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lunes, 17 de mayo de 2010

Ryunosuke Akutagawa



Ryunosuke Akutagawa

En el Bosque

Declaración de un leñador interrogado por el oficial del Kebiishi:

--Sí, señor, es verdad; fui yo quien encontró el cadáver. Esta mañana, como de costumbre, había salido a cortar leña y encontré al muerto en el bosque que está detrás de la montaña. ¿El lugar exacto, dice usted? Pues, a unos ciento cincuenta metros de la carretera a Yamashina. Es un lugar solitario, poblado de bambúes, con algunos cedros entre ellos.

El cuerpo estaba tendido de cara al cielo; vestía un kimono de seda violáceo y llevaba un gorro al estilo Kyoto. Una herida de katana le atravesaba el corazón, y las hojas de bambú que lo rodeaban estaban teñidas de rojo. No, no perdía más sangre en ese momento. Creo que la herida estaba seca; un tábano, de tan pegado que estaba a ella, ni siquiera sintió mis pasos.

¿Si vi alguna katana o algo parecido? No, no vi nada de eso, señor. Solamente encontré una cuerda junto al tronco de un cedro que había cerca el cadáver. Y..., ah, sí; también junto a la cuerda había un peine. Eso fue todo lo que vi. Daba la impresión de que ese hombre había luchado antes de ser asesinado, porque las hierbas y las hojas que había a su alrededor estaban bastante pisoteadas.

--¿Había algún caballo cerca del lugar?

-- No, señor. Es un lugar inaccesible para esos animales; está separado de la carretera por un bosque de bambúes.

Declaración de un sacerdote budista interrogado por el oficial del Kebiishi:

-Es cierto. Ayer me encontré con el desdichado hombre. Ayer ... sería cerca del mediodía. El lugar es la carretera que conduce de Sekiyama a Yamashina.
El hombre caminaba en dirección a Sekiyama acompañado por una dama que iba a caballo. No alcancé a ver el rostro de esta dama pues lo llevaba cubierto por un velo. Únicamente pude ver el color de su kimono, que era lila claro. El caballo era un alazán de finas crines. ¿La estatura de la dama?... algo así como un metro y medio. Como sacerdote, no estoy habituado a fijarme en esos detalles. El hombre iba armado con katana, arco y flechas. Particularmente recuerdo la aljaba negra, donde llevaba unas veinte flechas.

No podía imaginar que a ese hombre le aguardara semejante destino. En verdad, nuestra vida es comparable al rocío del alba o a un destello fugaz. ¡Lamento tanto la suerte de ese hombre que no encuentro palabras para expresar mi sentimiento!

Declaración del policía interrogado por el oficial del Kebiishi:

--¿Quién es el hombre que arresté? Es el famoso bandolero Tajömaru. Cuando procedí, él había caído del caballo, y gemía echado sobre el puente de Awataguchi. ¿Cuándo? Fue en las primeras horas de anoche. Recuerdo que aquella otra vez en que fracasé al intentar arrestarlo, también llevaba ese kimono azul y esa larga katana. Esta vez, como ustedes ven, lleva además arco y flechas. ¡Ah! ... ¿De modo que el arco y las flechas son iguales a los del muerto? Entonces es seguro que este Tajömaru es el asesino. El arco enfundado en cuero, la aljaba negra y las diecisiete flechas de pluma de halcón, seguramente eran del samuraí. Sí; el caballo era, como usted dice, un alazán de finas crines. Pastaba cerca del puente, con las riendas sueltas. Seguramente por una ironía del destino, Tajömaru fue arrojado por el mismo caballo que robó.

Este Tajömaru es el mujeriego más famoso entre los bandidos que merodean por la capital. El año pasado una creyente y su criada fueron asesinadas en un monte, detrás de la estatua de Píndola del Templo Toribe, y se rumoreó que había sido obra de este bandido. Si es Tajömaru el asesino del samuraí, vaya uno a saber qué ha sido de la dueña del alazán.

Si se me permite una palabra, sugiero la conveniencia de averiguar la suerte que corrió la dama.

