el del matrimonio y la actividad ocupacional, con todas sus responsabilidades y derechos; el tercero es un estado de retiro y pobreza comparativa; el cuarto es una condición de total renunciación (sannyŒsa)[190]. Se verá así que, mientras que en una sociedad secular un hombre aspira a una vejez de comodidad e independencia económica, en este orden sacramental aspira a devenir independiente de la economía e indiferente a la comodidad y a la incomodidad. Recuerdo la figura de un hombre magnífico: habiendo sido un cabeza de familia de una riqueza casi fabulosa, ahora, a la edad de setenta y ocho años, estaba en el tercer estado, viviendo solo en una cabaña de troncos, haciendo su propia cocina y lavando con sus propias manos las dos únicas vestiduras que poseía. En dos años más, habría abandonado todo este semilujo, para devenir un mendicante religioso, sin otras posesiones que un taparrabo y una escudilla de mendigo, en la que recibir los restos de comida dados libremente por otros todavía en el segundo estado de la vida.
A este cuarto estado de la vida se puede entrar también en cualquier tiempo, siempre bajo el supuesto de que un hombre esté maduro para ello y de que la llamada sea irresistible. A aquellos que abandonan así la vida de familia y que adoptan la vida sin hogar se les conoce diversamente como renunciadores, errantes o expertos (sannyŒs´, pravrŒjaka, sŒdhu)[191] y como Yog´s. Aun en nuestros días acontece que hombres del más elevado rango, hazañas y riqueza «cambian sus vidas» (anyad v¨ttam upŒkarisyan, BU. IV.5.1) de esta manera; esto es literalmente una muerte al mundo, pues sus ritos funerarios se cumplen cuando dejan el hogar y se entregan al aire abierto. Sería una gran equivocación suponer que tales actos son de algún modo penitenciales; más bien reflejan un cambio de mente, a saber, habiéndose llevado una vida activa en imitación de la deidad procedente, esta vida se equilibra ahora por una imitación del Deus absconditus.
Por su afirmación de los valores últimos, la mera presencia de estos hombres en una sociedad, a la que ya no pertenecen, afecta a todos los valores[192]. Por muchos que sean los pretenciosos e indolentes que adoptan este modo de vida por una variedad de razones inadecuadas, sigue siendo válido que si consideramos las cuatro castas como representando la esencia de la sociedad hindú, la vida supra social y anónima del hombre verdaderamente pobre, que abandona voluntariamente todas las obligaciones y todos los derechos, representa su quintaesencia. Estos son aquellos que se han negado a sí mismos y que han dejado todo, para «seguir-Me». Hacer esta altísima elección está abierto a todos, independientemente del estatuto social. En este orden de nadies, nadie preguntará «¿quién o qué fuiste tú en el mundo?». El hindú de cualquier casta, o incluso un bárbaro, puede devenir un Nadie. Bendito es el hombre sobre cuya tumba puede escribirse, Hic jacet nemo (= Aquí yace nadie).
Estos están ya liberados de la cadena del fatum o la necesidad, a la cual sólo el vehículo psico-físico permanece atado hasta que llega el fin. La muerte en samŒdhi no cambia nada esencial[193]. De su condición en adelante poco más puede decirse que el hecho de que ellos son. Ciertamente, no están aniquilados, pues la aniquilación de algo real no sólo es una imposibilidad metafísica, sino que, además, es explícito que «Nunca ha habido un tiempo en que yo no haya sido, o en que tú no hayas sido, o en que ya no seremos»[194]. Se nos dice que el sí mismo perfeccionado deviene un rayo del Sol, y un movedor-a-voluntad (kŒmacŒrin, CU. VII.25.2) arriba y abajo de estos mundos, asumiendo la forma que quiere y comiendo el alimento que quiere; de la misma manera que en San Juan, el salvado «entrará y saldrá, y encontrará pradera» (San Juan 10.9)[195]. Estas expresiones son congruentes con la doctrina de la «distinción sin diferencia» (bhedŒbheda), supuestamente peculiar al «teísmo» hindú, pero presupuesta por la doctrina de la esencia única y la naturaleza dual, y por muchos textos vedŒnticos, incluyendo los del Brahma Sètra, no refutados por êaºkara mismo[196]. La doctrina misma corresponde exactamente a lo que se entiende por el «fundidos pero no confundidos» del Maestro Eckhart.
Nosotros podemos comprender mejor cómo puede ser eso por la analogía de la relación entre un rayo de luz y su fuente, analogía que es también la del radio de un círculo y su centro. Si consideramos que un rayo o radio tal ha «entrado» a través del centro a una infinitud indimensionada y extra-cósmica, nada en absoluto puede decirse de él; si lo consideramos en el centro, él es, pero en identidad con el centro e indistinguible de él; y sólo cuando «sale», tiene una posición e identidad aparente. Hay entonces un «descenso» (avataraöa)[197] de la Luz de las Luces como una luz, pero no como «otra» luz. Un «descenso» tal como el de Krishna o el de RŒma difiere esencialmente de las encarnaciones, determinadas fatalmente, de las naturalezas mortales que han olvidado Quien son; ciertamente, es la necesidad de ellas la que ahora determina el descenso, y no alguna carencia por parte de quien desciende. Un tal «descenso» es el de uno «cuya dicha está solamente en sí mismo»[198], y no está «seriamente» implicado en las formas que asume, no por alguna necesidad coactiva, sino sólo por «juego» (kr´¶Œ, l´lŒ)[199]. Nuestro Sí mismo inmortal es «como la gota de rocío sobre la hoja de loto»[200], tangente, pero no adherente. «Último, inaudito, no alcanzado, no concebido, indómito, no visionado, indiscriminado, y no hablado, aunque escuchador, concebidor, veedor, hablador, discriminador y preconocedor; de esa Persona Interior de todos los seres, uno debe saber que “Él es mi Sí mismo”»[201]. «Eso eres tú»[202](CU.VI.8.7).



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