Giovanni Papini -- El Libro Negro
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EL MERCADO DE NIÑOS
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Ming-Po, 15 de junio.
El amigo taoísta ha querido acompañarme a visitar el negocio más extraño y más famoso de la
ciudad, que está situado en la calle principal del suburbio oriental.
En la entrada hay uno de los habituales cartelones de latón, en el que se puede leer una serie de
ideogramas color escarlata.
El local consiste en un largo corredor que, para el paso de los compradores, tiene en medio un
estrecho pasadizo formado por dos divisiones de palos, paralelas, que a su vez forman con las
paredes dos galerías angostas y oblongas donde se halla la mercancía a vender.
Aproximándome a las divisiones de madera pude ver que, acurrucados en tierra, sentados en
pequeñas sillas o tendidos en pobres esteras de bambú, había allí decenas de niños de edad varia,
entre los cinco y los diez años; estaban inmóviles, silenciosos, como si fueran objetos inertes y no
criaturas humanas. La mayor parte de ellos estaban macilentos y agotados, pero no faltaban
algunos gordos y mofletudos aunque su color era triste. Casi todos tenían los ojos semicerrados y
no los abrieron ni siquiera al oír el ruido de los pasos y de la conversación. De ambas galerías,
cerradas y llenas de cuerpos infantiles, salía un acre olor a sudores y excrementos.
En aquel momento había allí tan sólo dos compradores, un viejo y una vieja. Pero mi amigo el
filósofo me dijo que el comercio de niños era por entonces próspero y beneficioso, tanto así que
el dueño de aquél había podido comprar todas las tierras de un pueblo cercano.
- Mas, ¿para qué compra la gente a estos niños?
- Son diversos los motivos - me respondió el amigo taoísta -. Hay quienes no tienen hijos y
quieren ver en su casa a un niño de su propiedad; los ricos compran alguno que otro para que sus
hijas tengan juguetes vivientes en lugar de muñecas de trapo o de porcelana. Los mendigos
invierten sus ahorros en la adquisición de un niño delgaducho y enfermizo para suscitar mayor
compasión en el corazón de la gente que pasa. También hay algunos que de vez en cuando se
valen de un niño en sus actividades de magia negra, sacrificándolo ocultamente a alguna
divinidad infernal; finalmente, y aunque son pocos, están los antropófagos clandestinos que para
sus festines de caníbales prefieren la tierna carne de los niños, y hasta se dice, aunque sin dar
pruebas, que algunos viciosos utilizan a niños comprados para satisfacer sus sucias perversiones.
- Y los padres que saben todo esto - pregunté aterrorizado -, ¿por qué continúan vendiendo a sus
hijos?
- En nuestros campos la miseria es espantosa. Son frecuentes las carestías causadas por la sequía
o la langosta. Hay padres que tienen un regimiento de hijos y no saben cómo alimentarlos;
venden entonces dos o tres, generalmente los más chicos, y con el dinero así obtenido compran
un poco de arroz para que los mayores no mueran de inanición. Las madres se rebelan y lloran,
pero después, ante el terror al marido y a la necesidad, concluyen por resignarse.
En ese momento salió de la oscuridad del fondo el infame comerciante, obsequioso y sonriente,
animado por la presencia de un cliente extranjero. Era un chino todavía joven, de rostro chato,
color azafrán; vestía una hermosa túnica de seda celeste. Se paró ante nosotros haciendo una
inclinación; inmediatamente le di la espalda y huí a grandes pasos de aquel horrible mercado. El
amigo taoísta me alcanzó en la calle y me preguntó con plácida voz
-¿Tal vez no le ha gustado la visita?