Declaración de una anciana interrogada por el oficial del Kebiishi:

--Sí, señor; el cadáver es del hombre que se casó con mi hija. Él no era de la capital; fue samuraí en la ciudad de Kokufu, en la provincia de Wakasa. Su nombre es Takejiro Kanazawa y tenía veintiséis años. No, señor, él era una buena persona y no creo que haya sido víctima de alguna venganza.

¿Mi hija? Su nombre es Masagu, y tiene diecinueve años. Es impulsiva, pero dudo que haya conocido otro hombre aparte de Takejiro. Es de cutis moreno y su cara es pequeña, ovalada, y tiene un lunar cerca del ojo izquierdo.

Ayer, Takejiro y mi hija salieron para Wakasa. ¡Quién podía imaginar esta tragedia!

¡Qué será de ella! Pues si bien estoy resignado por la suerte de mi yerno, quisiera saber qué ha ocurrido con mi pobre hija.

¡Por los cielos, señores, no dejéis piedra sin remover hasta encontrarla!

A quien odio es a ese asesino, Tajömaru, o como se llame... A él, que no sólo es mi yerno, sino también a mi hija... [llora y no se entienden sus palabras].

Confesión de Tajömaru

--Sí, señor comisario; yo maté a ese hombre, pero no a la mujer.

¿Qué, adónde fue? No sé nada. ¡Eh! Déjeme en paz; no me apremien porque no podrán obligarme a decir lo que no sé. Además, no tengo esperanzas de salvarme, así que no veo por qué he de ocultar detalles.

Bueno, fue así:

Ayer, poco después del mediodía, me encontré con esa pareja. Justamente una leve brisa levantó el velo de seda que cubría el rostro de la mujer, y la vi apenas. Digo apenas, porque inmediatamente volvió a ocultarlo. Quizás por eso me pareció tan hermosa como la sagrada Bodhisattva. Y desde ese instante decidí conquistarla, aunque tuviera que matar al hombre que la acompañaba.

¿Qué dice? Vea, para mí, matar a un hombre no significa gran cosa, como usted creería.

De todos modos, para poseer a la mujer había que eliminar al hombre. Pero le aclaro, señor, que yo mato con katana, y no como ustedes, que matan con el poder, con el dinero, hasta con el pretexto de hacer un favor. Es cierto que no derraman sangre y sus víctimas siguen viviendo, pero así y todo son muertos, sombras de vivos. Si medimos los alcances del delito, es muy difícil fijar quién es más criminal, yo o ustedes. [Sonríe con ironía.]

Sin embargo, era mejor proceder evitando la muerte del hombre. Y opté por ello. Pero era imposible ejecutar mi propósito en la carretera (que conduce a Yamashina). Entonces inventé una historia para internar a la pareja en la montaña.

Resultó fácil. Empecé a caminar con ellos, y les conté que había descubierto una vieja tumba en la montaña, hallando una considerable cantidad de sables y espejos antiguos, que luego había trasladado clandestinamente al bosque de bambúes, y que de encontrar a algún interesado, estaba dispuesto a venderlos a bajo precio. Al oír esto, el hombre comenzó a interesarse, y ...

¿No les parece terrible la codicia que es capaz de abrigar el hombre? En menos de media hora, los tres íbamos camino de la montaña.

Al llegar al bosque de bambúes me detuve, les dije que más adentro estaba oculto el tesoro, y les pregunté si querían verlo. El hombre, por codicia, no puso objeción; pero la mujer, que ni siquiera se molestó en desmontar, dijo que esperaría allí. Era comprensible su deseo, ante el aspecto de un bosque tan espeso. Y eso era justamente lo que yo quería. Me apresuré a conducir al hombre, sin insistir en que ella nos acompañara.

A la entrada del bosque hay bambúes solamente, pero a cierta distancia existe un lugar más despejado con algunos cedros. No podía haber sitio más apropiado para el logro de mi propósito. Abriéndome camino a través de los bambúes, engañé al hombre diciéndole que las piezas estaban ocultas al pie de un cedro. Él apresuró los pasos hacia unos cedros que se divisaban entre los bambúes. Caminamos aún algo más, y llegamos al lugar señalado.

En un segundo, lo ataqué y lo derribé. Aunque el hombre llevaba katana y era bastante vigoroso, al ser tomado por sorpresa y atacado por la espalda nada pudo hacer por evitarlo. Lo até sin demora al tronco de un cedro. ¿Dónde conseguí las cuerdas? Gracias a que soy ladrón siempre las llevo, por si me veo obligado a escalar algún muro. Naturalmente, es fácil impedir que el otro grite si se le llena la boca con hojas de bambú.

Terminada mi tarea con el hombre, volví en busca de la mujer y le dije que fuera a reunirse con su marido, que se había indispuesto repentinamente. Demás está decir que el plan tuvo éxito. La mujer, que se había quitado el ichimegasa, se dejó conducir hasta el lugar; pero al llegar, ni bien advirtió la situación del hombre, sacó un puñal -no supe cuándo-, y me desafió. Nunca conocí una mujer tan impetuosa. De no ponerme en guardia, nada me hubiera extrañado que en su arremetida, terminara atravesándome el vientre, o peor aún, matándome. Pero como sabrá, yo soy Tajömaru. Pude arrebatarle el arma sin hacer uso de la mía; y aunque valiente, una vez desarmada, nada pudo hacer. Así, por fin, pude satisfacer mis deseos de poseerla.

Como le dije, no había matado al hombre; era innecesario, después de haber conseguido a la mujer. Me disponía a huir cuando sucedió lo inesperado. Ella se aferró a mis brazos con desesperación, y patéticamente, con palabras entrecortadas, me gritó que uno de nosotros, su marido o yo, tenía que morir; si no ella misma moriría antes que soportar el dolor y la vergüenza de saber vivos a los dos hombres que la habían poseído. Dijo más: que sería de aquel que sobreviviera. Al oír estas palabras, el deseo de matar al hombre me ofuscó. [Sombría excitación.]

Contándolo de esta manera debo parecer muy cruel. Pero no; usted no vio la cara de la mujer en ese momento, ni soportó su mirada ardiente, como yo. Al mirar esos ojos juré casarme con ella, sí, hacerla mi mujer a riesgo de todo; ése era el único pensamiento que me absorbía.

Tal pensamiento no se debía al solo deseo carnal, como usted puede suponer. Al contrario; si en ese momento sólo hubiese sentido sensualidad, habría escapado, sin importarme golpear a la mujer. Y de ser así, no habría tenido ninguna necesidad de manchar mi katana con la sangre de ese hombre.

Pero viendo el rostro de aquella bella mujer en la penumbra del bosque, juré no abandonar el lugar sin haberlo ultimado.

Sin embargo, no tenía intención de matarlo en forma cobarde: solté sus ligaduras y lo desafié. (La cuerda que se encontró junto al tronco fue la que yo utilicé y que luego dejé olvidada.) Encolerizado, el hombre desenvainó su katana. Inmediatamente me atacó iracundo, sin pronunciar palabra. Huelga explicar lo que pasó después. Mi katana atravesó su pecho a los veintitrés asaltos. Recuerden esto; veintitrés asaltos. No consigo salir de mi asombro. Nadie hasta entonces me había resistido más de veinte. [Sonríe jovialmente.]

Muerto el hombre, con la katana aún mojada en su sangre, me volví hacia donde había quedado la mujer.

Pero ante mi asombro, había desaparecido. En vano registré el bosque tratando de encontrarla; ni el menor rastro. Escuché con atención: se oyó el estertor del hombre; nada más.

Pensé que al empezar el duelo ella habría salido en busca de ayuda. Y puesto que era cuestión de vida o muerte, me apoderé de la espada del hombre, junto con el arco y las flechas, y huí hacia la carretera. Una vez allí, encontré pastando el caballo de la mujer. De lo que siguió después, le diré únicamente que antes de entrar en la capital me deshice de la katana robada.

Esta es toda mi confesión. Siempre tuve la convicción de que mi cabeza colgaría algún día de un árbol; senténcienme a la pena capital. [Actitud desafiante.]

Confesión de la mujer que llegó al Templo Shimizu:

-El hombre que vestía el kimono de seda azul, después de ultrajarme lanzó una mirada sarcástica a mi esposo, que estaba atado al tronco de un cedro. ¡Cuán humillado se habrá sentido mi marido! Cuanto más se empeñaba en liberarse, más se hundía la soga en su cuerpo. Desesperada, corrí hacia él. No, mejor dicho, quise correr. Pero al intentarlo, el bandido me derribó.

En ese preciso instante advertí un brillo extraño en los ojos de mi marido, tenía una expresión indescriptible... Lo recuerdo y todavía me hace estremecer. Él, al no poder hablar, procuraba expresarse de ese modo. Sus ojos no denotaban ni furor ni angustia...; despedían un brillo frío, que reflejaba su desprecio hacia mí. Más herida por esos ojos que por el golpe del ladrón, dejé escapar un gemido y me desvanecí.

Después de largo rato (creo), recobré el conocimiento, y advertí que el hombre del kimono azul había desaparecido. Estaba solamente mi marido, que continuaba atado al árbol. Me incorporé sobre las hojas de bambú y dirigí hacia él mis ojos. Pero el brillo de los suyos no había cambiado; me observaba con la misma frialdad, reafirmando su desprecio, y en lo más profundo, también su odio. Vergüenza, rabia, angustia...; no sé bien lo que sentí entonces. Me levanté, vacilante, y me acerqué a él:

-Takejiro –le dije-, después de lo sucedido, no podría seguir viviendo con vos. He decidido matarme, pero... pero vos también debéis morir. Visteis lo que me ha hecho: no puedo dejaros vivir.

Hube de hacer un gran esfuerzo para decirlo. Pero él seguía mirándome sin inmutarse. Sentí que mi corazón latía con violencia. Busqué afanosamente la espada de mi marido. En Vano; por lo visto, el bandido había robado sus armas. Fue una suerte que allí cerca encontrara mi puñal. Sosteniendo el arma en alto, volví a decirle:

-Ahora, dadme vuestra vida. Yo os seguiré inmediatamente.

Al escucharme, movió apenas los labios. Con la boca llena de hojas, no podía articular palabra. Sin embargo, con sólo mirarle adiviné su voluntad. Con profundo desprecio me decía: “Matadme”. Sin poderme dominar, enloquecida, clavé la daga en su pecho, a través del kimono de color lila. Volví a desvanecerme. Cuando tiempo después me recobré, mi marido había muerto. Un rayo del sol poniente, filtrado a través del follaje, iluminaba su rostro sin color. Llorando, quité las ataduras de aquel cuerpo. Después... No tengo fuerzas para narrar lo que me tocó vivir después. Hice todo lo posible para darme muerte; clavé el puñal en mi garganta, me arrojé al lago, cerca de la montaña; pero todo en vano. Heme aquí, frustrados mis intentos, soportando el peso agobiador de mi deshonra. [Sonríe tristemente.]

Es de creer que a una mala mujer como yo, hasta por la misma Bodhisattva le sea negada la piedad.

En fin yo, que maté a mi esposo, que fui violada por un bandido, ¿qué debo hacer? ¿Qué es lo que yo... yo...? [Estalla de pronto en violentos sollozos.]

Versión del muerto narrada por la médium:

-Después de violar a mi mujer, el bandido se sentó junto a ella y le habló, tratando de consolarla. Naturalmente, yo no podía hablar; estaba atado al tronco del cedro, amordazado. Sin embargo, intentaba decirle con los ojos una y otra vez: “No creáis a ese canalla, es mentira todo lo que dice”. Pero ella, sentada con las piernas recogidas, sobre las hojas de bambú, se miraba las rodillas con obstinación. Esa actitud me hizo suponer que estaría escuchando las palabras del hombre. Los celos me torturaban.

El bandido, hábil en la conversación, le hablaba de una cosa y otra, hasta que llegó a proponerle con el mayor descaro: “Ya que has sido injuriada en tu honor, no puedes seguir junto a tu esposo. A cambio de eso, y puesto que ya no serán felices, ¿no prefieres ser mi mujer? Fue el amor que me inspiraste lo que me llevó a cometer tal violencia contra ti”.

Mi mujer le escuchó fascinada y alzó la cabeza. Nunca la vi tan hermosa como en ese momento. Pero, ¿qué respondió ante su mismo esposo, víctima como ella de ese malhechor? Ahora vago perdido en el espacio, pero no podré evitar la rabia y los celos mientras recuerde sus palabras: “Bien, llevadme adonde queráis”. [Largo silencio.]

Y no fue éste el único delito de mi mujer. Si se tratara sólo de esto no sufriría lo que sufro en esta oscura eternidad. Cuando, como en sueños, se disponía a partir del brazo de aquel hombre, palideció repentinamente, y señalándome, exclamó: “Matadle. No puedo unirme a vos mientras él esté con vida”. Y repitió varias veces, enloquecida: “¡Matadle, matadle!” Aún ahora sus palabras quieren arrastrarme hacia el negro abismo.

¿Habrán salido alguna vez palabras tan atroces de labios de un ser humano? ¿Habrán entrado tan odiosas frases en oídos de algún mortal? Alguna vez, semejante... [Súbitamente, ríe con desprecio.]

El mismo bandido se quedó perplejo al oírlas. “¡Matadle!” Ella continuaba gritando y se aferraba al brazo del delincuente. Él la miró fijamente y no contestó... Antes de pensar en una respuesta, la arrojó al suelo de un puntapié. [Nuevamente una carcajada desdeñosa.]

Luego se cruzó de brazos tranquilamente y mirándome, dijo: “¿Qué piensas hacer con esta mujer? ¿La matas, o la perdonas? Contéstame con la cabeza. ¿La matas?” Sólo por estas palabras perdonaría la acción del individuo. [De nuevo largo silencio.]

Mientras yo vacilaba en contestar, mi mujer dio un grito y echó a correr, bosque adentro. El bandido se abalanzó tras ella, pero no logró alcanzar ni la manga de su kimono.

Fugada mi mujer, el hombre tomó mi katana, mi arco y mis flechas. Luego cortó en un solo sitio la soga con que me había atado. Recuerdo que al salir del bosque murmuró: “Ahora se juega mi suerte”. Siguió un profundo silencio. No, oí que alguien sollozaba. Mientras me quitaba las sogas escuché con atención, y noté que era mi propio sollozo. [Largo silencio.]

A duras penas separé del árbol mi cuerpo entumecido. Delante de mí brillaba la pequeña daga que había dejado mi mujer. La recogí y la hundí en mi pecho. Un coágulo de sangre subió a mi garganta, pero no sentí ningún dolor. A medida que mi cuerpo se enfriaba, todo a mi alrededor se volví silencioso y solemne. Ni el canto de un pájaro se oía en el aire de aquel lugar en la cañada de la montaña. Apenas una débil claridad descendía sobre las hojas, pero también eso fue desapareciendo, hasta que los cedros y los bambúes se borraron de mi vista. Tendido en el suelo, un hondo silencio me envolvía.

En ese momento alguien se acercó a mí con pasos cautelosos. Traté de ver quién era; pero la oscuridad me lo impidió. Alguien... alguien que no pude ver, una mano invisible, quitó suavemente el arma hundida en mi pecho, al tiempo que otro coágulo me volvía a llenar la boca. Y de nuevo me hundí en el oscuro espacio; por última vez, para siempre.


RYUNOSUKE AKUTAGAWA -- RASHOMON





RYUNOSUKE AKUTAGAWA

Rashòmon

Era un frío atardecer.

Bajo Rashòmon, el sirviente de un samurai esperaba que cesara la lluvia. No había nadie en el amplio portal. Sólo un grillo se posaba en una gruesa columna, cuya laca carmesí estaba resquebrajada en algunas partes. Situado Rashòmon en la Avenida Sujaku, era de suponer que algunas personas, como ciertas damas con el ichimegasa o nobles con el momieboshi, podrían guarecerse allí; pero al parecer no había nadie fuera del sirviente. Y era explicable, ya que en los últimos dos o tres años la ciudad de Kyoto había sufrido una larga serie de calamidades: terremotos, tifones, incendios y carestías la habían llevado a una completa desolación. Dicen los antiguos textos que la gente llegó a destruir las imágenes budistas y otros objetos de culto, y esos trozos de madera, laqueada y adornada con hojas de oro y plata, se vendían en la calle como leña. Ante semejante situación, resultaba natural que nadie se ocupara de restaurar Rashòmon. Aprovechando la desvastación del edificio, los zorros y otros animales instalaron sus madrigueras entre las ruinas; por su parte, ladrones y malhechores no lo desdeñaron como refugio, hasta que finalmente se le vio convertido en depósito de cadáveres anónimos. Nadie se acercaba por los alrededores al anochecer, más que nada por su aspecto sombrío y desolado.

En cambio, los cuervos acudían en bandadas desde los más remotos lugares. Durante el día volaban en círculo alrededor de la torre, y en el cielo enrojecido del atardecer sus siluetas se dispersaban como granos de sésamo antes de caer sobre los cadáveres abandonados.

Pero ese día no se veía ningún cuervo, tal vez por ser demasiado tarde. En la escalera de piedra, que se derrumbaba a trechos y entre cuyas grietas crecía la hierba, podían verse los blancos excrementos de estas aves. El sirviente vestía un gastado kimono azul, y sentado en el último de los siete escalones contemplaba distraídamente la lluvia, mientras concentraba su atención en el grano de la mejilla derecha.

Como decía, el sirviente estaba esperando que cesara la lluvia; pero de cualquier manera no tenía ninguna idea precisa de lo que haría después. En circunstancias normales, lo natural habría sido volver a casa de su amo; pero unos días antes éste lo había despedido, no obstante los largos años que había estado a su servicio. El suyo era uno de los tantos problemas surgidos del precipitado derrumbe de la prosperidad de Kyoto.

Por eso, quizás, hubiera sido mejor aclarar: "el sirviente espera en el portal sin saber qué hacer, ya que no tiene adónde ir". Es cierto que, por otra parte, el tiempo oscuro y tormentoso había deprimido notablemente el sentimentalisme de este sirviente de la época Heian.

Habiendo comenzado a llover a mediodía, todavía continuaba después del atardecer. Perdido en un mar de pensamientos incoherentes, buscando algo que le permitiera vivir desde el día siguiente y la manera de obrar frente a ese inexorable destino que tanto le deprimía, el sirviente escuchaba, abstraído, el ruido de la lluvia sobre la Avenida Sajaku.

La lluvia parecía recoger su ímpetu desde lejos, para descargarlo estrepitosamente sobre Rashòmon, como envolviéndolo. Alzando la vista, en el cielo oscuro veíase una pesada nube suspendida en el borde de una teja inclinada.

"Para escapar a esta maldita suerte"- pensó el sirviente-, "no puedo esperar a elegir un medio, ni bueno ni malo pues si empezara a pensar, sin duda me moriría de hambre en medio del camino o en alguna zanja; luego me traerían aquí, a esta torre, dejándome tirado como a un perro. Pero si no elijo..." Su pensamiento, tras mucho rondar la misma idea, había llegado por fin a este punto. Pero ese "si no elijo..." quedó fijo en su mente. Aparentemente estaba dispuesto a emplear cualquier medio; pero al decir "si no..." demostró no tener el valor suficiente para confesarse rotundamente: "no me queda otro remedio que convertirme en ladrón".

Lanzó un fuerte estornudo y se levantó con lentitud. El frío anochecer de Kyoto hacía añorar el calor del fuego. El viento, en la penumbra, gemía entre los pilares. El grillo que se posaba en la gruesa columna había desaparecido.

Con la cabeza metida entre los hombros paseó la mirada en torno del edificio; luego levantó las hombreras del kimono azul que llevaba sobre una delgada ropa interior. Se decidió por fin a pasar la noche en algún lugar que le permitiera guarecerse de la lluvia y del viento, en donde nadie lo molestara.

El sirviente descubrió otra escalera ancha, también laqueada, que parecía conducir a la torre. Ahí arriba nadie lo podía molestar, excepto los muertos. Cuidando de que no se deslizara su katana de la vaina sujeta a la cintura, el sirviente puso su pie calzado con zöri sobre el primer peldaño.

Minutos después en la mitad de la amplia escalera que conducía a la torre de Rashòmon, un hombre acurrucado como un gato, con la respiración contenida, observaba lo que sucedía más arriba. La luz procedente de la torre brillaba en la mejilla del hombre, una mejilla que bajo la corta barba descubría un grano colorado purulento. El hombre, es decir el sirviente, había pensado que dentro de la torre sólo hallaría cadáveres, pero subiendo dos o tres escalones notó que había luz, y que alguien la movía de un lado a otro. Lo supo cuando vio su reflejo mortecino, amarillento, oscilando de un modo especial en el techo cubierto de telarañas. ¿Qué clase de persona encendería esa luz en Rashòmon, en una noche de lluvia como aquella?

Silencioso como un lagarto, el sirviente se arrastró hasta el último peldaño de la empinada escalera. Con el cuerpo encogido todo lo posible y el cuello estirado, observó medrosamente el interior de la torre.

Confirmando los rumores, vio allí algunos cadáveres tirados negligentemente en el suelo. Como la luz de la llama iluminaba escasamente a su alrededor, no pudo distinguir la cantidad; únicamente pudo ver algunos cuerpos vestidos y otros desnudos, de hombres y mujeres. Los hombros, el pecho y otras partes recibían una luz agonizante, que hacía más densa la sombra en los restantes miembros. Unos con la boca abierta, otros con los brazos extendidos, ninguno daba más señales de vida que un muñeco de barro. Al verlos entregados a ese silencio eterno, el sirviente dudó que hubiesen vivido alguna vez.

El hedor que despedían los cuerpos ya descompuestos le hizo llevar rápidamente la mano a la nariz. Pero un instante después olvidó ese gesto. Una impresión más violenta anuló su olfato al ver que alguien estaba inclinado sobre los cadáveres.

Era una vieja escuálida, canosa y con aspecto de mona, vestida con un kimono de tono ciprés. Sosteniendo con la mano derecha una tea de pino, observaba el rostro de un muerto, que por su larga cabellera parecía una mujer.

Poseído más por el horror que por la curiosidad, el sirviente contuvo la respiración por un instante, sintiendo que se le erizaban los pelos. Mientras observaba aterrado, la vieja colocó su tea entre dos tablas del piso, y sosteniendo con una mano, la cabeza que había estado mirando, con la otra comenzó a arrancarle el cabello, uno por uno; parecía desprenderse fácilmente.

A medida que el cabello se iba desprendiendo, cedía gradualmente el miedo del sirviente; pero al mismo tiempo se apoderaba de él un incontenible odio hacia esa vieja. Ese odio -pronto lo comprobó- no iba dirigido sólo contra la vieja, sino contra todo lo que simbolizase "el mal", por el que ahora sentía vivísima repugnancia. Si en ese instante le hubiera sido dado elegir entre morir de hambre o convertirse en ladrón -el problema que él mismo se había planteado hacía unos instantes- no habría vacilado en elegir la muerte. El odio y la repugnancia ardían en él tan vivamente como la tea que la vieja había clavado en el piso.

Él no sabía por qué aquella vieja robaba cabellos; por consiguiente, no podía juzgar su conducta. Pero a los ojos del sirviente, despojar de las cabelleras a los muertos de Rashòmon, y en una noche de tormenta como ésa, cobraba toda la apariencia de un pecado imperdonable. Naturalmente, este nuevo espectáculo le había hecho olvidar que sólo momentos antes él mismo había pensado hacerse ladrón.

Reunió todas sus fuerzas en las piernas, y saltó con agilidad desde su escondite; con la mano en su katana, en una zancada se plantó ante la vieja. Volvióse esta aterrada, y al ver al hombre, retrocedió bruscamente, tambaleándose.

-¡Adónde vas, vieja infeliz! -gritó cerrándole el paso, mientras ella intentaba huir pisoteando los cadáveres.

La suerte estaba echada. Tras un breve forcejeo el hombre tomó a la vieja por el brazo (de puro hueso y piel, más bien parecía una pata de gallina), y retorciéndoselo, la arrojó al suelo con violencia:

-¿Qué estabas haciendo? Contesta, vieja; sino, hablará esto por mí.

Diciendo esto, el sirviente la soltó, desenvainó su katana y puso el brillante metal frente a los ojos de la vieja. Pero ésta guardaba un silencio malicioso, como si fuera muda. Un temblor histérico agitaba sus manos y respiraba con dificultad, con los ojos desorbitados. Al verla así, el sirviente comprendió que la vieja estaba a su merced. Y al tener conciencia de que una vida estaba librada al azar de su voluntad, todo el odio que había acumulado se desvaneció, para dar lugar a un sentimiento de satisfacción y de orgullo; la satisfacción y el orgullo que se sienten al realizar una acción y obtener la merecida recompensa. Miró el sirviente a la vieja y suavizando algo la voz, le dijo:

--Escucha. No soy ningún funcionario del Kebiishi. Soy un viajero que pasaba accidentalmente por este lugar. Por eso, no tengo ningún interés en prenderte o en hacer contigo nada en particular. Lo que quiero es saber qué estabas haciendo aquí hace un momento.

La vieja abrió aún más los ojos y clavó su mirada en el hombre; una mirada sarcástica, penetrante, con esos ojos sanguinolientos que suelen tener ciertas aves de rapiña. Luego, como masticando algo, movió los labios, unos labios tan arrugados que casi se confundían con la nariz. La punta de la nuez se movió en la garganta huesuda. De pronto, una voz áspera y jadeante como el graznido de un cuervo llegó a los oídos del sirviente.

--Yo, sacaba los cabellos... sacaba los cabellos... para hacer pelucas.

Ante una respuesta tan simple y mediocre el sirviente se sintió defraudado. La decepción hizo que el odio y la repugnancia le invadieran nuevamente, pero ahora acompañados por un frío desprecio. La vieja pareció adivinar lo que el sirviente sentía en ese momento y, conservando en la mano los largos cabellos que acababa de arrancar, murmuró con su voz sorda y ronca:

---Ciertamente, arrancar los cabellos a los muertos puede parecerle horrible, pero ninguno de éstos merece ser tratado de mejor modo. Esa mujer, por ejemplo, a quien le saqué estos hermosos cabellos negros, acostumbraba vender carne de víbora desecada en la Barraca de los Guardianes, haciéndola pasar nada menos que por pescado. Los guardianes decían que no conocían pescado más delicioso. No digo que eso estuviese mal pues de otro modo se hubiera muerto de hambre. ¿Qué otra cosa podía hacer? De igual modo podría justificar lo que yo hago ahora. No tengo otro remedio, si quiero seguir viviendo. Si ella llegara a saber lo que le hago, posiblemente me perdonaría.

Mientras tanto el sirviente había guardado su katana, y con la mano izquierda apoyada en la empuñadura, la escuchaba fríamente. La derecha tocaba nerviosamente el grano purulento de la mejilla. Y en tanto la escuchaba, sintió que le nacía cierto coraje, el que le faltara momentos antes bajo el portal. Además, ese coraje crecía en dirección opuesta al sentimiento que lo había dominado en el instante de sorprender a la vieja. El sirviente no sólo dejó de dudar (entre elegir la muerte o convertirse en ladrón) sino que en ese momento el tener que morir de hambre se había convertido para él en una idea absurda, algo por completo ajeno a su entendimiento.

--¿Estás segura de lo que dices?-- preguntó en tono malicioso y burlón.

De pronto quitó la mano del grano, avanzó hacia ella y tomándola por el cuello con rudeza:

--Y bien, no me guardarás rencor si te robo, ¿verdad? Si no lo hago, también yo me moriré de hambre.

Seguidamente, despojó a la vieja de sus ropas, y como ella tratara de impedirlo aferrándose a las piernas, de un puntapié la arrojó entre los cadáveres. En cinco pasos el sirviente estuvo en la boca de la escalera; y en un abrir y cerrar de ojos, con la amarillenta ropa bajo el brazo, descendió los peldaños hacia la profundidad de la noche.

Un momento después la vieja, que había estado tendida como un muerto más, se incorporó, desnuda. Gruñendo y gimiendo, se arrastró hasta la escalera, a la luz de la antorcha que seguía ardiendo. Asomó la cabeza al oscuro vacío y los cabellos blancos le cayeron sobre la cara.

Abajo, sólo la noche negra y muda.

Adónde fue el sirviente, nadie lo sabe.

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